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29/6/14
La porfía del rojo rothko
Rothko no pintaba lo visible. Pintaba los adentros. Transportes para la mirada. Veredas de lo invisible. Pintaba ventanas para el alma. Umbrales de lo innombrable.
El artista no podía imaginar nada más íntimo. Así que empezó a dictar cómo debían contemplarse. Y aun quiénes habían de verlas. En ¿Qué estás mirando? de Will Gompertz (un libro que me recomendó hace unas semanas el amigo Gonzalo) leo cómo Marjorie y Duncan Phillips, coleccionistas que contaban con el beneplácito de Rothko, construyeron un cuarto para sus cuadros, a modo de sagrario de silencio para ver, pongamos por caso esta pintura de 1954, Ocre (Ocre, rojo sobre rojo).
Al pintor le encantó aquel espacio de recogimiento; con todo, retocó la iluminación y les recomendó desnudar la habitación de cualquier mueble, dejando apenas un banco como asiento. Por lo visto, sentía una profunda responsabilidad por la vida que sus obras llevaran en el mundo. En el cuarto de los Phillips, sus cuadros devenían una experiencia (¿religiosa?) y quizá llegó a pensar que la pintura no era suficiente, debía crear un cobijo para verla, para vivirla. (Diez años después de aquel Ocre, otra pareja de coleccionistas le propuso pintar los cuadros para una capilla en Houston. La Capilla Rothko se inauguró en 1971; no se celebra en ella liturgia alguna, pero ¿quién puede dudar de que se trata de un espacio sagrado, en el sentido más profundo y primordial?)
Hace un par de meses leí en Autobiografía sin vida de Félix de Azúa que Rothko usaba pigmentos de mala calidad, el célebre rojo Lithol, un colorante sintético que ha destruido ya y va a destruir la mayor parte de las obras importantes del artista. Esos objetos llevan incluido su propio suicidio y con la dignidad de los derrotados se irán convirtiendo en polvo por mucho que se esfuercen los restauradores por evitar la caída del pigmento. En algunos casos los comisarios ordenan repintar con nuevos pigmentos los rothkos, sin decir ni pío. Y siguen siendo «rothkos» aunque no haya en ellos ni una sola pincelada del autor.
Lo confieso. Me dolió. Luego me confundió. Y al final me quedó un regusto a ceniza en el cielo del paladar. (Y siguen siendo«rothkos»...) Y en el ánimo, ahora que lo escribo, aflora el pronto de indultar a tipos "emprendedores" como un tal Bergantiños -de Parga, Lugo, sin ir más lejos-, que ("presuntamente" y cómplices mediante) le "colocó" un rothko -Untitled (Orange, Red and Blue), tal cual- a un ricachón dueño de casinos en las Vegas por más de cinco millones de euros (apenas un episodio de la novela -de sesenta millones- que tramaron con falsificaciones de los expresionistas abstractos americanos: sus rothko, sus pollok, sus de kooning...); un rothko pintado ("presuntamente") por un chino que hace unos años vendía sus cuadros en una esquina de Manhattan (¿acaso en la trama del "agudo" gallego hacían otra cosa con los rothko que "repintarlos"?).
Entonces lees el párrafo siguiente hilvanado por Azúa, y -aun con todo su desgarro- alivia, como un bálsamo, o una plegaria:
Rothko sin duda estaba dando figura a una tragedia, pero tan íntima, tan única, que paraliza al espectador como si asistiera a un sacrificio ritual cuyo sentido ha sido olvidado hace siglos. Allí están los signos de las reses o de los humanos desangrados para implorar la benevolencia de un dios, pero ya nadie sabe quién es ese dios, ni cómo se llama, ni lo que exige de nosotros. Lo único evidente es que la res, humana o animal, ha muerto ejecutada en una estación vacía en la que sólo percibimos el estruendo de las máquinas. Esa pintura expone los sentimientos de un humano abandonado que, sin embargo, insiste en apelar al sacrificio por si aún permaneciera el animal fraterno, el dios o parte del mismo, en alguna estancia, y no simplemente su tumba vacía. Esa desesperada tentativa es todo lo que transmite el colosal cuadro de Rothko.
Y ya el párrafo que abrocha el episodio rojo Lithol venía, como aquél que dice, cuesta abajo; tan doliente como inevitable:
Finalmente y con extrema coherencia, él mismo sería la res sacrificada en 1970, último y determinante tanteo para obligar al dios a una respuesta. Rothko encarnó simultáneamente a Abraham y a Jacob. Empuñó una afilada navaja, debió de alzarla hacia el cielo, esperó seguramente un instante (es lo que Kierkegaard llamaba «el silencio de Abraham»), no apareció ángel alguno, y entonces abrió las venas de Abraham y Jacob con tanta violencia que el charco de sangre donde le encontraron coincidía en superficie con alguna de sus enormes pinturas, ocho pies por seis, según el crítico de The Guardian Jonathan Jones, 'a color field', en la jerga de los expertos. Un último Rothko pintado con la sangre de Rothko. Sus cuadros irán suicidándose por orden, parsimoniosamente.
Y uno de pregunta si, cuando se suicidó, Rothko sabía del suicidio (sólo aplazado) de sus pinturas. Y de la derrota fatal en la porfía del rojo.
26/1/14
El faro del fantasma
El domingo se despertó con luz fosca y un velo de orballo. Fue ponerle los ojos encima y decretar Ángeles que era un día perfecto para quedarse en casa leyendo. Así que uno echa mano de los artículos de El País que va espigando de la edición digital entre semana e imprime para leerlos cuando cuadra, pongamos por caso un domingo con luz fosca y un velo de orballo. Y en eso se fue la mañana, hasta consumar un montaje -un corta y pega, vamos- benjaminiano. Veréis. El pasado miércoles Félix de Azúa publicó un artículo a propósito de la reciente edición (en un nueva versión, obra del poeta Juan Barja) de la primera parte de la Obra de los pasajes de Walter Benjamin; una nueva versión también del título, hasta ahora conocido como el Libro de los pasajes. Y bien está, considerando que se trata de una obra inacabada, un work in progress, en el que Benjamin llevaba trabajando doce o trece años, un montón de papeles guardados en una maleta (al cuidado de Georges Bataille) cuando su autor tuvo que salir pitando de París huyendo de los nazis, y definitivamente abandonados cuando el errante W. B. se suicidó en el cuarto de un hotel de Port Bou en 1940.
Una de las imágenes (de escritores) que prefiero:
Walter Benjamin debruzado en sus Pasajes
en la Biblioteca Nacional de París ¿en 1939?
(Fotografía de Gisèle Freund.)
Corto y pego los dos últimos párrafos del iluminador artículo de Félix de Azúa:
Un inserto. Para Benjamin una imagen es el lugar donde el antaño se encuentra con el ahora, en una fulguración, para formar una constelación nueva. Una idea que puede verse también como una iluminación del montaje (fílmico) como herramienta -godardiana avant la lettre- para alumbrar el cine como una forma que piensa. No tiene nada de extraño que los Pasajes cobren visos de un experimento de montaje (textual) cuyos hilvanes desprenden imágenes como centellas.
En nuestro firmamento brillan miríadas de estrellas -remata Azúa-, pero muchas de ellas sabemos que ya han muerto y hasta nosotros solo llega su fantasma. Lo mismo sucede con las obras de arte, con la particularidad de que incluso las muertas y fantasmagóricas permiten a los buenos marineros navegar por el mar de la existencia.
Tiene su aquel esa imaginería marinera que abrocha los comentarios de Azúa sobre Benjamin. Me sonaba y encontré en un cuaderno de hace unos tres años otro artículo suyo sobre el autor de los Pasajes que se cierra con un navío del siglo XXI, dejando atrás el muelle donde nos dicen adiós los viejos filósofos del siglo XX que van empequeñeciendo, salvo uno, que crece más y más mientras nos alejamos, el errante W. B., que acaba de perder el cuaderno en la estela del navío donde anotaba vete a saber qué. El faro del fantasma.
Leo también un artículo de José Luis Pardo, fechado hace tres semanas, sobre la sospecha de despilfarro diseminada por los poderes públicos hacia las cosas de la cultura, como si la filosofía, el cine, la música, en fin, el arte, la cultura... fueran, no sólo un lujo prescindible, sino también actividades parásitas y, por subsidiadas, aun culpables de la penuria que nos aprieta. (Qué curiosa -e iluminadora- circunstancia, apunta Ángeles, que esa ola de sospecha no alcance a la industria automovilística, por poner sólo un ejemplo, incomparablemente subvencionada.) Un artículo donde trae muy a cuento los ensayos de Benjamin sobre Baudelaire, un hilo rojo que pespunta las imágenes del capitalismo (un hilo cardinal también de los Pasajes), un modo de producción que genera residuos y ruinas por doquier, y donde el poeta, el filósofo, el escritor... devienen sin remedio traperos de la Historia -trapero benjaminiano (entre las ruinas del cine) también Godard en sus Histoire(s)-; un modo de producción que representa el menoscabo de la experiencia humana y, a la par, la desaparición del arte de contar, como evoca Benjamin en El narrador, uno de sus más bellos ensayos, del que traigo -otra vez (y otra vez corto y pego)- apenas un párrafo:
Relatar historias es el arte de saber seguir contándolas, y se pierde cuando las historias dejan de ser memorizadas. Se pierde porque ya no se hila ni se teje en el telar, mientras se las escucha. Cuanto más olvidado de sí mismo esté el oyente, tanto más profundamente se acuñará lo oído en él. Si se encuentra sujeto al ritmo de un trabajo, presta oídos a la historia de tal manera que luego adquiere de por sí el arte de volver a relatarlo. Así, pues, está tejida la red de donde proviene el don del narrador. Esa red se desata hoy por todos los cabos, mientras que durante milenios fue una y otra vez anudada en el círculo en que se cumplía un trabajo artesanal. (…) El hombre de hoy ya no trabaja sino en aquello que puede hacerse más rápido.
Corto y pego entonces un fragmento del último párrafo del texto de José Luis Pardo que, guiándose con la iluminación de Benjamin sobre Baudelaire, pinta el retrato del artista moderno, acechando una rendija de claridad en los escombros...
Baudelaire en 1860.
(Fotografía coloreada de Nadar.)
Cuando Walter Benjamin estudió a Baudelaire (...), situó su perfil en el contexto del fenómeno que mejor define la vida contemporánea, el de un empobrecimiento de la experiencia, una nueva forma de pobreza que los antiguos no conocieron y que interrumpe la continuidad entre las generaciones del mismo modo que el filo de las agujas del reloj mecánico corta el tiempo en esos instantes inconexos y desleídos que trituran las biografías de los trabajadores industriales, más pobres cuanta más riqueza producen. Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica.
No, esas iluminaciones no engrasan la maquinaria social ni mejoran la renta per capita, honran apenas el fuego recóndito de lo humano que aun arde en los adentros y amojonan esa frontera de la lógica capitalista más allá de la cual una vida digna resultaría inviable. Cuesta imaginar -comentó Félix de Azúa en otro lugar- un escenario peor que aquella Europa de 1940 para un judío, un expatriado, un hombre de izquierdas (de esa izquierda que, antes se decía, tenía coraje para pensar), en fin, para un tipo como Walter Benjamin. Aquel hombre de la fotografía de Gisèle Freund, abstraído en sus papeles, cobijaba una frágil candela en la noche de los tiempos. Tres cuartos de siglo después aún nos alumbra el faro del fantasma.
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6/2/13
Una fábula sobre el artista
Le recomendé El festín de Babette a un sobrino que estudia para cocinero -y le gusta el oficio- para que vea lo que la cocina puede hacer por nuestras almas (y que comer es algo más que alimentarse), pero también para que le llegaran siquiera vislumbres de lo que significa ser un artista (y de lo que un artista puede hacer por nosotros). Digamos que la película me servía de fábula, como la historia de los narradores en los trenes de los campos a Félix de Azúa para la entrada artista en el Diccionario de las Artes. No sé si (el sobrino) me hizo caso. Pero a uno se le avivaron las ganas de verla otra vez. No le había puesto los ojos encima desde que se estrenó aquí hace un cuarto de siglo ya. Llegaba con el óscar de 1988 a la mejor película extranjera y el Premio Especial del Jurado del festival de Cannes del año anterior. Y al rebufo del cañonazo de Memorias de África (1985) de Sidney Pollack, otra adaptación de Isak Dinesen (seudónimo de Karen Bixen, nombre que aparece en el crédito correspondiente al título en El festín de Babette).
Y aunque nos gustó la película, no sentí la necesidad -ni la curiosidad- de leer el relato; supuse que habíamos visto una adaptación fiel tratándose de un cineasta danés -Gabriel Axel (que rueda la película con sobriedad clásica)- llevando a la pantalla la obra de una gloria nacional. Así que este domingo volvimos a verla, sólo que antes leí el cuento de Isak Dinesen -El banquete de Babette (en Anécdotas del destino: incluye también La historia inmortal, que llevó al cine Orson Welles)-, traducido por Francisco Torres Oliver; prefiero "Cosas del destino" como título del libro, y "banquete" a "festín", y "cena" a "banquete": "La cena de Babette" (como se titula el antepenúltimo capítulo de los doce en que se articula el cuento) hubiera sido un justo -y preciso- título para el relato y la película; por lo demás, la traducción resulta impecable. Y al leer El banquete de Babette me llevé una sorpresa.
Antes de nada, El festín de Babette es una buena película, pero el cuento -de poco más de cuarenta páginas- es magnífico. Isak Dinesen -o Karen Blixen- tiene ese genio admirable de transfigurar una historia en un cuento maravilloso; en los dos sentidos: está maravillosamente escrito y destila maravillas; que a menudo sus cuentos empiecen con las palabras "había una vez" no es condición suficiente -sobra decirlo- aunque algo ayuda. En cuanto a la adaptación cinematográfica, confirmamos que Gabriel Axel, que firma también el guión, quiere llevar el cuento a la pantalla de forma fiel -y respetuosa-, hasta el punto de conservar la estructura tanto en el entramado del desarrollo del relato como en el tejido interno de los incidentes: no hay ninguna situación que veamos en la película que no la leamos en el cuento.
Stéphane Audran, como Babette,
en el estudio de Isak Dinesen
(en la casa-museo de Karen Blixen)
(en la casa-museo de Karen Blixen)
En ese despliegue tan fiel del tapiz narrativo Axel introduce algunos cambios menores. El más aparente, el cambio de localización: el cuento de Isak Dinesen acontece en Berlevaag, la aldea que da nombre a un fiordo noruego (o al revés) y parece de juguete, una construcción de pequeños tacos de madera pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros colores; las hermanas del relato -Martine y Philippa-, que cobijan a Babette viven en una de esas casas amarillas. En la película, se trata de una aldea de Jutlandia, en Dinamarca; perdemos los visos de pueblo de cuento que se desprenden de la descripción de la escritora, pero supongo que reducían costes.
De más calado resulta la decisión de convertir a las hermanas en unas ancianas. En el cuento, Babette es mayor que ellas, como mucho unas cuarentonas a las que la comunidad de puritanos -estos sí, viejos- considera como unas hijas. Una decisión difícil de entender en la medida en que atenúa el sacrificio que representa la soltería elegida por las hermanas (en especial para Philippa, con dotes excepcionales para el canto, otra artista) para dedicarse a los pobres y a su comunidad religiosa, continuando la labor de su padre, el pastor, ya fallecido (la cena de Babette coincide con la celebración del centenario del nacimiento del pastor). En todo caso cabe admitir que ese cambio en la edad no daña la película.
Un tercer cambio tiene que ver con la secuencia de la cena y, más concretamente, con la gracia que llueve sobre aquellos viejos puritanos: se perdonan las afrentas, lavan las culpas, se reconcilian... En la película, esa bendición que se derrama sobre sus vidas -sobre sus conciencias- acontece en la mesa misma donde han disfrutado de la cocina de Babette, aunque sin ser conscientes del arte que se destilaba en ellos; en el cuento, sucedía cuando ya habían abandonado la casa de las hermanas e iban por los caminos, un tanto achispados, una distancia con la que Isak Dinesen desliza sutilmente que en absoluto relacionan el placer de aquellos platos con el bienestar espiritual que los embarga.
Pero la decisión que en verdad afecta a la lectura de la película -y a la mirada que construye-, resta hondura -y complejidad- al personaje -y al discurso- de Babette, y menoscaba la fábula sobre el artista que encierra el cuento de Isak Dinesen -el último capítulo lleva por título La gran artista-, deriva de la decisión de eliminar un rasgo revelador de la historia de la cocinera, de su vida, de su visión del mundo. En el cuento, Babette combatió en las barricadas de la Comuna de París: fue una communard -o sea, una comunera-, con conciencia de causa -y de clase-, luchando contra la injusticia y por la liberación de los oprimidos; de hecho, llega a la aldea huyendo de la represión, cuando su marido y su hijo han sido fusilados: Sí, fui una communard -les dice en el desenlace del cuento a las hermanas-. Gracias a Dios fui una communnard! (...) Gracias a Dios he estado en las barricadas; ¡cargaba el fusil de mis hombres! Este pasado de Babette que debería haber aflorado en la película no representa sólo espesor biográfico sino que aportaba un filo trágico a la condición de artista de Babette -no otro es el corazón del relato, tanto del cuento como de la película-, porque esa artista siente la pérdida de aquellos contra los que combatió en las barrricadas de la Comuna, aun al general Galliffet, que mandó fusilar a sus hombres; aquellos príncipes, duques, los generales -la flor y nata de la clase explotadora- eran quienes podían comprender la gran artista que soy. Yo podía hacerles felices. Y por eso sentía aquellas gentes como suyas. Y como ya no están (los que podían valorarla como artista), por eso gasta cuanto tiene en su última obra de arte y se queda en la aldea con las hermanas. Y sobre esa pérdida resuena su orgullo herido: Una gran artista nunca es pobre; una resonancia que en la película queda atenuada.
En la película apenas si hay algunas huellas sutiles, pero insuficientes, de ese dolor que germina en la imposibilidad de hacer aquello que mejor sabe hacer; por eso deja que el general que asiste a la cena beba cuanto quiera -está acostumbrado y sabe beber-, al contrario que los puritanos, a los que tasa las copas de vino para que no se emborrachen y puedan seguir disfrutando de la comida, porque ni están acostumbrados ni saben beber. Ese general -un invitado de última hora- es el único que sabe apreciar la calidad de la cena que sirven esa noche en casa de las hermanas, que sabe valorar el arte de esos platos que reconcilian el cuerpo con el alma, que valora a la cocinera como artista. Y quizá el cochero que ha guiado el carruaje en que han venido el general y su tía llega a vislumbrar -más con el corazón que con la cabeza- el milagro del que es testigo en la cocina, el único de los de abajo que nunca olvidará esa noche aunque no sabría desgranar las razones que se le quedan en la garganta con el aire de un misterio gozoso. (Pero el cine hace falta justamente, como dice Godard, para las palabras que se quedan en la garganta.)
Cuando las hermanas se enteran de que Babette se quedó sin nada al gastar en la cena los diez mil francos que había ganado con la lotería (ese billete que representaba ya su único vínculo material con su pasado) -es lo que cuesta una cena para doce personas en el Café Anglais de Paris (donde ella fue cocinera)-, se apenan: Querida Babette, no ha debido desprenderse de cuanto tenía por nosotras. Y en la réplica de Babette advertimos otro cambio significativo entre el cuento y la película. En ésta escuchamos: No lo hice sólo por ustedes. En aquél... Vale la pena traer aquí el párrafo:
Babette dirigió a su señora una mirada profunda, una mirada extraña. ¿No había piedad, incluso burla, en el fondo de aquella mirada?
-Por ustedes -replicó-. No. Ha sido por mí.
Porque necesitaba hacer, quizá por última vez, lo que mejor sabía hacer. Una obra de arte. Porque era una gran artista. Cuando en el cuento Philippa abraza a Babette para consolarla, sintió el cuerpo de la cocinera contra el suyo como un monumento de mármol... Hay un abismo entre ambas mujeres, no hay comparación entre el sacrificio de una y otra artista; Philippa espera el Paraíso, para Babette -he ahí la tragedia- no hay paraíso que valga. En la película, Babette responde al abrazo de Philippa, y la escena desprende una sensación de alivio a la amargura que asomaba y aun amenazaba con cuajar en el The End. ¿Era esa amargura, ese desconsuelo final, lo que temía el director y guionista de El festín de Babette? Lástima.
A nosotros nos consuela la fábula sobre el artista que cobija el maravilloso cuento de Isak Dinesen.
3/2/13
Avatares de la mirada (Rothko en Ribeira)
Cada color cambia del todo en otras cosas, decía Lucrecio. ¿Qué colores ven estos hombres de la mar cuando pintan las dornas? ¿Qué ven en esos colores? ¿Tienen esos colores forma de dorna? ¿Cabría decir que los colores cobran visos de verdad en la forma de las cosas? ¿O que las cosas devienen formas gracias a los colores? ¿Qué miraría Rothko si se pasara por el malecón de Ribeira?
Cuando leí hace casi veinte años el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa, la entrada sobre el color me resultó de las más jugosas. Contaba que los artesanos del tinte eran un gremio mal considerado y excluido de la ciudad medieval no sólo por los hedores de la producción sino por los materiales que manejaban: hacían la ronda de las tabernas recogiendo en ligeras vasijas de barro la orina de los borrachos para decantar los pigmentos de óxido y naranja que requerían los paños más caros. (Ah, aquellos amarillos tostados de las cervezas de las abadías.) Contaba que el carmesí es el tinte que se obtiene del kermés lidio (coccus ilicis), un insecto, y que el púrpura se consigue machacando cefalópodos fenicios (murex trunculus). En realidad, decía, no hay colores: hay vicisitudes de los colores, pues cada uno de ellos tiene su propia biografía. Más que una biografía diríase que cada color viene con su cuento a cuestas. Como el cuento del pullus, un color difunto, desaparecido en la noche de los tiempos, y que al parecer correspondía al resplandor del lomo en las liebres huidizas. También las dornas vienen (y van) con su cuento (y cuentas) de colores.
Cada vez que le preguntaba al maestro por el nombre de un color evitaba mencionar un pigmento concreto. Y aun menos cuando le señalaba esta mancha o aquel trazo en alguna obra suya. Ni siquiera cuando me hablaba (tan conmovido) de la Capilla de Rothko o de aquel lienzo de rojo y negro.
Entonces cambié de táctica y traía a colación una de las cartas de Van Gogh con apuntes, pongamos por caso, sobre unas viñas que acaba de pintar: son verdes, púrpuras, amarillas, con racimos violetas y sarmientos negros y anaranjados. Lo mismo daba. Me hablaba de los sentimientos que alentaban, de los latidos que envolvían, de las resonancias que cobijaban. Hasta aquellos días -meses- en que lo enredé en la dirección artística de una película y empezó a hacer dibujos de las escenas y a sugerirme un rojo aquí, un verde allí, un destello amarillo sobre el marco de un espejo, un escote negro, un hilo de plata, una mancha rosa... Porque, de alguna forma (y por mi culpa), viajaba de los sentimientos al pigmento, por así decir. Pero sólo es un decir, claro. Y uno podía evocar esos colores en las pinturas y películas de las que habíamos hablado durante todos los años pasados...
Y así nos pasábamos horas yendo y viniendo entre los bocetos y los armónicos que despertaban. Como si los colores no estuvieran en el lienzo o en el celuloide sino en tránsito, como si viajaran en la memoria, en el aquel de mirar. De hecho, es así como están; es así como se forman. Como figuras de la mirada. Como ese vinoso mar de la Odisea, que suena a color emanado en el curso de la navegación en la nave negra de Ulises. Aún recuerdo como si fuera ayer la sorpresa mayúscula cuando leí por primera vez en la Odisea que el mar de los griegos no era azul sino del color del vino. Entonces no sabía que los colores no se nombran, se inventan. Que un color es un avatar de la mirada. Y si se nombran no ha de buscarse en ellos las precisión material sino una suerte de temperatura anímica. El color no es una ventana a lo real sino a lo surreal. (Qué razón tiene Sam Fuller en El estado de las cosas de Wenders. La vida es en color pero el blanco y negro es más realista.) Inventar colores es uno de los avatares del pintor o del cineasta. Avatares de cuentistas.
Brusatin en su Historia de los colores (donde leí que los bretones acostumbraban a pintarse el cuerpo de un azul oscuro, extraído de la planta del glasto, para aparecer terribles en las batallas, como ejércitos espectrales, decía Tácito) señaló que todos los sabios con talento filosófico han observado los colores con desconfianza porque encarnan las leyes de la mutación, de la novedad, de la seducción, lo imprevisto del fenómeno contrariante y del destino efímero. Asomarse al color venía a ser como abocarse al abismo.
Quizá por esa naturaleza mutante a Wittgenstein le asombraba que un asunto tan misterioso como el color hubiera sido tan desdeñado por la filosofía; las Observaciones sobre los colores fue su último trabajo y tomaba notas sobre el tema cuando murió el 29 de abril de 1951; en palabras de Félix de Azúa, el color se le presentaba como el mejor ejemplo de su teoría de los juegos lingüísticos. Cómo no se me ocurrió, cuando lo del vinoso mar, que un color era un juego del lenguaje... Lástima. Cuánto me habría gustado saber de niño que el azul ultramarino no es el color de mar adentro (del mar de fóra que dicen por estos finisterres), sino el que viene de ultramar, de la India: el lapislázuli. Avatares del color. Cuentos.
Cuando leí hace casi veinte años el Diccionario de las Artes de Félix de Azúa, la entrada sobre el color me resultó de las más jugosas. Contaba que los artesanos del tinte eran un gremio mal considerado y excluido de la ciudad medieval no sólo por los hedores de la producción sino por los materiales que manejaban: hacían la ronda de las tabernas recogiendo en ligeras vasijas de barro la orina de los borrachos para decantar los pigmentos de óxido y naranja que requerían los paños más caros. (Ah, aquellos amarillos tostados de las cervezas de las abadías.) Contaba que el carmesí es el tinte que se obtiene del kermés lidio (coccus ilicis), un insecto, y que el púrpura se consigue machacando cefalópodos fenicios (murex trunculus). En realidad, decía, no hay colores: hay vicisitudes de los colores, pues cada uno de ellos tiene su propia biografía. Más que una biografía diríase que cada color viene con su cuento a cuestas. Como el cuento del pullus, un color difunto, desaparecido en la noche de los tiempos, y que al parecer correspondía al resplandor del lomo en las liebres huidizas. También las dornas vienen (y van) con su cuento (y cuentas) de colores.
Light Red Over Black, 1957
de Mark Rothko
Brusatin en su Historia de los colores (donde leí que los bretones acostumbraban a pintarse el cuerpo de un azul oscuro, extraído de la planta del glasto, para aparecer terribles en las batallas, como ejércitos espectrales, decía Tácito) señaló que todos los sabios con talento filosófico han observado los colores con desconfianza porque encarnan las leyes de la mutación, de la novedad, de la seducción, lo imprevisto del fenómeno contrariante y del destino efímero. Asomarse al color venía a ser como abocarse al abismo.
Quizá por esa naturaleza mutante a Wittgenstein le asombraba que un asunto tan misterioso como el color hubiera sido tan desdeñado por la filosofía; las Observaciones sobre los colores fue su último trabajo y tomaba notas sobre el tema cuando murió el 29 de abril de 1951; en palabras de Félix de Azúa, el color se le presentaba como el mejor ejemplo de su teoría de los juegos lingüísticos. Cómo no se me ocurrió, cuando lo del vinoso mar, que un color era un juego del lenguaje... Lástima. Cuánto me habría gustado saber de niño que el azul ultramarino no es el color de mar adentro (del mar de fóra que dicen por estos finisterres), sino el que viene de ultramar, de la India: el lapislázuli. Avatares del color. Cuentos.
11/11/12
Lo insólito
He vuelto estos días a La saga/fuga de J. B. La primera edición data de hace cuarenta años. Dicen, y supongo que es verdad -sin dejar de ser insólito-, que año y medio después de su publicación -más o menos en 1973 por estas fechas- se llevaban vendidos cuatro mil ejemplares y se preparaba una segunda edición. Para hacerse una idea cabal de la cifra basta señalar que de sus obras anteriores apenas se habían vendido unos cientos, pongamos por caso de su Don Juan: aquella indiferencia con que fue acogida -quizá su obra más querida- no sólo le dolió sino que lo empujó a aceptar la invitación para impartir un curso de literatura en la universidad de Albany.
Torrente Ballester emigró a América a mediados de los sesenta por despecho literario, porque sentía que aquí no tenía sitio como escritor, justo cuando -aquí- había encontrado el lugar perfecto para escribir, en una casa con vistas al río Lérez: un abuhardillado donde montó su estudio con visos de camarote de bergantín, abierto a la ría, propicio para que lo colmaran ocasos y vendavales. En Pontevedra, donde ejercía de profesor en el instituto femenino, germinó La saga/fuga y ensoñó Castroforte del Baralla, y en ese estudio -corazón de su nostalgia de la ciudad- escribió el capítulo tercero, Scherzo y Fuga (probablemente durante unas vacaciones en sus años americanos), que comienza así: Ese día, o más bien esa noche, me encontré con que yo ya no era quien solía, sino yo mismo.
Torrente Ballester, fotógrafo. (Fotografía de Colita.)
Conocí a Torrente Ballester, de vuelta de América, cuando La saga-fuga de J. B. llevaba un par de años en las librerías, pero sólo había leído Los gozos y las sombras -y era de los pocos entonces, porque esa trilogía sólo se vendió gracias a la popularidad de la serie estrenada en 1982 (cómo olvidar aquella Clara Aldán encarnada por Charo López)-. Después de aquel encuentro, lo primero que hice fue ir a una librería a por La saga/fuga y leer aquellas páginas como si él me hablara, como si continuara escuchando su voz.
A Torrente Ballester le debo a Pessoa, es de esas deudas memorables, la de los descubrimientos cardinales. Le debo también la lección del humor como un asunto mayor de la literatura. Y releer el Quijote como si fuera la primera vez. Hubo otras lecciones, pero ésas fueron las primordiales. Recuerdo que le preguntaban -a propósito de La saga/fuga- por Cien años de soledad que se había publicado unos años antes y -lo estoy viendo- apenas podía disimular cuánto le enojaba la referencia, sobre todo de quienes saltaba a la vista que no habían leído su novela y quizá tampoco la de García Márquez. Y no digamos cuando sacaban a colación el realismo mágico quienes no debían saber del Félix Muriel y a Cunqueiro sólo lo conocían por el forro. En fin, que sigue pareciéndome inverosímil que fuera precisamente La saga/fuga la primera novela suya que se convirtió en un éxito, no por minoritario menos relevante. Me gustó mucho saber que Borges, a otra pregunta tópica de un periodista íbero sobre Cien años de soledad, comentó que no entendía tanto interés por ese libro cuando tenían mucho más a mano La saga/fuga de Torrente Ballester, que es una novela excepcional.
No resisto la tentación de citar unas cuantas líneas del informe del censor sobre la novela: De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Y se explica: Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto. El diagnóstico no puede ser más esclarecedor: Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. Y añade esta perla cultivada: Se propone se aplique el silencio administrativo. Algo así merecería figurar en La saga/fuga y quién sabe si Torrente no se sintió alguna vez tentado de enhebrarlo en alguna figuración de J. B.
(Fotografía de Chema Conesa.)
Lástima que entonces sólo le pregunté sobre la literatura, si fuera hoy le hubiera tirado de la lengua sobre el cine. Cada vez que volvía de Albany aprovechaba para ver alguna película en Nueva York: el Satyricon de Fellini, una vez; El discreto encanto de la burguesía de Buñuel, la última. No sé si le gustaban los fantasmas del cine, pero hubo una casa de fantasmas que le marcó para siempre y devino la matriz de su literatura, la casa de su abuela en Serantes, una casa grande, destartalada, llena de muebles hermosos y desvencijados, de puertas y ventanas con vida propia; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de los pasos quedos de todos los fantasmas... animados en el teatro de sombras que despierta una palmatoria temblorosa en la mano de un niño caminando por un pasillo en la noche oscura.
Pero si finalmente ya no hace falta reivindicar la imaginación y el humor en Torrente Ballester, suele olvidarse -o no se recuerda o valora lo suficiente- el erotismo que destilan sus obras. Tan cegato para tantas cosas con los años, hasta para leer -quizá el menoscabo más doloroso para un lector empedernido como él-, nunca le faltó la vista para ponerle los ojos encima a las mujeres hermosas. No faltan los testimonios. Os dejo el de Félix de Azúa, quizá el más gozoso:
Un viejo glorioso
Uno de ellos, personaje descomunal que ahora no quiero nombrar, había citado también allí al hijo de un hermano suyo que vivía desde hacía décadas en Extremo Oriente y a quien no había vuelto a ver. Tampoco su sobrino le había visto nunca, desde una lejana visita al cumplir los tres años, cuando se despidieron de la familia antes de emprender el gran viaje al Este.
Torrente llegó muy puntual, muy contento, muy bien colocado detrás de sus enormes gafas de megamiope. Lo cierto es que en una primera impresión, a don Gonzalo, que era delgado como un alambre, sólo se le veían las gafas, dos colosales rosetones semiopacos, tras los cuales vivía el literato.
Fue muy amable con todos y procedió a contar dos anécdotas encadenadas, realmente jocosas y bien narradas, aunque no acabé de entenderlas porque me distraía verle consultar la carta, operación que duró toda la segunda anécdota. La estudiaba de lado, es decir, por el borde, como si tratara de desentrañar una anamorfosis de Holbein.
Cuando había ya decidido pedir un Negroni, llegó el sobrinito, el cual era ya un mocetón de casi treinta años, alto y apuesto, al que acompañaba la mujer más espectacular que yo haya visto en toda mi vida.
Era a todas luces nórdica y muy joven, medía unos dos metros de altura y bajo su cabellera habríamos podido dormir todos los presentes, como bajo el manto de la Virgen de los Desamparados. Las curvaturas y grosores anatómicos que la adornaban eran de una rotundidad soberbia, barroca, salomónica. Y como en París hacía muchísimo calor, iba casi desnuda.
Mediante enormes esfuerzos logramos simular una naturalidad perfectamente farisea y procedimos a inverosímiles acrobacias con tal de no mirar las abundancias de la soberana criatura, lo que causó algún derrame de botellas y la caída de una silla.
Era sumamente difícil y doloroso no mirar aquella masa radiactiva de erotismo salvaje cuya jovialidad y fortaleza vital se manifestaban en unas risas wagnerianas que hacían vibrar las copas de martini y palpitar sus enormes senos casi por entero ajenos a todo cubrimiento.
Debo decir que, a diferencia de los presentes, don Gonzalo no disimuló en ningún momento. A la semiextinguida luz de su tristísima y casi muerta visión, aquella presencia debió de haber sido como la del ángel del séptimo sello, y en consecuencia, desde que alcanzó a divisarla la miró con un descaro y una agresividad que a todos los presentes nos llenó de zozobra.
De pronto, sin previo aviso y ante el pánico general, se levantó mascullando excusas en voz baja y fue aproximando su silla a la de la muchacha con breves saltitos de rana hasta casi sentarse en su falda, todo ello sin dejar de escrutar las partes superiores para ir luego lentamente bajando hacia las inferiores como si se tratara de la carta de los cocteles.
Cuando ya se encontraba a media inspección, apartóse unos centímetros y pió con dulce acento gallego: “No le importa, ¿verdad hijita? ¡Es que es tan insólito!”.
La tremenda walkiria estalló en unas carcajadas que limpiaron el aire de toda miasma y fantasmagoría, lo que no sólo nos alivió, sino que nos permitió, también a nosotros, echar una miradita. Se lo debemos a don Gonzalo, a quien Dios tiene en su gloria.
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25/11/11
Miguitas en el bosque
El origen no está detrás, sino delante de nosotros.
(Heidegger)
La belleza nunca se cansa de acompañarnos, de salvarnos.
(Vladimir Makanin)
Lo inmortal nace todos los días.
(Félix de Azúa)
Cuando te mueves en los lugares adecuados, en el tiempo adecuado, en la luz adecuada, el mundo, todavía, se convierte en cuento.
(Peter Handke)
La completa oscuridad de la noche oscura es el único amanecer que puede conocer el alma.
(Juan de Yepes)
La infancia, ya se sabe, es sobre todo trabajo de ficción.
(Xuan Bello)
Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado.
(Borges)
Con una voz muy fuerte en la garganta está uno casi incapacitado para pensar cosas delicadas.
(Nietzsche)
Lo que amo del cine es la saturación de signos magníficos que se bañan en la luz de su ausencia de explicación.
(Manoel de Oliveira)
Todos los escritores y artistas, por mucho que vivan, dicen únicamente una y la misma cosa.
(Dino Buzzati)
Cuando veo en la plaza a mi amor / y no me hace caso / me parece que soy un extranjero / que llegara del lejano país de Punt.
(Versos egipcios traducidos por Ezra Pound)
Cuando te quieren, siempre es primavera.
(Jean Gabin)
(La fotografía es obra de Ansel Adams.)
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26/11/09
Escalofríos
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Siento debilidad por los bodegones. Unas frutas y unas cacharros, o unas vasijas, de Zurbarán
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o esos planos vacíos de Ozu.
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O esa maleta de la escena final de El sur o unos membrillos, que también son bodegones, de Erice.
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O esas cercas que Ford compone como frágiles huellas del hombre en la frontera del jardín salvaje del oeste, que también son bodegones, sólo que del infinito.
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O esos paisajes y estudios (de pintor) del maestro, en definitiva, bodegones transfigurados que devienen cartografía de sombras o breviario de espectros.
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Más de una vez hemos hablado con el maestro del bodegón español, un bodegón que en palabras de Esther Casal, habría que contemplar como un retrato, más que como naturaleza muerta. Diríase que cabría verlo como un paisaje del alma. Y todo esto viene a cuento del artículo de Félix de Azúa que hoy leí en El País de buena mañana, un texto sobre el pintor español del siglo XVIII Luis Meléndez
y que se titula Una mirada desafiante, pero que mejor le hubiera sentado el de "Escalofríos".
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Félix de Azúa disiente de la adscripción del bodegón español al realismo. No ve ninguna 'realidad' en el barro, estaño o loza de esos pucheros, jícaras y cuencos, o de esos panes, uvas o quesos de Luis Meléndez, con tal grado de visibilidad que devienen tan 'irreales' como los lienzos de Mondrian, que remiten a una mirada de ángel o demonio. Una mirada excesiva. Y toda mirada excesiva es una mirada interior, de los adentros, de quien ve más lejos, más hondo, de quien ve íntimamente. Vea lo que vea. De ahí los escalofríos.
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En fin, leed el artículo de Azúa, y comprobaréis también qué razón tiene cuando llama la atención sobre la estupenda película, sobre el tan poco o nada contado siglo XVIII, subyace en la peripecia vital del desconocido Luis Meléndez.
Durante algunos años, me serví de un texto de Félix de Azúa para aproximar a los alumnos el significado profundo que encierra el oficio de contar historias. Bueno en realidad usaba el texto a modo de partitura a partir de la que improvisar, manipulando el relato según las reacciones -siempre no verbales- del auditorio. Creo que cada año que pasaba lo contaba mejor, era algo así como si me ganara el derecho a merecerlo, el derecho a contárselo a otros. En fin, quizá sea el momento de rendirle un homenaje y ahora es una ocasión tan buena como otra cualquiera para traerlo aquí. Es un fragmento de la entrada 'artista' de su Diccionario de las artes editado por Planeta en 1995:
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
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Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adonde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «¿Qué se me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. «Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla», decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciado por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizá así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: «Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.» Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque sólo fuera de un modo muy ideal.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo e ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.
El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía de ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.
Mientras el oteador era capaz de mantener la variedad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas.
Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie la necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que alzaba y soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Añadamos, para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi institucionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de presos.
Al final de la entrada, Félix de Azúa anota estas referencias bibliográficas:
Simón, Laks, Mélodies d'Auschwitz, Cerf, 1991.
León, Poliakov, Auschwitz, Julliard, 1964.
W. L, Shirer, The Rise and Fall of the Third Reich, Pan Books, 1964
Cómo resistirse entonces a la imagen del artista -el narrador de los trenes de la muerte, Luis Meléndez o quien sea- como un artesano de la mirada, como aquél que conjura -en el doble sentido de 'exorcizar' e 'invocar'- los escalofríos.
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