Hace tres meses que no vemos nada de John Ford, comentó Ángeles, como de pasada. Eché cuentas y tenía razón. Tres meses sin Ford. Hay que ver. Y seguí echando cuentas y, aunque Ford no ha estado ausente, han pasado nueve meses sin acercar una película suya a la escuela, desde agosto con Centauros del desierto. Y pensé que Ángeles -editora paciente y celosa archivera de esta bitácora- se refería a esa doble ausencia. Le pusimos remedio de inmediato a la una y ahora vamos a ponérselo a la otra. Vimos They Were Expendable.
En países francófonos titularon el filme Los sacrificados.
Aquí, No eran imprescindibles. Creo que "Carne de cañón" hubiera sido una traducción bien traída, porque el título original denota la condición de los personajes de la película: eran prescindibles. They Were Expendable habla de los días de la derrota de los USA frente a Japón en Filipinas, tras Pearl Harbor; de los hombres que fueron abandonados a su suerte, de un sacrificio inútil, de una inmolación sin sentido. La película empezó a rodarse en febrero de 1945, cuando la guerra en Europa iba camino de concluir pero la opinión pública americana se preguntaba por qué no daba acabado en el Pacífico; el rodaje se prolongó hasta el mes de mayo y, cuando se estrenó el 20 de diciembre, la guerra había terminado. They Were Expendable no celebra la victoria, sólo recuerda a los muertos; no canta la gloria de la guerra, levanta un memorial a la devastación de tantas pérdidas. Sin alzar la voz, en un tono documental, en clave casi íntima. De quien estuvo allí, de quien ha visto, de quien ya no podrá olvidar. Y sólo encuentra en los rituales funerarios la única forma de otorgar sentido a tantas muertes.
En el centro, Ford con la cámara en Midway
John Ford rodó con una cámara de 16 mm La batalla de Midway. Cuentan que, mientras filmaba el ataque aéreo sobre un depósito de agua al descubierto, les gritaba órdenes a los zeros japoneses para que ejecutaran las trayectorias requeridas con vistas a una composición dinámica de diagonales en el plano y que los maldecía cuando no obedecían sus indicaciones. Hay un momento en que la película salta, cuando una bomba de fragmentación estalla cerca; Ford resultó herido en un brazo (una herida similar a la del personaje de John Wayne en They Were Expendable) pero siguió filmando. Al mando de la Field Photo, la unidad de fotografía de la Oficina de Servicios Estratégicos, el cineasta recorrió los distintos frentes de la segunda guerra mundial en Extremo Oriente, norte de África y en Europa. Vivió el día D a bordo del destructor Plunket, que a las seis de la mañana echó el ancla frente a la playa de Omaha; unas horas después, en plena carnicería, Ford y sus cámaras de la Field Photo desembarcaron en un camión anfibio para filmar los combates. Y cuando las playas quedaron en manos de los aliados y comenzó la invasión, el cineasta acompañó a las tropas en Normandía. George Stevens, que rodará unas semanas después en Dachau las primeras imágenes en color de los campos de concentración (imágenes donde late la perplejidad de lo inesperado, cuando los cámaras se encontraron con lo inimaginable, todo aquel horror), contó su encuentro con Ford; Stevens, a cubierto tras un seto, y Ford de pie, contemplando la batalla. Claro que había puesta en escena en su comportamiento y el aquel de alimentar una leyenda, y también probablemente una temeridad que era una máscara del miedo, y el deseo de ganarse una medalla, y la necesidad imperiosa de ver. Había todo eso y más en el tipo contradictorio que era Ford.
En el centro, Ford en rodaje de They Were Expendable
Fue en los jornadas posteriores al día D, cuando Ford conoció personalmente al teniente Bulkeley, el héroe de guerra en el que se inspira el personaje de Robert Montgomery en They Were Expendable, un proyecto que ya le habían ofrecido un año antes pero que se resistía a aceptar (quizá porque se trataba de algo demasiado cercano a cuanto había presenciado), y navegando en su compañía en una de las lanchas torpederas que mandaba en el canal de la Mancha, pudo estudiar el comportamiento de aquel hombre bajo el fuego y tirarle de la lengua a propósito de la experiencia que había vivido tres años antes en Filipinas. Uno de los hombres de Bulkeley le contó a W. L. White, el autor del libro en que se basa el guión de la película, la situación que vivieron allí: "Supón que eres un sargento de ametralladores, que tu ejército se bate en retirada y el enemigo avanza. El capitán te pone al frente de una ametralladora para que cubras la carretera. Quédate aquí y mantén la posición, te dice. Cuánto tiempo, preguntas. Es igual, responde, tú mantén la posición. Así que no eres imprescindible... No te importa hasta que vuelves aquí, donde la gente pierde horas y días y a veces semanas, cuando has visto a tus amigos dar sus vidas para ganar unos minutos". Héroes a su pesar, tipos que hicieron lo que tenían que hacer. No importaba que la misión que les encomendaran fuera una estupidez y ellos carne de cañón. Sólo podían esperar la muerte y nada tenía sentido. Pero era su trabajo. Eran prescindibles. Por eso, la película no podía ser sino un réquiem. Una de las más bellas plegarias fúnebres de Ford, cuya obra tras la segunda guerra mundial figura amojonada de rituales funerarios. Quizá porque, después de ver lo que el vio, un hombre, como señaló Straub, aparte de los ritos, no tiene muchos medios para seguir adelante.
They Were Expendable forma parte de ese rosario de películas enhebradas por poemas de cine como Esplendor en la hierba o El espíritu de la colmena, filmes donde un poema cobra visos reveladores o vislumbres del misterio que envuelven las imágenes. Aquí Ford echa mano del Réquiem de Stevenson para que Rusty Ryan, encarnado por John Wayne, pronuncie el elogio fúnebre de dos compañeros, dos de esos hombres que eran prescindibles, y en ellos honrar a todos cuantos fueron sacrificados.
Y aunque en medio de la batalla, y en plena retirada, no hay tiempo para ceremonias solemnes, unos versos pueden valer por todo un funeral y consagrar la memoria de los muertos, el único poema que sabe Rusty Ryan, quizá porque lo aprendió en la escuela cuando era un niño y soñaba con el mar.
UNDER the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.
This be the verse you grave for me:
Here he lies where he longed to be;
Home is the sailor, home from sea,
And the hunter home from the hill.
Bajo el inmenso y estrellado cielo
cavad mi tumba y dejadme descansar.
Viví alegre y alegre muero,
y sólo pido un último deseo.
Que grabéis estos versos en mi tumba:
"Aquí yace donde quería estar;
el marinero, de vuelta del mar,
y el cazador de vuelta de la colina".
Y nada más Stevenson que ese viejo del astillero, encarnado por Russell Simpson (el Pa Joad de Las uvas de la ira), que se niega a abandonar su lugar en el mundo y se queda solo, con un rifle y un garrafón por única compañía, mientras suena Red River Valley. Nada más Ford, sobra decir.
Pero además del poema de Stevenson, They Were Expendable cobija también una de las más bellas, contenidas e intensas historias de amor que haya filmado Ford. Una historia pespuntada por unos cuantos momentos de pausa privilegiados, de ésos que, dejó dicho Bénard da Costa, (sólo) Ford tiene el secreto.
La historia de amor de Rusty y Sandy, la enfermera encarnada por Donna Reed, dura apenas diez minutos en la pantalla, pero nadie puede olvidarla y recordamos cada uno de sus preciosos momentos, como el de aquella cena maravillosamente iluminada por Joseph H. August (uno de los hombres de la Field Photo -herido también durante el rodaje de La batalla de Midway- en su última colaboración con Ford).
Cuentan que el cineasta se mostró desabrido con la actriz, como si quisiera hacerle saber que no pintaba nada en una película de hombres como They Were Expendable, o que sólo representaba uno de esos peajes que hay que pagar en una película de Hollywood. Pero Donna Reed convirtió aquella antipatía en una herramienta de trabajo, para dotar a Sandy de la fortaleza que requería una enfermera en medio del caos, la derrota y la muerte. Y se ganó el respeto de Ford. Pero quizá no lo supo hasta que llegó la hora de rodar aquella cena; en el último momento, cuando iba a filmar el plano en que Sandy se arregla ante un espejo antes de sentarse a la mesa con Rusty y compañía, el cineasta sacó del bolsillo un collar de perlas y se lo tendió a Donna Reed; no le dijo nada, sólo le puso el collar en las manos; era uno de esos talismanes que Ford se sacaba de la manga para conseguir determinada tonalidad emocional.
No, a la hora de la verdad, a un hombre sólo le quedan los rituales como refugio frente al absurdo, aunque en medio e la guerra cualquier ritual deviene apenas una frágil luz en las tinieblas.
Y suena a tregua.
Y sabe a despedida.
Y si a la hora de decir adiós, Ford echó mano de las palabras de Stevenson, nuestra mirada busca el cine de Ford. Para un réquiem. Cuando la memoria invoca la hora de la elegía.