Me gusta evocar su pasión de senectud, como la definió José Ángel Valente: a sus ochenta años descubrió una querencia imperiosa por el cine. Comía a las 13 horas y luego una sesión doble en algún cine de reestreno, como el Panorama de la calle de Cedaceros. De vuelta en casa escribía su crónica cinematográfica para el ABC. Pre-textos editó esos artículos en 1995 bajo el título de El cinematográfo con prólogo de Andrés Trapiello. Cuentan que el octogenario Azorín vio durante los años cincuenta unas 400 películas. Le gustaban Barbara Stanwyck, Lana Turner y Dolores del Río, y admiraba a Gregory Peck.
En 1955 publicó El efímero cine donde confesaba que era un espectador novicio, incluso rústico. En la p. 15 de aquella primera edición podemos leer: "No me avengo a designar las obras del cine con el vocablo película, es decir, pielecita, como la tástana en la granada, la fárfara en el huevo, la bizna en la nuez. Repugno este diminutivo humilde para obras grandes". Usted no se avendrá, maestro, y uno lo entiende, al fin y al cabo se apasionó por el cine -o mejor, por un cine- cuando conservaba aún una grandeza que hundía sus raíces en el amor con que aquellos productores -industriales, empresarios, mercaderes- lo facturaban: les gustaba el cine con devoción. Una grandeza que revivió bajo otros parámetros en el cine de los setenta, cuando la ambición, el descaro y la pasión -de Scorsese, Cimino, Coppola, Malick, Schrader...-hicieron temblar los cimientos ya quebradizos del Hollywood que agonizaba. El tiempo apagó la pasión y acabó por domesticar a los creadores -salvo Malick, y quizá cabe esperar aún algo valioso de Coppola-, pero le permitieron a la industria americana, ajustes mediante, reconquistar el mercado mundial del cine en los ochenta y, tras la esclerosis que presentaba a la altura del centenario, anidar vías de renovación, por el momento, en grado de prometedoras tentativas. Así que a día de hoy lo que repugnan son tantas obras grandes ayunas de grandeza -lo único que ya les gusta a los mercaderes con devoción es el dinero-, salvo excepciones, como There will be blood (2008) de Paul Thomas Anderson, por ejemplo, y uno anhela esa pielecita que le devuelva el aliento, aunque irremediablemente -cinematográficamente- efímero de lo verdadero. Una de esas películas humildes, diríase que azorinianas, capaces de cultivar la belleza en lo pequeño, de levantar un mundo en una pequeña habitación -estoy pensando en No quarto da Vanda (2000) de Pedro Costa-, pielecita mía.