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31/5/15

Eternidades


Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.
Borges, Eternidades (La rosa profunda).



Fotograma de El teniente seductor (1931), de Lubitsch.

No sé si Miriam Hopkins significa aún algo para los aficionados al cine. Ya sé, es un asunto menor ante la perspectiva de los soviets en los barrios de Madrid, el advenimiento de la arcadia comunista en Barcelona o la marea roja que se avecina en algunas capitales gallegas, pero es que a mi edad hay ilusiones que ya no puedo contraer, así que me refugio en otras más benignas.


Imagino que Miriam Hopkins significa lo suyo para quienes tienen a Lubitsch en un altar. Como merece. Desde luego es una de las presencias cardinales en el cine de uno de los más grandes artistas del siglo XX.

Fotograma de Un ladrón en la alcoba, con Miriam Hopkins.

Lily, la ladrona de Trouble in Paradise (Un ladrón en la alcoba, 1932), con guión de Samson Raphaelson- basada en una pieza teatral de Laszlo Aladár-, y la Gilda de Design for Living (Una mujer para dos, 1933), con guión de Ben Hecht y Samuel Hoffenstein -basado en una obra de Noël Coward-, son dos de los personajes inolvidables -en dos de las más encantadoras películas- de la filmografía de Lubitsch. Cine eterno, entonces.

Fotograma de Una mujer para dos.

Cabe recordar su breve -pero no menos memorable- presencia en pantalla como la Ivy de Dr. Jeckyll and Mr. Hyde (El hombre y el monstruo, 1932) de Rouben Mamoulian, con guión de Samuel Hoffenstein y Percy Heath basado en el relato de Stevenson. Un papel reducido al mínimo: quedaron muchos metros de película en el suelo de la sala de montaje considerados indecentes (en un ejercicio de autocensura, porque la película es anterior por poco al código Hays, guardián de la moralidad en las producciones de Hollywood por décadas), y aun así Miriam Hopkins deviene una presencia preñada de erotismo.


Para Lubitch, la actriz era la primera opción para el personaje de María Tura en Ser o no ser que acabó encarnando Carole Lombard (y ya no podemos imaginar a nadie más en el papel). Al cineasta, Miriam Hopkins le llenaba el ojo. Algún biógrafo asegura que también en eso Lubitsch era único. Por lo visto -no faltan los testimonios- la actriz era un mal bicho, se peleó con medio Hollywood y cabreó a otro tanto. Según Bette Davies, la Hopkins era una verdadera zorra y trabajar con ella, un infierno.

Fotograma de Una mujer para dos.

Pero quizá esa fama se había propagado, en buena medida, porque nuestra actriz se relacionaba con escritores, músicos o pintores y no con el mundillo de Hollywood. Miriam Hopkins era una mujer culta y una lectora voraz (allí donde vivía acababa rodeada de libros), y manifestaba firmes convicciones políticas: apoyó a Roosevelt, formó parte del Comité por la Primera Enmienda -contra el Comité de Actividades Antiamericanas- y militó en la causa de los derechos civiles; el FBI la vigiló durante quince años. John O'Hara cuenta que si la actriz invitaba a un escritor conocía su obra; si a un músico, había disfrutado de sus piezas; y si a un pintor, apreciaba su pintura y aun había comprado sus cuadros.

Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Un ladrón en la alcoba

No aventuramos demasiado al sospechar que Lubitsch estaba enamorado de Miriam Hopkins. Desde luego era su tipo (también como actriz). Sobra decir que tampoco pecamos de atrevimiento al imaginar que ella usaba sus armas para encandilar y refrenar al cineasta, un juego en el que Lubitsch participaba. Una anécdota célebre resulta ejemplar en ese sentido. La Hopkins se había enredado en una aventura amorosa con King Vidor y estaba convencida de que la mantenía en absoluto secreto. Un día recibe el guión de Una mujer para dos. La actriz le pide a su amante que lo lean juntos y le dé su opinión. Y van pasando las páginas, encantados, disfrutando el guión. Hasta que llegan a la última. A la última línea. Allí, al pie, les esperaba una nota garabateada por Lubitsch:
King: tendré mucho gusto en hacer cualquier pequeño cambio que se te ocurra. Ernst.
 Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Una mujer para dos.

Quién sabe si la relación entre el cineasta y Miriam Hopkins desbordó los cauces profesionales. Se sabe que mientras Lubitsch se recuperaba de un ataque al corazón le tomaban el pulso cada poco; pensaron que no sobreviviría, hasta Samson Raphaelson escribió un elogio fúnebre, evocado en ese precioso librito titulado aquí Amistad; pero la única persona que le aceleró las pulsaciones de forma alarmante fue Miriam Hopkins cuando acudió a visitarlo. (Morirá unos años después mientras hacía el amor; ah, no con ella.) Poco antes, Lubitsch declaró en una entrevista que sus actrices favoritas eran Miriam Hopkins y Carole Lombard.

Fotogramas de Un ladrón en la alcoba.

Casi cuarenta años después, Borges confesará en una entrevista:
Estuve un poco enamorado de una actriz que se ha olvidado, Miriam Hokins.
Y en otra:
He estado tan enamorado de ella... Como todos. Era tan linda. ¿Usted no se acuerda de ella?
Fotogramas de Una mujer para dos.

En 1936 comenta una lista de los libros ingleses más vendidos en EEUU, encabezada por La feria de las vanidades:
Sospecho que Tackeray debe su preeminencia a Miriam Hopkins [en 1935 se había estrenado Becky Sharp, una adaptación de la novela dirigida por Rouben Mamoulian].

Pero no queda ahí la cosa. Ese mismo año -1936- Borges publica Historia de la eternidad y ahí podemos leer en unas líneas al hilo de las formas en la filosofía de Platón:
Miriam Hopkins está hecha de Miriam Hopkins, no de los principios nitrogenados o minerales, hidratos de carbono, alcaloides y grasas neutras, que forman la sustancia transitoria de ese fino espectro de plata o esencia inteligible de Hollywood. 
¿Habría imaginado alguna vez Miriam Hopkins perdurar así, como ese fino espectro de plata?


 En fin, benignas ilusiones. Eternidades.

5/12/09

Un yacimiento de espejos

Cuando tenía cinco o seis años, me regalaron un sello, o sea, un anillo de oro que en su parte ancha llevaba inscritas mis iniciales. Creo que lo llevé muy pocos días en el dedo. Una tarde me fui a un campo de maíz, me adentré entre las plantas ya crecidas, anduve a gatas como Philip, el niño de Un mundo perfecto (Clint Eastwood, 1993), y cuando consideré había llegado al corazón del maizal, hice un agujero con las manos y lo enterré. Aquel mismo día mi madre se dio cuenta de que había "perdido" el anillo y la familia -mi madre, mi tía, mi abuelo, mi abuela...- inició una búsqueda más obstinada que útil del anillo. Un vecino metomentodo les advirtió que me había visto entrar en el campo de maíz. Y allí se adentraron, acosándome a preguntas sobre el recorrido que había seguido. Estoy convencido que mi madre llegó a sospechar lo que había perpetrado con el anillo, bueno, en realidad estoy seguro de ella sabía que lo había enterrado. Llegaron a rastrillar el maizal hasta que cayó la noche, pero el anillo no apareció. Y todos volvimos a casa. Ellos derrotados, yo victorioso. Al fin y al cabo, en el dedo, un anillo no es más que un anillo, pero bajo el campo de maíz era una semilla de fantasía. La familia -más bien pobre- había perdido un anillo, yo había ganado un tesoro. Un tesoro enterrado. Vete a saber si en algún momento de todos estos casi cincuenta años transcurridos otro niño encontró ese anillo erosionado por la tierra y el tiempo, y en su mano germinó otra vez la alegría de imaginar, como esos rescoldos que basta una ligera brisa para avivarlos y arder. Los campesinos saben muy bien que por más tierra que se le eche a una lumbre que nos ha calentado amorosamente nunca se termina de matar un fuego. Así acontece con la imaginación que prende en los tesoros enterrados.


Durante años he usado dos películas a modo de verdaderos manuales de guión: El apartamento (1960) de Billy Wilder y El verdugo (1963) de Luis G. Berlanga. Ambas películas están maravillosamente escritas (dirigidas, interpretada, fotografiadas...), ambas representan lo mejor de los modelos de cine en que se produjeron, ambas comparten un mismo tipo de protagonista -un hombre que no sabe decir 'no'-, una trama que gira en torno a un piso -o un apartamento- y una poderosa carga crítica de estirpe realista. Las he visto un montón de veces y he hablado de ellas durante horas otras tantas. Pero hoy quisiera apenas evocar los tesoros enterrados del filme de Billy Wilder. El apartamento es un filón de tesoros, objetos enterrados que cuando los recuperamos encierran el poder de una revelación. En un guión no hay nada más gozoso que una trama bien montada con unos personajes que nos arrastren y unos cuantos tesoros enterrados. Para esquivar tropezones conceptuales apuntaré un ejemplo que muestre a las claras a qué me refiero con un tesoro enterrado -y su utilidad- desde la perspectiva de la escritura del guión.

Fotograma de Cadena perpetua

Pongamos por caso Cadena perpetua (1994), la película escrita y dirigida por Frank Darabont, y protagonizada por Tim Robbins que interpreta a Andy Dufresne condenado injustamente a cadena perpetua por el asesinato de su mujer y el amante de ésta; en prisión traba amistad con Ellis Red Redding (Morgan Freeman), un tipo respetado por el resto de los presos. Pues bien, cuando se acerca el cumpleaños de Andy, su amigo Red quiere saber qué regalo le gustaría, y Andy, a la vez en serio y en broma, no tiene dudas: lo que más le gustaría es una mujer. Y Red, un preso con recursos, le consigue una mujer y no una mujer cualquiera: a la mismísima Rita Hayworth. Eso sí no de carne y hueso, sólo en un póster. Andy coloca ese cartel en la pared de la celda y allí se quedará el resto de la película, hasta convertirse en un elemento de atrezo más, hasta convertirse en parte de la rutina -visual- de la cotidianidad del protagonista. En definitiva, hasta que lo olvidamos... de tanto verlo.

(Corrección de 13 de diciembre que le debo al comentario de A través del espejo con una oportuna precisión respecto al cartel de Rita Hayworth sobre el que la memoria me traicionó: en realidad, se trata del primero de los carteles, años después Rita Hayworth le dejará el sitio a Marilyn Monroe y más adelante ésta será sustituida por Raquel Welch; los carteles sucesivos representan un calendario de la condena de Andy y, desde luego, la propia rutina del cambio oculta su verdadera función.)

Un día -y si no visteis la película y os interesa es mejor que paréis de leer ahora mismo- Andy desaparece, su celda esta cerrada e intacta, pero de él ni rastro. Entonces descubrimos que tras el póster de Rita Hayworth -corrijo, Raquel Welch- se ocultaba un boquete por el que huyó. ¿Os suena? Exacto, como en La carta robada de Poe, la vía de escape del plan de fuga lo teníamos delante de los ojos, pero tan a la vista que no lo vimos. El cartel no es más que un objeto pero tras haber permanecido enterrado -en la rutina y en el olvido- durante buena parte de la película se convierte, al recuperarlo en el momento oportuno, en un tesoro que contiene una revelación sorprendente. O sea, basta instalarlo y explotarlo, aúna economía y potencia dramática, sutileza y rendimiento narrativo. Empieza como objeto pero una vez enterrado -en el curso del tiempo mismo de la película- deviene un tesoro de disfrute emocional para el espectador. Y claro, hay muchas películas que contienen algún que otro tesoro enterrado, pero en pocas podemos encontrar tantos como en El apartamento.

Fotograma de El sexto sentido

Pero antes de entrar en el filme de Billy Wilder no me resisto a señalar otro de esos tesoros enterrados, la figurilla de El sexto sentido (1999), escrita y dirigida por M. Nigth Shyamalan. La película desarrolla la trama de un psicólogo infantil -Crowe (Bruce Willis)- que trata a Cole (Haley Joel Osment), un niño que padece un desorden emocional: ve muertos. Seguro que recordáis la escena de la iglesia en la que se refugia Cole y donde el psicólogo aprovecha para mantener la primera entrevista con el paciente. Llega un momento en que el niño pone fin a la conversación y, mientras se aleja por el pasillo central del templo, roba una pequeña imagen del Sagrado Corazón. Un robo que nosotros, espectadores, incluimos -como el psicólogo- en el contexto del desorden emocional de Cole, y la figurilla no es más que la prueba de un síntoma, un objeto por otro lado irrelevante y que, por esa misma razón, olvidamos. Media hora después, en una de las primeras escenas del segundo acto, es de noche y Cole recibe la visita de un espectro -una mujer víctima de malos tratos-, el niño se refugia en una tiende de campaña que tiene montada en casa. Entonces descubrimos que allí dentro Cole ha montado un altar con muchas figurillas religiosas -entre ellas el Sagrado Corazón que le vimos robar-, es decir, ha convertido la tienda en un refugio sagrado para protegerse de la ira de los espectros. En ese momento la figurilla robada ha dejado de ser un objeto que denotaba un desorden emocional para convertirse en el espejo del terror que experimenta el niño y, más aún, da idea del tiempo que lo lleva padeciendo, es decir, da cuenta con una imagen reveladora y en un instante de la magnitud del conflicto que vive Cole y de lo arduo que le va a resultar a Crowe resolverlo. ¿Se le puede pedir más a una simple figurilla? He ahí el rendimiento narrativo y dramático de los tesoros enterrados. Y además son tan baratos y dóciles esos objetos, son tan poquita cosa, que hacen (significan) únicamente aquello que prepara el guionista -con la fruición de un terrorista-, con vistas a causar el mayor impacto en los espectadores -necesariamente- desavisados. Y ahora creo que ha llegado el momento de explorar los tesoros enterrados que podemos encontrar en El apartamento.

Billy Wilder

Billy Wilder, un judío de Galitzia, es uno de los (pocos) guionistas-directores (o directores-guionistas) del cine clásico americano. Aprendió el oficio de guionista en el cine alemán de los treinta hasta 1933, y luego en la Paramount, en la mejor escuela posible, la de Ernst Lubitsch, con (y para) quien escribió La octava mujer de Barbazul (1938) con Charles Brackett -una de sus 'parejas' más duraderas en la escritura de guiones desde que empezó a dirigir-, y Ninotchka (1939) con Brackett y Walter Reisch. Lubitsch era un maestro a la hora de enterrar tesoros. Acabo de mencionar Ninotchka y cómo resistirme a evocar aquel sombrerito que la comisaria bolchevique encarnada por Greta Garbo ve nada más llegar a París considera un símbolo de la decadencia capitalista: "¿Cómo puede sobrevivir una civilización si sus mujeres se ponen eso? No por mucho tiempo". Y ahí se queda el sombrerito en la vitrina del vestíbulo del hotel donde se hospeda Ninotchka y lo arrinconamos en la memoria mientras seguimos con la peripecia de la heroína que se enamora de París y de León (Melvyn Douglas). Entonces asistimos a la escena en que Ninotchka cierra la puerta de su habitación y, a solas, saca del último cajón de la cómoda el sombrerito y lo contempla embelesada. Y sí, sobran las palabras. En ese sombrerito se cifra de forma elocuente la trasformación que ha experimentado la comisaria bolchevique y lo descubrimos a través de una sorpresa que nos hace reír, con ternura. La primera vez, el sombrerito es sólo un objeto extravagante, pero cuando reaparece es un espejo del alma de la protagonista. Una vez más, un tesoro enterrado. Una vez más, un espejo. No es de extrañar que a lo largo de su trayectoria Billy Wilder, a la hora de resolver problemas de guión, invocara a su maestro y se preguntara cómo lo haría Lubitsch.

CursivaErnest Lubitsch, Melvyn Douglas y Greta Garbo
en el rodaje de Ninotchka

El cine de Wilder, como director, cuaja en la escritura del guión. Y para escribirlo necesitó siempre una pareja. Se casó, por así decir, dos veces: primero con Charles Brackett con quien escribió por ejemplo Días sin huella (1945), Berlín Occidente ((1948) o Sunset Boulevard (1950). Pero no la que quizá sea la película -más- memorable de Wilder en los cuarenta, Perdición (1944), un filme basado en una novela de James M. Cain -a Brackett le resultaba repugnante- que adaptó con Raymond Chandler -detestaba las novelas de Cain-, y representó la primera experiencia del autor de El largo adiós como guionista. Tras la ruptura con Brackett, Wilder intentó encontrar un guionista con el que congeniara y lo encontró en I. A. L. Diamond con quien escribió, entre otras, Con faldas y a lo loco (1958), Bésame tonto (1964), La vida privada de Sherlock Holmes (1970), Avanti (1972), Primera plana (1974) o Fedora (1979). Y claro, El apartamento.

Billy Wilder y Charles Brackett...
escribiendo

A Chandler le resultaba insoportable el método de escritura de Wilder. Le supuso un arduo esfuerzo acostumbrarse a trabajar en una oficina de nueve a cinco, mano a mano con un tipo que no dejaba de pasear de arriba abajo llevando en la mano un bastón de Malaca que blandía continuamente, a veces muy cerca del escritor. Así trabajaba Wilder, paseando, tumbado en un sofá o sentado en una ventana; era su pareja quien tomaba notas o se sentaba a la máquina de escribir; día a día durante tres meses hasta que el guión estaba terminado. O hasta que estaba suficientemente avanzado y con una dirección clara, entonces empezaba a rodar la película al tiempo que acababan el guión. Es el caso de El apartamento.

Billy Wilder ha contado muchas veces que el germen de El apartamento lo encontró en otra película. En 1946 vio Breve encuentro, el filme de David Lean basado en una obra de un acto de Noël Coward, en la que un hombre casado (Trevor Howard) tiene un amorío con una mujer casada (Celia Johnson) y utiliza el piso de un amigo para sus encuentros sexuales. A partir de entonces no podía quitarme a ese amigo de la cabeza. En la película tiene una o dos escenas mínimas, pero yo me lo imaginaba volviendo a casa y metiéndose en la cama todavía caliente que la pareja de amantes acababa de dejar. Por supuesto que en 1946 no se podía pensar en una historia así pero, cuando Diamond y yo después de "Con faldas y a lo loco", pensamos en un papel para Jack Lemmon, recordé aquella historia sobre la que había escrito algunas notas en mi cuaderno.

Billy Wilder con I. A. L. Diamond...
escribiendo

Billy Wilder y su guionista I. A. L. Diamond empezaron a trabajar a partir de un personaje en una situación, pero ese germen contenía ya un desplazamiento del foco respecto al melodrama clásico, es decir, convirtieron en protagonista al personaje que normalmente es el personaje tontaina, el alivio cómico. Y empezaron a trabajar en el argumento que iba a vivir ese pobre hombre. En algún momento recordaron un episodio acontecido en Hollywood en 1951: el productor Walter Wanger había disparado sobre el agente de actores Jennings Lang que tenía una aventura con su mujer, la actriz Joan Bennett, y por lo visto se veían en el apartamento de un subordinado del amante. Wilder y Diamond tiraron de ese hilo para componer la trama de El apartamento, la historia de C.C. Buddy Baxter (Jack Lemmon), un empleado de una compañía de seguros que presta el apartamento a los jefes para que mantengan allí sus encuentros sexuales clandestinos, un desgraciado al que sus vecinos toman por un seductor incorregible, un personaje trágico en una situación cómica. Alguien llegó a calificar la trama de la película como "un sucio cuento de hadas", un mundo en el que se inspiraron los creadores de la estupenda serie Mad Men. Cuenta Billy Wilder que el mayor elogio que cabía esperar de Diamond ante una buena idea era ¿por qué no? Y cuajaron muy buenas ideas durante la escritura de El apartamento; buenas ideas que, si hemos de creer al director, surgieron con gran facilidad, por eso eran buenas. En realidad, lo creemos porque una cosa es que tarden en llegar pero, si las buenas ideas surgen, lo hacen siempre como por arte de magia. Como la idea del espejito, de la raqueta de tenis, de la pistola y de la botella de champán: los tesoros enterrados de El apartamento.

I. A. L. Diamond y Billy Wilder

Seguro que recordáis el argumento: Baxter está enamorado de la ascensorista Fran Kubelik (Shirley MacLane) que trabaja en la misma compañía de seguros, pero no sabe -como nosotros sabemos- que ella es la amante de su jefe Fred Sheldrake (Fred MacMurray) y que, por lo tanto, ella es una de las "usuarias" del apartamento. O sea, la trama amorosa del protagonista empezamos a vivirla a través de una línea de suspense en la que se combinan a partes iguales deseo y temor: aguardamos con fruición el momento en que el pobre Baxter se entere pero también nos apena porque le van a romper el corazón. Desde el punto de vista del guión, el problema a resolver consiste en idear cómo va a saber el protagonista lo que nosotros ya sabemos, porque los guionistas y el director nos permitieron ver algo que Baxter ignora. Entonces Wilder y Diamond tuvieron la brillante idea del espejito. Desde el comienzo de la película se nos muestra la circulación de la llave del apartamento de Baxter entre los jefes de la compañía de seguros y sabemos que el protagonista encuentra cosas que las chicas dejan olvidadas: una zapatilla, un prendedor del pelo... Hasta que le concede el usufructo del piso en exclusividad a Sheldrake. Un día, Baxter encuentra un espejito roto y se lo lleva a su jefe para que él se lo devuelva a la chica -¿recordáis? Baxter no sabe que esa chica es Fran- y pronto nos olvidamos del espejito, porque es uno más de los objetos olvidados en el apartamento. Y la trama se encarga de que lo olvidemos lo suficiente pero no demasiado para que podamos recordarlo en el momento preciso. En realidad, la trama lo que hace es enterrar el espejito en el tiempo que separa el momento en que aparece y el momento en que lo 'explotamos' -o sea, le sacamos el rendimiento dramático para el que fue 'instalado'-. Pasan los días y llega la fiesta de Nochebuena, los empleados celebran una fiesta y todos bebieron más de la cuenta. Incluso Baxter, que gracias al préstamo del apartamento a Sheldrake ha conseguido un ascenso. Y ahora conviene hacer un aparte. El ascenso no viene motivado porque nuestro protagonista sea un trepa, en absoluto, si por él fuera no prestaría el apartamento, pero es un pusilánime, un tipo incapaz de decir no y del que los jefes se aprovechan, en fin, que la trama va del apartamento no de un ascenso. Volvemos a la escena de la fiesta de Nochebuena en la que Baxter animado por el alcohol se atreve a ir en busca de Fran, la saca del ascensor y la lleva a su nuevo despacho. Quiere consultarle algo, ha comprado un sombrero y no sabe qué tal le sienta. Se lo pone, y aunque Fran le asegura que le queda bien, Baxter no está muy convencido. Entonces ella abre el bolso, saca el espejito, lo abre y se lo pone delante para que compruebe cómo le sienta el sombrero. En ese momento, nuestro protagonista descubre que Fran es la dueña del espejito roto, o sea, la amante de su jefe. Un espejito roto que deviene también un retrato de la propia Fran y de Baxter.


Tras el intento de suicidio de Fran en el apartamento de Baxter, éste trata de consolarla y le cuenta una historia: a él mismo lo dejó una chica una vez, compró una pistola, cogió el coche y se fue a un parque a pegarse un tiro, pero no es tan fácil, uno no tiene práctica en suicidarse, así que dónde te disparas, en la boca, en el corazón...; en fin, en ésas estaba cuando llegó un policía, entonces quiso esconder la pistola pero con tan mala suerte que se le disparó... en la pierna. En el momento en que lo cuenta no le concedemos ninguna credibilidad a la historia si no es como una forma de consolar a la chica. Pero hacia el final de la película Baxter, que ha renunciado a su empleo en la compañía de seguros, recoge el apartamento porque se va de la ciudad, entonces descubrimos que guardaba una pistola y empezamos a sospechar que quizá aquella historia era verdad después de todo. Llega el médico -que está convencido de que es un mujeriego empedernido- para invitarlo a una fiesta con unas enfermeras del hospital donde trabaja, Baxter rehúsa pero el médico le deja una botella de champán. Esa noche de fin de año Fran se entera de que Baxter se negó a prestarle la llave del apartamento a Sheldrake, por una vez en su vida ella experimenta eso de que alguien haga algo por ti sin pedir nada a cambio, es decir, recibe una prueba de amor, como precisa Spinoza en esa geometría de las pasiones, de los afectos, que es su Ética, a la hora de definir el amor: mi mayor bien es el mayor bien de la persona amada. Ahí es nada. Entonces Fran corre hacia el apartamento de Baxter, sube las escaleras y... suena un disparo. Entonces recordamos la pistola. Fran llama a la puerta con insistencia. Y Baxter abre la puerta... con una botella de champán -que habíamos olvidado- recién abierta. Una maravilla, ¿no?

Shirley MacLane y Billy Wilder
en el rodaje de
El apartamento

Pero siento una debilidad especial por ese tesoro enterrado que es la raqueta de tenis. Una noche, mientras Fran se recupera del intento de suicidio bajo los cuidados de Baxter, éste prepara una cena para dos: unos espaguetis. Cuando llega el momento de colarlos, a falta de un colador, usa una raqueta de tenis. Y, como siempre, esa raqueta quedará olvidada por el empuje de la trama. Cuando Baxter recoge el apartamento vuelve a encontrar la raqueta en la que aún vemos enredado un espagueti, y entonces la raqueta deviene -¿hace falta decirlo?- el espejo de una pérdida, memoria del único momento feliz que le fue concedido a nuestro pobre hombre, aquella noche en que cocinó para Fran.



Cómo resistirse entonces a percibir al guionista como quien entierra tesoros en la trama y al director como quien entierra en la película el mapa de un yacimiento de espejos.

I. A. L. Diamond y Billy Wilder