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1/11/20

Es un gran payaso, ¿a que sí?

 

Walter Benjamin y Bertolt Brecht compartían una rendida admiración por Chaplin. El 4 de septiembre de 1921, un año antes de la primera función de su estreno como dramaturgo, Tambores en la noche, Brecht anotó en su diario la profunda impresión que le había deparado un corto de Chaplin, The Face on the Barroom Floor (1914), una película de dos rollos -de la época Keystone, la factoría de Mack Sennett- también conocida como Charlot, pintor; una de las primeras películas que escribió, dirigió y montó, aún sin acreditar. 


Brecht nunca había visto nada de Chaplin, porque hasta 1921 no se estrenaron sus películas en Alemania. Aquel corto cifró una experiencia cardinal, como se desprende de la urgencia que inspiran aquellas líneas pergeñadas en su diario. 


Muriéndose de ganas de hablar de la chica que lo abandonó, Charlot (sigue Brecht)...

se pone el sombrero torcido y sale a la oscuridad, camina tambaleándose como si le hubieran dado un golpe en la cabeza, se desvía, Dios santo, se desvía del camino como barrido por el viento, camina de una forma nunca vista. Y luego se emborracha cada vez más y como necesita, con más y más urgencia, comunicar lo que siente, mendiga "una tiza de la que se usan en los billares" y dibuja una imagen de su amada en el suelo, pero el dibujo consta sólo de círculos... La cara de Chaplin es siempre impasible, como si fuera de cera, un simple tic la distiende, absolutamente simple, fuerte, ansiosa... Un rostro blanco de payaso con tupido bigote, pelo rizado y haciendo bufonadas... Pero nada hay más conmovedor, es enteramente puro arte.


Brecht no se conformó con anotar el flechazo. Era un poeta, un cantor de baladas, tanto o más que dramaturgo. Y le dedicó un poema soberbio, Un filme del cómico Chaplin, reunido por su colaboradora Elisabeth Hauptmann (coautora de La ópera de cuatro cuartos) en la antología Poemas de amor (editada por Hiperión), que se lee/ve como una película:
En un bistró del bulevar Saint Michel / entró una lluviosa tarde otoñal un joven pintor, / bebió cuatro, cinco de aquellos aguardientes verdes y relató / a los aburridos jugadores de billar un estremecedor / reencuentro / con una amante de antaño, un ser delicado, / ahora esposa de un carnicero próspero. / ¡Rápido, señores míos, exclamó embaucador, por favor, / la tiza / que emplean Vds. para sus tacos! y arrodillado sobre el suelo / intentaba, con mano temblorosa, dibujar su rostro, / el de ella, la amante de días desvanecidos, desesperado, / borrando lo ya pintado, empezando de nuevo, / volviendo a dudar, mezclando / otros rasgos y murmurando: Ayer aún me la sabía. / Tropezaban con él los clientes maldiciendo, cabreado el tabernero / lo cogió por el cuello y lo echó a la calle, pero sobre la acera / sin descanso / sacudiendo la cabeza perseguía con tiza / los rasgos huidizos.

Walter Benjamin también disfrutaba lo suyo con las películas cómicas y reconoció muy pronto la grandeza de Chaplin, y sin andarse con chiquitas, por ejemplo a propósito de A Woman of Paris:

[Los cines] deberían proyectarla cada medio año. Es un documento fundacional del arte cinematográfico.

Menudean en la Obra de los pasajes anotaciones sobre el cine y, en concreto, sobre Chaplin. El cine no era un asunto central de su obra pero sí lo suficientemente importante para devenir una cuestión cardinal -Chaplin mediante- en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, por mencionar sólo uno de sus textos más conocidos y citados (basta cotejar las tres versiones del texto que escribió para comprobar que las referencias cinematográficas incordiaban a los editores del texto, en especial a Adorno, que las critica -por decirlo suavemente- con acritud). 

No sé si sería exagerado considerar a Benjamin un cinéfilo, pero estoy de acuerdo con Ana Useros: los cinéfilos lo reconocemos como uno de los nuestros. Y desde luego resulta innegable que una sensibilidad cinéfila (por usar la acertada expresión de la ensayista) ilumina esas denkbilder -imágenes que piensan-, un modo de ver como una forma de montaje plasmada en Calle de sentido único (o Calle de dirección única, o Dirección única), que deviene una matriz -constructivista- de la Obra de los pasajes. Una sensibilidad, en fin, destilada en los textos y anotaciones agavillados en Escritos sobre cine de Walter Benjamin, editado por Abada en 2017.

A principios de 1929, Brecht invitó a Benjamin, Asja Lacis y Bernhard Reich  a ver El circo (1928), de Chaplin, recién estrenada en Berlín. Asja Lacis y Bernhard Reich habían colaborado con Brecht en distintos proyectos teatrales desde hacía seis años. En aquel momento Asja Lacis trabajaba como encargada comercial del cine soviético en Berlín y vivió allí un par de meses con Benjamin, pero seguía -y seguirá- manteniendo relación con Reich. Para Benjamin, la bolchevique de Riga, Asja Lacis, fue uno de los amores -si no el gran amor- de su vida  y, desde su viaje a Moscú para encontrarse con ella (entre diciembre de 1926 y febrero de 1927), también era amigo de Reich. Formaban algo así como un triángulo escaleno. Y los tres eran amigos de Brecht. Y fueron al cine a ver El circo.

Resulta demasiado fácil hablar de esta película como de una obra menor de Chaplin si pensamos que la anterior fue La quimera del oro (1925) y la siguiente, Luces de la ciudad (1931), pero a estas alturas hablar de algo menor tratándose de Chaplin casi -o sin casi- sería una blasfemia. Y, por si no sobraran razones, en el El circo asistimos a algunas secuencias que no podrían faltar sin gran menoscabo en una antología de lo mejor de Chaplin, que ya es decir. Sin embargo el cineasta apenas menciona la película en su autobiografía porque unos días después del estreno murió su madre. Y ni una palabra más. Como si quisiera enterrarla en el olvido.

Y no le faltaban razones. El circo existe de milagro. Fue un calvario rodarla. Un rosario de calamidades. Pero cuando empezó a pensarla, Chaplin no imaginaba que iba a romper aguas de un guadiana de amargura, que ya no dejó de asomar en su filmografía (para Bénard da Costa, El circo es la película más oscura de Chaplin). La quimera del oro era un cañonazo y su autor, una celebridad mundial; a la sazón se le consideraba un hombre tan famoso como Jesucristo y aun más. 

El cineasta le contó a la prensa que había leído y releído Las mil y una noches que le inspiraron la idea de su próxima película: un pobre tipo se convierte a pesar suyo en artista de circo y esa nueva vida le encanta. (Hacía años que le rondaba esa idea; en 1920 había asegurado que su mayor ambición era hacer una película sobre un payaso.) Así que las expectativas no podían ser más favorables: iba a ser una película básicamente optimista. 


Sin embargo, a modo de presagio fatal, El circo germina en una pesadilla: Chaplin imaginó al vagabundo oficiando de funambulista, caminando por la cuerda floja en lo alto de la carpa mientras lo atacan unos cuantos monos fugitivos. O sea, imagina el clímax y la película se estructura como una cadena de reveses que aboca al protagonista a jugársela sin red.

En noviembre de 1925, tres meses después del estreno de La quimera del oro, Chaplin y su recién contratado ayudante Harry Crocker se instalaron en un hotel de Monterrey para trabajar en el desarrollo de El circo. Cuentan que Chaplin habló durante 28 horas sin parar mientras Crocker tomaba notas. Al parecer, en esas notas había tanto de política y filosofía como desarrollo de la trama. También habló de otros papeles para películas posteriores, como Napoleón o Jesucristo. Hasta barajó la posibilidad de filmar El club de los suicidas, de Stevenson. 


En torno a la construcción de El circo, donde Chaplin traza el triángulo entre el vagabundo -que encarnará él mismo, claro-, la amazona (Merna Kennedy, una bailarina de 18 años, por sugerencia de su amiga Lita Gray, entonces casada con Chaplin) y el funambulista (encarnado por Harry Crocker, un papel que compatibilizará con las funciones de ayudante de dirección), viene a cuento abrir pasajes -a la manera benjaminiana- con -por lo menos- otros tres filmes: Charlot, músico ambulante (1916), del periodo Mutual de Chaplin; Variété (1925), de E. A. Dupont, donde el payaso del circo descubría que su mujer lo engañaba con un acróbata, y una de las últimas películas de Max Linder, Domador por amor (1924).  


A partir de la notas de Crocker, el diseñador de producción Danny Hall empezó a esbozar los decorados del circo y su entorno. A principios de diciembre de 1925 ya se había levantado el decorado principal, la carpa del circo, cuando un vendaval se la llevó por los aires. Un desastre para abrir boca. 


Habían transcurrido cuatro semanas de rodaje cuando una chapuza en el laboratorio estraga el metraje filmado, que incluía la secuencia del vagabundo en la cuerda floja atacado por los macacos. Chaplin despide a todo el personal de su laboratorio. 


1926 no podía empezar peor, pero sólo era el prólogo. En septiembre, un incendio arrasa el estudio, destruyendo decorados y atrezo. Llega diciembre y Lita Gray solicita el divorcio con una demanda millonaria (tampoco es que le faltaran motivos, la verdad), un proceso que va a generar una tremenda escandalera con ecos mundiales. Por si faltara algo, el fisco le reclama 1.130.000 dólares por ocho años de impuestos atrasados. En enero de 1927 le incautan la casa y el estudio. Chaplin consigue sacar de contrabando el material rodado de El circo y se marcha a Nueva York. El rodaje se paraliza por ocho meses. En junio llega a un acuerdo por los impuestos y regresa a Hollywood. En agosto termina el proceso de divorcio: Chaplin indemniza a su ex con un millón de dólares. 


Entonces reanuda el rodaje. La producción se traslada a un descampado de las afueras donde se disponen los carromatos del circo para rodar la escena final. Cuando vuelven el segundo día, los carromatos habían desaparecido. Una muchachada se los había llevado para alimentar la hoguera que presidía un fiestón bárbaro. El 10 de octubre, cuatro días después del estreno de El cantor de jazz (filme inaugural del cine sonoro), Chaplin rueda el final de la película, ese plano en que el vagabundo se aleja solitario del círculo vacío, la efímera huella que ha dejado la carpa del circo en el descampado. Luego ultima el montaje y la película se estrena el 6 de enero de 1928 en el Strand de Nueva York, dos años después del comienzo de la producción.


El circo puede verse como una reflexión de Chaplin sobre su oficio (de payaso) y, de paso, sobre la naturaleza elusiva del humor. El circo, entonces, una teoría de Chaplin sobre Charlot. Planta al vagabundo en el territorio del payaso, el circo, donde el personaje se revela como cómico a su pesar. Desde el primer momento, la película plantea la cuestión del humor con esos payasos que no consiguen hacer reír al público, pero sí al vagabundo. 


Luego el vagabundo, huyendo de la poli, mata de risa a los espectadores (del circo y de la película, o sea, nosotros), eso sí, sin querer. Ni siquiera se da cuenta de cuánto hace reír a la gente. Payaso involuntario. O, ya puestos, anti-payaso. He ahí la tragedia del vagabundo, ni siquiera entre los suyos, la gente del circo, encuentra un hogar. En El circo, quizá más que nunca, Chaplin ilumina la condición de Charlot como un extraño, un forastero perpetuo. Por eso el final -tan divertido, por otra parte, y que nos hace sonreír, duele.

Bénard da Costa subraya cómo los gags más célebres de El circo coinciden con los momentos de mayor angustia del personaje y los remite a los propios comienzos de Chaplin como artista de circo, cuando, como el protagonista, era pobre y pasaba hambre. Memoria de los primeros tiempos y de las humillaciones sufridas, por eso -apunta Bénard da Costa- el circo en Chaplin no debía asociarse a ninguna forma de onirismo, como en Fellini, sino a un realismo preciso. Digámoslo ya: El circo es una comedia destilada a base de angustia, desesperación y amargura, un venero que podemos descubrir en cualquier gran comedia digna de ese nombre.


Todo eso lo borda Chaplin con vuelo lírico, conjugando las situaciones con ritmo y coreografía excelsos en íntima colaboración con el director de fotografía Rollie Totheroh, como en esas gloriosas escenas de la caseta de feria: dentro, cuando el vagabundo, huyendo de la poli y de un rufián, va a parar a la sala (laberinto) de espejos, y fuera, cuando vagabundo y rufián, para ocultarse de la poli, se hacen pasar por autómatas. Escenas que hicieron las delicias de Brecht y Benjamin, evocándolas más de una vez en sus frecuentes conversaciones aquel año 1929 en Berlín.


A propósito de El circo, Benjamin publicó el 8 de febrero de ese año Mirada retrospectiva a Chaplin en la revista Die literarische Welt, recogido en sus Escritos sobre cine editado por Abada, que abría con una declaración contundente:
El circo es la primera obra de la vejez del arte del cine.
Y no se entienda esa vejez como senilidad o decrepitud sino como madurez o sabiduría; no como estado terminal sino como culminación del arte del cine. Benjamin celebraba el esplendor de los más grandes motivos chaplinianos que surgían por doquier y también se hacía eco de un texto de Philippe Soupault sobre el cineasta publicado en el número de noviembre de 1928 en la revista Europe.


En su ensayo, Benjamin aprecia la condición autoral de Chaplin -es poeta de sus películas; o sea, director- y lo abrocha con estas líneas, digamos bolcheviques (no debieron gustarle, pero nadita, a Adorno):

Chaplin se ha dirigido, en sus películas, a la emoción a la vez más internacional y revolucionaria de las masas: la carcajada. Lo cierto es -dice Soupault- que Chaplin sólo hace reír. Pero eso es, aparte de los más arduo que hay, también en términos sociales lo más importante.

En su libro sobre Brecht (editado por Hiru), Hans Mayer recuerda un encuentro poco antes de la muerte del autor de Vida de Galileo. Mayer le habló de una visita a Chaplin en Suiza. La expresión de Brecht se abrió en una sonrisa radiante:

Es un gran payaso, ¿a que sí?

Y quizá nunca tanto como en El circo, cuando hace que no puede hacer de payaso siendo un payaso tan grande. 


2/2/20

Chaplin salvado de la quema



Chaplin se ha dirigido, en sus películas, a la emoción 
a la vez más internacional y revolucionaria de las masas: 
la carcajada.


A mediados de 1984 grabé con un betamax El Chaplin desconocido (Unknow Chaplin, 1983), un documental en tres capítulos de Kevin Brownlow y Daniel Gill que programaron en la segunda cadena (aquella cinta pasó por tantas manos que en pocos años perdió el camino de vuelta). Era el documental de cine más importante que había visto hasta entonces (recuerdo que Paulino Viota le dedicó un artículo estupendo en la revista Contracampo).


Y aun hasta hoy sólo otros dos me causaron una impresión comparable: Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse (1991), de Fax Bahr y George Hickenlooper, en torno a la producción de Apocalypse Now (1979), de Francis Coppola, y  Où gît votre sourire enfoui? (2001), de Pedro Costa, sobre el cine de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub mientras montan su tercera versión de Sicilia! (donde, por cierto, Straub reivindica a Chaplin como el más grande de los montadores).

Como estos, el de Kevin Brownlow y Daniel Gill era (mucho) más que un documental: Unknow Chaplin, documenta un método de trabajo, nos muestra a Chaplin au travail, cómo encontraba sus ideas trabajando con los actores, en los decorados, con el atrezo, o sea, vemos la mente del cineasta en acción. (Podéis verlo aquí; la copia tiene el episodio 3 antes del 2, nada que no podáis reparar usando el cursor.)


Como Chaplin no partía de un guión, apenas del germen de una escena o de la premisa de una trama, probaba posibles desarrollos a través de ensayos y errores. En realidad, Unknow Chaplin despliega una sucesión de tanteos (tomas y escenas descartadas) hasta que el cineasta encontraba la idea que cuajaba en la escena perfecta.

A veces empezaba por un decorado o un atrezo y probaba a ver qué metamorfosis poética se le ocurría con/contra/en/entre/por ese elemento o escenario. Mandó construir una escalera mecánica porque había visto caer en una a un cliente en unos grandes almacenes de Nueva York y la transfiguró en el motivo de un ballet de comedia física en The Floorwalker (1916), una película de dos rollos para la Mutual. En The Cure (1917), otra de dos rollos también para la Mutual, se enreda con  una puerta giratoria.


Desde 1915 Chaplin contó tras la cámara con los ojos de Rollie Totheroh. Al no poder verse mientras actuaba, rodaba cada ensayo y quería verlo enseguida por si era necesario corregir algo, por eso montó un laboratorio de revelado al lado del plató donde trabajaba. Por supuesto también comprobaba el montaje de la escena para ver si funcionaba y, si no, rodarla de otra manera. 

Charles Chaplin y Edna Purviance en Behind the Screen
una película de dos rollos de la serie Mutual.

El método de Chaplin encontró una formulación precisa en las palabras de Godard cuando dijo que  hacer una película requiere superponer, o sea, conjugar en presente tres operaciones: pensar, rodar y montar. El método encontró en Pedro Costa el último y más eminente practicante, quien recomendó muy vivamente Unknow Chaplin en un encuentro en Numax (también el libro de Kevin Brownlow sobre el cine silente, The Parade's Gone By...).


Una de las secuencias memorables del primer episodio de Unknow Chaplin se centra en el rodaje de The Immigrant (1917), una de las películas de dos rollos para la Mutual (doce películas en dieciséis meses). Chaplin empieza rodando en un café de artistas. Después de 45 tomas, decide cambiar el papel de Edna Purviance (la actriz lleva dos años trabajando con el cineasta, desde que la descubrió en una fiesta -por entonces trabajaba como secretaria de un empresario-, y rodarán treinta y tantas películas juntos), ahora es una chica solitaria que no puede pagarse la comida.


El vagabundo que encarna Chaplin empieza a relacionarse con ella; mientras, también va cambiando al camarero entre los actores de su compañía (primero Henry Bergman, después Eric Campbell) buscando una apariencia más temible. Pero, cuando lleva 388 tomas, Chaplin se da cuenta de que  aquella escena en el café de artistas no da para más y necesita otra idea para completar los dos rollos. Entonces se pregunta de dónde viene Edna.


Decide que sea una inmigrante que viaja a América con su madre. El vagabundo también será un inmigrante y la habrá conocido en el barco. Ahí empezará entonces la película y, de paso, descubre el título.


A partir de la toma 745 vuelve a rodar el encuentro con Edna en el café de artistas, porque ahora no son dos desconocidos. Rodando, montando, pensando, rodando, montando, pensando... Chaplin acaba descubriendo (para su propia sorpresa) que la primera escena que rodó será (casi) el final de la película.

Inmigrantes enamorados bajo la lluvia inclemente, 
el único cachito de cielo que prueban en este mundo.

Rollie Totheroh había rodado 12.000 metros de celuloide. Chaplin pasó cuatro días con sus noches encerrado en la sala de montaje para pespuntar los 550 metros de los dos rollos. Hay que imaginarlo viendo cada plano, cada escena, treinta, cuarenta, cincuenta veces. Cortando un par de fotogramas aquí, un par allí.
Esculpiendo The Inmmigrant, uno de sus cortos más conmovedores, donde no faltan ramalazos de humor feroz, como la brutalidad de la autoridades con los inmigrantes bajo la mirada de (la estatua de) la Libertad.


El 21 de enero de 1918 Chaplin inaugura su propio estudio en Hollywood, que le va a permitir trabajar con más calma. El cineasta iba a invertir su dinero sobre todo en comprar tiempo. Tiempo para inventar, probar, ensayar. Pensar, rodar, montar. Y vuelta a empezar.


Del primer libro que leí sobre el cineasta, con los artículos de André Bazin (y uno de Rohmer sobre A Countess from Hong Kong, la ultima película de Chaplin, estrenada en 1967), anoto las fechas de inicio y fin de rodaje de cinco de sus películas:

*   A Woman of Paris (1923), de noviembre de 1922 a septiembre de 1923. (Walter Benjamin la consideraba un documento fundacional del arte cinematográfico y pensaba que los cines deberían proyectarla cada seis meses.)

*   The Gold Rush (1925), de enero de 1924 a mayo de 1925.

 City Lights (1931), de junio de 1928 a diciembre de 1930.

*   Modern Times (1936), de octubre de 1934 a octubre de 1935

*   Monsieur Verdoux (1947), de diciembre de 1944 a diciembre de 1946.

Destacan esos treinta (¡¡¡treinta!!!) meses dedicados a City Lights. Una película silente ya en tiempos del sonoro. Cuando empezó a rodar, Chaplin partía de una premisa: el vagabundo conoce a una cieguita que lo confunde con un ricachón.


La cuestión cardinal que debía resolver era un por qué que también era un cómo, o sea, una cuestión de puesta en escena. (A propósito del tormento que le deparó resolverla vale la pena leer el reportaje de Egon Erwin Kisch, En el estudio de Charlie Chaplin, que podéis encontrar en Nada es más asombroso que la verdad, editado por Minúscula.)


La chica  que encarna a la cieguita, Virginia Cherrill (como Edna Purviance, tampoco era actriz), cuenta que Chaplin pasaba temporadas sin rodar, pero toda la compañía seguía bajo contrato, acudiendo al plató todos los días:
Era aburrido, porque esperábamos mucho tiempo. A veces esperábamos muchas horas, muchos días, incluso meses, sí, sí, tres o cuatro meses, y Charlie no venía al estudio... No había nada que hacer, yo me quedaba en mi camerino leyendo un libro o bordando. Y me aburría mucho.
También recuerda que...
Rodaba la escena una y otra vez, y cuando por fin decía: "ya está", respirábamos aliviados. Pero luego decía: "Bueno, vamos a rodar otra toma".

Después de 534 días de los que sólo 166 fueron de rodaje efectivo, el 15 de septiembre de 1930 Chaplin se despierta con la idea definitiva: la cieguita se confunde por el ruido de la puerta de un coche. ¡Un sonido en una película silente! O sea: era un sonido que, gracias a la puesta en escena, nosotros deberíamos escuchar con los ojos.


Y ves la escena en su desnuda sencillez y te maravillas de que una simple panorámica desde la puerta del coche hacia el vagabundo y luego hasta la cieguita pueda contar cómo el vagabundo se da cuenta de que la cieguita acaba de confundirlo con quien acaba de irse en el coche. Una escueta panorámica donde se conjuga de forma admirable economía y emoción. No tiene nada de extraño que, de todas sus películas, Chaplin prefiriera City Lights, justo por su simplicidad.


El material precioso recuperado en Unknow Chaplin permite descubrir también cómo ideas descartadas por Chaplin en determinada película las recupera y enriquece en otra años después o cómo una payasada del cineasta en una película casera durante una fiesta en casa de unos amigos en los años veinte la recicla en la famosa escena de la danza con la bola del mundo en El gran dictador. Alguien dijo que la mente de Chaplin era como un desván, podía descartar ideas pero nunca las olvidaba.


En el acervo de escenas descartadas encontramos algunas escenas espléndidas, como la que culmina la serie, una escena de 7' con el vagabundo tratando de introducir un renuente palito en la rejilla de una acera, que Chaplin había imaginado para la apertura de City Lights.

Y pensar que si fuera por él no llegaríamos a ver casi nada de lo que muestra Unknow Chaplin. El cineasta mandó que las tomas descartadas de sus películas (buena parte de ellas salvadas por Rollie Totheroh y el coleccionista Raymond Rohauer) ardieran en una hoguera. Quería destruir sus borradores. Calcinar las tentativas, dudas, equivocaciones: el libro del desasosiego cuajado en el estilo. Borrar las pruebas del trabajo enmascarado por la belleza. Incendiar los testimonios de la brega con las ideas velada por la gracia. Abrasar los rastros de su método.


Charles Chaplin en The Fireman
un corto de dos rollos de la serie Mutual.

Unknow Chaplin. O dicho de otra forma: Chaplin salvado de la quema.