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26/6/16

De animales y hombres


Lo que distinguía al hombre de los animales era 
la capacidad humana para el pensamiento simbólico (...).
Sin embargo, los primeros símbolos fueron animales.
Lo que distinguía a los hombres de los animales
era el resultado de su relación con ellos.
(John Berger, ¿Por qué miramos a los animales?


Esto tenía que contarlo. De hecho llevo toda la semana contándolo de viva voz, y contarlo aquí era obligado. Se llama L. y tiene cuatro años recién cumplidos. Le pregunto cuál es su película favorita. No tiene ni que pensarlo. Me dice que la de John Wayne. (O sea, dice Llon Güein.) Escribo aquí John Wayne pero en realidad, en ese momento, me digo... imposible. No puede ser John Wayne. No puede referirse a John Wayne. Será algún personaje de una serie japonesa de dibujos animados, algo como Jo Wein, Cho Wein... Gloogleo algo así en el móvil y aparece un personaje de anime, pero L. dice que no, que ni por asomo. Caza animales, dice L., y yo, es imposible. Es inverosímil que se refiera a John Wayne. ¿Caza animales para los zoos? L. dice que sí con la cabeza muchas veces.


¿Y la película empieza intentando cazar a un rinoceronte? Ahí L. ya se desata y procede a representarme con detalle la secuencia inicial mientras lanza frases puntuadas con onomatopeyas de trastazos: cómo el rinoceronte embiste el jeep y la camioneta donde va montado John Wayne con la pértiga que acaba en un lazo, y acaba hiriendo al compañero del conductor del jeep... Entonces la película que te gusta es ¡Hatari!, le digo.


Gloogleo en busca de imágenes y en cuanto aparecen se ilumina la cara de la criatura con una gran sonrisa: ¡Hatari!  Y mima cómo entra el título en la pantalla, con una ráfaga desde la derecha acompañada por una ídem del score de Henry Mancini.


La verdad, tengo que disimular la emoción (y hasta represar una lagrimita), sentimental que es uno: ¡Hatari! (1962) también fue una de mis películas favoritas en la infancia; la primera película de Hawks que recuerdo haber visto, debió ser en el otoño del 68 o en el invierno del 69, tenía trece años y la proyectaron en el salón de actos del colegio de los Maristas de Tui en una copia de 16 mm. Aún hoy es de las películas que cifra esa experiencia del cine que Jean Eustache definía como pasarlo pipa.


Y ahí estaba L., a sus cuatro años, fascinado por ¡Hatari! (los padres me contaron que la ve una y otra vez). Uno tiene su corazoncito y cómo no va a conmoverse al sentir que, en 2016, Hawks y Wayne siguen haciendo felices a los chavales. Bueno, por lo menos a una criatura de estos finisterres. Y por un gozoso azar el mismo lunes (20 de junio), Juan de Pablos pinchó en Flor de Pasión de Radio 3 el Baby Elephnat Walkuno de los temas de Mancini para ¡Hatari!, en una versión de Los Relámpagos.


José Luis Guarner escribía en una reseña de hace cincuenta y tres años que ¡Hatari! no es un filme de aventuras, sino una aventura hecha filme. Y añadía:
A partir de una intriga mínima, el filme está construido sobre la emoción y la incertidumbre de una doble aventura, la de los actores, que han cazado realmente sin dobles, y la del realizador y su equipo, que han debido captar este esfuerzo cotidiano con una aproximación de milésimas de segundo. El ritmo del rodaje se superpone al de la propia cacería...

Robin Wood se refiere a las escenas de caza como las más bellas y jubilosas que se hayan filmado nunca. Hawks le contó a Joseph McBride (lo recoge en el estupendo libro-entrevista Hawks según Hawks) que persiguieron nueve rinocerontes y cazaron cuatro para rodar las secuencias correspondientes a ese episodio. Los paquidermos les destrozaron tres cámaras.

Hawks (a la dcha.) planifica con Wayne 
y los técnicos el rodaje de una escena 
de ¡Hatari!

El cineasta formó un equipo con un magnífico grupo de operadores, bajo la dirección de fotografía de Russell Harlan, y reclutó a un brillante estratega en la planificación del rodaje, el ayudante de dirección Russ Saunders, una figura clave también en el equipo de Raoul Walsh, quien -en su autobiografía- lo pone por las nubes en los párrafos dedicados a Colorado Territory. En resumidas cuentas, Hawks filma el trabajo o, usando una noción que le gustaba mucho a Rivette, filma la idea del trabajo, y aun el trabajo de filmar el trabajo.


Truffaut estrechó aún más esa correspondencia entre filmar y cazar, cuando apuntó que ¡Hatari! trata sobre el cine, donde la caza deviene una metáfora del propio rodaje.
Wayne es como el director de una película. Se reúnen por la noche y escriben en una pizarra lo que van a hacer al día siguiente, y él le dice al equipo cómo hacerlo, y por la mañana salen todos en un convoy de camiones, y se les ve interpretando esas escenas. Luego vuelven y por la noche van al bar y se relajan igual que un equipo de filmación durante el rodaje.
También podría haber añadido que Wayne consulta la escaleta de planos pendientes de filmar (o sea, la lista de animales que faltan por cazar).

Hawks con Elsa Martinelli y John Wayne 
en el rodaje de ¡Hatari!

Cuando Joseph McBride le comenta a Hawks las palabras de Truffaut, el director de ¡Hatari! admite con un punto socarrón:
 Probablemente tenía mucho que ver con eso, porque no había mucha historia.
Y unas líneas después...
...la historia no era en realidad tan buena como los episodios.

Episodios que, sobra decirlo, enhebran una antología de motivos hawksianos. Y desde luego Bénard da Costa ha señalado los pasajes que comunican ¡Hatari! con la memorable maravilla de Sólo los ángeles tienen alas: en la tensión entre John Wayne y Elsa Martinelli resuena la de Cary Grant y Jean Arthur; las dos mujeres llegan de turistas y se integran en el grupo a través del piano... Algo por otra parte muy frecuente en los filmes de Hawks, propenso siempre a repetir figuras, motivos y esquemas narrativos con ligeras variaciones.


Claro que si no había mucha historia o no era tan buena  no fue por culpa de la gran guionista Leigh Brackett, sino porque al cineasta no le interesaba demasiado embridar sus impulsos por filmar lo que le apetecía con una estructura ceñida a una línea argumental. Como recuerda la guionista:
Ese fue el año que Hawks no quería argumentos; sólo quería escenas. 

Quizá esa liberación del peso de la trama o la levedad del hilo narrativo, apenas un hilván de episodios de caza, un pespunte de comedia donde el humor nos hace olvidar la tragedia que puede sobrevenir en cualquier momento y las tragedias anudadas en el tejido de la memoria, fuera una de las razones para que le gustara tanto a Godard, que encabezó con ¡Hatari! su lista de los mejores filmes de 1962 publicada en Cahiers du cinéma, y rodó el cartel de la película (para ser más preciso: dos carteles) en una de las primeras escenas de Le mépris (1963), en compañía del de Vivre sa vie, filmada el mismo año que ¡Hatari!


Aludimos antes a los motivos hawksianos; pongamos por caso la relación entre animales y humanos (recordemos la encantadora Bringing Up Baby -aquí, La fiera de mi niña- o la espléndida Monkey Business -Me siento rejuvenecer-), que en ¡Hatari! deviene un motivo cardinal en la composición de la película. Pero si en los filmes anteriores la relación se cifraba en el conflicto entre lo racional y lo pulsional, en ¡Hatari! el motivo se declina en clave de armonía.


Como apunta Robin Wood, los cazadores viven en una fricción constante con los animales que desprende un sentido de intimidad relajada. La película rezuma la aceptación del parentesco de animales y hombres con toda naturalidad, y celebra la reconciliación del instinto animal y la conciencia humana.


Quizá sólo los niños experimentan ese vínculo ancestral que un día fundió la mirada recíproca y primordial de animales y hombres. Al fin y al cabo los zoos, en palabras de John Berger, no son otra cosa que un monumento a esa mirada perdida.

9/11/10

Lejos de Yoknapatawpha

Durante veinte años, aunque de forma intermitente, William Faulkner se ganó la vida en Hollywood como guionista. Gracias a escribir para el cine, sostuvo la casa familiar -vieja y derruida, a la que debía sustituir vigas y tuberías- en Oxford-Mississipi y a su extensa familia que, además de su mujer -con dos hijos de su primer matrimonio- y la hija que tuvieron, incluía una tropa de parientes empobrecidos, toda una tribu, como comentó el escritor alguna vez, planeando como buitres sobre cada céntimo que ganaba. Faulkner se redimió de las deudas y las estrecheces económicas ya bien entrada la década de los cincuenta, años después de recibir el premio Nobel de Literatura en 1949, sólo entonces se libró también del peaje de los guiones.


Durante el verano de 1994, leí la monumental biografía de William Faulkner que escribió Joseph Blotner y editó ese año la editorial Destino. Encontré unas notas que escribí durante aquel mes de agosto en Vilanova de Milfontes, junto a una playa cerca del Cabo Sines en Portugal, con vistas a un artículo sobre el trabajo de Faulkner en el cine. Leyendo aquellas notas ahora resulta patente que no buscaba reivindicar al Faulkner guionista, sino compartir un asombro. Difícilmente se puede encontrar a algún escritor tan fuera de lugar en Hollywood como Faulkner. Claro, uno puede pensar en Bertolt Brecht, pero estuvo pocos años; quizá sólo Scott Fitzgerald se le podría comparar -tanto en las dificultades económicas, como en la trama alcohólica y en la sentimental-, pero él, por lo menos, había conocido ya el éxito como escritor y ya sólo pasó allí sus últimos años, la segunda mitad de la década de los treinta.


Faulkner, cada vez que debía confinarse en Hollywood durante esos veinte años, fue un pez fuera del agua. Lejos del sur. Que sobreviviera da idea de su inconcebible capacidad para sumergirse en sus novelas cuando la escritura de los guiones le concedía una tregua. Otro biógrafo calificó al escritor como un monstruo de eficiencia. Basta pensar que entre guión y guión escribió, pongamos por caso, Pylon (1935), Palmeras salvajes (1939), El villorrio (1940) o Intruso en el polvo (1948). Y no nos olvidemos de ¡Absalón, Absalón!, que se publicó 26 de octubre de 1936, la novela que despertó -¡albricias!- la vocación literaria de Pierre Michon, y para cuya primera edición el propio Faulkner dibujó el mapa de su territorio ficcional, el condado de Yoknapatawpha.


A Faulkner no le interesaba el cine, ni siquiera le gustaba, aunque a veces llevaba a su hija Jill  a ver alguna película en Oxford-Mississipi. Aceptó el trabajo de guionista porque, cuando ya había publicado El ruido y la furia en 1929, Mientras agonizo en 1930 y Santuario en 1931, y había terminado Luz de agosto el 19 de febrero de 1932, su amigo y editor Ben Wasson no encontró una revista que pagara los cinco mil dólares que el escritor necesitaba para salir del paso y sumergirse en la siguiente novela.


Tampoco fue nunca de los escritores mejor pagados: llegaron a pagarle mil dólares a la semana pero, en cuanto descubrieron su alcoholismo, el salario no tardó en bajar a trescientos, y de ahí en adelante se lo incrementaron como mucho en cincuenta dólares. Para hacerse una idea de su prestigio como guionista en Hollywood basta señalar que Jules Furthman, el guionista de Sólo los ángeles tienen alas o de Tener y no tener -en la que compartieron los créditos del guión- de Howard Hawks, ganaba 2.500 dólares por semana.

 William Faulkner, Howard Hawks y el guionista Steve Fisher

Probablemente, Faulkner no habría durado tanto en la industria del cine sin la protección de Howard Hawks, un cineasta con cierto poder en Hollywood que cuidó del escritor y supo rentabilizar su talento para la escritura de las películas. Un talento de guionista reconocido de forma variable según las fuentes: para unos, Faulkner era muy bueno apañando guiones muy malos, es decir, salvaba algunas películas escribiendo dos o tres escenas que valían la pena; según otros, como Leigh Brackett, la guionista de Río Bravo con la que colaboró en el guión de El sueño eterno -ambas, películas de Hawks-, Faulkner era un maestro consumado como argumentista. Por la correspondencia del escritor sabemos que cada vez que Hawks lo llamaba para trabajar en alguna película veía el cielo abierto. Ahora bien, mientras ejerció como guionista, Faulkner nunca fue un cínico. Por más que detestara la atmósfera de Hollywood siempre procuró cumplir con lo que se esperaba de él, aunque cada año que pasaba se esperaba menos, y se ganó el salario que le pagaban a conciencia. Pero a la menor oportunidad subía a un tren camino del sur. 


Un día, Faulkner encontró a su editor Ben Wasson leyendo En busca del tiempo perdido y le confesó: Proust tuvo suerte en algunos sentidos. Nunca tuvo que lidiar con Hollywood para ganarse el pan. Yo preferiría haberme pasado la vida en aquel dormitorio suyo forrado de corcho, con asma y todo. Lo aceptaría con mucho gusto ahora mismo. Y eso que, bien mirado, nuestro escritor tuvo mucha suerte en Hollywood. No sólo por el amparo de Hawks.


A finales de 1935, el escritor conoció y enamoró a Meta Carpenter, que trabajaba como secretaria, supervisora de guiones y script de Hawks. Quizá también Faulkner se enamoró de ella. Meta Carpenter se encargaba se transcribir las notas manuscritas, a menudo ininteligibles, del escritor cuando trabajaba en algún guión para Hawks y su relación -intermitente, como el oficio de guionista del hombre del sur- se prolongó durante quince años. Gracias a la script, Faulkner sobrellevó su confinamiento en Hollywood: Meta podía hacerme olvidar durante horas y horas que estaba lejos de casa


A finales de los ochenta, Joel  y Ethan Coen leyeron La ciudad de las redes. Retrato de Hollywood en los años 40, el estupendo libro de Otto Friedrich, y en sus páginas encontraron material sobre los trabajos y los días de Faulkner como guionista, les llamó la atención que le hubieran encargado escribir una película de lucha libre para Wallace Beery y ahí encontraron uno de los gérmenes de Barton Fink (1991). En la película, podemos encontrar la inspiración de William Faulkner en el personaje de Bill Mayhew (John Mahoney) y de Meta Carpenter en el de Audrey Taylor (Judy Davis), pero sin llegar a ser trasuntos del escritor y la script, trasformados a fondo por la imaginación de los hermanos Coen.


Resulta a la vez irónico y triste que, cuando William Faulkner se vio al fin libre de Hollywood y  escribía lo que él consideraba su gran obra, quizá nunca fue consciente de que las mejores obras y las mejores páginas las había escrito ya, mientras vivía agobiado por las deudas e hipotecado por Hollywood, consumido por la escritura de guiones y confinado lejos del sur. Sobreviviendo gracias al cobijo de Howard Hawks y al amor de Meta Carpenter. Lejos de Yoknapatawpha.