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23/4/20

Diario de lecturas (de Godard)


Godard (se/nos) susurra en Histoire(s) du cinéma:
Pero cómo ignorar / lo que comprendemos / en el instante en que esa voz desconocida / se abisma / en lo más profundo / de nuestro corazón.
Alphaville (1965)


Allemagne 90 neuf zéro (1991)

Vladimir et Rosa (1971)

Je vous salue, Marie (1985)

Godard (que buscó liberar el sonido de la tiranía de la imagen) trama una simbiosis entre el texto y lo visual, entre voces y tipografías. Citas, hilvanes de notas, tejido de borrador, pespuntes...
Pongo esas palabras para guardarlas, para que lleven a otra cosa.


Masculin féminin (1966)

Le vent d'est  (1970)


Détective (1985)

El cine de Godard -y sus Histoire(s) no digamos- documenta sus avatares de lector, sus lecturas. Un cine amojonado por citas, libros y lectores (en Nouvelle vague prácticamente no hay planos sin libros).
Creo que lo más extraordinario que uno podría filmar es gente leyendo. ¿Por qué el cine no será simplementefilmar gente leyendo bellos libros?
Vivre sa vie (1962)

Nouvelle vague (1990)

Une femme mariée (1964)

Week End (1967)

For Ever Mozart (1996)


La obra de Godard puede verse como un diario de lecturas, el diario de un hombre que ha vivido subrayando.

23/4/17

Los cuatro mosqueteros contra el mundo moderno


En una fecha tan cervantina como ésta murió hace cincuenta años Edgar Neville, el autor de una obra tan quijotesca como El último caballo (1950), que uno incluiría sin dudarlo entre las diez mejores películas del cine español (como poco); también era una de las preferidas de Azorín.


Recupero un par de párrafos de otra entrada con retoques menores: Al acabar la mili, el soldado Fernando (Fernando Fernán-Gómez) gasta el dinero -que ahorró para casarse- en Bucéfalo, un animal con el que se ha encariñado, porque el ejército va a convertir la caballería en una unidad mecanizada, y los caballos van a venderlos para actuar con los picadores en las corridas; así que Fernando salva a Bucéfalo de la mala vida que le espera y se lo lleva a su casa, a Madrid, donde encontrará dos cómplices en su amigo, el bombero Simón (José Luis Ozores), y la florista Isabel (Conchita Montes, la musa del cineasta), comprometidos en la causa del inocente equino frente al inhóspito mundo moderno. Cuentan que Edgar Neville soñó esta película y nada más despertarse dictó el guión durante unas horas, de un tirón.


Todas las películas de Neville destilan un cierto bagazo onírico, el de un sueño castizo, preñado de humor e inteligencia, como en el sainete soñado. Sobre El último caballo se habló de neorrealismo, no sabe uno bien a cuento de qué; creo más atinados a quienes apreciaron en sus imágenes una mirada que germinó en la encrucijada dichosa del humorismo (de matriz surreal con su querencia por el absurdo y su pizca de negrura) de Tono, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, el teatro de Arniches y el cine de Chaplin (los ecos de Luces de la ciudad o Tiempos modernos resuenan en el latido poético del humor de El último caballo). El humor, entonces, como forma de la melancolía.


En realidad, el cine de Neville se lleva mal con el tiempo de los relojes (tan presentes en sus películas). En la maravillosa Domingo de carnaval (1945), Conchita Montes, en el papel de Nieves, atiende un puesto de relojes antiguos en el Rastro y una clienta le viene con quejas: el reloj que le compró atrasa. Claro, dice Nieves, es isabelino. En El último caballo sucede al revés, los relojes han adelantado una barbaridad mientras Fernando estaba en la mili, y el soldado recién licenciado y su caballo han quedado fuera de juego, fuera del tiempo que marca el calendario, y en Madrid, como señala un personaje al principio de la película,
Ya sólo hay camionetas.
Y contra ese mundo se conjuran Fernando, Isabel y Simón en la gloriosa escena de la taberna, donde se emborrachan tras salvar a Bucéfalo de morir destripado en la plaza de toros:

Fernando: Ahora vamos a brindar por el mundo antiguo. 
Simón: ¿Y eso qué es?
Fernando: El mundo en que un pobre hombre podía tener un caballo y podía darle de comer sin grandes dificultades, el mundo en el que se podía vivir tranquilamente sin matarse trabajando, el mundo en el que todo era suave y fácil. (Se va calentando) Cuando había solidaridad entre los hombres y cuando todo lo que se movía tenía sangre caliente...
-Simón: ¡Viva! ¡Vamos a beber por la sangre caliente!
(Chocan los vasos. Beben.)
Isabel: ¿Qué quieres decir con eso de sangre caliente?
Fernando: (Ya encendido.) Quiero decir cuando no había tanto motor y tanta máquina y tanto hierro y tanta gasolina y tanto humo y tanta... (se contiene par no decir "mierda") porquería. (Más calmado, recreándose.) Cuando la gente no tenía tanta prisa y vivía con más sosiego, cuando sobraban unas horas al día para pasear en un caballo, o en un coche tirado por caballos, cuando no había ese gesto hosco que hoy se observa en todas partes... (Vuelve a encenderse.) Porque a la gente le falta siempre la peseta sobrante con la cual se compraba la alegría. (Más suave.) Cuando todo valía... unos céntimos. (Les muestra los dedos de las manos abiertas.) Diez, diez céntimos.
El brindis final, toda una declaración de guerra, o sea, de principios:
Fernando: (Desaforado.) ¡Abajo los camiones!
Simón: ¡Abajo! 
Fernando: (Volviéndose, a gritar para toda la taberna) Viva la vida antigua!

Y en el tramo final de la película unen sus fuerzas con otro resistente, Marcelino, un hortelano, que se niega a vender su tierra para que se construyan rascacielos. El último caballo acaba con toda una apoteosis:
Fernando: Tan pronto como nos hemos reunido unos cuantos seres de buena voluntad, hemos acabado con el motor y la gasolina y todas sus barbaridades. Un labrador, un bombero, un chupatintas y una florista contra el mundo moderno.
Isabel: Los cuatro mosqueteros.
A salvo de los relojes y el calendario, en el tiempo (quijotesco) de Neville.

23/4/16

When Are You Going to Finish Don Quixote?


¿Cuándo vas a terminar Don Quijote? Así acabó por titular Welles su filme inacabado por excelencia quince años después de rodar las primeras pruebas en el Bois de Boulogne en París, con Akim Tamiroff, su amigo y actor favorito en el papel de Sancho Panza, y con Mischa Auer en el de don Quijote; venía de rodar con ellos Mr. Arkadin (1955). Dos años después -apartado del montaje de Sed de malempieza el verdadero rodaje de su Don Quijote a finales de julio de 1957 en México, durante cuatro o cinco semanas de aquel verano, yendo y viniendo a Hollywood para visionar el montaje de Sed de mal o a Baton Rouge en Louisiana para rodar El largo y cálido verano, de Martin Ritt (una adaptación de El villorrio de Faulkner), un dinero que le venía de perlas para financiar una película que -imaginó entonces- podía llevar por subtítulo (como le escribió a Jonas Mekas en noviembre de ese mismo año) "Variaciones sobre un tema de Cervantes", ya con Francisco Reiguera, un actor español exiliado en México, como don Quijote.


Lo acontecido en el curso de 1957 deviene una miniatura del proceso que ocupará a Welles hasta el final de su vida en 1985. Un verdadero work in progress, su Don Quijote. Sin guión, aunque en una carta a Akim Tamiroff, mientras está rodando El largo y cálido verano, le agradece las sugerencias y le asegura:
Tenemos un guión completo sobre el papel y sin embargo queda espacio para introducir mejoras. Antes de que quede libre lo tendré muy revisado y a punto, con un detallado plan de rodaje.
Nadie vio nunca ese guión completo, pero sí páginas con escenas sueltas. Tampoco un detallado plan de rodaje, pero sí páginas con requerimientos sobre diferentes aspectos de la producción (localizaciones, logística, atrezo, figuración, vestuario...). Y desde luego nunca hubo un presupuesto: Welles financiaba Don Quijote de su propio bolsillo. Vale la pena mencionar algunas de esas operaciones financieras. Se hace pagar su trabajo en Las raíces del cielo (1958), de John Huston, con una  moviola de segunda mano, así podrá trabajar (en casa) en el montaje (donde colaborarán sucesivos montadores: en México, Alberto Valenzuela; en Italia, Renzo Lucidi y su hijo Mauricio; en Madrid, Peter Parasheles; y de vuelta en Italia, Mauro Bonnani).


En agosto de 1959, puede traer a Reiguera y Tamiroff a Italia para rodar en los alrededores de Roma nuevas escenas de Don Quijote, gracias a que lo contrataron para hacer el papel de Saúl en David y Goliat (1960), de Ferdinando Baldi y Richard Pottier, en la que puede dirigirse a sí mismo de 5 de la tarde a 2 de la madrugada, mientras de 6 de la mañana a 4 de la tarde trabaja con Reiguera y Tamiroff, como en México -como siempre en esta película- con un equipo muy reducido, un rodaje más parecido al de una home movie que a otra cosa, y como en David y Goliat le pagan por día trabajado, alarga hasta donde puede las jornadas de rodaje, ganando tiempo para la película de su vida.


Y en 1961 le llega como caído del cielo El proceso (1962), una adaptación de la obra de Kafka que escribe y dirige (e interpreta un papel secundario), un trabajo que le permitirá ir saldando las deudas que genera Don Quijote. Y así sigue rodando escenas a salto de mata, hasta que las muertes de Francisco Reiguera en 1969 y de Akim Tamiroff tres años después lo dejaron huérfano de nuevas imágenes de sus protagonistas (aunque sin dejar de pensar en incluir nuevos pasajes sin su presencia, y hasta poco antes de morir el propio cineasta continuaba faenando en la copia de trabajo de Don Quijote, grabando una nueva narración over, por ejemplo). Nada describe mejor el placer que le deparaba rodar con Reiguera y Tamiroff, que la descripción del propio Weles (del rodaje en México) en una celebre entrevista de André Bazin publicada en Cahiers du cinéma en 1958:
Cada mañana, los actores, el equipo técnico y yo nos encontrábamos delante del hotel, salíamos e inventábamos el filme en la calle, como Mack Sennett [una biografía de Mack Sennett era uno de los pocos libros de cine que Welles tenía en su biblioteca]. Por eso es apasionante, porque es una verdadera improvisación: la historia, los pequeños incidentes, todo es improvisado.

Esa pasión por rodar y montar esta película -más que ninguna otra- fue su gloria y en cierta manera su gozosa perdición. En 1960, Welles decía en una entrevista que su Don Quijote estaba prácticamente terminado y que se trataba de una película experimental. (Home movie, ensayo fílmico, cine experimental: por lo que sabemos, podemos conjeturar que el Don Quijote de Welles cobija, transita y conjuga cada una esas derivas, y más; hay diez películas diferentes en este filme, dirá el cineasta en 1982, más o menos como novelas en el Quijote de Cervantes.)


En 1961, hablaba de llegar a tiempo para estrenarla en el Festival de Venecia. Más adelante confesaba que le había pasado lo mismo que a Cervantes, que empezó escribiendo una novela corta -otra de sus novelas ejemplares- y acabó poseído por los personajes. Y al final ya se enconaba con quien le preguntaba cuándo iba a terminar Don Quijote: la pagaba de su bolsillo y tenía todo el derecho a acabarla cómo y cuándo quisiera. Más que una película inacabada, una película inacabable. La película de nunca acabar. Más que ninguna otra, la película que lo retrata como cineasta, el espejo en el que podía (quería) reconocerse, la clave de su poética.


De esas escenas que Welles escribió para su Don Quijote, dos cobraron visos de leyenda. La del baile de máscaras y la del cine. En una carta a Tamiroff -fechada el 5 de abril de 1961- le cuenta la escena de un baile donde los asistentes van disfrazados de personajes de la literatura universal (el propio cineasta aparecía disfrazado también), cada uno con unas líneas de diálogo que los caracterizaba, y por supuesto, Don Quijote y Sancho, los únicos que no iban disfrazados. Había pensado rodar la escena en una sala del viejo palacio Gangi (de Lampedusa), donde poco después Visconti filmaba el baile de El gatopardo, pero Welles no pudo reunir el dinero suficiente para afrontar los gastos. La escena del baile de máscaras nunca se rodó. El 14 de julio de 1959, cuando vive en Fregene (al sur de Roma), el cineasta redacta una lista de localizaciones con sus requerimientos para el operador, entre ellas...
9. SALA DE CINE PROVINCIANA. En todas la ciudades por las que pasemos hay que ver el cine, pues debe tener el máximo de personalidad... Habría que buscar una sala de cine pequeña, la menos moderna del mundo... y lo más latina... (lo menos parecido a las salas de hoy que pueda encontrarse). Quizá nunca demos con ella, pero hay que buscarla y hacer fotos de todas las posibilidades... (Sólo necesitamos el exterior).
Dos años antes había escrito la escena del interior:
SALA DE CINE
(Esto es una continuación de la secuencia de La búsqueda. Si cabe podríamos decir que se la puede considerar más muda, al menos, en el sentido de que no irá acompañada de diálogo ni de narración. Durará unos seis minutos, pero aquí sólo damos una breve sinopsis).
Dando traspiés por la sala a oscuras, SANCHO se cruza con MISS GUMP, la institutriz de DULCIE, que sale. Es evidente que MISS GUMP sobrelleva mal el calor reinante. Abanicándose nerviosamente, va hacia la calle en busca de aire fresco.
Sin embargo, DULCIE se queda en su butaca, chupando un pirulí y mirando a la pantalla.
(No vemos la pantalla. Vemos el haz de luz y el movimiento en los rostros de los espectadores. Sí que oímos la banda sonora. Está claro que se trata de un espantoso film de época).
SANCHO, escudriñando en la oscuridad mientras busca a DON QUIJOTE, cae sobre un grupo de espectadores, que le repelen violentamente.
SANCHO recorre el patio de butacas en busca de su señor... DON QUIJOTE está allí, pero SANCHO no le ve. Acaba buscando una butaca del pasillo lateral, pasmado de asombro por las maravillas de la pantalla.
SANCHO molesta mucho y parte del público, indignado, le obliga a sentarse. Ocupa justamente el lugar que MISS GUMP ha dejado vacante junto a DULCIE.
Es su primer encuentro...
La niña y el achaparrado escudero cambian breves y amistosas miradas; luego, DULCIE vuelve a mirar a la pantalla. SANCHO sigue su movimiento y pronto queda totalmente embebido...
DULCIE le da un pirulí... Ambos chupan sus caramelos y devoran la película con los ojos...
Por sus rostros seguimos el desarrollo del film...
Hay ocasionales irrupciones de diálogo pomposo y enfático, diálogo de estilo histórico (grandilocuencia con acento americano), pero el pequeño altavoz de este pequeño cine provinciano emite más alta la música que las palabras... (música de persecución, Corazones y flores..., Peligro nos acercamos al número diecinueve..., todo el archivo de música de fondo...).
En las caras de DULCIE y de SANCHO se reflejan todas estas emociones: felicidad, aprehensión, sobresalto, melancolía y dicha...
Las cosas empiezan a ponerse al rojo vivo... Se prepara una batalla encarnizada... Los chicos del gallinero silban y aplauden... DULCIE y SANCHO, asombrados, están muy juntos... Si SANCHO está dominado por su primera experiencia como espectador cinematográfico, el efecto sobre DON QUIJOTE es realmente tremendo...
Ahora, cuando la acción de la película se acerca a su climax de violencia, el caballero se pone en pie de un salto.
SANCHO le ve, se levanta presuroso y va hacia él..., pero es demasiado tarde. Desenvainando su espada enmohecida, y blandiéndola enérgicamente, DON QUIJOTE ha saltado al escenario.
¡¡¡Sensación!!! El público se levanta como un solo hombre gesticulando al estilo latino.
DON QUIJOTE desafía a los caballeros que aparecen en la pantalla, y luego... ¡entra en combate!
En el patio de butacas, SANCHO, bloqueado por el público, ve, profundamente consternado, cómo DON QUIJOTE carga contra la tela de la pantalla y la hace jirones.
Vemos los altavoces que la tela blanca tapaba. La espada de DON QUIJOTE, impotente contra la banda sonora, continúa atacando encarnizadamente, mientras fragmentos de la violenta acción de la película se proyectan en el rostro del caballero...
El público se acerca, y DON QUIJOTE, volviéndose para hacer frente a esta nueva amenaza, descubre a DULCIE...
Ella alza la mirada hasta él...
Él la mira desde arriba...
Es evidente que sus ojos están llenos de la visión de su señora DULCINEA...
En la banda sonora, la orquesta sigue in crescendo, para llegar al final de la secuencia y disolver; nos ofrece la más dulce de las músicas de amor.
Llegó a pensarse que esta escena no existía, que nunca había llegado a rodarse. Pero existe. Se rodó durante aquellas primeras semanas de Don Quijote en México. Jonathan Rosenbaum pudo verla en 1992 durante una conferencia sobre Welles en Roma, la conservaba (junto con los demás materiales de la película) Mauro Bonnani, el último montador que trabajó con Welles en Don Quijote. Hace cosa de un mes, nuestro hijo me recomendó que leyera Profanaciones (Anagrama 2005) de Giorgio Agamben. El último de los ensayos reunidos en el libro se titula Los seis minutos más bellos de la historia del cine:

Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincias. Está buscando a don Quijote y lo encuentra sentado aparte, mirando a la pantalla. La sala está casi llena, y su galería superior –una especie de gallinero– se halla enteramente ocupada por niños alborotadores. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?), que le ofrece una golosina. La proyección ha comenzado, es una película histórica, sobre la pantalla corren los caballeros armados, en un momento determinado aparece una mujer en peligro. De golpe don Quijote se pone en pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus mandobles empiezan a rajar la tela. En la pantalla siguen todavía la mujer y los caballeros, pero el agujero abierto por la espada de don Quijote crece cada vez más y devora implacablemente la imagen. Al final casi no queda nada de la pantalla, solamente el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado, abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar frenéticamente a don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con reprobación.
¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Armarlas, creérnoslas al punto de deber destruirlas, falsificarlas (éste es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al fin, éstas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.
Os dejo aquí una copia (de mala calidad) de la escena, probablemente una copia de una grabación de su pase por la Rai (¿donde la vio Agamben?):


Sé de sobra que no le hace ninguna falta, pero siendo el día que es me permito -haciendo gala de un inofensivo despotismo ilustrado- exigir el Cervantes para Orson Welles.

23/4/15

Cervantes, el Quijote y Ozu


El hilo cervantino que pespunta el cine de Ozu viene de lejos; ya en Días de juventud (1929), la primera película suya que se conserva, uno de los estudiantes lee el Quijote en un refugio de montaña, y vemos en un plano detalle la cubierta del libro (las imágenes son fotografías de la pantalla).


El martes, 29 de mayo de 1934, Ozu apunta en su diario:
Esta noche he visto Don Quijote [de G. W. Pabst, estrenada en 1933] en el Hogakuza.
Y cita la versión cinematográfica de Pabst -con un cartel de la película- en Amad a la madre (1934).

En el bar Acacia, que regenta Setsuko/Kinuyo Tanaka en Las hermanas Munekata (1950), se lee una cita del Quijote -en inglés- que va puntuando la película y despertando ecos en los personajes:
I drink upon occasion. Sometimes upon no occasion. Don Quixote.

Un bar en el que vemos leer a Setsuko y al camarero, que tiene empleado, cuando no hay clientes.


Esa misma cita la dispuso Ozu en el bar Cervantes de ¿Qué ha olvidado la señorita? (1937), aunque en esta película no llega a verse el rótulo del local y varía la grafía de la firma de don Quijote.


Una cita quizá extraída de la perorata de Sancho Panza con la duquesa y sus doncellas en el capítulo XXXIII de la 2ª parte del Quijote:
Bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo, y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o malcriado, que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de haber tan de mármol, que no haga la razón?

No es sólo que la cita, a buen seguro, le encantaba a Ozu, es que no cuesta nada imaginarla en su propia voz.

22/6/14

Lágrimas de Welles


Quizá ningún capítulo del excelente Ciudadano Welles de Bogdanovich tan conmovedor como la conversación en torno a The Magnificent Ambersons (1942), titulada aquí El cuarto mandamiento.

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Quizá la película de Welles que duele más cada vez que la vemos (Truffaut dijo una vez que si Flaubert volvía a leer el Quijote todos los años, ¿por qué no vamos a ver El cuarto mandamiento siempre que nos sea posible?), porque cada vez salta a la vista cuánto daño le hizo George Schaefer, el ejecutivo de la RKO que llevó a Welles a Hollywood y lo protegió mientras rodaba Citizen Kane pero, temeroso ante un segundo batacazo en taquilla tras una proyección de prueba (en Pomona), acabó ordenando la masacre; no merece otro nombre la amputación de unos cuarenta minutos del montaje original y la alteración sustantiva del tramo final de la película con escenas rodadas bajo su supervisión, aprovechando que Welles estaba en Río rodando It's All True y -lo que es más importante- ya no gozaba del derecho al final cut como en su opera prima. En un último intento, por teléfono, el cineasta consigue convencer a Shaefer y preservar -al menos- la magnífica escena de la cocina.


Y qué maravillosa película podría haber sido The Magnificent Ambersons; basta cotejar lo que queda de Welles en esos 88 minutos del montaje final con la "reconstrucción en papel" que puede consultarse en un apéndice del libro de Bogdanovich. Durante casi una hora aún tenemos la sensación de estar viendo una gran película, a pesar de que uno siente que hay movimientos de cámara en la secuencia del baile que debían ser -y lo eran- más prolongados y suntuosos, quizá la más deslumbrante coreografía wellesiana (el cineasta había resuelto la escena del baile en un plano secuencia de diez minutos en el que se conjugaba el trabajo de los actores y unos cien técnicos con la cámara en la grúa, fluyendo a través a través de las diversas estancias de la mansión de los Ambersons), y notamos planos en movimiento que fueron cercenados en el montaje ordenado por Schaefer.


Por decirlo con las palabras del cineasta, en los cinco o seis primeros rollos no hicieron demasiados estropicios, y luego... esa última media hora donde empieza a quebrarse el ritmo hasta convertirse en una película sin profundidad de campo, donde "cantan" esos planos que no fueron rodados por Welles: ni siquiera se tomaron el trabajo de imitarlo.

Welles -cuarto por la izda.- con los actores 
en un descanso del rodaje de The Magnificent Ambersons.

Mira -le cuenta Welles a Bogdanovich-, la intención fundamental era hacer el retrato de un mundo dorado -casi un mundo de recuerdo- y después mostrar en qué se había convertido. Después de haber escenificado esta ciudad soñada de "buenos tiempos pasados", el punto básico consistía en mostrar cómo el automóvil lo destruía todo, no sólo la familia, sino también la ciudad. Todo eso se ha perdido. Sólo quedan los primeros seis rollos. hay una especie de caída de telón arbitraria con una serie de estratagemas torpes y precipitadas. Ese mundo perverso y negro se supone que es demasiado para la gente. Todo mi tercer acto se pierde debido a todo ese histérico intento de arreglar las cosas. Y fue histérico. Todo el mundo estaba haciendo cortes...

Agnes Moorehead en el rodaje de la escena de la caldera.

La escena de la caldera, de la que sólo sobrevive la mitad de lo que el cineasta rodó originalmente (la amputaron porque el público se echó a reír en la proyección de prueba), cifra uno de los escasos momentos wellesianos del tercer acto, donde la tía Fanny (Agnes Moorehead), le confiesa a George Amberson (Tim Holt) que ya no le quedan ahorros ni para pagar el alojamiento. La actriz recuerda haber rodado doce tomas de la escena. Tras la primera, Welles le dijo: "Perfecto. Ahora interprétalo como una chiquilla." Después le pidió que lo hiciese como una trastornada. Y luego como una borracha... Cada enfoque de la escena generaba nuevos matices que cuajan en una admirable interpretación quebrada por modernas rupturas de tono. El papel de Fanny Minafer representa un tributo de Welles al arte de Agnes Moorehead.


Y no habrá restauración posible -a la manera de Sed de mal, por ejemplo (recuperando en la medida de lo posible el montaje de Welles de 131 minutos). Shaefer, quién sabe si por remordimientos, mandó conservar las copias de las versiones anteriores, pero él mismo pronto cayó en desgracia y Charles Koerner, que lo releva al frente de la RKO, mando destruir el (excelso) material desechado, tanto positivo como negativo.

Fotograma de una de las escenas amputadas 
de The Magnificent Ambersons.

Cuenta Bogdanovich cómo una noche, treinta años después, en un hotel de Beverly Hills, Welles manipula los mandos de un televisor y se encuentra con una de las primeras escenas de The Magnificent Ambersons. Enseguida cambia de canal. Bogdanovich le pide que vuelva a poner la película, pero Welles se niega en redondo. Los demás que estaban en la habitación insisten, uno de ellos nunca la ha visto. Finalmente, exasperado, Orson transige y se marcha. Todos se sienten incómodos. Le piden que vuelva. Welles les grita desde el otro lado de la puerta, en broma, que se va a una habitación insonorizada. Pero no pasó mucho tiempo antes de que volviera, se apoyó en el marco de la puerta y miraba la pantalla con aire triste. Todos hicieron como si no notaran su presencia y siguieron viendo la película. Luego, como al acaso, Welles cruzó la habitación y se sentó en el borde de un sofá. Siguió viendo la película. Con interés. Y desesperación. Y desasosiego. En el curso del resto de la película, Orson comentó la pérdida de algunas escenas. Después se levantó y se acercó a la ventana, de espaldas a la pantalla. Todos se miraron. Se habían dado cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Un año después, en París, Bogdanovich le recuerda aquella noche, la impresión de que a Welles le resultaba doloroso ver su película mutilada, como si hubiera pasado por las manos de un carnicero. No, no fue eso lo que me emocionó. En absoluto. Mira... Sólo hizo que me sintiera furioso. Me emocioné porque aquello era el pasado..., algo que ya había quedado atrás. Sí, habían pasado más de treinta años, pero el pasado, como muy bien supo ver Faulkner, ni siquiera ha pasado.

Orson Welles en el rodaje de The Magnificent Ambersons 
con el director fotografía Stanley Cortez.  

Para Welles, incluso si nunca existió el "mejor tiempo pasado", el que podamos concebir un tiempo así es, de hecho, una afirmación del espíritu humano. El que la imaginación del hombre sea capaz de crear el mito de un tiempo pasado más abierto y más generoso no es un signo de nuestra locura. Basta recordar Campanadas a medianoche para calibrar hasta qué punto destilaba en The Magnificient Ambersons un asunto cardinal en su obra. El paraíso perdido: con Proust y Borges aprendimos que no hay otro.

Orson Welles con Joseph Cotten y Dolores Costello 
en el rodaje de The Magnificent Ambersons 

(Una digresión. Creo que a Welles le gustaría, le gustaban las digresiones. El último día del año pasado me entero -escuchando Cuando los elefantes sueñan con la música (el programa de Carlos Galilea en Radio 3)- que Vinicius de Moraes conoció a Welles en Río y el cineasta quedó asombrado cuando el poeta le recitó palabra por palabra el texto -narración y diálogos- de Ciudadano Kane.)