Hay días que uno no tiene el cuerpo para novelas o películas, él animo remolonea caprichoso dejándose llevar por la pereza, enredándose en prosas breves, apenas una página que te lleva lejos aunque lejos sea aquí mismo, en un viaje inmóvil transportado por un aroma, un eco, una nota. Para esos días tengo siempre a mano libros en los que se recopilan artículos o columnas de periódico. Los de Chesterton, Orwell, Cunqueiro, Julio Camba, Indro Montanelli, Stevenson, Azorín, José Gutiérrez Solana o Andrés Trapiello. Cuántas veces he comprado el periódico sólo por un artículo, pongamos por caso cuando Ferrín publicaba el suyo en la página 2 del Faro de Vigo. O comprado El País, pero minutos después de leerlo ya sólo me acordaba de la columna de Arcadi Espada, Javier Cercas, Félix de Azúa o Enric González.
Ayer Pepe Coira, después de un día entrañable con amigos muy queridos, me puso en las manos Solo de flauta, una antología de los artículos de Carlos Casanova publicados en El Progreso entre 1998 y 2005, editada por TrisTram en 2005 con una cálida "puesta en página". He salpicado el domingo con la lectura feliz de algunos de esas colaboraciones semanales de treinta o cincuenta líneas. Llovía al otro lado de los ventanales y en el mudo oleaje se remansaba la mirada tras la lectura de una de esas piezas deliciosas de Carlos Casanova.
Mientras iba a comprar el pan, recordé una de las conversaciones de Eckermann con Goethe, cuando éste le recomienda que se guarde de una gran obra, limítese a tratar temas menores (...) Que no se diga que a la realidad le falta interés poético, pues es precisamente en ella donde el poeta se pone a prueba, demostrando tener el ingenio suficiente para sacarle una faceta interesante a un tema ordinario. Goethe no deja de insistir en que cualquier asunto por pequeño o concreto que sea sólo se volverá universal y poético caundo lo trate el poeta.
Y ése es el Carlos Casanova que emerge de las piezas reunidas en Solo de flauta, el poeta que mientras desgrana el tema ilumina una línea, un borde, un instante fugaz, pero manteniendo la necesaria penumbra, ésa en la que nos invita a entrar ya solos, cuando el texto acaba, sabedor que esa penumbra no es más que el prólogo de una sombra inagotable. Una librería o un molino que cierran sus puertas, las iglesias visigóticas, Lisboa, las tierras de Castilla, la feria, una película, un libro, un cuadro, una exposición, la guerra de Irak, Shakespeare, Chejov o Poe. Cualquier esquirla de la realidad deviene pretexto para alumbrar el poso de una experiencia y enhebrar el dibujo de la prosa con el hilo de la memoria. Un hilo que desovilla nuestros recuerdos como quien descubre pétalos secos en libro olvidado y nos devuelve extraviadas fragancias de tiempos perdidos, el bagazo melancólico del aquel de vivir.
A veces, una columna nos golpea con la fuerza de las metáforas que nacen de la yuxtaposición de dos imágenes distantes, cuando Carlos Casanova convierte a una en piel de la otra y a ésta en lluvia de aquélla, como en la magistral Mitch; o consigue iluminar los abismos de Macbeth, su obra favorita; o reflexiona con levedad y hondura sobre la necesidad de la ficción de terror en el corazón de la noche de los niños, en La caseta del terror; o traza una lúdica y surreal odisea de cronopio en Turismo doméstico. Percibimos su amor por la música, por Vermeer, los ríos, el cine de Jean Renoir y el soneto 128 de Shakespere.
Pero si hay algo que me encantó desde las primeras páginas de Solo de flauta fue el latido de la memoria, el peso destilado del pasado, el tiempo decantado en la escritura. En cada texto, Carlos Casanova alambica las experiencias fundadoras de la sensibilidad, como sólo un poeta es capaz de embalsamar los detellos de una danza de los orígenes sobre un telón oscuro que pone entre paréntesis definitivos el tiempo que vivimos. No sé ustedes: yo me miro de vez en cuando en el espejo, con una foto de antaño en la mano, y compruebo qué ha quedado en mi alma y en mi rostro de aquel rostro y de aquel alma. Caricatura de entonces, sólo es importante lo que de entonces permanece, leemos al final de Sueños y ensueños. Carlos Casanova pespunta la escritura con el hilo de la infancia que nos lleva de vuelta al tiempo de las cerezas.