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27/12/11

Rotos y descosidos


Estos días -fechas pintiparadas- leí Nada que temer de Julian Barnes. Unas memorias, un ensayo, una autobiografía. Todos esos ingredientes se cocinan en el libro. En fin, una obra de no ficción o de autoficción, que viene siendo lo mismo, sobre todo si el escritor se encuentra a medio camino entre los sesenta y los setenta años, cuando ya cuesta distinguir entre memoria e imaginación o, dicho con las palabras del propio Barnes, cuando el propio recuerdo llega a parecer más próximo que nunca a un acto de la imaginación.


Ah, sí, Nada que temer es un libro sobre la muerte. Sobre la propia muerte, la de Barnes, y -qué remedio con el libro en la manos- sobre la muerte de uno. Y uno lee, o mejor, sigue leyendo por el humor de la mirada sobre el miedo -a la muerte, claro- y por la ironía con la que reflexiona sobre los poderes del arte y de la literatura a la hora de derramar sentido sobre el inexorable acabamiento, es decir, en el aquel de convertir la vida en un relato. En último término, Nada que temer trata de cómo Barnes explora si le sirve de algo ser novelista a la hora de afrontar el miedo a la muerte y si sus amados maestros -Montaigne (citando a Cicerón, que citaba a Sócrates:  filosofar es aprender a morir), Stendhal (que dejó dicho su epitafio: Escribió, amó, vivió), Flaubert (Todo en la vida se aprende, desde leer hasta morir) y compañía- le van a iluminar el camino hacia el gran quizá, como dicen que se refirió Rabelais al más allá, aunque el autor no alberga demasiadas dudas a la luz de las páginas de Jules Renard -uno de sus guías predilectos-, que en su Diario anotó: La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra "nada". Y también: La ironía no seca la hierba. Sólo quema los hierbajos. Y que de casi todas la obras literarias puede decirse que son demasiado largas.

Jules Renard

Me he reído a menudo con el miedo a la muerte de Nada que temer y he interrumpido la lectura de Ángeles (que ha vuelto con Nuestro amigo común de su querido Dickens) para leerle algún fragmento que otro. O para contarle algún episodio, como el del puf. El padre del novelista fue destinado a la India durante la segunda guerra mundial y a la vuelta trajo un puf circular de cuero en el que Julian Barnes se zambullía de niño o se desplomaba de adolescente. Hasta que las costuras acabaron cediendo y entonces el futuro escritor descubrió que sus padres habían rellenado el puf con sus cartas de amor, después de romperlas en pedazos minúsculos. Cómo pudieron, se pregunta Julian Barnes. Pues pudieron, vaya si pudieron. ¿Cómo imaginar aquella decisión y aquella escena? ¿Rompieron las cartas juntos o lo hizo ella mientras él estaba en el trabajo? ¿Discutieron, lo acordaron, alguno de los dos guardó un rencor secreto por esta iniciativa? Y aun suponiendo que se pusieran de acuerdo, ¿cómo lo llevaron a cabo? Aquí hay un inquietante "qué prefieres" [los qué prefieres amojonan el libro: qué prefieres, morir así o asado, por poner un ejemplo]. ¿Habrías preferido hacer pedazos tus propias expresiones de amor o las que habías recibido?


Julian Barnes

A Ángeles aquello de trocear las cartas de amor y rellenar un puf con ellas le pareció una idea estupenda (lástima que se descosieran las costuras): ¿o prefieres que cuando hayamos muerto nuestro hijo descubra nuestras cartas y se avergüence de las tonterías que nos decíamos? Le digo que nuestro hijo se hace ya una idea de las tonterías que nos pudimos decir. Ya -replica Ángeles-, pero una cosa es que se lo imagine y otra cosa muy distinta es que tenga pruebas. Por escrito. Entonces le recuerdo aquellos versos de Pessoa/Álvaro de Campos: Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas. (...) Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas. // Pero, al final, / sólo las criaturas que nunca han escrito / cartas de amor/  son las que son / ridículas. Ya -dice Ángeles, tapándome la boca-, ya sabía yo que me ibas a salir con Pessoa, a ti Pessoa lo mismo te vale para un roto que para un descosido. Para unas cartas de amor rotas en un puf descosido.

Fernando Pessoa

Cincuenta años después y tras haberse dedicado a las historias -su invención y su significado-, Barnes ve en aquellas cartas una metáfora de nuestra vida: la acción enérgica, las pistas hechas pedazos, la renuencia o la incapacidad de reconstruir una historia de la que sólo conocemos fragmentos. Pedazos que sólo una novela puede coser con sentido, aunque la palabra más llena de sentido sea la palabra nada. Un desasosiego que, en los primeros versos de Tabacaria, Pessoa (Ángeles sabrá si vale aquí para roto o descosido) conjuraba con humor: No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo siquiera ser nada. / Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo. Qué poquita cosa ese pequeño equipaje de mano para transitar por la vida entre una y otra nada.


Como testimonia en silencio el ideograma Mu de la tumba de Ozu. Nada. Nada más que rotos y descosidos.

9/5/11

El hilo de la voz

Hay libros que vienen, se quedan, desaparecen -u olvidamos-, recordamos -o reaparecen- y vuelven cuando mejor podemos, no releerlos -nos dicen ya cosas distintas porque quizá ya no somos los mismos- sino leerlos como si fuera la primera vez. Como si supieran en qué lugar del curso del tiempo sería propicia una cita secreta con sus páginas. La luz de la noche de Pietro Citati es uno de esos libros. Lo había encontrado en la (añorada) librería Michelena a finales de los noventa editado por Seix Barral. Leí los tres primeros capítulos. Me había atrapado ya el primer párrafo:

Cuando los viajeros de los siglos XVII y XVIII atravesaban en primavera la inmensa estepa que desde Ucrania llevaba hasta Siberia, observaban junto al camino unos túmulos, ora aislados, ora en grupos, ora pequeños, ora de más de veinte metros de altura. El viaje se interrumpía durante unos cinco minutos o unas horas. Alrededor se extendía una alfombra de flores: tulipanes silvestres, lirios amarillos y violetas, amapolas, ranúnculos, jacintos de color púrpura, anegados en una hierba blanca y plumosa como un mar de plata; mientras tanto, a lo lejos, en el aire celeste y transparente, pasaban las figuras veloces de los ciervos, de los lobos grises y azules, de las águilas y las avutardas. Los viajeros no sabían que en aquellos túmulos yacían los cuerpos de los grandes señores escitas, cuyas costumbres y empresas habían leído apasionadamente en Herodoto [sic].

Y cuando estaba a las puertas del capítulo cuatro titulado Ulises y la novela, nos vinimos a vivir a estos finisterres y, en las urgencias del traslado, el libro de Citati se quedó en Tui, enterrado por otros libros, carpetas y cuadernos, desaparecido primero y olvidado después. Durante años. Hasta que hace unos meses volví a descubrir en la sección de libros de un centro comercial  La luz de la noche, ahora en otra edición con una nueva traducción,


y leí algunos párrafos del capítulo dedicado a Las mil y una noches cabe la mesa de novedades:

Narrar es -en su origen- un don femenino, una palabra que una mujer dirige a otra mujer y que el hombre escucha. Shahrazad empieza sus historias cuando la oscuridad anuncia que el día está lejos: vinculado al eros, a los demonios, a los fantasmas y a las lenguas secretas, el relato nace de la noche, vive de la noche, pero vence a las tinieblas y cada vez hace nacer el día para todos nosotros, que hablamos y escuchamos. También Ulises, en la corte de Alcinoo, relata en la tiniebla, y todos aquellos que lo escuchan habrían querido transcurrir cada noche oyendo las aventuras prodigiosas, como si Hermes, con su varita mágica, hubiese ahuyentado el sueño de sus párpados. Pero la apuesta de Ulises es mucho menos desesperada que la de Shahrazad. Ulises no quiere derrotar a la muerte, en tanto que el relato de Shahrazad, cada noche, tiene que desplazar, postergar, alejar a la muerte que nos aguarda a cada instante.

Pietro Citati

Pero dejé el libro allí como si comprarlo hubiera representado una traición a mi viejo ejemplar. que me había descubierto a Pietro Citati, autor de un hermoso prólogo a La isla del tesoro, en una edición que encontré en una librería de Florencia. Unas semanas después, en Ourense, mientras Ángeles iba a una revisión con nuestra dentista (de cabecera), me fui hasta la librería Tanco donde aún conservan algunas estanterías con los libros de la vieja -y  bella- colección Austral y otros ejemplares ya descatalogados. Y ¿qué os creéis que encontré en una estantería cabe el suelo que tuve que arrodillarme para revisar? Efectivamente, un ejemplar amarillento, sobado y con los cantos sucios de la edición de Seix Barral, la misma de mi libro descarriado. Como si La luz de la noche  me persiguiera. Y allí lo dejé, pero con el propósito de practicar una prospección en Tui.

Lo encontré hace un par de semanas. Ni siquiera me llevó demasiado tiempo. Sólo levantar unos viejos mapas escolares de Portugal, unos cuadernos, unas carpetas, El asesinato considerado como una de las bellas artes de De Quincey y una edición de Amor de Artur de Méndez Ferrín con el cuento Fría Hortensia muy anotado (qué bella película por hacer). Y allí estaba el viejo ejemplar de La luz de la noche casi nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado por él. Ahora lo llevo conmigo, leo en ratos libres algún capítulo y me hace compañía. La semana pasada, después de hacer la compra en el súper, encontré todas las cajas con una cola de clientes con carritos y llevaba bastante más de las quince unidades que permiten en la caja rápida, así que me puse en la cola de la caja más próxima. El tiempo me pasó volando leyendo el capítulo dedicado a los Ensayos de Montaigne en La luz de la noche.

Había llegado el turno de la clienta que me precedía y no me hubiera apercibido si la cajera no trabara conversación con ella, conmigo como tema. Sin disimulo. No se referían a mí, pero uno era el objeto de la parrafada que se traían mientras la cajera pasaba la compra por el visor y la guardaba en bolsas sucesivas que la clienta estibaba en el carrito. Bueno, no yo, sino yo leyendo un libro en la cola de una de las cajas del súper. Había tema: leer para pasar el tiempo, leer para aprovechar el tiempo, leer para disfrutar el tiempo, leer para perder el tiempo, leer para matar el tiempo... Cáspita, yo con Montaigne y Citati entre manos cuando la situación requería coger un lápiz y tomar notas. Demasiado tarde, llegaba mi turno, la clienta se despedía de la cajera pero no sin cerrar el ensayo sobre la lectura  con una frase definitiva: A min xa me ghustaría, pero non teño consentrasión. Quizá la traducción resulte superflua pero por si las moscas: "A mi ya me gustaría, pero no tengo concentración". A punto estuve de espetarle que a uno le gustaría concentrarse en otras tareas con la misma facilidad que con un libro entre las manos. Ya se sabe, nunca llueve (concentración) a gusto de todos.
   
A la La luz de la noche le han añadido en la nueva edición -como en la vieja- un subtítulo engañoso -Los grandes mitos en la Historia del mundo-. En realidad, Pietro Citati -como gran narrador- nos lleva de viaje por los más hermosos relatos, o si se quiere, por las formas maravillosas donde cuajaron los relatos que han iluminado la noche de los tiempos y las tinieblas del mundo, los de Platón y Mozart, Apuleyo y Leopardi, San Agustín y el Inca Garcilaso, Heródoto, Rumi y Madame d'Aulnoy, y alumbra sus páginas -como gran lector- con una candela íntima. Cuando recuperé La luz de la noche, allí mismo, en el mismo cuarto donde lo había olvidado leí aquel capítulo pendiente, Ulises y la novela; os dejo aquí el antepenúltimo párrafo:

El reino sobre el que Ulises reinaba como todopoderoso soberano era el del relato, tan ilimitado e intrincado como el dibujo que sus viajes trazan sobre el mapa del Mediterráneo. En la "Odisea", donde todos engañan, fingen y relatan, nadie posee sus incomparables cualidades de narrador. Nadie como él conoce el arte de apropiarse de las más diversas experiencias y adaptarlas; nadie tiene una memoria tan incesante y una mente equívoca como el destino, indisoluble como los nudos de Circe, colorida como los tapices, móvil como Proteo, engañadora como los embaucadores callejeros. De tal suerte, Ulises se convirtió en el símbolo mismo del arte de relatar. Todos los grandes escritores de novelas acudieron a su escuela y se esforzaron por poseer ese extraordinario haz de dones.

Pietro Citati, mientras ilumina los relatos del mundo con La luz de la noche, enhebra el hilo que nos orienta en el laberinto de la vida: el hilo de la voz del narrador.

8/5/11

Huellas en la arena

Hay películas peligrosas. Pocas, pero las hay. De ésas que uno se pregunta si las hemos visto o las hemos soñado. Por milagrosas. Por inefables. Por radicales. De ésas que se distinguen por un decir tan claro que sobrecogen y confunden. Por distintas. Por insondables. Por calladas. De ésas bendecidas con el don del cine verdadero y destiladas en imágenes cristalinas, aun para fijar en sus fotogramas la más honda negrura. Por secretas. Por indecibles. Por esenciales. Películas peligrosas porque, después de verlas -y durante un tiempo-, las películas de todos los días -las otras películas, digamos- parecen prescindibles. 

Bresson dirige a Nadine Nortier en Mouchette

Mouchette (1967) es una de esas películas. Por eso cada vez que la vemos nos preguntamos. ¿Quién fue tu maestro, Robert Bresson?  ¿De dónde saliste? Y pareciera que las películas de Bresson existen fuera del cine, o que son cine de otro mundo. Sin embargo, nos recordó Víctor Erice, si sus películas no tuvieran ninguna relación con el resto del cine, no podríamos comprenderlas. ¿Y cómo resistirse a la sensualidad que desprenden las imágenes de Mouchette en un bellísimo blanco y negro obra de Ghislain Cloquet? Casi resulta inverosímil que en las últimas entrevistas que le hicieron a Bresson algunos periodistas le reprocharan la frialdad de sus películas. Es como tachar de frías las pinturas de Rothko o de Morandi. Eso sí, como en el caso de estos pintores, la sensualidad -la belleza material, cálida, plástica- devenía, por así decir, como un efecto de la economía expresiva, como expresión de una eficacia poética.

Robert Bresson

Obstinado, raro, marginal. Son algunos de los adjetivos con los que se calificó a Bresson en vida. Un perro verde. Un caso aparte. Un solitario. Un cineasta cada vez más solo a medida que se iba desprendiendo de los afeites del cine para abrazar la desnudez del cinematógrafo. Un solitario a su pesar, porque Bresson no era un artista arrogante sino un cineasta fiel a los principios decantados en el curso de sus películas y destilados en las Notas sobre el cinematógrafo, un texto esencial, no ya sobre el arte cinematográfico sino sobre el arte a secas, al tiempo que una obra de arte ellas mismas.

Robert Bresson

La distinción, o mejor, la separación radical entre cine y cinematógrafo constituye la piedra angular de la poética de Bresson. Basta leer una de las primeras Notas:

"Dos tipos de películas: las que emplean los medios del teatro (actores, puesta en escena, etc.) y se sirven de la cámara para reproducir; las que emplean los medios del cinematógrafo y se sirven de la cámara para crear." (Las cursivas son de Bresson.)

Fotograma de Mouchette

El cine reproduce lo que está pensado, escrito, preparado, y se hace con actores; el cinematógrafo crea a través de las relaciones entre los planos, se nutre de lo inesperado y se hace con modelos, o sea, con no-actores. Si la etimología de persona remite a la máscara del teatro griego, un actor representa para Bresson la máscara de una máscara, alguien condenado a interpretar, a construir un personaje, una interioridad ficticia que se comunica a través de una forma de (estudiada) expresividad. Por eso elegía modelos porque es lo que no alcanzaba a saber de ellos lo que despertaba su interés, porque una verdadera mirada no se puede producir ni inventar, sólo se puede atrapar y entonces, cuando se captura, el plano resulta admirable; porque lo que le importaba a Bresson no es lo que el actor revelaría sino lo que el no-actor escondía, o lo que mostraba sin querer, irracionalmente, como cuando experimentamos un escalofrío o se nos pone la piel de gallina.

"Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si es automático (no gobernado, no deliberado)."

"A propósito del automatismo, esto también de Montaigne: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor; la mano va a menudo donde no la enviamos." (En ambas notas las cursivas son de Bresson.)

Arriba, fotograma de Mouchette
abajo, fotograma de Rosetta, de Jean-Pierre y Luc Dardenne


El 28 de enero de 2000, cuando Rosetta se proyecta en los cines del mundo, Luc Dardenne trabaja con Jean-Pierre en el guión de El hijo -a esas alturas aún no encontraron el título (tardarán un mes en dar con él)- y escribe en su diario:

"El actor no tiene una interioridad que podría querer expresar. Está ante la cámara, se comporta. Cuando quiere que algo salga de él, es malo. La cámara, despiadada, ha grabado su voluntad, su interpretación para que salga ese algo. Debe abstraerse de toda voluntad y acercarse a lo involuntario, al automatismo de una máquina, de la cámara. Lo que Bresson escribió sobre el automatismo citando a Montaigne es totalmente cierto. Nuestras indicaciones a los actores son físicas y, la mayor parte del tiempo, negativas por detenerlas cada vez que creemos que se salen del comportamiento que son para la cámara. Grabando este comportamiento, la cámara podrá grabar la aparición de miradas y de cuerpos más interiores que cualquier interioridad expresada por la interpretación de los actores. Para la cámara, los actores son reveladores, no constructores. Lo que exige mucho trabajo."

Fotograma de Mouchette

Si lo sabía Bresson, el trabajo que exigía. Por eso prefería que antes de entender una película se sintiera, que los sentidos interviniesen antes que la inteligencia:

"Lo que manda es lo interior. Los nudos que se atan y se desatan en el interior de las personas es lo único que da a las películas su verdadero movimiento."

"Ahonda en tu sensación. Mira lo que hay dentro. No la analices con palabras. Tradúcelas en imágenes hermanas, en sonidos equivalentes. Cuánto más neta sea, más se afirma tu estilo. (Estilo: todo lo que no es técnica.)"

Fotograma de Au hasard Balthazar
cuyo impulso creativo Bresson prolonga en Mouchette
los únicos filmes que rodó casi seguidos.

Bresson concibe el cinematógrafo como una forma de ascesis, de depuración; como una exigencia de desnudez esencial -"construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad"-. Soñaba a veces que su película se hacía paso a paso bajo la mirada, como un lienzo de pintor eternamente fresco. De hecho, pensaba su cinematógrafo como un pintor:

"Ve tu película como una combinación de líneas y de volúmenes en movimiento al margen de lo que representa y significa."

"Sé preciso en la forma, no siempre en el fondo (si puedes)."

"Ten el ojo del pintor. El pintor crea mirando."

Fotograma de Mouchette

El cine de Bresson y sus Notas decantan una poética del corte -los fragmentos (planos, imágenes) que articulan sus películas- que vuelve superflua la jerarquía tradicional de la planificación cinematográfica -plano general, plano medio, primer plano-, porque cada corte representa una pincelada que transforma el tono de la que le precede y se transfigura por la herida de un corte nuevo.

"¡Cuántas cosas se pueden expresar con la mano, con la cabeza, con los hombros!... ¡Cuántas palabras inútiles y engorrosas desaparecen entonces! ¡Qué economía!"

Fotograma de Mouchette

Una poética del corte que prolonga sus resonancias a través de la repetición de imágenes -ángulos y movimientos de cámara- y miradas, creando rimas y correspondencias para dotar de un ritmo y de una respiración, de una trama sensitiva en la que los sonidos y el decir de los modelos cobran un valor tímbrico y matérico como pocas veces podemos contemplar en una pantalla, porque las palabras recuperan su cualidad de materia sonora y el oír proyecta un mirar:

"El ojo (en general) es superficial, el oído, profundo e inventivo. El silbido de una locomotora imprime en nosotros la visión de toda una estación."

"Entonaciones precisas cuando tu modelo no ejerce ningún control sobre ellas."

Fotograma de Mouchette

Una repetición que, por otra parte, atraviesa las fronteras entre películas y que revela la cualidad obsesiva del cineasta: cuando Bresson encuentra la forma exacta de filmar una escalera, una ventana o una puerta no duda en repetir ese plano en otra película si precisa de esos mismos elementos.


En estos últimos meses hemos vuelto al cinematógrafo más de una vez para ver Mouchette (1967); quizá no sea su mejor película, pero es la que prefiero, tan clara como esquiva, tan bella como sórdida, tan luminosa como desesperanzada, tan sencilla como misteriosa, tan concreta como abstracta... Mouchette es una niña de catorce años que vive una historia que, si no supiéramos que Bresson la ha adaptado de una novela de Bernanos, bien pudiera haber salido de la pluma de Dostoievski, tan humillada y ofendida que esos días de infancia a los que asistimos en Mouchette pueden verse como un vía crucis (como la peripecia del burro en Au hasard Balthazar, su película anterior). Encontramos ecos de Mouchette en Rosetta, como descubrimos huellas de L'argent en El silencio de Lorna, por seguir abriendo pasajes entre Bresson y los hermanos Dardenne. No es de extrañar que Nicole Brenez le hubiera escrito a Jonathan Rosenbaum un email arrebatado después de ver Rosetta: "Es  la Mouchette de nuestro tiempo". Ecos y huellas que no han de confundirse con rasgos de estilo: Bresson no se parece a nadie y nadie puede parecerse a Bresson a la hora de perseverar en la búsqueda primordial de la verdad que sólo el cine puede revelarnos a través de las imágenes que se transforman al montarlas, conjugando ritmos, líneas tonales y armónicos, como si de una composición musical se tratara. Y de eso se trata, sobre todo, en Mouchette. Como mucho, se puede uno contemplar en ese espejo, seguir ese ejemplo, si se puede.

Fotograma de Mouchette

Cada vez que vuelvo a Mouchette me resulta más difícil espigar las escenas memorables, no sólo porque son cada vez más numerosas, sino, sobre todo, porque me cuesta arrancarlas del curso de la película: la escena de la caza que establece la pauta de acoso que vive la protagonista; la escena de los autos de coche con esa maravilla -y milagroso azar- de la mujer que pone la ficha en las manos de Mouchette (una escena que Bresson había desarrollado "completa" en el guión pero aquí reduce a los términos esenciales);

Dos momentos de la escena de los autos de choque 
en Mouchette


la escena de la violación que nos atenaza sobre todo por ese gesto de la niña abrazando al agresor, que nos da la medida de su desvalimiento y el vacío afectivo que la habita;

Fotograma de Mouchette

y la escena final, la desaparición de Mouchette, una de las más bellas y dolorosas escenas de la historia del cine, con ese tractor que se aleja y que cifra el frágil hilo que podría haber sujetado a la niña a este negro y despiadado mundo, una escena conjugada en tres movimientos, las tres veces que Mouchette se envuelve en el vestido de muselina -como un sudario-, que una mujer le había dado para arreglar el cadáver de su madre, y se echa a rodar por la pendiente hacia el agua...







Fotogramas de la escena de la desaparición de Mouchette

Quizá ninguna escena puede situarnos ante el misterio primordial del cine de Bresson -y de la poética del corte y la repetición- como este final bellísimo de Mouchette que Bertolucci homenajea en Soñadores.

Bresson rescata a Mouchette

Con más de ochenta años, durante la promoción de L'argent (1983), su última película, Bresson explicaba a quien quería escucharle que sus películas no eran obras, sino apenas tentativas en el camino del cinematógrafo, búsquedas de una impresión de lo verdadero; que se obligaba a no saber qué iba a rodar al día siguiente para poder recibir una fuerte impresión, quería capturar en ese preciso instante el sentimiento que suscitaba lo que tenía delante de los ojos, porque creía en la inmediatez del lenguaje cinematográfico.

Fotograma de Mouchette

En esa búsqueda de las formas cinematográficas de lo verdadero no se comprometió sólo Bresson, también Rossellini o Renoir, del que cita La regla del juego en la escena de la caza de Mouchette, especialmente significativa porque la cita era una practica inusual en el cine de Bresson. Como ellos, esperaba lo inesperado, y concebía el rodaje de una película -son palabras de Erice- como un dispositivo de captura de una verdad desconocida, es decir, como búsqueda de una revelación. Pero Bresson  eligió un método radical, el camino solitario. Aunque, bien mirado, quizá no pudo elegir, lo suyo era, por así decir, una soledad congénita. La del cinematógrafo. Una poética, un método, una obsesión.

Fotograma de Mouchette

En 1963, Bresson se encontraba en Roma preparando su versión del Génesis, desde la creación del mundo hasta la Torre de Babel, una película producida por Dino de Laurentiis. Pero, como se sabe, el proyecto nunca se realizó. Bertolucci ha contado cómo acabó el proyecto bíblico de Bresson:

"Mauro Bolognini me invitó a una cena en honor de Robert Bresson que había estado en Roma durante las últimas semanas preparando un episodio de La Biblia, una película producida por Dino de Laurentiis con varios directores. Bresson había escogido el episodio del Arca de Noé. Antes de que me lo presentaran, Bolognini me advirtió que Bresson estaba de bastante mal humor y me explicó brevemente la causa.

Esa mañana, mientras Bresson ensayaba, Dino de Laurentiis había aparecido por el estudio donde observó grandes cajas que contenían varias parejas de animales salvajes: dos leones, macho y hembra, dos jirafas, macho y hembra, dos hipopótamos, macho y hembra, etc. Pocas horas después, Dino le comentó a Bresson que le hacía mucha ilusión ser el único productor del mundo capaz de hacer descender al elevado Maestro a la tierra, por producir un filme con valores reales de producción... [Obsérvese la detestable soberbia de pretender convertir en alguien al director de Un condenado a muerte se ha escapado (1956) y Pickpocket (1959) le bastaba concederle dirigir una película en la que se viera el dinero invertido]

No se verán más que sus huellas en la arena, susurró Bresson. Una hora después Dino de Laurentiis lo despedía."

Robert Bresson

Bresson sólo era fiel a sus principios:

"TRADUCIR el viento invisible mediante el agua que esculpe a su paso."

Robert Bresson en el rodaje de L'argent 

En sus últimos años, mientras la salud se lo permitió, Bresson volvió a trabajar en el Génesis. Le apasionaba el Diluvio. Le obsesionaba filmar el agua que entraba en las casas y resolver la ecuación técnica que le permitiera registrar, con un objetivo de 50 mm -Bresson nunca utilizaba otro-, los cuartos traseros de un ciervo y la pata de una jirafa en el mismo plano.

Fotograma de Procés de Jeanne d'Arc

Cuando se enteró de la muerte del cineasta, Florence Delay -su Juana de Arco- escribió: "Ya no veremos la mano de Eva posarse sobre la mano de Adán".

24/9/10

Recado de escribir

En una de las entradas de Los cuadernos de Rembrandt, la sexta selección de los cuadernos de notas de José Jiménez Lozano, se pasea por los lugares para escribir y por las querencias de los escritores a propósito de las estancias soñadas para sus menesteres literarios. El absoluto silencio que Thomas Mann exigía en todas las habitaciones de su casa, y aún en la escalera y demás pisos del edificio en que vivía; "el Mago trabaja", decían. O la habitación propia de Virginia Woolf.


Pero la guerra llegaba hasta las paredes del torreón donde escribía Montaigne y donde escribía Cervantes era a menudo una casa de Tocamerroque. Porque, como decía Faulkner, para escribir no se necesita ninguna clase de libertad, sólo un lápiz y un papel. Y trae a colación Jiménez Lozano el Ritratti di donne de Pietro Citati donde habla del aquel de escribir de Jane Austen:

Después de la cena, comenzaba a escribir. Estaba sentada ante una pequeña escribanía de nogal en una estancia de paso y, cada vez que la puerta se abría anunciando la llegada de una criada o de la hermana, o de un sobrino, escondía el folio, lleno de limpios caracteres, en el cajón o debajo del secante. Creo que hubiera podido tener 'una estancia toda para ella', pero quizás quería escribir, como muchos escritores que he conocido, en una estancia de paso, precisamente porque la puerta se abría, y pasaban la criada y el sobrino; se percibían los sonidos y los olores, y ella no se sentía excluida del corazón de la existencia.

Jane Austen

Y claro, cómo narrar si uno se siente excluido del corazón de la existencia, si narrar significa justamente abrir veredas hacia el corazón de la vida que late -debe latir, como condición sine qua non- en el centro mismo de la narración. Apunta Jiménez Lozano que aun los ruidos no resultan incompatibles con el silencio de los adentros, así que podríamos entender los sonidos y los olores como la impregnación del aire en el ámbito de lo que se escribe. El ruido esencial de la escritura.

Cuentos, de Joan Brossa

Entonces pensé que a Ángeles le gustaría leer esta pequeña historia de su querida Jane Austen, a ella, que se encarga de acompañar con los ruidos de la vida mi recado de escribir.

30/10/09

Con brocha y no con pincel

Los hermanos Dardenne

Lo importante en una película es conseguir reconstruir experiencias humanas, escribe en su diario Luc Dardenne el 19 de diciembre de 1991. Una semana después anota una cita de Paul Celan encontrada en un texto que le dedica Emmanuel Levinas: "No veo diferencia entre un apretón de manos y un poema". Y añade: Me gustaría que llegáramos a hacer una película que fuera un apretón de manos. El 25 de junio de 1992 anota las conclusiones de una larga conversación con su hermano Jean-Pierre tras la mala experiencia que representó Je pense à vous (1991):

Una cosa es segura: presupuesto pequeño y sencillez en todo (narración, decorado, vestuario, iluminación, equipo, actores). Tener nuestro equipo, encontrar actores que realmente tengan ganas de trabajar con nosotros, que no nos bloqueen con su profesionalidad, desconocidos que no nos llevarán, a nuestro pesar, hacia lo ya conocido y más que conocido. Contra la afectación y el manierismo que prevalece: pensamiento pobre, simple, desnudo.

Estar desnudo, desvestirse de todos esos discursos , de todos esos comentarios que dicen qué es el cine, qué no es, qué debería ser, etc. No querer hacer cine y dar la espalda a todo lo que quisiera hacernos entrar en el mundo del cine.

Cinco meses después anota esta frase de Levinas: "La ética es una óptica"

Y el 1 de diciembre de 1992 evoca una vez más la (mala) experiencia de Je pense à vous que aún duele: Nunca más una experiencia así. Saber decir que no a los demás y también a nosotros mismos, lo que no es fácil. El único recuerdo bueno es el momento de la escritura con Jean Gruault en la habitación del hotel Le Chariot d'Or, en la Rue Turbigo. Nos reímos mucho y bebimos mucho, bromeamos mucho. Nos enseñó cómo extraer un personaje de ficción de la realidad y a desconfiar de la grandilocuencia. (...) Trabajamos en un nuevo guión. Buscamos un título para acotar, limitar, conocer nuestro tema. El día 26 anota que ya han encontrado el título: La promesa.


La promesa (1994) nos descubrió el cine de los hermanos Dardenne. Detrás de nuestras imágenes, el diario de Luc Dardenne entre 1991 y 2005 nos descubrió, no tanto la cocina de su cine, sino más bien la óptica de una mirada. Un diario que enhebra encrucijadas, iluminaciones, visiones, libros y películas. Palabras que dejan oír el silencio. Y el placer y las risas mientras ve con su hijo Las vacaciones de M. Hulot de Jacques Tati el 11 de septiembre de 1993, cuando anota: Una de las características de las auténticas obras de arte es permitir el encuentro de varias generaciones, alejar a la muerte que merodea.



Los Dardenne extraen sus ficciones del subsuelo -y pozo negro- de Europa, o sea, de una realidad oculta. Dicho de otra forma, saben que la realidad no se agota en lo visible y afrontan uno de los retos de la modernidad cineamatográfica desde el neorrealismo: filmar lo invisible privilegiando el mundo referencial frente a la retórica. Las tentativas en torno al realismo han forjado las corrientes de vanguardia: cine-verdad, cine directo, o cualquiera de las modalidades de la inserción de lo real en el cine. Los Dardenne, tras una larga experiencia en el documental y en el reportaje de investigación social, irrumpen en la ficción cinematográfica sin desertar del compromiso con la realidad, más aún, convirtiendo lo real en subsuelo germinal de la representación fílmica. En sus películas, apenas una piel de ficción separa los personajes que vemos en la pantalla de esos seres verdaderos que sobreviven ahí afuera, a la intemperie, en un mundo hostil. Un mundo hostil llamado también Europa. La promesa, Rosetta (1999), El hijo (2002) o El niño (2005) devienen catas sucesivas en el subsuelo de la sociedad del bienestar, episodios de desamparo y desesperación que asoman apenas por las grietas de una civilización fundada en pilares ilustrados y despiadados a partes iguales.


Hoy hemos vuelto a ver Rosetta, después de diez años. Nos ha gustado aún más que la primera vez. Es una película a la que los tiempos que corren afilan sus aristas y multiplican su capacidad reveladora. Es la historia de una chica de diecisiete años con una madre alcohólica y que busca desesperadamente un trabajo para, simplemente, existir: si no tienes trabajo, no tienes derechos. Es la historia de la supervivencia cuando han quebrado las utopías y se han roto los lazos de solidaridad que había trenzado la clase obrera a lo largo de dos siglos de sangre y lucha: si tienes trabajo es porque a alguien se lo han quitado. Es la historia de un mundo donde el trabajo es un bien más escaso que el petróleo y conseguirlo representa una guerra. Rosetta es una guerrera y no rehuye el combate. Estremece contemplar el dilema moral que vive la chica cuando se debate entre ayudar a Riquet o dejarle morir y quedarse con su trabajo. Y nos estremecemos porque hemos vivido la vergüenza que la traspasa, el pánico a la exclusión social y la precariedad de cada día. La película se mueve arrastrada por esa chica mientras transita por el campo minado de las relaciones laborales en el capitalismo feroz. Sí, también podría verse como la versión más cruel de Caperucita. Rosetta lucha por sobrevivir en el reino de la barbarie. Y justo ahora me viene a la memoria aquello de Cornelius Castoriadis (¿se acuerda alguien aún?): Socialismo o barbarie. Mira por dónde.


El cine de los Dardenne cuaja en los cuerpos y en los gestos. Comer, beber (casi como si fuera un biberón), los dolores menstruales... La cámara se convierte en la piel visible del cuerpo de Rosetta y trata de filmar algo que se resiste. A la hora de registrar el mundo de Rosetta, los Dardenne se lo ponen (a sí mismos) lo más difícil posible, y a nosotros, espectadores, nos resulta angustioso y desasosegante vivir cada plano, o mejor, cada escena (el concepto 'plano' apenas si tiene función lingüística en el cine de los Dardenne, y menos aún en Rosetta), nos resulta incómodo, decía, vivir cada trozo de vida en la piel de la protagonista, privados de un punto de vista que nos permita contextualizar la situación: experimentamos el desamparo existencial y la mutilación afectiva de Rosetta, casi tocamos su piel enrojecida por el frío (es pobre, y está mal e insuficientemente vestida), nos vemos encerrados en su estrechez de miras, sentimos la urgencia de la búsqueda frenética de dinero (o sea, de trabajo) y nos descubrimos agotados como ella sin un instante de tregua en su lucha febril por sobrevivir. Y a la cámara le cuesta seguir a Rosetta, y a nosotros, espectadores, nos resulta imposible anticipar qué va a hacer, imposibilitados por tantos muros y puertas que (los Dardenne) se (nos) ponen entre la actriz y el ojo (de la cámara). Y ahí, en ese cuerpo a cuerpo, entre la cámara y Rosetta, cristaliza la experiencia humana que vivimos en el curso de la película.


Una experiencia que germina en los detalles de la cotidianidad de Rosetta, en los rituales de supervivencia, en los gesto que llevan inscrita la huella de lo vivido: el artilugio que emplea para pescar, la entrada practicada en la verja, el cruce de la autovía... Se habla de Bresson a la hora de explicar el cine de los Dardenne. Más de una de las Notas sobre el cinematógrafo le fueron inspiradas a Bresson por Montaigne, en especial, los ensayos dedicados al automatismo: No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano a menudo va donde no la enviamos. Y nada define mejor el trabajo con los actores de los Dardenne que esa imprevisibilidad de lo instititivo, la acción dramática que deviene movimiento del cuerpo a pesar de la razón. Todo movimiento interior de cualquier personaje pasa por el cuerpo, única materia fílmica que se conceden los cineastas. Y el cuerpo (castigado, ardiente y contenido) de los actores -verdadero paisaje fílmico de los Dardenne- alcanza visos de epifanías justo cuando no existe alrededor sino el más negro de los abismos. En Rosetta basta que la protagonista cargue con una bombona de butano (poco antes ha estado a punto de poner punto final a la vida de su madre y a la suya propia) para que el cuerpo se convierta en materia reveladora, poética, de la encrucijada interior.

Los hnos. Dardenne con Émilie Dequenne
en el rodaje de
Rosetta


En el diario de Luc Dardenne descubrimos en la entrada del 19 de abril de 1998 una declaración de intenciones que acompañase al guión de Rosetta. Acaba así: Nuestra cámara nunca la dejará en paz, intentando ver, incluso aunque sea invisible, la noche en la que Rosetta se debate.


Decía Susan Sontag que las obras de arte más atractivas son las que crean en nosotros la ilusión de que el artista no tuvo alternativa, de tan identificado que está con su estilo. Es el sentimiento de lo irrevocable que genera la contemplación de filmes como Rosetta. Pero también La promesa, El hijo o El niño. La grandeza del cine de los Dardenne radica también en la renuncia, casi franciscana (y tan próxima a Rossellini), a crear imágenes bellas, a encontrar la belleza en el sufrimiento, una pretensión que juzgan (eso sí) terrible y asquerosa. De esa renuncia emerge una óptica, una ética de la mirada. En una de las anotaciones del diario de Luc Dardenne leemos: Crear imágenes con brocha y no con pincel.