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13/12/11

Réquiem por un naufragio


Fotograma de El salón de música de Satyajit Ray

En estos últimos años me he encontrado con jóvenes -universitarios y licenciados (aun en Historia del Arte o Comunicación Audiovisual)- que se declaran cinéfilos -y hasta quisieran dedicarse al cine-, pero confiesan -sin asomo de sonrojo- que el cine en blanco y negro les resulta viejo, o sea, superado. A uno sólo le queda represar los denuestos echando mano de toda la poca fuerza de voluntad que le queda y aguantar las ganas de sacar el cinto y emprenderla a latigazos como Cristo con los mercaderes del templo. Sí, ya sé, con tiempo, grandes dosis de paciencia y no digamos la iluminación que sobre nosotros puedan derramar los grandes pedagogos que en el mundo han sido, quizá puedan recuperarse. Quizá. En todo caso, creo que la ceguera para la belleza del cine en blanco y negro constituye uno de los signos reveladores -y sangrantes- de la penuria cultural de nuestro tiempo. Pero, la verdad, a quién le importa; además no computa en el Informe PISA sobre la calidad educativa. A menudo tengo que espantar los malos presagios después de ver alguna película con los colores del luto -como llaman Godard y Erice al blanco y negro- del cine de los orígenes. Alguna película tan vieja y tan bella, pongamos por caso, como Jalsaghar -El salón de música- de Satyajit Ray, una película que se estrenó en 1958, el año que nació Ángeles.


Cuando aún se encontraba rodando Aparajito (1956), la segunda parte de la trilogía de Apu, Satyajit Ray había decidido que su próxima película sería El salón de música, pero hubo de aparcar el proyecto ante la falta de disponibilidad de Chabi Biswas para encarnar al protagonista, y entretanto rodó La piedra filosofal. Tanto Aparajito como La piedra filosofal resultaron fracasos de público; el León de Oro de Venecia en 1957 para la primera fue la única buena noticia de aquellas fechas. A finales del año anterior, Satyajit Ray le había escrito a su amiga -y estudiosa de su cine- Marie Seton: Me encuentro más o menos en la misma situación en la que empecé. El saldo del banco es bajo y el futuro no parece demasiado halagüeño. Si algo está claro es que para poder seguir haciendo cine y no tener que volver a trabajar en la publicidad, mi próxima película tiene que dar dinero. Para poner en pie El salón de música, el cineasta tuvo que crear su propia productora, pero la película no correrá mejor suerte con el público; habrá de esperar años y aun décadas para que nadie pusiera en duda que se trataba de una obra maestra y una de las películas más bellas de Satyajit Ray.

Satyajit Ray

A posteriori, el cineasta contó que, después de encadenar dos fracasos, pensó que estaba acabado y que la única manera de mantenerse a flote consistía en hacer un musical; enseguida aclara que no un musical como los de las producciones comerciales de Bombay -esa fábrica de sueños del cine hindú que se conocerá como Bollywood-, aun así resulta difícil de creer que concibiera la película como un proyecto comercial habiendo elegido como material de partida el relato -nada convencional, espectacular o llamativo (vamos, con nulo atractivo para la taquilla)- de Tarashankar Banerji.

Tarashankar Banerji

El escritor se inspiró en una figura real para construir la historia de un personaje incapaz de adaptarse a los cambios experimentados en la sociedad bengalí en los años veinte del siglo pasado. El relato publicado en 1938 desarrolla, de una forma más íntimista y concentrada, el mismo tema cultivado casi veinte años después por Lampedusa en El Gatopardo, que Visconti llevará al cine, o por Ramón Otero Pedrayo en O fidalgo. Satyajit Ray hace de la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo el vector cardinal de El salón de música, que deviene la historia del ocaso de Bhiswambhar Roy, el ocaso de un señor feudal, de un tiempo, de una forma de vivir. Un mundo sin electricidad, que había conocido su esplendor a la luz de las velas -que alumbran en la araña del salón de música y se extinguen al final de la película-, se apaga para siempre.


Al margen de su dudoso atractivo comercial, se trataba desde luego de un material que, representando una vía distinta al universo de Apu, se acabará convirtiendo en una de las señas de identidad del cine de Satyajit Ray, que Marie Seton cifró en crear un documento sobre Bengala, esa Bengala que remite a la obra de Rabrindanah Tagore -amigo del padre y sobre todo del abuelo del cineasta-, a cuya escuela de arte había asistido Ray en su juventud  y en cuya biblioteca había encontrado los textos de Pudovkin o Paul Rotha, cuando aún no se le había pasado por la cabeza hacer cine.

Rabindranah Tagore

Esa voluntad de documentar la cultura bengalí subyace en El salón de música con un aquel casi militante en lo que se refiere a uno de los hilos primordiales de su tejido fílmico. Como declaró el cineasta, la música formaba parte esencial de la dimensión realista de la historia, pero había también una voluntad antológica: elegí a los mejores músicos disponibles para preservar su arte en mi película.


Cómo dudar de que Satyajit Ray eligió el material de Banerji porque lo esperaba, lo llamaba, reclamaba su mirada para darle forma fílmica, más allá de que estuviera -y lo estaba- preocupado por su futuro como cineasta; al fin y al cabo nunca podría abordar un proyecto que no sintiera. Por así decir, no podía no hacer la película que íntimamente quería hacer. Por eso El salón de música pudo convertirse en esa película que nos colma ver.

Satyajit Ray

Satyajit Ray no solía escribir guiones detallados, prefería conjugar acotaciones generales y notas sobre el diálogo con dibujos y esbozos. Componía guiones muy visuales, pero las anotaciones las escribía en inglés para facilitarle la lectura a Bansi Chandragupta, el director artístico de buena parte de su filmografía, que no leía el bengalí, y discutir la película con él escena por escena. Como su propio título indica, la película hace del salón de música su centro de gravedad, metáfora del mundo que se extingue y del protagonista que lo encarna.


Por extensión, también el palacio del señor feudal funciona como metonimia del personaje -y aun personaje en sí mismo-, de ahí la trascendencia de la elección del escenario.


No fue fácil encontrar la localización adecuada. El cineasta y su equipo emprendieron una larga búsqueda hasta que alguien les habló del palacio de Nimtita, a orillas del río Padma, en la frontera entre Bengala y el entonces Pakistán Oriental (hoy Bangladesh). Era el escenario ideal: Nadie podría haber descrito con palabras el sentimiento de desolación que desprendía el palacio -contó Ray-. Era la materialización perfecta de una imagen soñada. Salvo en un detalle: un salón de música pequeño, insignificante. En su lugar, Bansi Chandragupta creó, en uno de los más antiguos y decrépitos estudios de Calcuta, el magnífico salón de música que vemos en la película, con todo lujo de detalles, entre los que destacan la araña con velas, los retratos de los antepasados y el gran espejo, elementos que cobrarán una gran fuerza significante en el curso del relato crepuscular que se despliega ante nuestros ojos.



Un espacio que inspiró al cineasta un bello y suntuoso movimiento de grúa en la penúltima escena, cuando la cámara se eleva hasta el techo siguiendo el desplazamiento del protagonista mientras las velas de la gran lámpara y demás candelas del palacio se van apagando, y él contempla en la luz que se extingue, la extinción de su propio mundo, y su propio acabamiento.


Un plano memorable del que Ray se arrepintió aun antes de acabar el rodaje. Cuando ya habían terminado con la grúa y la cargaban en un camión, se produjo un accidente desgraciado: el aparato aplastó a dos trabajadores, uno murió y el otro quedó paralítico. El cineasta no pudo evitar un sentimiento de culpabilidad: Nada de esto hubiera ocurrido si no me hubiera empeñado en rodar esos planos cenitales.  


Cuando empieza la película, el protagonista le pregunta a un criado en qué mes están, en qué estación del año viven, si ya es primavera. Ya no vive en este tiempo porque su mundo ya ha declinado.


Con Bishwambar Roy se extingue el mundo de los terratenientes y lo releva el mundo de los comerciantes, como Mahim Ganguli, su vecino y antagonista. La tracción animal es reemplazada por la tracción mecánica, como muestra el cineasta en ese plano en que la polvareda levantada por un camión envuelve al elefante.


Y el generador eléctrico de Mahim -tan molesto para nuestro protagonista- sustituirá las velas de Bishwambar. El capitalismo de aquél le da la puntilla al mundo feudal de éste. Un mundo nuevo se yergue sobre las ruinas del viejo mundo. La película se abre en un palacio desolado, con el salón de música abandonado y la gran araña de las velas cubierta de telarañas.


La música de la fiesta de la iniciación del hijo del vecino, arranca a Bishwambar de la apatía que lo confina en la terraza, lejos ya de los asuntos terrenales. El flashback que sigue no nos devuelve a los tiempos de un esplendor perdido, sino apenas un año antes, cuando tiene que empeñar las joyas de la familia para financiar la fiesta de iniciación de su hijo, y mantener abierto el salón de música le cuesta lo que no tiene; por nada del mundo renunciaría a ese salón, no sólo uno de los últimos signos, con el caballo y el elefante, del pasado esplendor (que sólo podemos imaginar, como él sólo recordar), sino también cifra su pasión por la música y, lo que es más importante, representa la última trinchera de su propio mundo.


Vemos en Bishwambar a un señor feudal bondadoso, arrogante, vanidoso, irresponsable, caprichoso y hedonista; una mala cabeza, vamos. Que no escucha a su mujer cuando le recomienda reducir gastos y le reprocha que alimente en su hijo la misma pasión devoradora por la música en vez de mandarlo  a estudiar, y en su ceguera los arrastrará a un final trágico.


Pero tratándose de un personaje tan lejano a nuestras propias coordenadas vitales-y aun a las de Satyajit Ray (un hombre de ciudad y de  izquierdas)-, el cineasta  nos lo vuelve próximo y nos ponemos de su lado frente a Mahim, que tiene a la Historia del suyo. Quizá porque Bishwambar es ya una reliquia de esa Historia, desprende una cierta grandeza y deviene una figura trágica, como un Lear deambulando en las ruinas del tiempo, donde ya no puede reconocerse.


Y Ray nos lo acerca al corazón -sin embellecer su caracterización, nos lo entraña con todos sus defectos- con una puesta en escena preñada de gracia, humor y lucidez, mientras amojona  la inexorable desaparición de un modo de vida que encarna el protagonista, cuya tragedia germina en una visión -una forma de ceguera- que le impide encontrar un lugar en el nuevo mundo. Por eso el cineasta introduce un cambio significativo respecto al relato original donde el terrateniente tomaba conciencia de la situación y ordenaba al sirviente que cerrara el salón de música; en El salón de música, por así decir, el protagonista se apaga con él. Y prescinde también de la relación sentimental de Bishwambar con la bailarina.


Ray despoja el relato fílmico de cualquier ingrediente que nos distraiga del vector cardinal de la película: el naufragio de un tiempo, de ese salón de música que representa la matriz misma de la sensibilidad del protagonista. El cineasta no lamenta -tampoco nosotros- la desaparición de unas estructuras de clase basadas en la dominación y la servidumbre, pero algo se pierde con ese mundo, alguna constelación de ese universo simbólico que merecería la pena ser conservada y que quizá nadie pueda ya restaurar. Y esa pérdida irremediable es la que canta Ray, la que preserva frágilmente en la belleza de las imágenes filmadas en hermoso blanco y negro por Subrata Mitra. Escribía Charles Péguy, y citan Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, que hacer la revolución es también poner en su sitio cosas muy antiguas pero olvidadas. Sin embargo quizá la memoria misma sea irrecuperable, de ahí la melancolía que destila El salón de música.

Satyajit Ray

De ahí la mirada compasiva del cineasta sobre el ocaso de Bishwambar y su mundo; de ahí esa caligrafía de los signos de un ritual fúnebre.


Y esa música que cobra visos de un réquiem por un naufragio anunciado.

6/4/11

Un río, un árbol, el sol y la luna

Fotograma de Apur Sansar de Satyajit Ray

Akira Kurosawa comparaba el cine de Satyajit Ray con el sereno fluir de un río. Y al remontar su curso encontramos las nacientes en otro rio, más concretamente en El río, de Jean Renoir.

Fotograma de Apur Sansar

Satyajit Ray contó qué decisivo resultó su encuentro con Jean Renoir, cuando el cineasta francés llegó a Calcuta en 1949 para rodar la película, y no sería exagerado decir que fue su comadrona, que literalmente lo empujó a hacer cine.



Cubiertas de libros diseñadas 
e ilustradas por Satyajit Ray

Hasta ese momento, Ray era un cinéfilo que se ganaba la vida como ilustrador de libros -con el tiempo se convertirá en autor de una copiosa obra literaria (por no hablar de su obra musical), de la que aquí se editaron algunas muestras, como Las aventuras de Feluda-, y con las credenciales de la cinefilia y un proyecto en mente, pero vago aún, se presentó en el hotel donde se hospedaba Renoir, consiguió verle y  fue en aquella primera conversación cuando le habló de una novela de Bibhutibhusan Banerji titulada Pather Panchali (La canción del camino), cuya versión abreviada había ilustrado en 1945 por encargo de Signet Press, la editorial para la que trabajaba. Y Renoir animó a aquel cinéfilo a convertirse en un cineasta: cómo no imaginar que había advertido en Ray el veneno que impide a algunos seres conformarse con disfrutar de las películas y se ven atrapados en la tentación de hacerlas. Como a los niños que llevan prendido en la mirada el deseo imperioso de nadar, le bastó con el empujón de Renoir. Y Satyajit Ray saltó al río del cine.


Pero antes aún tendría ocasión de realizar un viaje que le depararía una experiencia enriquecedora. Nombrado director artístico de la compañía publicitaria Keymer's en 1950, lo destinan a Londres para trabajar unos meses en la sede central y allí puede ver muchas de las películas clásicas que sólo conocía de oídas, como La regla del juego de Renoir, La tierra de Dovjenko o Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. Engolfados en el vicio del cine, Ray y su mujer ni siquiera ejercieron de turistas fuera de Londres y apuraron todo su tiempo libre en los cines: en los cinco meses que duró su estancia en Londres vieron cien películas, como Una noche en la ópera. En un artículo publicado a comienzos de los sesenta, Ray confiesa: Si tuviera que elegir una película, y nada más que una, para llevarme a una isla desierta, eligiría un filme de los hermanos Marx.

Storyboard de Satyajit Ray para Pather Panchali

De vuelta en Calcuta, Ray dio los primeros pasos para poner en pie Pather Panchali, que se convertirá en su opera prima absoluta, nunca había hecho antes ni el más pequeño cortometraje. No le resultó difícil conseguir que la viuda de Banerji le cediera los derechos de la novela, porque se dio la casualidad de que era una admiradora de la obra del padre de Ray, un escritor que murió cuando el futuro cineasta aún no había cumplido los tres años. Como la novela era muy popular y pensaba ceñirse al texto de la versión abreviada que había ilustrado, Ray prefirió, en vez de escribir un guión, dibujar un storyboard  con vistas a presentar el proyecto. Recorrió todas las productoras de Calcuta, desde las más importantes hasta las más modestas, pero nadie quería invertir en una película, por barata que fuera, sin estrellas y, a quién se le ocurre, sin canciones. Así que no le quedó otra que trazar una estrategia alternativa, rodar algún material que pudiera mostrar y así conseguir vencer las reticencias de los productores.

Fotograma de Pather Panchali

Abrevio. Ray consiguió siete mil rupias hipotecando un seguro de vida y otras diez mil que le prestaron parientes y amigos, suficiente para comprar película virgen y alquilar una cámara. Con eso y el entusiasmo de colaboradores como el director de fotografía Subrata Mitra, un principiante cuya experiencia cinematográfica se reducía a merodear en torno al rodaje de El río tratando de aprender algo de Claude Renoir aunque fuera por ósmosis, y el director artístico Bansi Chandragupta, que sí había trabajado como ayudante de Eugene Lourié en la película de Jean Renoir y era el único de los amigos de Ray que podía presumir de experiencia profesional cuando el domingo 27 de octubre de 1952 empezaron a rodar Pather Panchali. Con la película virgen de que disponían pudieron rodar otros dos domingos -el único día libre en sus respectivos empleos-, eso sí con una cámara distinta, la primera ya no estaba disponible.

Satiajit Ray con Subrata Mitra 
en el rodaje de Pather Panchali

Positivaron y visionaron el material filmado y consiguieron la inversión de cuarenta mil rupias por un productor que les permitió continuar el rodaje y, de paso, contratar a un ayudante de dirección con experiencia, Shanti Chatterji, el único profesional con todas las letras del equipo. Cuando el dinero se acabó, Ray empeñó sus libros y discos, y su mujer las joyas, y consiguió mil rupias para rodar tres o cuatro días  antes de la llegada de los monzones. Luego se despidieron con lágrimas en los ojos y volvieron a sus ocupaciones habituales. Llegaron los monzones, Ray y su mujer tuvieron un hijo en septiembre de 1953 y se hizo un primer montaje de cuarenta minutos con el material rodado, pero no consiguieron convencer a nadie para que invirtiera en la película. Hasta que el gobierno del Estado de Bengala Occidental financió lo que faltaba para acabar la película, incluyendo los derechos de la novela de Benarji. Así pudo reanudarse el rodaje de Pather Panchali en los primeros meses de 1954. Además, un azar venturoso contribuyó con la perspectiva de una plataforma privilegiada para el lanzamiento de una película hasta entonces empantanada.

A la dcha., Satyajit Ray en el rodaje de Pather Panchali

Mientras Ray rodaba al fin con la tranquilidad de poder llevar a buen fin Pather Panchali, llegó a Calcuta en abril Monroe Wheeler, uno de los directivos del MoMA de Nueva York, para preparar una gran muestra de arte indio y, enterado del rodaje casi artesanal de una película atípica, se entrevistó con el cineasta y le propuso el estreno mundial del filme en el marco de la exposición si estuviera acabado un año después. En el mes de octubre, John Huston visitó Calcuta durante el viaje en busca de localizaciones para El hombre que pudo reinar, con el encargo de Wheeler de comprobar la marcha de Pather Panchali, y pudo visionar la parte del material rodado y montado hasta ese momento. En concreto, Ray recordó haberle mostrado diez minutos del copión sin sonido que incluían la secuencia en que Apu, el niño protagonista, y Durga, su hermana mayor, descubren el tendido telegráfico y ven por primera vez el tren, una de las escenas memorables, no ya de la película, sino del cine, no ya del de Ray, del cine a secas.



A Huston le pareció un fragmento cinematográfico hermoso y sincero, y sus informes al MoMA no pudieron ser más favorables. Seis meses después, Pather Panchali estuvo lista para su estreno después de haber concluido a uña de caballo el montaje y las mezclas de sonido, ni siquiera dio tiempo a subtitularla en inglés, y salió directamente de la sala de montaje a la oficina de la Pan Am que debía expedirla a Nueva York donde se presentó en abril de 1955 en su versión original bengalí. Habían transcurrido dos años y medio desde que Ray había rodado la primera toma. La acogida no pudo ser más cálida, un inmejorable presagio que se confirmó al convertirse en un éxito de público tras su estreno el 26 de agosto en Calcuta. Al año siguiente fue seleccionada para el Festival de Cannes donde recibió un premio especial del Jurado. Una vez más los dioses lares del cine cuidaron de que una obra tan bella y frágil llegara a los espectadores del mundo y alumbraron las primeras y luminosas brazadas de un cineasta que Renoir había empujado al río del cine seis años antes.

Satyajit Ray dirige a Chunibala Devi 
en Pather Panchali  

Tratándose de una película artesanal y de una opera prima no sorprende el tono documental de sus imágenes, casi se da por supuesto, tanto Subrata Mitra como Ray reconocen la inspiración de las fotografías de Cartier-Bresson, más que de cualquier cineasta -Flaherty o Donskoi-, en la fotografía de Pather Panchali;  lo que asombra es que las formas que aprehenden el movimiento de la vida transfiguren una mirada sobre nuestro lugar en el mundo, que conjuga, por así decir, el fango y el aire, y desvela la materia transcendida por la belleza de las formas. Y aun más si pensamos que Ray reunía en Pather Panchali presencias de no-actores -los niños protagonistas- y actores con cierta experiencia o de larga trayectoria, y, sin ninguna práctica previa, consigue cuajar la unidad fluida y casi milagrosa que desprende la película. Por citar sólo un ejemplo, Ray eligió para encarnar a Indir, la abuela de Apu y Durga, a Chunibala Devi, que había trabajado como actriz de cine y teatro en los años veinte, pero en el momento de Pather Panchali regentaba un prostíbulo en uno de los barrios más deprimidos de Calcuta.    


Pather Panchali nos sumerge en una pequeña aldea de Bengala durante la primera década del siglo XX para compartir la vida de una familia pobre -unos padres, una hija (Durga), una abuela (Indir)- en cuyo seno nace Apu, el niño que guiará nuestra mirada en buena parte de la película desde que su hermana Durga le obliga a abrir ese ojo vivaz  -el niño fingía dormir para no ir a la escuela- y echarse al camino de la vida. Pather Panchali, La canción del camino. Apu irrumpe en la pantalla como un ojo que mira, empujado a ver, como el propio Ray fue empujado a filmar por Renoir. Nada tiene de extraño que las miradas amojonen el río del cine de Satyajit Ray. Ese ojo de Apu es todo un manifiesto.


Pather Panchali se convertirá en la primera entrega de la llamada trilogía de Apu que completan Aparajito (El invicto, 1956) -con Apu adolescente-, basada tanto en Paher Panchali como en Aparajito, la siguiente novela de Benarji que continúa el ciclo de Apu,

Fotogramas de Aparajito



y Apur Sansar (El mundo de Apu, 1959) -con Apu adulto-, basada en parte en Aparajito pero con un desenlace radicalmente distinto, concebido por Ray para cerrar su trilogía;


Fotograma de Apur Sansar: Apu y Aparna en el cine.

una trilogía que bien podría titularse como la película que la inaugura, La canción del camino, porque ahí radica la visión que destilan los filmes que la componen: la vida como camino, como un río que fluye... En el curso del tiempo, del río, nos es dado contemplar la belleza del mundo, que conjuga la vida y la muerte, el amor y el dolor, el cobijo y la intemperie...


Y el cine de Ray declina la gramática de la vida con pudor, ternura, calidez y estoicismo. Cuando el desgarro quiebra a los personajes, la música de Ravi Shankar se encarga de destilar la aflicción que la imagen revela, pongamos por caso cuando la partitura cobija los gritos y sollozos de la madre, y el padre descubre así la muerte de Durga. Las tragedias apenas si producen leves ondulaciones en la piel del río, ese cine que nos recuerda los frágiles anclajes que nos unen al fluir del tiempo, que nos llama a reconciliar nuestra existencia con los ciclos de la vida y encuentra en el gesto poético la conjura de lo que nos desespera. Ése es el aprendizaje, la canción del camino de Apu. Por eso las escenas que se nos quedan grabadas son aquéllas donde los cuatro elementos acogen o apenan, celebran o quebrantan, acarician o dañan, como los seres humanos, reuniendo a unos y otros en la corriente de la vida, tramando sus movimientos en el tejido de la existencia, en la unidad esencial de la Naturaleza.


Como la danza de Durga bajo la lluvia, celebrando la llegada del monzón, una escena que remite a la danza bajo la luna de La tierra de Dovjenko que tanto admiraba Ray, y que, como la escena del tren, no figuran en la novela de Benarji. O ese movimiento de cámara que nos desvela la muerte de la abuela Indir al amparo de los árboles. O esa escena en la lluvia y el viento del monzón azotan de noche la puerta de la estancia en que la madre vela la agonía febril de Durga, como si la muerte misma quisiera entrar a arrebatársela.


Satyajit Ray aprovechó la estupenda acogida de Pather Panchali para rodar Aparajito, que ganó el León de Oro en Venecia pero fue un fracaso de público, y antes de cerrar la trilogía con Apur Sansar rueda dos películas, Jalsaghar (El salón de música, 1958), la primera de ellas, es una obra maestra desconocida que también le encantó a Andrés Trapiello -os recomiendo el blog y la web del escritor, de reciente creación- y, después de verla en la Filmoteca de Madrid, le dedicó una página de La cosa en sí donde destila una experiencia que comparto:  Es una película en blanco y negro, de los años cincuenta, y la copia no era muy buena, tenía incontables puntitos y rayajos blancos y el sonido era deficiente, pero no importaba, porque era imposible quitarle los ojos de encima. No sé si en estos diez años transcurridos habrá una copia mejor, pero con rayajos y todo la película ofrenda la vida con todo su delirio y su derrumbe, su mezquindad y su arrebato, su gloria y su naufragio. Como la trilogía de Apu.

Fotograma de Apur Sansar

Apur Sansar es la quinta película de Ray y denota la plena madurez de un cineasta. En la parte central del filme asistimos a una de las más bellas historias de amor que nos ha sido dado contemplar en una pantalla, pocas veces ha sido filmado el nacimiento y la cristalización del amor con tal economía, atención al detalle y sutileza, en fin, con tan hermosas imágenes. Para encarnar a Apu, el cineasta elige a Sumitra Chatterji que se convertirá en su actor predilecto, y para el papel de Aparna a Sharmila Tagore, la sobrina del venerado Rabindranath, aunque sólo tenía catorce años en el momento del rodaje, y descubre así a una de las grandes actrices del cine indio a la que volvería a dirigir en otras cuatro películas.



Desde la escena de la noche de bodas, asistimos a un prodigio de puesta en escena que muestra cómo esos dos seres salvan el abismo que les separa para caminar juntos por la vida; ni un abrazo, ni un beso, ni una caricia, sólo un hilo invisible con la certeza de que a Apu y Aparna sólo la muerte podrá separarlos.


Cómo olvidar aquel momento en que Aparna se viene abajo al encontrarse sola en el cuarto tan pobre que Apu ocupa en Calcuta, un lugar aún extraño para ella, pero que pronto transfigurará en un hogar para los dos.


Cómo no maravillarse la delicadeza del tejido de miradas con que Ray compone la relación entre Apu y Aparna, donde basta un prendedor del pelo para revelar cuanto podamos imaginar.


Y sí, es una película triste, con una tragedia que ya presentimos en la despedida en la estación -ah, ese tren que atraviesa la trilogía como presagio o promesa, como salvación o fatalidad-, pero una tragedia que convierte el amor de Apu y Aparna en una historia inmortal.


No conocer el cine de Ray es como estar en el mundo y no haber visto el Sol o la Luna, decía Kurosawa., y recordaba que un día el cineasta indio le había hablado de un árbol inmenso que había crecido en algún lugar de Bengala, una imagen que le venía a la cabeza cada vez que evocaba aquel encuentro con Ray, al que imaginaba como un árbol inmenso en los bosques indios, era el único cineasta que podría convertirse en un árbol así.

Satyajit Ray y Akira Kurosawa en India

La trilogía de Apu es de esas obras dignas de ver cuando la vida te reclama peajes difíciles de aceptar, aunque el único lenitivo que cabe esperar de la belleza que atesoran es la compañía de las aguas de un río (de cine) que fluye sereno. El río de Satyajit Ray.

Fotograma de Apur Sansar