Mostrando entradas con la etiqueta Jonathan Rosenbaum. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jonathan Rosenbaum. Mostrar todas las entradas

23/4/16

When Are You Going to Finish Don Quixote?


¿Cuándo vas a terminar Don Quijote? Así acabó por titular Welles su filme inacabado por excelencia quince años después de rodar las primeras pruebas en el Bois de Boulogne en París, con Akim Tamiroff, su amigo y actor favorito en el papel de Sancho Panza, y con Mischa Auer en el de don Quijote; venía de rodar con ellos Mr. Arkadin (1955). Dos años después -apartado del montaje de Sed de malempieza el verdadero rodaje de su Don Quijote a finales de julio de 1957 en México, durante cuatro o cinco semanas de aquel verano, yendo y viniendo a Hollywood para visionar el montaje de Sed de mal o a Baton Rouge en Louisiana para rodar El largo y cálido verano, de Martin Ritt (una adaptación de El villorrio de Faulkner), un dinero que le venía de perlas para financiar una película que -imaginó entonces- podía llevar por subtítulo (como le escribió a Jonas Mekas en noviembre de ese mismo año) "Variaciones sobre un tema de Cervantes", ya con Francisco Reiguera, un actor español exiliado en México, como don Quijote.


Lo acontecido en el curso de 1957 deviene una miniatura del proceso que ocupará a Welles hasta el final de su vida en 1985. Un verdadero work in progress, su Don Quijote. Sin guión, aunque en una carta a Akim Tamiroff, mientras está rodando El largo y cálido verano, le agradece las sugerencias y le asegura:
Tenemos un guión completo sobre el papel y sin embargo queda espacio para introducir mejoras. Antes de que quede libre lo tendré muy revisado y a punto, con un detallado plan de rodaje.
Nadie vio nunca ese guión completo, pero sí páginas con escenas sueltas. Tampoco un detallado plan de rodaje, pero sí páginas con requerimientos sobre diferentes aspectos de la producción (localizaciones, logística, atrezo, figuración, vestuario...). Y desde luego nunca hubo un presupuesto: Welles financiaba Don Quijote de su propio bolsillo. Vale la pena mencionar algunas de esas operaciones financieras. Se hace pagar su trabajo en Las raíces del cielo (1958), de John Huston, con una  moviola de segunda mano, así podrá trabajar (en casa) en el montaje (donde colaborarán sucesivos montadores: en México, Alberto Valenzuela; en Italia, Renzo Lucidi y su hijo Mauricio; en Madrid, Peter Parasheles; y de vuelta en Italia, Mauro Bonnani).


En agosto de 1959, puede traer a Reiguera y Tamiroff a Italia para rodar en los alrededores de Roma nuevas escenas de Don Quijote, gracias a que lo contrataron para hacer el papel de Saúl en David y Goliat (1960), de Ferdinando Baldi y Richard Pottier, en la que puede dirigirse a sí mismo de 5 de la tarde a 2 de la madrugada, mientras de 6 de la mañana a 4 de la tarde trabaja con Reiguera y Tamiroff, como en México -como siempre en esta película- con un equipo muy reducido, un rodaje más parecido al de una home movie que a otra cosa, y como en David y Goliat le pagan por día trabajado, alarga hasta donde puede las jornadas de rodaje, ganando tiempo para la película de su vida.


Y en 1961 le llega como caído del cielo El proceso (1962), una adaptación de la obra de Kafka que escribe y dirige (e interpreta un papel secundario), un trabajo que le permitirá ir saldando las deudas que genera Don Quijote. Y así sigue rodando escenas a salto de mata, hasta que las muertes de Francisco Reiguera en 1969 y de Akim Tamiroff tres años después lo dejaron huérfano de nuevas imágenes de sus protagonistas (aunque sin dejar de pensar en incluir nuevos pasajes sin su presencia, y hasta poco antes de morir el propio cineasta continuaba faenando en la copia de trabajo de Don Quijote, grabando una nueva narración over, por ejemplo). Nada describe mejor el placer que le deparaba rodar con Reiguera y Tamiroff, que la descripción del propio Weles (del rodaje en México) en una celebre entrevista de André Bazin publicada en Cahiers du cinéma en 1958:
Cada mañana, los actores, el equipo técnico y yo nos encontrábamos delante del hotel, salíamos e inventábamos el filme en la calle, como Mack Sennett [una biografía de Mack Sennett era uno de los pocos libros de cine que Welles tenía en su biblioteca]. Por eso es apasionante, porque es una verdadera improvisación: la historia, los pequeños incidentes, todo es improvisado.

Esa pasión por rodar y montar esta película -más que ninguna otra- fue su gloria y en cierta manera su gozosa perdición. En 1960, Welles decía en una entrevista que su Don Quijote estaba prácticamente terminado y que se trataba de una película experimental. (Home movie, ensayo fílmico, cine experimental: por lo que sabemos, podemos conjeturar que el Don Quijote de Welles cobija, transita y conjuga cada una esas derivas, y más; hay diez películas diferentes en este filme, dirá el cineasta en 1982, más o menos como novelas en el Quijote de Cervantes.)


En 1961, hablaba de llegar a tiempo para estrenarla en el Festival de Venecia. Más adelante confesaba que le había pasado lo mismo que a Cervantes, que empezó escribiendo una novela corta -otra de sus novelas ejemplares- y acabó poseído por los personajes. Y al final ya se enconaba con quien le preguntaba cuándo iba a terminar Don Quijote: la pagaba de su bolsillo y tenía todo el derecho a acabarla cómo y cuándo quisiera. Más que una película inacabada, una película inacabable. La película de nunca acabar. Más que ninguna otra, la película que lo retrata como cineasta, el espejo en el que podía (quería) reconocerse, la clave de su poética.


De esas escenas que Welles escribió para su Don Quijote, dos cobraron visos de leyenda. La del baile de máscaras y la del cine. En una carta a Tamiroff -fechada el 5 de abril de 1961- le cuenta la escena de un baile donde los asistentes van disfrazados de personajes de la literatura universal (el propio cineasta aparecía disfrazado también), cada uno con unas líneas de diálogo que los caracterizaba, y por supuesto, Don Quijote y Sancho, los únicos que no iban disfrazados. Había pensado rodar la escena en una sala del viejo palacio Gangi (de Lampedusa), donde poco después Visconti filmaba el baile de El gatopardo, pero Welles no pudo reunir el dinero suficiente para afrontar los gastos. La escena del baile de máscaras nunca se rodó. El 14 de julio de 1959, cuando vive en Fregene (al sur de Roma), el cineasta redacta una lista de localizaciones con sus requerimientos para el operador, entre ellas...
9. SALA DE CINE PROVINCIANA. En todas la ciudades por las que pasemos hay que ver el cine, pues debe tener el máximo de personalidad... Habría que buscar una sala de cine pequeña, la menos moderna del mundo... y lo más latina... (lo menos parecido a las salas de hoy que pueda encontrarse). Quizá nunca demos con ella, pero hay que buscarla y hacer fotos de todas las posibilidades... (Sólo necesitamos el exterior).
Dos años antes había escrito la escena del interior:
SALA DE CINE
(Esto es una continuación de la secuencia de La búsqueda. Si cabe podríamos decir que se la puede considerar más muda, al menos, en el sentido de que no irá acompañada de diálogo ni de narración. Durará unos seis minutos, pero aquí sólo damos una breve sinopsis).
Dando traspiés por la sala a oscuras, SANCHO se cruza con MISS GUMP, la institutriz de DULCIE, que sale. Es evidente que MISS GUMP sobrelleva mal el calor reinante. Abanicándose nerviosamente, va hacia la calle en busca de aire fresco.
Sin embargo, DULCIE se queda en su butaca, chupando un pirulí y mirando a la pantalla.
(No vemos la pantalla. Vemos el haz de luz y el movimiento en los rostros de los espectadores. Sí que oímos la banda sonora. Está claro que se trata de un espantoso film de época).
SANCHO, escudriñando en la oscuridad mientras busca a DON QUIJOTE, cae sobre un grupo de espectadores, que le repelen violentamente.
SANCHO recorre el patio de butacas en busca de su señor... DON QUIJOTE está allí, pero SANCHO no le ve. Acaba buscando una butaca del pasillo lateral, pasmado de asombro por las maravillas de la pantalla.
SANCHO molesta mucho y parte del público, indignado, le obliga a sentarse. Ocupa justamente el lugar que MISS GUMP ha dejado vacante junto a DULCIE.
Es su primer encuentro...
La niña y el achaparrado escudero cambian breves y amistosas miradas; luego, DULCIE vuelve a mirar a la pantalla. SANCHO sigue su movimiento y pronto queda totalmente embebido...
DULCIE le da un pirulí... Ambos chupan sus caramelos y devoran la película con los ojos...
Por sus rostros seguimos el desarrollo del film...
Hay ocasionales irrupciones de diálogo pomposo y enfático, diálogo de estilo histórico (grandilocuencia con acento americano), pero el pequeño altavoz de este pequeño cine provinciano emite más alta la música que las palabras... (música de persecución, Corazones y flores..., Peligro nos acercamos al número diecinueve..., todo el archivo de música de fondo...).
En las caras de DULCIE y de SANCHO se reflejan todas estas emociones: felicidad, aprehensión, sobresalto, melancolía y dicha...
Las cosas empiezan a ponerse al rojo vivo... Se prepara una batalla encarnizada... Los chicos del gallinero silban y aplauden... DULCIE y SANCHO, asombrados, están muy juntos... Si SANCHO está dominado por su primera experiencia como espectador cinematográfico, el efecto sobre DON QUIJOTE es realmente tremendo...
Ahora, cuando la acción de la película se acerca a su climax de violencia, el caballero se pone en pie de un salto.
SANCHO le ve, se levanta presuroso y va hacia él..., pero es demasiado tarde. Desenvainando su espada enmohecida, y blandiéndola enérgicamente, DON QUIJOTE ha saltado al escenario.
¡¡¡Sensación!!! El público se levanta como un solo hombre gesticulando al estilo latino.
DON QUIJOTE desafía a los caballeros que aparecen en la pantalla, y luego... ¡entra en combate!
En el patio de butacas, SANCHO, bloqueado por el público, ve, profundamente consternado, cómo DON QUIJOTE carga contra la tela de la pantalla y la hace jirones.
Vemos los altavoces que la tela blanca tapaba. La espada de DON QUIJOTE, impotente contra la banda sonora, continúa atacando encarnizadamente, mientras fragmentos de la violenta acción de la película se proyectan en el rostro del caballero...
El público se acerca, y DON QUIJOTE, volviéndose para hacer frente a esta nueva amenaza, descubre a DULCIE...
Ella alza la mirada hasta él...
Él la mira desde arriba...
Es evidente que sus ojos están llenos de la visión de su señora DULCINEA...
En la banda sonora, la orquesta sigue in crescendo, para llegar al final de la secuencia y disolver; nos ofrece la más dulce de las músicas de amor.
Llegó a pensarse que esta escena no existía, que nunca había llegado a rodarse. Pero existe. Se rodó durante aquellas primeras semanas de Don Quijote en México. Jonathan Rosenbaum pudo verla en 1992 durante una conferencia sobre Welles en Roma, la conservaba (junto con los demás materiales de la película) Mauro Bonnani, el último montador que trabajó con Welles en Don Quijote. Hace cosa de un mes, nuestro hijo me recomendó que leyera Profanaciones (Anagrama 2005) de Giorgio Agamben. El último de los ensayos reunidos en el libro se titula Los seis minutos más bellos de la historia del cine:

Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincias. Está buscando a don Quijote y lo encuentra sentado aparte, mirando a la pantalla. La sala está casi llena, y su galería superior –una especie de gallinero– se halla enteramente ocupada por niños alborotadores. Después de algunos intentos inútiles por reunirse con don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?), que le ofrece una golosina. La proyección ha comenzado, es una película histórica, sobre la pantalla corren los caballeros armados, en un momento determinado aparece una mujer en peligro. De golpe don Quijote se pone en pie, desenvaina su espada, se precipita sobre la pantalla y sus mandobles empiezan a rajar la tela. En la pantalla siguen todavía la mujer y los caballeros, pero el agujero abierto por la espada de don Quijote crece cada vez más y devora implacablemente la imagen. Al final casi no queda nada de la pantalla, solamente el bastidor de madera que la sostenía. El público, indignado, abandona la sala; pero en el gallinero los niños no paran de animar frenéticamente a don Quijote. Sólo la niña de la platea lo mira con reprobación.
¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Armarlas, creérnoslas al punto de deber destruirlas, falsificarlas (éste es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al fin, éstas se revelan vacías, insatisfechas; cuando muestran la nada de la que están hechas, sólo entonces hay que pagar el precio de su verdad, comprender que Dulcinea –a la que hemos salvado– no puede amarnos.
Os dejo aquí una copia (de mala calidad) de la escena, probablemente una copia de una grabación de su pase por la Rai (¿donde la vio Agamben?):


Sé de sobra que no le hace ninguna falta, pero siendo el día que es me permito -haciendo gala de un inofensivo despotismo ilustrado- exigir el Cervantes para Orson Welles.

31/1/16

Rivette en tres tiempos y el cine en tres palabras


1. En 1976, Rivette viajó Lisboa con motivo del ciclo, programado por Bénard da Costa, que le dedicó la Gulbenkian, Una noche, Bénard da Costa y el gran cineasta portugués António Reis fueron a cenar con Rivette en un restaurante de la Baixa. Después lo llevaron a ver la fachada art decó del Animatógrapho do Rossio. La última sesión de cine ya había acabado pero había luz dentro, y Rivette quería ver la sala, por más que le advirtieron que no tenía interés. Bénard da Costa llamó a la puerta y abrió el propietario, que estaba solo, haciendo las cuentas del día. Les dejó entrar y estuvieron un rato hablando con él. Rivette preguntaba y Bénard da Costa hacía las veces de traductor, del francés para el portugués y viceversa. Quería saber si asistían muchos espectadores, qué tipo de público y qué tipo de películas programaba. Por entonces el Animatógrapho do Rossio aún no se había especializado en el porno.


El hombre, un tanto desconfiado, explicó que pasaba todo tipo de cine, eso sí, mientras fuera divertido y agradable. Y viéndose animado a hablar, se explayó: las películas que proyectaba eran para el público y no para complacer a esos "señores críticos" que ahora andan por ahí hablando mal de lo que le gusta a la gente y poniendo por las nubes películas aburridas que nadie entiende. Y como los tres visitantes nocharniegos se rieran, ya se desahogó: él era amigo de todo el mundo, pero había dos tipos de personas que odiaba con toda su alma, a los comunistas y a los críticos; si de él dependiera ni uno sólo de esa banda de provocadores andaría por la calle. Nunca supo aquel hombre que tenía delante a tres de esos criminales que odiaba: uno de los paisanos, por hacer películas de esas aburridas que nadie entiende; el otro, por ponerlas por las nubes; y el francés, por partida doble.


2. A propósito de La belle noiseuse (1991), cuenta su protagonista, Emmanuelle Béart, que Rivette la estuvo rondando con vistas a otro proyecto que finalmente no cuajó. Un día, cuando ella rodaba El capitán Fracassa (1990) en Italia con Ettore Scola (otro que se nos fue este mes), recibió veinte páginas donde Rivette le contaba La belle noiseuse. Le parecieron espléndidas. Luego hubo un largo y lento acercamiento. La actriz no estaba acostumbrada a trabajar así y le encantó:
No me sentía arrojada brutalmente dentro de la película. Me pareció formidable que alguien como Rivette viniese poco a poco a verme, que cenásemos juntos, hablando de todo. Aprendimos a conocernos, a tenernos confianza.
Una vez Rivette le pidió que le hablase del pasado de Marianne (la belle noiseuse), que lo inventase. E inventó para él.
No guardó nada de eso, pero con todos los cachitos de cuanto hablamos construyó un personaje.
Claro que entrar en círculo del cineasta tenía sus riesgos, ser otra de las mujeres que formaban la familia del cineasta:
Jacques está rodeado de mujeres. Es sorprendente. Es bello y conmovedor. Pero la familia Rivette no era un problema para mí. Lo que me interesaba era el papel que me proponía y su manera de trabajar. Él y sólo él. No tuve miedo de un colectivo en el que no podría integrarme. Me da más miedo hablar con los Cahiers du Cinéma que ir a ver a Rivette… Es verdad que existen ciertas relaciones de celos entre las actrices respecto a Jacques. Porque cuando se interesa por ti quieres guardarlo para ti sola. Cuando trabajamos es de una precisión tal, de una atención tal, que una tiene miedo de que el trabajo se relaje cuando nos dirige en grupo, junto a los otros. Por ejemplo cuando salí de las tres semanas de rodaje en el taller y volvieron los otros personajes, cuando Jacques se interesó de nuevo por ellos, por Jane, sufrí como un niño abandonado. ¿Dónde se había metido mi director, el mío?  

La mujeres de Rivette no eran sólo actrices como Anna Karina, Juliet Berto, Bulle Ogier, Bernadette Lafont, Jane Birkin, Geraldine Chaplin, Sandrine Bonnaire o Jeanne Balibar, también quienes fueron sus ayudantes como Suzanne Schiffman (también guionista suya) o Claire Denis, y más allá de su función profesional eran las cómplices del cineasta (y probablemente el mayor estímulo del deseo de filmar). No puede extrañarnos que fuera Jane Birkin quien anunciara que después de 36 vues du Pic Saint-Loup (2009) -titulada aquí El último verano- ya no habría más películas de Rivette.


Jonathan Rosenbaum habló de los dos polos del cine de Rivette, de su lado Eisenstein-Lang-Hitchcok, con el gusto por el diseño y la trama (su lado controlador), y de su lado Renoir/Hawks/Rossellini, con el impulso de improvisar y dejar que las cosas sucedan (su lado infantil, juguetón, propicio al azar). A Rivette le gusta que sus actrices participen en la construcción de los personajes y en lo que esos personajes van a vivir en la película. Juliet Berto, Dominique Labourier, Bulle Ogier y Marie-France Pisier diseñaron -con Rivette y Eduardo de Gregorio- los personajes que encarnaban en Céline et Julie vont en bateau (1974), las escenas en las que intervenían y escribieron buena parte de sus diálogos.


3. Decía Rivette que todos los filmes que merecen ese nombre tiene una relación más o menos fuerte con una forma de ley (llámese gramática fílmica, narrativa cinematográfica o Modo de Representación Institucional, aquel concepto acuñado por Noël Burch), una relación con la ley -la norma- que puede pasar por toda suerte de desvíos, delirios o ardores, tentativas, torsiones o extravíos, desde el manierismo hasta el minimalismo. Además de esa dialéctica del filme con la ley, en el centro de cualquier obra digna de esa consideración alienta un secreto. Un secreto que no es un enigma de la narración, sino un secreto en un sentido primordial...
un secreto que no conoce el cineasta, un secreto que el cineasta acarrea sin saberlo, el secreto de algo muy íntimo, existencial, del que el filme se descubre portador, más allá de lo que el cineasta conscientemente quería, que dice cosas sobre él, y por tanto, a través de él, sobre la humanidad, cosas que él no tenía la menor intención de decir.
Bénard da Costa, en un hermoso texto sobre La belle noiseuse, trae a cuento lo que decía Kafka, por nuestras manos escriben [pintan, esculpen, filman] otras manos. Cuanto más intensa sea la relación entre la ley y el secreto, más intenso será el filme. Aun así Rivette conjuga una tercera palabra para esos filmes que merecen verdaderamente ser llamados filmes, la palabra peligro:
Fueron todos filmes difíciles de hacer, filmes peligrosos para todos y no sólo para el realizador, para todos los implicados, y en primer lugar para los actores, son filmes donde se corrió un peligro real -a veces a conciencia, a veces inconscientemente- que fue superado: donde, consciente o inconscientemente, hubo una exposición al peligro, más o menos voluntaria, más o menos fuerte, de este o aquel elemento fundamental del filme (narración, actores, cámara, lo que sea)... Tal vez no haya un gran filme sin el sentimiento de que podría haber sido una catástrofe, que lo debería haber sido, sin esa especie de milagro que todo lo salvó, por lo demás a fuerza de trabajo, cálculo y obstinación. (...) [Para los pioneros] el peligro era verse obligado a inventar todo.
Rivette hablaba de Griffith, de Eisenstein, de Chaplin, de Murnau, de Renoir, de Sternberg, de Dreyer, de Ophüls, de Mizoguchi, de Bresson, de Straub, de Godard... Pero hoy recordamos filmes peligrosos como Céline et Julie vont en bateau.


Como La belle noiseuse, que nos muestra -en palabras sabias de Bénard da Costa- ...
la voluntad infinita de ver más allá de la desnudez. Desnudez de un cuerpo de mujer. Desnudez de un acto de creación. Cuanto más vemos, más sabemos que nada hemos visto.

26/8/13

Una escalera para dos chicas de Little Rock


Me guardé las escaleras de Los caballeros las prefieren rubias para un día como hoy.


Para celebrar, pongamos por caso, los sesenta años de una película deliciosa que -me da la impresión- se ve como un hawks menor (quizá por algún tipo de ceguera, quien sabe si transitoria).


O para celebrar aquel tiempo en que las actrices aún sabían bajar -y subir- las escaleras. Como Jane Russell/ Dorothy Shaw y Marilyn Monroe/Lorelei Lee.


Salvo excepciones (como Molly Parker en Deadwood, esas escaleras también me las guardé para una ocasión propicia), las actrices de hoy deberían estudiarse las Instrucciones para subir una escalera de Cortázar (lástima, Julio, de otro manual para bajarlas: cuánta falta les hace), o habrá que ponérselo más fácil: ¡Renuncien de una vez a las escaleras en la entrega de los goya, por favor! ¡Qué penita dan!


Para celebrar también el tiempo en que la carne no había sido desterrada de la pantalla, donde uno podía gloriarse de los sempiternos quilitos de más de Marilyn Monroe; cuando aún había formas, por Dios. Donde la carnalidad de Jane Russell coexistía con los huesos de Audrey Hepburn. ¿Adónde se fueron los quilos de más de Kate Winslet, por mencionar uno de los casos más dolorosos? Por no hablar de las masacres -dietas, gimnasio y/o cirugía- que tantas actrices cometen con sus cuerpos (Maribel Verdú, sin ir más lejos) y/o con sus rostros (lo de Nicole Kidman es un crimen de lesa humanidad). ¿A qué espera la ONU para tomar cartas en este asunto capital? Y no hablemos de las arrugas... Dejémoslo aquí.


Los caballeros las prefieren rubias se estrenó en agosto de 1953. Soy de los que creen que se trata de una de las grandes películas de Hawks (y eso que sólo con ser un hawks menor ya sería mucho, y aun muchísimo). No lo cree así Robin Wood, uno de los más excelsos críticos hawkasianos (de quien tanto aprendimos), que la considera una obra fallida. Bénard da Costa la veía como una de las más fabulosas y subversivas comedias de Hawks, y Rohmer como un viejo asunto destilado en un cóctel de altura; Rosenbaum la ve como el Potemkin del capitalismo (por escaleras no va a ser).


Hawks rodó Los caballeros las prefieren rubias a partir de un guión de Charles Lederer que adaptaba la comedia musical de Anita Loos y Joseph Fields. El cineasta veía la película como un cuento de hadas con una actriz que no era de este mundo (Marilyn Monroe) y otra que no podía ser más real (Jane Russell). Si por Hawks fuera, Marilyn no hubiera rodado más que musicales y cuentos de hadas: sólo en la irrealidad cobraba visos de verdad. Podemos discrepar, pero admitamos que Hawks (nos) descubrió los poderes de Marilyn Monroe: bastaron Monkey Bussines (1953), que aquí se tituló Me siento rejuvenecer, y Los caballeros las prefieres rubias. Aquélla fue su primera película con Hawks (otra de las grandes comedias del maestro), pero en ésta Marilyn Monroe se topó con Lorelei Lee, su primer gran papel.


A Marilyn le debemos una de las mejores réplicas de la película, insistió en ponerla en boca de Lorelei Lee: Puedo ser muy inteligente cuando conviene, pero a los hombres no les gusta... Excepto a Gus. (Lo mira.) A él sólo le interesa mi cerebro.

A la izda., Gus, encarnado por Tommy Noonan, 
quizá el actor más asexuado que se hayamos visto en el cine.

Marilyn Monroe y Jane Russell se hicieron amigas durante el rodaje. Es imposible no sospechar que Hawks lo propició en la medida en que contribuía a la química entre los personajes: Lorelei Lee y Dorothy Shaw son amigas y se guardan una lealtad a toda prueba. ¿Cuál es la diferencia, además del físico? Pues que Lorelei quiere casarse por dinero y Dorothy por amor. Pero no olvidan que, en realidad -como cantan en el número de apertura de la película-, sólo somos dos chicas de Little Rock / que vivían en el lado equivocado de las vías.


Tiene su aquel que bordara el papel de una chica materialista una de las actrices menos materialistas de la historia del cine; una actriz generosa y desprendida como pocas. Pero los diamantes devienen una fantasía (fetichista) para Lorelei, porque si una chica está preocupada por el dinero cómo va a tener tiempo para el amor; y Marilyn Monroe sabía lo que no está escrito de fantasías, de las que abrigaba y de las que generaba. Si Marx escribiera en los años 50 El capital, lo amojonaría con ejemplos de Los caballeros las prefieren rubias.


Como apunta Bénard da Costa, no hay variación sobre el asunto de la atracción sexual que no sea conjugado ni pilar de la moral establecida -hoy habría que hablar de "lo políticamente correcto"- que no sea desbaratado. Todo podría resultar amoral y obsceno pero cada escena fluye con tal gracia que nos maravilla. (Y claro, ya se sabe, el cómo es el qué.)


Cuando un miembro del equipo olímpico de natación le pregunta a un compañero a cuál de la dos -Marilyn Monroe o Jane Russell- salvaría primero en caso de naufragio, éste no tiene la menor duda: Esas dos no se ahogarán jamás.


Más de una vez a uno le hubiera gustado estar presente en algunas de las entrevistas que ha leído desde hace más de cuarenta años. Ser testigo de aquélla que concertaron Rivette y Truffaut con Hawks (publicada en Cahiers du cinéma en febrero de 1956). Acudieron a la cita y se encontraron al cineasta en animada charla con Jacques Becker, eran muy amigos. El director de Casque d'or fue tan amable que se quedó durante la conversación, y se convirtió para los cahieristas en un intérprete cuando hizo falta, y sobre todo en un cómplice de lujo. Hawks les contó que Jane Russell y Marilyn Monroe estaban tan compenetradas que, cuando no sabía qué escena inventar, las hacía caminar de arriba para abajo, y la gente se divertía con eso, no se cansaban nunca de ver andar a aquellas dos chicas. Hice una escalera para que pudieran subir y bajar, y como están tan bien hechas... Este tipo de película permite dormir bien por la noche.


Una escalera para dos chicas de Little Rock, razón más que estimulante para rodar -y para ver- Los caballeros las prefieren rubias.

19/1/13

Viaje al Oeste de William Blake



Si ves otra vez Dead Man, la miras mucho mejor. (El cine de Jarmusch mejora cuanto más lo ves.) Cada vez que la veo más me gusta y mejor película me parece, y mira que es difícil gustándome ya tanto. Creo que la habré visto cinco o seis veces y, a medida que se ve de nuevo, va perdiendo, por así decir, su condición de película para devenir poema, como si se despojara de las apariencias de lo real para cobrar una desnudez surreal, más filme de un trasmundo que de este mundo, o quizá mejor, filme de tránsito, de frontera entre este mundo y el trasmundo, de ascesis, de liberación espiritual.


Un viaje, entonces: otra road movie de Jarmusch, o como el mismo la definió, un acid western.


Dead Man data de 1995 y puede verse también  como una bella rememoración -y celebración- del cine mismo en su centenario. Es la obra de un poeta, tal como lo entendían los antiguos, en el sentido de hacedor, de narrador de historias, como nos recuerda Borges en una hermosa conferencia: Historias en las que podían encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza. Por eso no creo que estuviera muy atinado Paul Auster a la hora de reivindicar al poeta Jarmusch como un cineasta que, a diferencia de la mayoría de los directores estadounidenses, tiene poco interés en el relato en sí mismo.


(En cambio, resulta atinadísima su apreciación de la poesía oral de Jarmusch en esos diálogos que parecen improvisados, donde conviven el humor y el delirio, lo cómico y lo descabellado, la ironía y la espontaneidad, lo hilarante y lo absurdo; unos diálogos que denotan una gran sensibilidad a los matices de la oralidad, obra de un verdadero escritor.)  Un escritor de cine, cabe añadir.

Jim Jarmusch en el rodaje de Dead Man

O sea, que no viene muy a cuento esa oposición poeta/narrador: Jarmusch cuenta de otra forma, o lo que viene siendo lo mismo, cuenta otras historias. Y como es un poeta narra lo que sólo un poeta puede contar, pero salta a la vista en sus películas su aquel de narrador.


Teniendo presente esa idea podemos destilar Dead Man como el cuento de un alma perdida que deambula por una frontera incierta hasta encontrar el camino de vuelta al origen. Dead Man como odisea de un espíritu. El espíritu de un contable de Cleveland llamado William Blake que llega al Oeste donde le aguarda el Infierno, atraviesa el Purgatorio en compañía del indio Nadie -su guía espiritual-, despojándose de su máscara de contable para recobrar su ser-de-poeta William Blake antes de emprender la última singladura en una barca más allá del Oeste, al Oeste del Oeste.


También una comedia divina con un Virgilio/Nadie guiando al poeta Dante/William Blake. (El poeta, pintor, grabador e impresor inglés trabajaba en las ilustraciones de la Divina Comedia cuando murió el 12 de agosto de 1827.)



En fin, Dead Man, la historia de un fantasma -un hombre muerto- que se transfigura en cuento, leyenda, poema; que vuelve a la casa del ser: el viaje al Oeste del espíritu de William Blake. Qué próximo, por otro lado, resulta el cuento a la mitología de los viajes funerarios y las barcas de piedra de estos finisterres amigos de los ocasos, por no hablar de la barca solar de los egipcios!


Toda la extrañeza que habíamos experimentado cuando supimos que Jarmusch se aventuraba en el territorio del western "histórico" (nada tendría de extraño un western "en presente", al modo Carretera asfaltada en dos direcciones, pongamos por caso) se evaporó al ver Dead Man: no sólo era un filme absolutamente Jasmusch, es que era (es) lo más Jarmusch que uno había visto; nunca una película suya había respirado tanto por los fundidos a negro que las hilvanan; donde el paisaje cobra visos de personaje, hasta trasfigurarse de western abstracto en peto de ánimas, y el viaje en camino espiritual.


Un  camino que vuelve a transitar (de otra forma, otro cuento) en Ghost Dog: el camino del samurái (1999), con la que Dead Man compone un díptico sobre la ascesis. Me gustó mucho -pero no me extrañó nada- saber por un texto de Jonathan Rosenbaum que el título (de trabajo) de Dead Man era originalmente "Ghost Dog" (un texto incluido en el precioso librito que la Cinemateca Portuguesa dedicó al cineasta).


Jarmusch va anotando cosas durante años y luego se sienta un mes a escribir el guión. El interés por la cultura indígena le viene de la infancia: fue su abuela quien le despertó e inculcó el amor por la cultura de los nativos americanos. Se documentó a conciencia sobre los indios y justo la noche anterior a la jornada en la que había decidido empezar a escribir el guión buscó algo para leer que no tuviera nada que ver con el tema, para despejar la cabeza, y cogió un libro de William Blake, un poeta que había sido muy importante para él cuando tenía veinte años pero llevaba tiempo sin leerlo: Algunos de los Proverbios del infierno le sonaban como si fuesen pensamientos de los indios:

Nunca el águila malgastó tanto su tiempo como cuando se propuso aprender del cuervo. 

Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos.


Y aquella noche que Jarmusch leía -para descansar de los indios- a William Blake (Borges lo describió como el menos contemporáneo de los hombres y como uno de los hombres más extraños de la literatura), el poeta se le coló en el guión de Dead Man. Y los proverbios mencionados acabaron como frases de diálogo en boca de Nadie. Tampoco estaba entre sus planes rodar un western, digamos que la forma del western se le impuso como un patrón narrativo, pregnante y abierto a la vez, que le permitía enhebrar diferentes estratos de significación, lo genérico y lo metafórico, lo narrativo y lo poético, el viaje y la ascesis; y pespuntar temas diversos -las culturas nativas, la historia de América, el expolio colonial (y el ecocidio), William Blake, la violencia, el racismo, la muerte- de índole religiosa, filosófica o etnográfica sin que las costuras reventaran y el tejido se resintiese.


Al fin y al cabo, el western, comentó Jarmusch alguna vez, es un género que cobija películas tan distintas como Centauros del desierto de John Ford o The Shotting de  Monte Hellman, Johnny Guitar de Nicholas Ray o Sangre en la luna de Robert Wise. No quería hacer un western; más bien el western lo quiso a él, que casi es la mejor forma de hacer un western.


En manos de Jarmusch el western no sólo se revela un género abierto a temas, atmósferas y tratamientos diversos, sino la forma más maleable que cabe imaginar: Dead Man, un western escrito y filmado como si Beckett mirara por encima del hombro de Jarmusch, amojonado con la socarronería del cineasta, que no ahorra el detalle gore ni el rasgo macabro, y una desopilante corte de secundarios.


Mientras escribía el guión escuchaba temas de Neil Young y los Crazy Horse, con la imagen de William Blake en la piel de Johnny Depp, al que había conocido durante el rodaje de Noche en la tierra (1991), su anterior película, cuando el actor visitó a su (entonces) novia Winona Ryder en el rodaje, y se hicieron amigos; y la imagen del indio Nadie en la de Gary Farmer, el actor canadiense que había visto en Powwow Highway (1988) de Jonathan Wacks. Jarmusch siempre escribe para quienes van a encarnar a sus personajes, así que viajó hasta el lugar perdido de las montañas entre Montreal y Toronto donde vivía Gary Farmer, vástago de una de las seis tribus que forman la nación iroquesa, y pasó unos días con él; mientras paseaban por las colinas, el cineasta le contaba la película a la manera de un narrador oral (como aquel hacedor del que hablaba Borges).


Farmer quedó encantado; en realidad, Jarmusch ya le había contagiado -inoculado- el ser del guía espiritual de William Blake, y cuando leyó el guión no le costó nada encontrar a Nadie en su corazón, ya estaba allí -donde lo había sembrado el director-, y a través del personaje volvió a conectar con algo íntimo y primordial.


Dead Man es de esas películas cardinales donde cuajan búsquedas, anhelos, sueños, resonancias, armónicos, en fin, los mil dolores pequeños de las entretelas del ser, pues como apuntó Jamusch, la muerte es lo único seguro de la vida y al mismo tiempo es su mayor misterio.


Quizá por eso  deviene una de esas películas que propician los pequeños milagros, como poder contar con una de las últimas apariciones de Robert Mitchum, un verdadero regalo para el cineasta; la primera película que le impresionó de niño fue Thunder Road (1958) de Arthur Ripley: la vio cuando tenía siete años en un drive in, una película donde Mitchum no sólo interpreta el papel principal -y canta-, sino que también la produce y es autor de la historia original a partir de un suceso real que presenció y le contó James Agee.


Los memorables arañazos de la guitarra de Neil Young improvisando la música ante la pantalla -después de ver un par de veces la película (rodada también al compás de las canciones que habían cobijado la escritura del guión y montada por Jay Rabinowitz pensando en ellas, como anidándolas)-, dialogando con las imágenes de Dead Man, despiertan otro paisaje en la bellísima fotografía en blanco y negro de Robby Müller -que transfigura por sí misma el paisaje en un personaje (como esos bosques sobrecogedores, animados por los espíritus de los ancestros, donde hasta un asesino desalmado se siente inerme)-, y diríamos que creando también un más hondo silencio, de una cualidad hipnótica, en el viaje interior de William Blake y Nadie, exiliados -extrañados- de sus respectivas culturas, dos tipos condenados a la soledad y la errancia, y así, Jarmusch destila el tema primordial del cine de Ford, un cineasta que -según dice- no le gusta.


Resulta muy hermosa y muy triste la historia de Nadie, que siendo niño fue secuestrado y educado por el hombre blanco, experimentó una epifanía con los poemas de William Blake, que le inspiró la huida, pero cuando consiguió volver a su tribu no le creyeron, estaban convencidos de que se había inventado su cautiverio y sus viajes, y le pusieron Xebeche, "el que habla alto sin decir nada".


Una ilíada que acabó con la más dolorosa de las odiseas posibles. Y desposeído del reconocimiento de los suyos, quebradas las relaciones de pertenencia, se convirtió en Nadie: el solitario, el errante. Una historia que ahora le cuenta a William Blake, pespuntada por fundidos blancos que sirven de umbrales a breves flashbacks, como relámpagos de la memoria, mientras atraviesan el admirable bosque de abedules.


Sobra decir que los proverbios del infierno citados más arriba no son las únicas citas de William Blake que amojonan Dead Man. Incluso algunos personajes llevan nombres donde resuena la obra y aun la vida del poeta, como El libro de Thel -uno de sus primeros poemas proféticos o visionarios- en el personaje de Thel, interpretado por Mili Avital, cuya muerte cambiará el destino del protagonista.


Casi podríamos decir que el poeta inglés -Jarmusch mediante- le pone las palabras en la boca a Nadie, en su aquel de devolver al contable de Cleveland encarnado por Johnny Depp a su verdadero ser, para que a través del viático de la poesía su cuerpo merezca ser habitado -hablado- por el espíritu de William Blake.



Dead Man -como verdadero viaje, como verdadera road movie, como verdadera odisea- deviene camino de aprendizaje. Y la poesía, pedagogía. El camino de tránsito de un hombre que ya no es de este mundo. (Un asunto mayor que cobrará nuevos vuelos en Ghost Dog: el camino del samurái.)


Cuando el contable le dice a Nadie que se llama William Blake, el indio no tiene dudas: Entonces estás muerto. El contable empieza no sabiendo quién es el William Blake del que le habla con admiración, pero acaba aceptando su condición de poeta, y cuando uno de los cazarrecompensas que lo busca para matarlo le pregunta si es William Blake, responde: Sí, soy William Blake. ¿Conoces mi poesía? Y cuando remata a su presunto asesino moribundo recita los últimos versos de Augurios de inocencia que le había escuchado palabrear con devoción a Nadie:

Every Night and every Morn
Some to Misery are Born.
Every Morn and every Night
Some are Born to sweet delight.
Some are Born to sweet delight,
Some are Born to Endless Night.  

(Cada noche y cada mañana /algunos nacen para la desgracia. / Cada mañana y cada noche / algunos nacen para la dulce delicia. / Algunos nacen para la dulce delicia, / algunos nacen para la noche sin fin. Claro que perdemos esa música que aflora entre Morn y Born, y en esos dos últimos versos:  Some are Born to sweet delight, / Some are Born to Endless Night.) 


Desde el punto de vista económico, Dead Man representó el mayor fracaso comercial de Jarmusch; desde el punto de vista fílmico, quizá su mayor logro, una de las joyas del cine de los noventa. Basta ponerle los ojos encima a ese maravilloso prólogo de ocho minutos, con su hechicera cadencia de fundidos a negro, para cruzar el umbral de un verdadero poema visual del viaje al Oeste de William Blake. Al Oeste del Oeste.


Por supuesto, Dead Man figura, faltaría más, entre las cuentas enhebradas en ese rosario de poemas de cine como Sayat NovaEsplendor en la hierba, Pasión de los fuertes, El fantasma y la señora Muir, El viento nos llevaráThey Were ExpendableEl espíritu de la colmena, Reyes y reinaEl hombre tranquilo o Innisfree.


Por eso, cuando se acercaba el pasado día 15 en que se cumplían los cuatro años de esta escuela y después de más de setecientas entradas, venía cavilando si no había llegado el momento de despedirse y ponerle punto final, y pensé que Dead Man sería clausura perfecta para esta bitácora.


Al final decidí seguir ¿un año más?, aunque la escuela, por razones (laborales) de fuerza mayor, empiece a ralear y ese de los domingos, sin dejar de ser metafórico, acabará siendo también literal. Sea como sea, a todos los que encontráis aquí un pupitre, un rincón, una pizarra, una ventana, conversación o acaso un umbral gracias por la compañía.