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24/6/09
De vita beata
Stendhal ha logrado resumir una noche de amor en un punto y coma, le contó Giuseppe Tomasi di Lampedusa un día de 1955, a media tarde, a su alumno Francesco Orlando, durante una de las clases de literatura que le impartía graciosamente desde hacía dos años. En esa frase inolvidable se resumen dos de los talentos de Lampedusa: era un gran lector y un gran profesor, y aun más, un maestro. Ese maestro con el que sueñan todos los que han encontrado en el aquel de aprender uno de los grandes placeres que la vida. Yo hubiera querido tener un maestro como Lampedusa cuando, como Francesco Orlando, aún no había cumplido los veinte años. A estas alturas, envidio muy pocas cosas, por ejemplo a los que disfrutaron de grandes maestros, como a Esther Casal y a Miguel Cuña que recibieron el don del magisterio de Francisco R. Adrados, y cuando leo su maravilloso (y ya inencontrable) libro Fiesta, comedia y tragedia. Sobre los orígenes griegos del teatro, no puedo resistirme a imaginarlo en un aula, impartiendo una clase magistral e inolvidable, y casi es verdad. Lampedusa, por suerte, preparaba concienzuda y creo que también gozosamente sus clases, y gracias a esos cuadernos podemos disfrutar, al menos, de sus notas a través de las ediciones que se van vertiendo a cuentagotas. Hace ya veinte años, se publicó una bella edición (como todas las de la ya desaparecida editorial Trieste, de Valentín Zapatero y Andrés Trapiello) de Stendhal, un libro delicioso para todos los que amamos al autor de Rojo y negro. Ahora acaba de publicarse Shakespeare, editado por Nortesur, os dejó aquí la reseña que le dedicó Enrique Vila-Matas; he empezado a leerlo, a media tarde, como lo escuchaba Francesco Orlando, y si cierro lo ojos, casi lo escucho, como sucede con los maestros dignos de tal nombre.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa solía levantarse a las siete de la mañana en su casa de Vía Butera nº 42, en el barrio viejo, al este de Palermo, y eso de las ocho ya lo veían paseando por el Corso Vittorio Emmanuelle hacia el centro de la ciudad con una gastada bolsa de cuero al hombro llena de libros, en dirección a la Pasticceria del Massimo en Via Ruggero Settimo. Allí desayunaba, sin prisa, mientras leía uno de los libros que llevaba con él, y comía pastas y pasteles con delectación. Podía pasarse cuatro horas y leer una novela de Balzac de una sentada, y luego escribirle una carta a Licy, su mujer, una psicoanalista letona, que pasaba unos días en Roma: ¡Qué talento, Dios mío! Y no sólo de novelista, sino también de gran historiador. Antes de marchar, compraba una buena provisión de pastas y dulces que iba a parar a la bolsa de los libros, y se iba a alguna de las librerías que frecuentaba. Compraba libros que luego mandaba encuadernar, digamos que ésa era su única manía estrambótica. Como se sentía culpable por comprar tantos, se disculpaba con Licy: estaban de saldo. Y continuaba su deambular por los cafés, el Caflish o el Mazzara. Nunca faltaba en su bolsa algún tomito de Shakespeare, que le servía de consuelo tras un encuentro o una visión desagradable durante el camino, tampoco algún volumen de Proust o una novela de Simenon, al que consideraba de los pocos autores de novela policial con categoría literaria. Leía en inglés, francés, ruso, alemán y, por supuesto, en italiano, incluso llegó a aprender el castellano, y leyó a Calderón y a Góngora. Era un fumador empedernido (murió de cáncer de pulmón), tímido, taciturno y misántropo. Ofrecía una imagen que, según su alumno Francesco Orlando, resultaba difícil de olvidar: una figura corpulenta, aspecto desaliñado, ojos vivos y la bolsa de cuero atiborrada de libros. Por la noche, tres días por semana, solía ir al cine con Licy. En su diario anotaba la impresión que le había causado la película: bellisimo, mediocre, poético, y después de ver 20.000 leguas de viaje submarino anotó: spettacolare. Cuando no iban al cine, se quedaban en casa leyendo en voz alta poemas de Leopardi, fragmentos de Stendhal o de Shakespeare -el soneto 129 era su favorito-, y a veces discutían porque Licy prefería a Dostoievski y Giuseppe a Tolstoi. Me cae muy bien el amigo Lampedusa.
En enero de 1955 le diagnostican un enfisema, siente que no le queda mucho y la melancolía le empuja a escribir con verdadera urgencia. Hasta ese momento había escrito más de mil páginas sobre literatura inglesa y francesa pero no ficción. El ocho de febrero de 1956, cuando Orlando acude a clase, Lampedusa, con una sonrisa enigmática, le tendió un cuaderno de ejercicios y le pidió que empezase a leerlo. Y un sorprendido Orlando leyó el primer capítulo de la novela -el talento oculto, latente- que su maestro había terminado en secreto y que aún no tenía título, y se ofreció a mecanografiarla. En mayo, la novela mecanografiada ya tenía título, El Gatopardo. El resto es historia (de la literatura): el rechazo de Mondadori, los nuevos capítulos que escribe en los primeros meses de 1957, uno de ellos El baile, el nuevo rechazo de Einaudi de mano de Elio Vittorini, el 2 de julio, cuando, sometido a radiaciones, Lampedusa ya estaba muy enfermo. Murió el 23 de julio de 1957. Tenía sesenta años y no pudo ver publicada su novela, pero creo que se fue con el convencimiento (y el orgullo) de que había escrito un gran libro. El Gatopardo fue editada por Feltrinelli gracias a un informe favorable de Giorgio Bassani en noviembre de 1958. El mes que viene se cumplirán cincuenta años del primer reconocimiento que recibió la novela y Lampedusa con el Premio Strega, el premio de narrativa más importante de Italia. En 1960 ya sobrepasaba las cincuenta ediciones. Luchino Visconti la llevó al cine en 1963. Definitivamente, un gran tipo, Lampedusa, de vita beata.
Si os interesa la vida de Lampedusa (a él siempre le interesaron apasionadamente las vidas de los escritores), podéis leer El último Gatopardo. Vida de Giuseppe de Lampedusa de David Gilmour que editó Siruela. Javier Marías le dedica una semblanza biográfica en su jugoso libro Vidas escritas (hay una edición en bolsillo), creo que es el mejor libro del autor, bueno, el único que pude leer (entero y con gran placer).
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