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18/3/10
Un mes lleno de domingos
El verdadero humorista pretende hacer pensar, y a veces hacer reír. (Augusto Monterroso)
El humor es la sonrisa de una desilusión. (Fernández Flórez)
Humorista: un niño que silba al atravesar las habitaciones oscuras para esconderse a sí mismo su propio miedo. (Pitigrilli)
El humorismo debe ser una maravilla de dosificación. (Ramón Gómez de la Serna)
La imaginación y la melancolía son raíces profundas del humorismo. (Pío Baroja)
El humor nace de un desengaño, de un momento triste, de una pequeña tragedia íntima. (Miguel Mihura)
Una comedia es un drama enmascarado por un disparate. (Miguel Mihura)
Para escribir cosas graciosas no es necesario ser gracioso, del mismo modo que para freír patatas no es necesario ser patata. (Miguel Mihura)
El humor puede ser una forma superior de cortesía. (Bioy Casares)
La vida por aquel entonces era dura y unas carcajadas valían tanto como un mes lleno de domingos. (Walter Mosley)
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30/9/09
El tío Celerino, el cuaderno escolar y la mesa de ping-pong
Antes de fotografíar estos paisajes con su Rolleiflex, Juan Rulfo ya los había inventado en una obra esculpida hasta quedar condensada en 250 páginas que cimentan un mundo inagotable. Lo demás es silencio. Pero en nuestro mundo parece que el silencio resulta insoportable así que durante años, desde 1955 en que públicó Pedro Páramo hasta su muerte en 1986, Juan Rulfo tuvo que justificar que hubiera dejado de escribir. Cómo no apreciar en los sucesivos pliegos de descargo los veneros de su voz inconfundible, esencial e inimitable.
Uno de esos momentos, esencialmente literarios, que contribuirán a la leyenda rulfiana tuvo lugar el 13 de marzo de 1974 durante un encuentro del escritor con los estudiantes de la Universidad Central en Caracas:
"Yo tenía un tío que se llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió. Por eso me preguntan mucho por qué no escribo: pues porque se me murió el tío Celerino que era el que me platicaba todo… Pero era muy mentiroso. Todo lo que me dijo eran puras mentiras, y, entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras. Algunas de las cosas que me platicó él fueron precisamente sobre la guerra de los Cristeros, el bandolerismo, la miseria que él había vivido… Pero no era tan pobre el tío Celerino. Él, debido a que era un hombre respetable, según dijo el arzobispo de allá por su rumbo, fue nombrado para confirmar niños, de pueblo en pueblo. Porque ésas eran tierras peligrosas y los sacerdotes tenían miedo de ir por allí. Yo le acompañaba muchas veces al tío Celerino. A cada lugar donde llegábamos había que confirmar a un niño y luego cobraba por confirmarlo. Toda esa historia no la he escrito, pero algún día quizá lo haga. Es interesante cómo nos fuimos rancheando, de pueblo en pueblo, confirmando criaturas, dándoles la bendición de Dios y esas cosas, ¿no? Y él era ateo, además."
La voz de Juan Rulfo ha llegado hasta nosotros gracias a Mª Elena Ascanio que transcribió el encuentro y lo editó en la revista Escritura, Caracas 1976. Cabe agradecerle también a Vila-Matas que lo haya resucitado en su Bartleby y compañía.
Juan Rulfo llegó a contar que en realidad él no había escrito Pedro Páramo, simplemente lo había copiado: "En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza (…). Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara [¿el tío Celerino?]. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules".
Por lo visto, el título provisional de Pedro Páramo fue Los murmullos. Y no es de extrañar si pensamos que se trata de una novela preñada de ruidos, voces y rumores. Palabras sueltas de vete a saber quién que van y vienen por el aire, como si el viento mismo fuera el telégrafo de los fantasmas de las tierras calientes de Comala. Así, Juan Rulfo pregonó la existencia de Pedro Páramo como un eco de sombras, voces anónimas, porque le sienta bien a la leyenda de la novela que nadie la haya escrito sino que naciera hablada. Obra también Pedro Páramo de almas perdidas entre Los Encuentros, Los Confines y La Andrómeda, en esa geografía de arena cuajada de espejismos, en esa tierra pasmada olvidada del destino, donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio. Donde sólo en el recuerdo de las mujeres sopla un aire oloroso a limones.
María Félix en el rodaje de La Escondida.
Fotografía de Juan Rulfo
Pero para ser una obra hablada, no puede haber novela más escrita. Tan escrita que Juan Rulfo cercenó más de trescientas páginas para dejarla en las ciento veinte de la edición que tengo aquí al lado. Porque, como decía Robert Louis Stevenson (que además de narrador y poeta era un gran crítico y ensayista), sólo existe un arte en la escritura: el de la omisión. La cualidad ambigua, fronteriza y fantasmática es un efecto de la precisión de una prosa decantada hasta los bordes del delirio, una prosa diríase que espectral, que está a punto de desvanecerse, de escurrírsenos como arena entre los dedos. Una escritura que crea un habla que tuviera pasos pero que no dejara huellas, pura tierra ya. Puro símbolo de los más íntimos confines.Juan Villoro se hace eco de una escena mil veces contada por los feligreses de Pedro Páramo, esa escena en que Juan Rulfo despliega las cuartillas que había escrito en desorden sobre una mesa de ping-pong hecha por Juan José Arreola, con una laca china que garantizaba el bote de 17 cm. de la pelota. La leyenda dice que la idea original de Juan Rulfo era escribir una trama lineal y en las discusiones con Arreola decidió cruzar escenas de distintos planos temporales (aunque mejor sería hablar de universos paralelos en un tiempo suspendido). Quién sabe, quizá.
En todo caso, Arreola atinó al definir la visión de Rulfo como la mirada a través de una rendija. Todo parece entrevisto y en cada escena Rulfo nos hace ver a través de una rendija diferente el fragmento de un universo poblado por fantasmas sonámbulos. Pero es tal el poder de la escritura que basta el hilo de una voz envuelta en un favor del aire para atraparnos en la telaraña de un siseo de la lluvia como un murmullo de grillos, en un laberinto cartografiado por los ojos de los exilados del mundo de los vivos, en la promesa arrancada por la madre de Juan Preciado. Y como a las manos de Juan Preciado les costó trabajo zafarse de sus manos muertas, a nosotros nos cuesta desentrañarnos de las lejanías a donde nos ha transportado Susana San Juan.
"Un fantasma recorre la obra entera de Juan Rulfo en forma de viento, polvo, desolación y tristeza", ha escrito Augusto Monterroso quien encontró fuertes resistencias entre conocedores del género fantástico a la hora de incluir en él a Pedro Páramo, tal vez porque en México las cosas son así. Monterroso no pretende llevarles la contraria. "Y bueno cada quien tiene los fantasmas que puede. Los de Rulfo son tan humildes que no tratan de asustarnos sino tan sólo que le ayudemos a encontrar el descanso eterno con una oración. Sobra decir que son fantasmas muy pobres, como el campo en que se mueven, muy católicos y, sobre todo, resignados de antemano a que no les demos ni siquiera eso. En pocas palabras, lo que ocurre con los fantasmas de Rulfo es que son fantasmas de verdad".
Por eso están vivos. Como nosotros, y eso es más asombroso aún tras sumirnos en Pedro Páramo. Y todo por culpa del tío Celerino, un cuaderno escolar y una mesa de ping-pong. Hay que ver.
(Las fotografías sin pie son de Juan Rulfo)
27/2/09
Los límites de la ficción (y de su guión)
En el nº 19 de Cahiers de cinéma (España) del pasado enero leo:
Habría que reconocer que la seguridad del guión ya no funciona. El dominio del relato y el virtuosismo de la puesta en escena que antes intentaban, y conseguían, abarcar el mundo, proyectar una hermosa unidad, son ya algo caduco (…) El apetito de inteligibilidad ya no encuentra con qué alimentarse en la pesada mecánica de una ficción segura de sí misma. Reclama la precisión, la modestia, el respeto de situaciones que sólo un “gesto” documental puede ofrecerle. (Jean-Pierre Rehm)
Jean-Claude Carrière
En El País del sábado 17 de enero pasado leo el diagnóstico de Jean-Claude Carrière a propósito del estado de cosas del cine:
El guión no es la última aventura de la etapa literaria sino la primera de algo muy distinto (…) El cine se rige hoy por una ley innoble: la falsificación de la acción, que no está ya en la pantalla, sino en la cámara: falta imaginación y trabajo en los guiones. (…) El cine ha perdido la fuerza cultural que tenía en los sesenta y setenta, cuando era imposible cenar sin hablar de Fellini, Renoir o Buñuel.
O sea, por un lado, la ficción no es suficiente, y por otro, la que se hace es muy mala. Vayamos por partes. Sobre lo de la fuerza cultural del cine en las cenas, quizá Carrière ya no encuentre a nadie con quien cenar mientras habla de Renoir, pero uno aún encuentra con quien comer y cenar mientras echa mano de Ford, Bergman o Godard. Y desde luego, aquí el cine no tiene fuerza cultural, pero es que no la tuvo nunca. Pero entremos en el nudo de su diagnóstico.
Carriére habla de que la acción ya no está en la pantalla. El problema, desde esa perspectiva, es más grave: no es que la acción no esté en la pantalla, que podía no estar, es que la acción no está en la cabeza –en la imaginación- del espectador, que es donde realmente debe acontecer la acción. Dicho de otra forma, estamos olvidando que el cine se hace de cachitos de película pegados con un determinado orden –el montaje- y que se proyectan sobre una pantalla, pero que se viven en la mente de cada espectador. Olvidamos que un guión debe escribirse para esa pantalla interior donde transcurre el tiempo del filme y donde acontecen las emociones. O sea, en el guión no contamos una historia, describimos los pedacitos de filme que unidos más tarde se convierten en la cinta de los sueños para el espectador. Dicho de otra forma, en el guión no se cuenta una historia sino los ladrillos de una construcción que cobrará forma virtual en el imaginario de quien la contempla. Y el primero que contempla esa película imaginaria es el lector del guión.
Así que estamos ante un grave problema, porque nos encontramos delante de un texto difícil de leer, más aún, que no basta leer, que hay que imaginar, que hay que ver la película que sale de esos cachitos, de esos pedacitos que sólo cobran sentido al desplegarse sobre una pantalla íntima. Total que, como muchas veces (por no decir casi siempre) los guionistas dudan de esos lectores, en vez de contar los pedacitos cuentan la historia, que ya no es cine sino literatura (probablemente mala literatura), pero que dan una apariencia de fluidez (de facilidad) que finalmente acaba cuajando en un engaño que se convierte en el germen de un gigantesco malentendido, la película que veremos, que no dejará espacio a la imaginación, y provocará que el espectador apague su proyector interior y se conforme con la golosina visual que le ofrece la pantalla (de la televisión, del cine…). Habrá fracasado entonces el encuentro de miradas que el cine debería proponer para convertirse en mero consumo de imágenes.
W.G. Sebald
Por otro lado, la ficción no es suficiente. Y no sólo en el cine. La literatura desde hace varias décadas transita por territorios donde la ciencia y la vida salen al encuentro de la invención con pretensiones mestizas. Los ensayos de Borges, pongamos por caso. Los libros de aluvión de Cortázar (El último round) o de Monterroso (La palabra mágica). La obra entera de W. G. Sebald. Buena parte de la de Enrique Vila-Matas. Literatura donde la nota ensayística, el diario, la ficción, una noticia, la investigación médica o la esquina de una calle encuentran acomodo en una obra donde la ficción cumple un papel catalizador, iluminador si se quiere, pero no colonizador. Quizá porque lo real exige un ultimo refugio en la ficción al amparo de las inclemencias abrasivas del tiempo.
Pero además debemos tener en cuenta que, cuando hablamos del guión, trasteamos un texto combustible que puede estallarnos en las manos, si nos encastillamos en lugares comunes o aplicamos recetas de manual, que no son más que tranquilizantes de uso tópico ante el desasosiego de abrirnos a lo desconocido –al verdadero misterio- que lleva aparejada cualquier obra viva.
Admitámoslo, algunas de las películas realmente vivas de esta década no se despliegan a partir de un guión clásico o al uso (Borau lo definió así: un guión es un texto que contiene una película ya inventada pero aún no realizada), sino más bien a partir de sus grietas, de sus lagunas, de sus márgenes: La leyenda del tiempo de Isaki Lacuesta, No quarto da Vanda de Pedro Costa, Un couple parfait de Nobuhiro Suwa o En construcción de José Luis Guerín… O recordemos Alicia en las ciudad de Wenders –incluso París-Texas, no digamos En el curso del tiempo-, En la ciudad blanca de Alain Tanner… Y aún más atrás, Stromboli o Viaggio in Italia de Rossellini.
En resumidas cuentas, a veces la vida no cabe en un guión, pero claro, exige idear el dispositivo, el método idóneo para registrarla. Y la disponibilidad de ánimo. Exige instalarse en la frontera de la incertidumbre. En los límites de la ficción (y de su guión).
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