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6/10/19

Pero, a la mañana siguiente...



El mundo posee ya el sueño de un tiempo
del que ha de alcanzar ahora la conciencia
para vivirlo realmente.
(Guy Debord, 
La sociedad del espectáculo.)

Cada vez más creo que no hay autor en 
las películas y que una película es 
algo preexistente por derecho propio. (...) 
Estás intentando alcanzarla, descubrirla, 
tomando precauciones para evitar 
estragarla o deformarla.
Jacques Rivette, 1978.


Continuamos en París con Céline y Julie, que se hacen amigas jugando, como los niños, y, como los niños, jugar viene siendo su forma de ser amigas. La película es el sitio del recreo de las chicas, donde las llevó la imaginación (como canta Antonio Vega). Empiezan jugando a Alicia y el Conejo Blanco (o al gato y al ratón) y acaban jugando a los fantasmas, y descubren que los fantasmas no las distinguen, y que una puede ser la otra (y viceversa). En realidad se embarcan en el viaje interminable de la ficción montándose la película de una casa fantasma, el juego de hacer cine sentadas en un baúl, que deviene el juego preferido de nuestras chicas.


Céline/Juliet Berto puede verse como un sueño, una invención de Julie/Dominique Labourier, cautivada por el mundo de la magia, como si hubiera funcionado el encantamiento que pronuncia, guiándose por el manual de magia que lee en el banco del parque, donde pareciera que Céline acude a su invocación. Invención como una suerte de desdoblamiento o identidad escindida: Céline es lo que Julie quiere ser. Julie, bibliotecaria, aficionada al ocultismo y lectora de tratados de magia, se inventa a la maga Céline. Pero eso no le basta. Se inventa una maga que huye y a la que se encuentra en el curso de una fuga, o sea, una maga que vive una aventura. Y no sólo eso: una maga que ha preservado intacta la afinidad de la infancia entre vivir y contar. (Cabe denotar la correspondencia con Mulholland Drive: no faltó quien le reprochara David Lynch haber olvidado en los créditos de la película su deuda con Rivette y compañía.)


Mientras se ducha, Céline le habla de su último safari en África, de la boa, del tigre (¡de Bengala!), de Zouba, el gigante, del Emperador de los Pigmeos..., al mismo tiempo Julie  le revuelve el bolso en busca de pistas con las que da forma, esculpe, su invención, tan reciente que aún no conoce bien a la bella mentirosa (plano/contraplano: Céline en la ducha contando su aventura africana/Julie revisando el bolso de Céline), un poco como Stevenson descubriendo, con la ayuda de su padre, qué podría encontrar Jim Hawkins en el baúl del viejo pirata en los primeros compases de La isla del tesoro (Julie también tiene un baúl, un baúl de historias, que les sirve de asiento a las chicas para jugar a hacer cine).


De hecho, Céline aparece como recién salida de un cuento, como una Pulgarcita que le va dejando pistas a su creadora. Claro que la historia de la invención de Céline por Julie podría contarse al revés, como el encuentro (nada casual) de Céline con la cómplice perfecta para sus aventuras, para jugar a la ficción, su juego preferido. Y Julie sigue a Céline, como Alicia al Conejo Blanco. Quizá Julie no sea la primera pero desde luego Céline no podría haber encontrado otra mejor. Cabe imaginar que Céline ya ha probado a dejar sus prendas como tentación para otras amigas, un método para elegir una compañera de juegos. Incluso podemos conjeturar que ha estudiado previamente a su futura amiga: vemos a Céline en la biblioteca donde trabaja Julie, llamando la atención en la sección de libros infantiles, por supuesto, y más tarde ya la espera en la puerta del apartamento donde se irá a vivir con ella. No tiene nada de extraño que la película termine con Céline persiguiendo (inventando) a Julie. Lo dicho: una puede ser la otra, y viceversa.


En el curso de la historia liberan a la niña de un melodrama familiar y criminal que huele a naftalina, quizá salvando a la niña que Céline y Julie llevan dentro. La película nos recuerda el niño/la niña que fuimos, cuando creíamos que la fantasía hacía cosas. Justo esa aventura folletinesca en la casa fantasma colma el sentido de la invención de Julie, para eso crea a Céline, para salvarse jugando a la ficción. Lo que nos devuelve a la secuencia inicial con la persecución de la creadora tras los pasos y prendas de su criatura, pero se trata de una criatura que parece poner a prueba a su creadora, como si hubiera de merecerla, en esa maravillosa escena donde Julie sube a la carrera los 197 escalones de Montmartre siguiendo a Céline que se ha montado en el funicular, sin perderse de vista la una a la otra.


La persecución en el primer tramo de la película establece la relación especular entre las dos chicas, que culmina cuando Céline, desde la habitación del hotel, observa a Julie, en la calle, y da la impresión de valorar satisfactoriamente los merecimientos de su tenaz inventora. De alguna manera vemos en esa persecución el mismo empeño que contemplaremos en La belle noisense casi veinte años después.


Céline libera o activa la imaginación de Julie, que no inventa un personaje cualquiera sino una cuentista torrencial de la estirpe de Sherezade. Las dos se complementan y juegan juntas a la ficción, es decir, juntas juegan mucho mejor (como Rivette con sus actrices y colaboradoras). No sólo eso, experimentan una conexión mental (o espiritual) desde muy pronto, en esa escena donde a Céline se le antoja un boody mary y en ese momento aparece Julie con dos, tal es la sorpresa que se le caen de las manos; o poco después, en el camerino del cabaret donde trabaja Céline de maga, Julie se presenta como su prima americana con una piscina rosa en forma de corazón, la misma historia que Céline les había contado a sus amigos antes de irse a trabajar.


Una conjunción mental que cobra forma también en torno a la casa fantasma, cuando Céline le cuenta que la persiguen los señores de la casa donde trabajaba de niñera y Julie va completando los detalles como si conociera también esa casa, es más, poco después encuentra en el baúl una vieja fotografía de la casa e intenta recordar el plano de su distribución dibujándolo en el encerado. La ficción de Céline se conjuga con los recuerdos de Julie. En palabras de Rivette:
Donde todo es fantasía con Céline, es memoria con Julie.

Las amigas entran en la casa en distintos momentos y cada una por separado, y salen de ella traspuestas, sin poder recordar lo vivido allí dentro, pero con un caramelo en la boca que les permitirá ver la película que se desarrolla en la casa fantasma; escenas sueltas, desordenadas, siempre las mismas escenas de un día perpetuo (o sea, la misma película siempre), que ellas deberán ordenar e interpretar. Ese folletín donde Camille/Bulle Ogier rivaliza con Sophie/Marie-France Pisier por Olivier/Barbet Schroeder y se trama el asesinato de Madlyn/Nathalie Asnar, esa niña que Céline y Julie se comprometen a salvar, una alianza de fantasía y memoria que las embarca en una aventura como quien se monta una película.


Podemos ver en Madlyn a la niña que fue Julie, traumatizada por un melodrama familiar (de cine antiguo), una herida de la infancia que sólo consigue curar cuando encuentra una amiga como Céline y fraguan una alianza de fantasía y memoria, que propulsa la película por las rutas del humor hacia el surrealismo. Ya no les basta con leer uno de esos cuentos que ayudan en los niños a conjurar el miedo. Ahora necesitan vivir el cuento de una niña que vuelve a la casa de la infancia para acabar con sus demonios. Por algo Gilles Deleuze escribió en La imagen-tiempo a propósito de la película: no hay cuento de hadas más alegre.


Cuando Céline y Julie saborean el caramelo sentadas en el baúl ven la película de la casa fantasma donde ellas se suceden en el papel de Angèle, la niñera de Madlyn (pasan al otro lado del espejo mediante el plano/contraplano: ella sentadas en el baúl/escenas de la casa fantasma). Cuando se acaban los caramelos, se acaba la película, No sólo eso, faltan escenas que no vieron.  Está lleno de agujeros... No sé, es como un queso gruyére. No sabemos el final, comenta Céline. Detesto eso, dice Julie.


Entonces se disfrazan de Irma Vep y roban en la biblioteca tratados de alquimia para cocinar la pócima de la memoria y afrontar el último acto de su película, de nuestra película, en la medida en que la puesta en escena de Céline et Julie... supone una apelación constante a la fantasía del espectador, contagiado por las ganas de jugar con la ficción como las propias chicas.


La complicidad de Céline y Julie deviene un vector cardinal de la puesta en escena de Rivette, que el cineasta propició y estimuló desde la propia génesis del proyecto al darle los papeles protagonistas a Juliet Berto y Dominique Labourier, dos actrices que se conocían desde hacía años, eran amigas e iban juntas al cine. Me gusta imaginar que vieron juntas Sedmikrásky (Las margaritas, 1966), de Věra Chytilová, que también había visto Rivette, seguro, y que hablaron en aquellas primeras jornadas de trabajo en la película del verano pasándoselo pipa de aquellas Marías encarnadas por Jitka Cerhová y Ivana Karbanová, inspiradoras de Céline y Julie .


Tal es la química entre nuestras chicas que la película cobra visos de una improvisación ante nuestros ojos de principio a fin, como si se hiciera mientras la vemos o, casi mejor, como si la estuviéramos soñando despiertos.


En las películas de Rivette, las imágenes devienen puertas a otras ficciones y al envés del filme que se despliega en la pantalla. Cómo no ver, sin ir más lejos, en Céline y Julie... la aventura de las dos amigas y la de la película en el aquel de hacerse con ellas como protagonistas (y viceversa). El mundo es un escenario para el teatro, el cine, la magia, la literatura, donde se inscriben los movimientos, los gestos, las miradas en el curso de una representación como vía de acceso a una suerte de verdad; un juego (infantil: vamos a jugar a que somos...) en el que se invita a participar al espectador, un juego en el que Rivette evoca películas olvidadas (que no rodará) o ilumina rastros de películas futuras (que quizá se queden en películas fantasmas).


Mais, le lendemain matin... ese intertítulo -Pero, a la mañana siguiente...- que amojona la película traza su filiación con los seriales del cine silente tan caros a Feuillade o Lang y cifra esa ficción expandida que celebra con una exuberante energía y fluidez milagrosa la película donde se embarcaron Jacques Rivette y Juliet Berto, huérfanos de cine aquel verano de 1973, como la actriz se veía y veía al director.


La deriva aventurera de Céline et Julie... discurre en una singladura movediza entre lo fantástico y lo real. Manny Farber habló (en Negative Space) de una consistencia líquida y de la maleabilidad de los géneros según el humor de las chicas, pero, en último término, quizá podemos ver a Céline y Julie como protagonistas de un musical:
Céline et Julie... es un nuevo organismo (...). Un poco como una acuarela de Cézanne, donde más de la mitad del evento se elide para permitir a la energía moverse dentro y fuera de las anotaciones del vasto paisaje, el dúo feliz en un musical sin música de Rivette no puede ser definido.   

Claro que ya puestos a imaginar tampoco cuesta nada ver a las danzarinas, pícaras y revoltosas Céline y Julie como heroínas de los situacionistas, unas chicas que no se cansan de jugar y subvierten el orden existente con imaginación, fantasía y memoria como únicas herramientas. Desde luego ese sesgo situacionista me resultaba familiar a finales de enero de 1978, cuando vi Céline et Julie vont en bateau por primera vez. Unos meses antes había leído La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, un filósofo, cineasta, escritor y más cosas, siempre heterodoxo, que nació cuando el cine cumplía 36 años y se suicidó cuando faltaban 28 días para que cumpliera 99. Encontré el libro con Ángeles en la librería Abraxas de Compostela durante un permiso de la mili (anoté la fecha: 19 de septiembre de 1977); aún lo conservo.


También pude leer algunos números de la revista de la Internacional Situacionista, que una amiga me había encontrado en la biblioteca de la Facultad de Económicas.


Por más que Rivette, Juliet Berto y Dominique Labourier no quisieran hacer una película política, saltan a la vista esos aires antiautoritario, insumiso, libertario, lúdico y autogestionario que se respiran también en los textos situacionistas.


Y desde luego Céline et Julie... despliega de forma elocuente otra dimensión política (y de política cinematográfica) que cobra especial relevancia ahora mismo, aunque ya se valoró en los setenta, en buena medida gracias a Sois belle et tais-toi, o sea, literalmente Sé guapa y cállate, pero suena mejor Calladita estás más guapa, una película de Delphine Seyrig con Carole Roussopoulos donde se recogen veintitantos testimonios (de Ellen Burstyn, Marie Dubois, Jane Fonda, Anne Wiazemsky, Shirley MacLaine, Barbara Steele, Jill Clayburgh... y Juliet Berto) sobre la condición de las actrices tanto en el cine europeo como en Hollywood, confirmando uno de los tabús sexistas más respetados en las películas, que no es la jerarquía del papel masculino sobre el femenino ni la asignación de funciones femeninas a las mujeres (esposa, madre, puta, una poquita cosa sensible e indefensa), sino, como señala la propia Delphine Seyrig, la prohibición de la complicidad entre las mujeres.

Delphine Seyrig y Carole Roussopoulos.

Cuando las mujeres tienen papeles principales, casi siempre, excepto en Céline et Julie..., obviamente (en su testimonio, Juliet Berto la define como una película de chicas), o están aisladas o enfrentadas, como Camille y Sophie en la película -de cine viejo (el melodrama que huele a naftalina)- de la casa fantasma.

Juliet Berto en Sois belle et tais-toi.

Justamente, como señala Pierre TevanianCéline et Julie... celebra la amistad, la complicidad y la hermandad entre las dos chicas, que despliegan una subjetividad emancipada, a base de ironía y distancia crítica, para crear un imaginario (cinéfilo) propio a través de la fantasía y el lenguaje poético, y consiguen rebelarse contra los desenlaces previstos en los discursos alienantes tanto en la ficción como en la vida que se retroalimenta con ella. Pero no Céline ni Julie sino Céline y Julie.


Decía Jacques Rancière (en El espectador emancipado) que la emancipación del espectador se cifra en la capacidad de ver lo que vemos -o sea, de mirar críticamente- y saber qué pensar y qué hacer. Porque mirar es una acción que conjuga observación e interpretación, selección y comparación, relación con lo que ya se ha mirado e imaginado. El espectador emancipado monta su propia película con el montaje que le propone la película que ve. Como Céline y Julie, esas chicas tan sabias y traviesas, espectadoras emancipadas que transfiguran la mirada en acción, no sólo para cambiar la ficción (Pero, a la mañana siguiente...), también la vida.

5/7/09

Un ojo para el cine

Samuel Fuller

Una película es como un campo de batalla. Tiene amor, odio, acción, violencia y muerte. En una palabra, emociones: una lección de cine de Samuel Fuller en Pierrot le fou (1965), una película -emblemática- de Jean-Luc Godard que tanto cine aprendió de Fuller. Desde À bout de souffle (1959) hasta Week End (1967), y aun después, el cine de Godard se incribe en la estela del magisterio de Fuller aunque Fritz Lang y Nicholas Ray hayan contribuido con sendas cátedras. Pero vamos demasiado deprisa, tanto que casi estamos empezando por el final, pero ya puestos empecemos por el final: este fin de semana le dedicamos un pequeño ciclo al cine de Samuel Fuller. Por muchas razones, entre ellas algunas entradas recientes, por ejemplo la que dediqué a Jean Vigo o los recuerdos que afloraron a propósito del cine negro.


Creo que la primera película de Samuel Fuller que vi fue Invasión en Birmania, a mediados de los sesenta en el cine Yut, y tratándose de una película bélica -uno de los géneros fullerianos por excelencia, con el cine negro y el western- se me quedó grabada, mira por donde, una escena de reposo, o mejor, de infinita fatiga: después de una batalla feroz, un soldado cae exhausto junto a un río, se quita el casco y lo deja sobre la hierba, se desprende de la munición y la deja en el casco, y finalmente coloca el arma sobre el ordenado montón de efectos bélicos, luego se sumerge en el agua. El efecto de contraste en semejante situación, esa contigüidad de la disciplina y el abandono, la sensación de agotamiento que desprendía representó algo completamente nuevo para mí, por primera vez alguien me contaba que la guerra era un trabajo duro y extenuante. Pasaron casi veinte años hasta que en un libro de V. F. Perkins, El lenguaje del cine, encontré esa escena de imborrable memoria como ejemplo del estilo de Fuller que el autor denominaba "equilibrio contradictorio", esa forma de organizar la acción mostrando el conflicto sin resolverlo, es decir, poniendo en escena el conflicto como expresión de la condición humana.


Por esas mismas fechas tuve la oportunidad de ver la primera película de Fuller que me fascinó, a esas alturas ya con cierto conocimeinto de causa, Underworld USA (Bajos fondos, 1960): la consumación de la venganza en la piscina, la muerte bajo la lluvia, el círculo del destino -la huella de Lang, el cineasta que más hondamente marcó a Fuller- y la desesperación. Después pude ver Pickup on South Street (1953) que aquí se llamó Manos peligrosas, una de mis favoritas, quizá su mejor película, o su película más perfecta, aunque lo de 'perfecto' es algo casi contradictorio con el aquel de Fuller.


Noche. Un tren con la ventanas iluminadas cruza en diagonal la pantalla como fotogramas atravesados por la luz de un proyector. En un vagón atestado del metro de Nueva York, dos hombres observan a una mujer de blanco (Jean Peters). Nosotros también. Un hombre (Richard Widmark) se acerca en dirección a la mujer y se queda junto a ella, muy cerca. Nosotros también. Alarma en los dos hombres que la observan. Primeros planos y planos detalle. Rostros: ella, él, ella, él. Mano, bolso, dedos, exploración. Una escena de robo con artes de carterista rodada con un estilo candente que desprende un tenso y abrasivo erotismo. Aprovechando una parada, el hombre se escabulle fuera del vagón con el botín. Desconcierto en los hombres que espiaban a la mujer. "¿Qué está pasando?", dice uno. "No estoy seguro", contesta el otro. Justo lo que pensamos nosotros: una película que no sólo nos ve, sino que nos escucha.

Candy (Jean Peters) y Skyp (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Ahí, en esta escena de apertura de Manos peligrosas se contiene toda la película y, cabe añadir, todo el cine de Fuller. Una escena que nos desorienta, o mejor, que nos descentra -el efecto de descentrado puede rastrearse en la trama, en la composición y en la planificación de las escenas -, no sólo en el nivel de la historia -una ficción que nos lanza en tres direcciones distintas- sino también en cuanto a las motivaciones de los personajes -un dechado de ambigüedad- y en el plano de la expresión -abrupta, intensa e instintiva-, por eso no es de extrañar que Adrian Martin haya visto en ella el "emblema de una acción narrativa poética y delicada en el cine", de un cine de fricción, de "relaciones que están sujetas a una constante metamorfosis, intercambio, vibración". El cine de un poeta áspero y apasionado, sin ilusiones pero también sin cinismo, desgarrado y romántico incorregible, tierno y violento, anarquista y visionario. En dos palabras: Sam Fuller.

Skyp (Richard Widmark) y Candy (Jean Peters)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Skip ,un carterista solitario; Candy, una chica imprudente; Moe, una soplona -una maravillosa Thelma Ritter-; unos policías estúpidos y brutales, y unos comunistas que se comportan como mafiosos. Unos personajes sin clase, nada simpáticos, y aun menos ejemplares, en un universo sórdido, vertebrado por un patriotismo y una moralidad en los años del maccarthysmo de pareja podredumbre. Una caseta desvencijada en el Hudson, un piso deprimente en South Street, una sucia comisaría, un grasiento restaurante chino en el Bowery. Estamos en territorio fulleriano. La visión del mundo que despliega el cineasta no es como para hacerse ilusiones: los delincuentes de medio pelo no son buenos, pero la policía es aún peor; a Skip no le gustan lo comunistas, pero aún menos que le pasen la bandera por la cara; y el único gesto de grandeza que nos muestra la película se lo debemos a la soplona, la misma que había vendido a Skip por cincuenta dólares. Puro Fuller.



Como la cámara que se mueve impelida por la emoción del movimiento que se nutre del impulso interno de los personajes, que muestra pero no explica ni motiva; como ese travelling urgente acompañando a Candy hacia la cabina telefónica para avisar a su cómplice que le robaron en el metro, una tensión que respira en las angulaciones de la cámara que, mediante la dolly, atrapa su palpitación, una escena que incrementa su angustia cuando advierte que lo que le robaron era más importante de lo que imaginaba, subrayada por el travelling semircular en contrapicado mientras sale de la cabina y se aleja entre los dos policías que la siguen; como la cámara que se adhiere a los rostros de Skip y Candy como una segunda piel que transparenta la pulsión del deseo y la tortura de la carne dolorida. En el mundo de Fuller no hay lugar para el distanciamiento y la reflexión, por eso desgarra la faz de lo real con el gesto gráfico de la la cámara y asedia los cuerpos hasta arañarlos. Alguna vez escribí que nadie usó la dolly como Lang, desde luego Fuller le pisó los talones. El drama no emerge de una situación sino de las tripas de los personajes y los movimientos de cámara non son más que la emanación de la tensión interna que los empuja con el aquel de lo irremediable. Lo irremediable es el sino de los héroes fullerianos. Por eso la muerte espera a la vuelta de cada plano.

Moe (Thelma Ritter)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Como en la escena de Moe recostada en la cama cuando presiente que le llegó la hora, ese travelling lento y sostenido con la cadencia de una despedida, desde "soy como un reloj al que se le está acabando la cuerda" hasta el primer plano cuando dice "tengo que ganarme la vida para poder morir"; ella, que vendía corbatas y ejercía de soplona para poderse pagar una sepultura decente porque "si me enterraran en una fosa común, me moriría". Y, mientras Moe espera el final, la cámara hace una panorámica a la izquierda mientras el disco llega a su término y escuchamos el disparo. El círculo del destino. La huella inexorable de Lang.

Candy (Jean Peters) y Skyp (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

A Fuller se le ve la mano detrás de cada línea de diálogo, de cada movimiento de cámara, de cada escenario, de cada desplazamiento, de cada lento encadenado, donde una imagen se disuelve en la siguiente con la cualidad de un fantasma que se desvanece. Y detrás de cada gesto, como el de ese tipo gordo que come chop-suey con palillos, los mismos palillos con los que atrapa los billetes que le va soltando Candy para que le revele el paradero de Skip, antes de llevárselos de nuevo a la boca. El tratamiento del espacio convierte un lugar -una localización- en el paisaje interior de los personajes, como esa casa del río donde vive Skip, que tanto recuerda al universo de la gabarra de L'Atalante, con las cervezas enfriándose en el agua y esos tablones que la unen al muelle y delatan a quien llega, un mundo inestable, fronterizo, barroco y a la vez desnudo, denso y húmedo, que conjuga intemperie y claustrofobia, así como la dulzura y la rabia, el amor y la furia, el lirismo y la desesperación que desprenden las escenas que allí viven Skip y Candy, como la que acontece bajo la casa, junto a la piel del agua, donde confinan la caricia y la cólera.

Candy (Jean Peters) y Skip (Richard Widmark)
en un fotograma de Manos peligrosas

Un mundo de sombras espesas magníficamente iluminadas por Joe MacDonald, quien tres años antes había dado vida a una atmósfera asfixiante en Pánico en las calles de Elia Kazan, la primera película en la que vi, de niño, a Richard Widmark y Jack Palance, un filme de epidemia y paranoia, una metáfora de la época en que se hizo, los años de la caza de brujas.

El estilo de Fuller emerge desde la contigüidad de elementos contradictorios que constituyen el corazón de la escena, sacrificando el realismo a la significación interna que debe inspirar la planificación o la composición de un plano, de tal forma que la fuerza que moviliza la puesta en escena es la mostración del conflicto interno que nace de la necesidad irrenunciable de los personajes. La violencia nutre el gesto fílmico de Fuller, pero una violencia que es puesta en cuestión por las propias películas, dicho de otra forma, el cineasta no se adhiere a la violencia sino al delirio -a la paranoia- que les impulsa en su búsqueda de la identidad o de una revelación o una salida casi siempre imposible. "Deja de usar las manos y usa la cabeza. Esa chica te quiere", le dice Moe a Skip en la última escena juntos, una despedida y al tiempo un testamento, quizá la iluminación de una redención que lo salve del círculo del destino, siquiera por una vez.


Moe (Thelma Ritter) y Skip (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Fueron cineastas como Jean-Luc Godard, Luc Mollet y Martin Scorsese quienes primero supieron ver el cine que debía ser visto en cada fotograma filmado por Sam Fuller . Y un crítico como Manny Farber que escribió en 1969: "La manera más sencilla de describir su mejor película, Pickup on South Street, es hablar de su ojo para el cine". Hubo quien hablo de la cámara fácil de Fuller. En todo caso, queda aún mucho que escribir sobre lo mucho que hay que ver en las películas que nacieron del encuentro entre una cámara fácil y un ojo para el cine. Y veremos. Y escribiremos.

Samuel Fuller

24/4/09

Lo que perdimos

Fotograma de Yo anduve con un zombie


Si echo la vista atrás a eso que suele llamarse cine clásico -americano-, caigo en la cuenta de que buena parte de mis películas -de género- favoritas se hicieron en la década de los cuarenta: Pursued y Al rojo vivo de Walsh, The Ox-Bow incident y Cielo amarillo de William A. Wellman, La mujer del cuadro y Perversidad de Fritz Lang, Laura y Ángel o diablo de Otto Preminger, Forajidos y El abrazo de la muerte de Robert Siodmack, Luna nueva y Tener y no tener de Howard Hawks. Pero si hablamos de películas de serie B el cineasta por excelencia del los 40 es Jacques Tourneur: La mujer pantera, Yo anduve con un zombie, El hombre leopardo, Canyon Passage, Retorno al pasado... Las tres primeras son clásicos del cine de terror, la serie B por excelencia de los 40.



Si hay alguna película que cuente -o mejor, que documente- cómo se hacían las películas de serie B en Hollywood en los 40, esa película es Cautivos del mal (The bad and the beautiful, 1952). La escribió Charles Schnee, la dirigió Vincente Minnelli, la protagonizó Kirk Douglas, y Gloria Grahame hace un pequeño papel inolvidable. Es una de las mejores películas sobre el mundo del cine y un espléndido y asfixiante melodrama. También es una lección de cine donde el encuadre, la luz, los movimientos de cámara, los movimientos de los personajes, los diálogos, el vestuario, el decorado, el attrezzo, y el mínimo detalle de cada secuencia contribuyen a dotar a la puesta en escena de una capacidad reveladora del subtexto que alimenta lo que vemos en la pantalla, es decir, que contribuye a que emerja en la mente del espectador la parte sumergida -enterrada- en la visibilidad de cada momento dramático del filme. En definitiva, es una lección de cómo se dirige una película, o de lo que significa dirigir, de lo que representa el oficio de director de cine. O al menos de lo que representaba en la era del cine clásico.


Kirk Douglas y Lana Turner
en
Cautivos del mal

Cautivos del mal cuenta el ascenso y caída, las luces y sombras, el genio y el reverso tenebroso de un productor de cine, un personaje inspirado en algunos de los productores de Hollywood más significativos. Una de las escenas memorables del filme de Minnelli es aquélla en que el productor y el director, abrumados por el encargo de realizar "La maldición de los hombres pantera" -una película de serie B con cuatro duros y unos penosos disfraces- se refugian en una sala de proyección vacía para concebir alguna idea con que meter miedo en el cuerpo a los espectadores. Entonces salta la chispa y Kirk Douglas le pregunta a Barry Sullivan: "¿A qué crees que le tiene más miedo la gente?". El productor no espera una respuesta, se levanta, acaba de encontrar el germen de la idea que buscaba: "A la oscuridad. En la oscuridad, todo cobra vida, Fred". Así que fuera los hombres pantera. Pero ¿qué ponemos en la pantalla? Las consecuencias de los ataques de los hombres pantera -unas plumas arrancadas-, el síntoma de su presencia -unas garras que brillan en la noche-, las reacciones ante su presencia invisible -una niña que grita-... Y ante nuestros ojos -y en nuestra imaginación- surge la película que ellos imaginan a su vez en la pantalla. Y Vicente Minnelli lo logra utilizando las mismas herramientas que los hacedores de "La maldición de los hombres pantera" emplearán en la fabricación de la película, proceso que ya no vemos, porque ya lo hemos visto (porque ya ha emergido en nuestra imaginación) mientras el productor y el director la inventaban en la sala de proyección, proyectando -valga la redundancia- las ideas en la pantalla vacía que nosotros nos encargábamos de llenar. Es el arte de la elipsis. El arte del cine de serie B. El arte del cine clásico.


Val Lewton


Esta escena se inspiraba en la obra del productor de La mujer pantera, Yo anduve con un zombie y El hombre leopardo que dirigió Jacques Tourneur. Se llamaba Val Lewton y durante los años 40 trabajó en la RKO -más concretamente de 1942 a 1946, mientras Charles Koerner fue jefe de producción del estudio- a cargo de una unidad de bajo presupuesto dedicada a fabricar películas de terror. Añadamos a la lista El ladrón de cadáveres y La maldición de la mujer pantera de Robert Wise, El barco fantasma y Bedlam de Mark Robson (que había montado los filmes de Jacques Tourneur), entre otras. Pura serie B. Pero ¿quién era el tal Val Lewton?



Val Lewton había nacido en Yalta, donde Chejov había vivido los últimos años, en 1904, justamente el año en que murió el autor de El jardín de los cerezos. Se llamaba Valdimir Ivan Leventon. A los siete años su madre lo lleva a Nueva York. Será su tía, la actriz Alla Nazinova, quien le recomiende cambiar su nombre por el de Val Lewton. Estudia en Columbia, trabaja como periodista, escribe historias cortas, novelas -incluso una pornográfica- y durante seis años trabaja en las oficinas de la MGM en Nueva York escribiendo serializaciones de películas. En 1934 consigue trabajo como consultor de guiones en la productora de David O. Selznick y se traslada al Oeste. Allí lee material, redacta informes, escribe y reescribe guiones, busca documentación... Val Lewton trata de disuadir a su jefe respecto a la adaptación de Lo que el viento se llevó y acabará ideando la escena de la estación de Atlanta, pero la película provoca el desencuentro definitivo entre ambos y Selznick lo despide. Entonces le llega su oportunidad en la RKO cuando Koerner le ofrece dirigir su propia unidad de producción.



Las películas de Val Lewton para la RKO no debían superar los 150.000 dólares de presupuesto y dentro de esos márgenes -y de los del género de terror- Koerner le otorgaba libertad artística. Se rodeó de un equipo estable con los guionistas DeWitt Bodeen, Ardel Wray y Philip McDonald, los directores Jacques Tourneur y Robert Wise, el músico Roy Webb, el director de fotografía Nicholas Musuraca y el montador Mark Robson. La mujer pantera -con un guión de DeWitt Bodeen, basado en un argumento que tramó con Val Lewton- costó aún menos, 134.000 dólares, se rodó en 24 días y consiguió cuatro millores de dólares de beneficio. No sería exagerado decir que gracias a esta película de serie B la RKO se salvó de la bancarrota a la que habían conducido, entre otras razones, sonoros fracasos en taquilla de Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento de Orson Welles, una misión para la que había sido contratado Koerner.


El cine de Val Lewton alcanza dosis insólitas de ambigüedad en el tratamiento de los elementos fantásticos, inocula la pulsión sexual y el instinto de muerte en la pasión amorosa, y despliega metáforas y sugerencias preñadas de sensualidad para narrar los conflictos de seres escindidos entre el deseo imperioso y la represión de los impulsos, y que afloran (y se desbordan) en la vertiente fantástica, hasta el punto de subvertir el propio clasiscismo en que se enmarcan las ficciones que fabrica y de amenazar con romper las costuras del relato mediante un uso de una caligrafía de sonidos, sombras y elipsis de extraordinaria potencia simbólica.




Tras su etapa en la RKO, Val Lewton trabajará en la Paramount, la MGM y en la Universal. En su época de guionista, James Agee -crítico de cine y escritor-, le espetó a Dore Schary, patrón de la MGM, que tenía entre sus empleados a uno de los más grandes cineastas americanos. Schary no podía imaginar que se estaba refiriendo a Val Lewton. Agge y Manny Farber fueron de los pocos críticos que supieron valorar cuánto cine asomaba por las rendijas de las elipsis que suturaban sus películas. Val Lewton murió en 1951 de un ataque al corazón, tenía 46 años. Era como sus personajes: bajo la piel de un "apacible bibliófilo", como lo definió Manny Farber en el obituario que le dedicó, hervían imágenes poseídas por fantasmas que germinaban en los sueños más oscuros y turbadores; como la niña solitaria de La maldición de la mujer pantera necesitaba alguien con quien jugar e invocaba a las criaturas que aguardaban su llamada al otro lado de la piel que nos separa de lo que tememos y nos tienta.




Imaginativo, visionario, con gran capacidad para la fantasía, creador de mundos donde lo onírico y lo real permean una frontera movediza, donde se enhebran amor y muerte, garras y sexo, en el reino de la oscuridad, Val Lewton creó películas de miedo que conmovían y consolaban a los espectadores en tiempos convulsos por más horrendos terrores; películas que representan viajes a lo desconocido, a lugares que olvidamos que existían, allí donde se encuentran los vestigios de lo que perdimos.


Val Lewton (a la izda.) en proyección