Desde que vi Phoenix (2014) empecé a tomar notas por traer a la escuela el cine de Christian Petzold. Entonces sólo había visto otra película suya, Barbara (2012). Las dos con Nina Hoss en el papel protagonista. A día de hoy vi otras seis películas suyas; cuatro de ellas también con Nina Hoss (en tres con papel protagonista y una con papel principal). Sobra decir: me gusta el cine de Petzold y me gusta Nina Hoss. De esas ocho películas que vi siento especial predilección por Phoenix, con una Nina Hoss (sería imperdonable racanearle el adjetivo) sublime.
Hace casi cuatro años (y después de tantas notas) empecé este texto que se quedó en cinco párrafos (y no hubo más) de un borrador olvidado (vete a saber por qué). Llevaba por título Como antes:
De las películas recientes (estrenadas en 2014) que pudimos ver estos últimos meses, dos o tres nos gustaron mucho y (no siempre sucede) hasta despertaron el deseo de escribir sobre ellas. Empezaré por la última que vimos (un par de veces) estas últimas semanas: Phoenix, de Christian Petzold.
Un estupendo melodrama -de memorias, identidades heridas- que empieza con resonancias de Senda tenebrosa, de Delmer Daves, pero sobre todo de Los ojos sin rostro, de Franju, y deviene un Vértigo (desde el otro lado del espejo, por así decir, invirtiendo el punto de vista articulado por Hitchcok: vivimos la transfiguración desde ella, aquí Nelly/Nina Hoss) en territorio Fassbinder, un paisaje devastado que despierta ecos de El matrimonio de María Braun (una película que Petzold vio con Nina Hoss más de una vez mientras preparaban Phoenix).
Nelly regresa de Auschwitch, o sea, de entre los muertos, con el rostro destrozado por un balazo, pero a la hora de reconstruirlo ni por asomo le tienta cambiar de cara, quiere ser como antes, para que pueda reconocerla Johnny/Ronald Zehrfeld, su marido, y así recuperar el amor de su vida, y hasta su vida perdida, esa pareja artística que habían formado, él como pianista y ella como cantante. Como una reconstrucción del rostro resulta imposible, el trabajo del cirujano consistirá, más bien, en una recreación. Pero llegado el momento del reencuentro, Johnny no la reconoce (o se niega a reconocerla) y ella se niega a reconocer que su marido la ha traicionado, por eso se presta a que la transforme en la Nelly de antes (para quedarse con su herencia), por ver si de esa forma vuelve a enamorarse de ella. Phoenix deviene, entonces, una encrucijada de ficciones. Las ficciones de dos fantasmas.
Y habiendo traído a cuento Vértigo conviene apuntar dos precisiones. La primera, aun cuando Phoenix nos sitúa al otro lado del espejo -con Nelly-, el dispositivo del suspense es idéntico (sabemos más que Johnny aquí, como sabíamos más que Scottie allí); la única diferencia es que ese desajuste en la información se establece en Phoenix muy pronto y se demoraba mucho más en Vértigo. Y la segunda, era el amor la fuerza que movía a Scottie a transformar a Judy en Madeleine, mientras que es una herencia lo que mueve a Johnnie a transfigurar a Nelly en la de antes; pero otra vez encontramos también otra identidad, en ambas películas ellas experimentan el proceso como un sacrificio, sólo que con desenlaces bien distintos. Y una última acotación, eso sí, decisiva: si en Vértigo (salvo por unos instantes primordiales) asistíamos a la tragedia desde el punto de vista de Scottie, en Phoenix asistimos a la historia desde el punto de vista de Nelly.
Como no suelo leer en su momento las reseñas de las películas que me interesan, en todo caso sólo después de haberlas visto, no me enteré hasta hace nada del debate en torno a la verosimilitud del argumento de Phoenix. ¿En que se basaban los que tachaban la película de inverosímil? Esgrimían una razón cardinal, que Johnny no reconociera a Nelly por más que su rostro -recreado quirúrgicamente- hubiera cambiado (tenía que saber que era ella, cómo no iba a sonarle su voz, recordar su cuerpo). Y al calificar la razón como cardinal quiero señalar que Phoenix se sostiene (transita y se columpia) en esa cuerda floja. Justo una de las razones por la que nos gustó tanto la película.
Hasta aquí el borrador de lo que apenas era la apertura del texto proyectado a juzgar por las notas recogidas en la libreta de aquellos días (y bien lo merece Phoenix, pero no es cuestión de zaherirse en pleno verano por haber descuidado una película que tanto nos gusta).
Christian Petzold con Nina Hoss en el rodaje de Phoenix.
No era la primera vez que Petzold hacía una película con otra en el espejo (retrovisor), pongamos por caso Jerichow (2008), remirando (y reescribiendo) El cartero siempre llama dos veces (la novela de Cain más que las películas que la llevaron a la pantalla), con Nina Hoss como Laura, otra vez Laura, como en Wolfsburg (2003), la segunda película que hicieron juntos.
Nina Hoss en un fotograma de Jerichow.
No he mencionado hasta aquí, como tampoco lo hiciera (aún) en el borrador sobre Phoenix, alguien muy importante en la obra de Petzold pero ya (fatalmente) desaparecido: Harun Farocki, una figura cardinal de la experimentación cinematográfica y del cine-ensayo, y del pensamiento sobre el cine agavillado en libros como Desconfiar de las imágenes y (con Kaja Silverman) A propósito de Godard; cómo olvidar su legendaria y radical película sobre la guerra de Vietnam, Nicht löschbares Feuer (El fuego inextinguible, 1969). Con el director de fotografía Hans Fromm y la montadora Bettina Böhler, el triunvirato cómplice del cineasta.
Christian Petzold y Harun Farocki en Berlín.
(Fotografía de Andrea Wagner, quizá en 2011.)
Petzold fue alumno de Farocki en la escuela de cine de Berlín, trabajaron juntos y se hicieron amigos (o viceversa, o a la vez) y el maestro devino algo así como su ángel de la guarda. A veces figura acreditado en sus películas como guionista, pongamos por caso en Gespenster (2005), o co-guionista, como en Phoenix (la escribieron con una foto de Nina Hoss delante), pero las más de las veces aparece en los créditos finales como Dramaturgische Beratung, que podría traducirse como "consejero de dramaturgia"; en la práctica, editor de guión.
Fotograma de los créditos finales de Jerichow,
con Farocki acreditado como Dramaturgische Beratung.
Y cuando ya no puede tener cerca a Farocki (murió el 30 de julio de 2014, dos meses antes de la presentación de Phoenix en el festival de Toronto), Petzold le dedica su última película, Transit (2018), ya desde el primer fotograma.
Desde el estreno en Numax, en junio del año pasado, volví a verla un par de veces y cada vez me gustó más. Así que vamos a palabrearla siquiera unos cuantos párrafos (no me preguntéis ahora cuantos).
Cada verano, Farocki y Petzold se juntaban en una piscina pública y se zambullían en Tránsito, la espléndida novela de Anna Seghers (con una presencia significativa del exilio republicano español tras la guerra civil). Era su rutina literaria favorita, y una referencia (más o menos escondida) de todos los proyectos de Petzold con Farocki. Pero ya en 2015 nadie se sentó a leer Tránsito (la leí el verano pasado por culpa de la película y la releo esos días). Petzold había pensado más de una vez en llevarla al cine. Cuando faltó Farocki, apartó la idea y la novela de la cabeza. Tardó dos años en retomar una y otra.
Cuenta Petzold que escribió el guión recordando el libro. Por la tarde, en la cama (aclara: una cama más pequeña que la de dos de sus directores favoritos, Eisenstein y Rossellini, que por lo visto gastaban camas muy grandes de 9 m² o así). Como no se puede dormir profundamente por la tarde, es un buen momento para soñar, así que escribió las biografías de los personajes, la historia, el guión, en la cama, sin volver a leer la novela. Quienes sí volvieron a leerla fueron los actores. Paula Beer, la actriz que interpreta a Marie, le comentó al director:
En la novela no tengo cuerpo. Sólo soy una idea de la subjetividad masculina. [La novela afluye en la voz del refugiado sin nombre que se enamora de ella.] Y el nombre, María, en el puerto, hay tantas canciones de marineros donde el nombre de la mujer es María... Necesito un cuerpo, no quiero ser una idea.
Y se fueron a buscar ropa y zapatos, sobre todo Paula Beer quería unos buenos zapatos con los que pudiera caminar y correr, y que le ayudaron a darle cuerpo al personaje, ya no sólo objeto de la imaginación del protagonista. Pero uno y otro, al fin, no dejan de ser fantasmas en tránsito. Nada extraño al mundo de Petzold, basta recordar -y citar por orden cronológico- películas como Toter Mann (2001), Wolfsburg (2003), Gespenter, Yella (2007) y, desde luego, Phoenix, donde las protagonistas o personajes principales aparecen investidos de una condición movediza -onírica o fantasmal- o bien son perseguidas por el fantasma de una desaparición traumática.
Esa condición fantasmal de los protagonistas de Transit se refuerza por el dispositivo armado por Petzold desde el guión y destilado en la puesta en escena. La historia original transcurre entre la rendición de Francia en 1940 y la primavera de 1941, donde un fugitivo de la Alemania nazi y de la Francia ocupada suplanta en Marsella la identidad de un escritor para conseguir un visado y viajar a México. Pero Petzold no filma una película de época, sino que crea un tránsito entre el pasado y el presente, trae a los refugiados de la novela a nuestros días y los hace convivir con los refugiados de ahora mismo, fantasmas también (que nadie quiere ver), perdidos unos y otros en -son palabras de Anna Seghers- el bosque de absurdos de (sin)papeles sin cuento: permisos de residencia, visados de salida, visados de tránsito, pasajes... En tránsito también nosotros, espectadores, entre la butaca y el mundo de la pantalla: el cine ama los viajeros, apunta el cineasta.
Farocki y Petzold habían empezado a escribir Transit en 2013 como una película de época, ambientada en el marco temporal de la novela:
No estábamos pensando en los refugiados que llegaban a Europa como en 2015, con un millón llegando a Alemania o Francia. Después de la muerte de Farocki todo cambió.Fue entonces cuando pensó en la correspondencia entre los refugiados de 1940 o 1941 y los de 2017, y viendo Portrait d'une fille de la fin des années 60 à Bruxelles (1994), donde Chantal Akerman filmaba el 68 en el presente del rodaje, se le ocurrió la inserción del pasado en el presente, que, digámoslo ya, no resta un ápice a la fidelidad de la traslación a la pantalla de la novela de Anna Seghers por Petzold; aun más, diría que el anclaje de los personajes del pasado en el presente deviene no sólo pertinente, sino sobre todo revelador de la energía perdurable que anida en la novela. No puedo sino evocar esa escena espléndida, que no figura en la novela pero que muy bien pudiera haber escrito Anna Seghers, donde el protagonista, Georg/Franz Rogowski, ante la mirada del niño que acaba de conocer, repara con pericia la radio y entonces escucha una canción que le cantaba su madre: el protagonista (un refugiado sin papeles del pasado) recupera por un momento la infancia perdida y el niño (un refugiado sin papeles del presente) encuentra una figura paterna, vínculos emocionales que afloran en el seno de un trabajo manual, algo que Petzold confiesa haber aprendido de Anna Seghers.
Quizá lo más conmovedor de Transit se cifra en verla como una historia de fantasmas de los primeros cuarenta del siglo pasado transitando por una Marsella de 2017, como si aquellos exiliados aún no se hubieran ido y siguieran deambulando por aquí. Una idea con ecos fantasmales de Walter Benjamin: la imagen dialéctica del ayer relampagueando en el ahora, el pasado alumbrando el presente en un instante de peligro (la xenofobia, el fascismo, la barbarie... entre tantos rasgos crueles y devastadores del capitalismo). Petzold recordaba que a Benjamin le había encantado Marsella y había escrito un texto sobre la ciudad publicado en 1929 (y recogido en Imágenes que piensan). A Marsella fue a parar Walter Benjamin en agosto de 1940 huyendo de los nazis; había conseguido su transit que le permitiría atravesar España y llegar a Lisboa para embarcarse hacia EEUU. En septiembre le entregó a su amiga Hannah Arendt (ella le llamaba Benji) una copia de las tesis Sobre el concepto de historia, unos días antes de cruzar la frontera por un paso de montaña a través de los Pirineos (gracias a eso llegó hasta nosotros un texto cardinal que puede leerse como el testamento de Walter Benjamin). En Portbou se encontró con que su transit ya no era válido y, ante la perspectiva de ser devuelto a los nazis, se suicidó con una sobredosis de morfina. Hacia el final del capítulo 7 de la novela de Anna Seghers, el protagonista escucha en un café de Marsella una de tantas historias de refugiados:
En un hotel de Portbou, al otro lado de la frontera española, un hombre se había pegado un tiro durante la noche porque, a la mañana siguiente, las autoridades iban a devolverlo a Francia.
En contra de la opinión de su productor, Petzold se empeñó en rodar en Marsella. No podía rodar Transit en otro sitio. En busca de los fantasmas del pasado y del presente, que acuden a la llamada de su libro de cada verano con Harun Farocki.