Ayer recibí la última obra –publicada- de Raúl Dans. Su título: Nachtmahr (ed. Xerais).
Busco en google. Encuentro:
“Nachtmahr. Proyecto en solitario de Thomas Rainer (L’Ame Immortelle) de electrónica abrasadora destinada para clubs. Rítmica Electro Industrial con remezclas a cargo de grupos como Xotox, XPQ-21, Fabrikc y Endif. Su tema estrella, ‘BoomBoomBoom’ dice: Sólo tengo una idea. No me importa si estás vivo o muerto ¡Sólo quiero verte bailar! Si te gustan bandas como Combichrist, Suicide Commando o Feindflug, entonces Nachtmahr te gustara (sic).”
Y también esto:
“Nachtmahr es muy difícil de clasificar por su sonido, ya que como puede sonar a Rythmic Noise, puede sonar a Industrial o a Harsh EBM (… ¿porqué será? xD) El punto es que: es un excelente disco y yo se que les va a encantar.”
Visito el blog “mi querida oscuridad”. Nachtmahr, un proyecto de Industrial Electro Dark, por lo visto. Aquí dejo el vídeo.
Acojona, ¿no? En fin. Con estas referencias y el bagaje que da haber leído la literatura dramática –completa o casi- de Raúl Dans, de haberle prologado los dos libros anteriores Confesións dun practicante y Nun mundo hostil. Teatro breve reunido (1997-2007) , y de haber trabajado juntos armando escaletas para cuatro series de televisión a lo largo de cuatro años, bastaba para darme cuenta de que algo no encajaba, o quizá sí, quién sabe si alguna de sus hijas –Ángela, por ejemplo, autora de la fotografía de Raúl en la solapa-, le había hablado de esa música.
Con todo ello a cuestas, esta madrugada leo Nachtmahr. Y tras las primeras páginas me olvido de Industrial Electro Dark para deambular con Luís, su protagonista –un escritor-, por las cuatro esquinas de una pesadilla, mientras los fantasmas acuden a su encuentro.
Un viaje al fin de la noche, al corazón de la oscuridad, a un reino espectral cuyos confines delimitan los cuatro lados de la mesa de un novelista. Espacio suficiente para albergar un mundo habitado por almas errantes, de muertos que no saben que están muertos, de personajes atrapados en la tela de araña de la literatura, como el propio protagonista, que vive la paranoia de la página en blanco y el terror de la invisibilidad, una persecución que nos trae a la memoria M de Lang por más de un motivo o aquel Film de Samuel Beckett con Keaton. Almas perdidas que reconocemos como trasuntos fugados de obras anteriores. Como en Niebla de Unamuno, que Raúl leyó en los años del instituto. De hecho, confiesa el autor, el germen de Nachtmahr vendría a ser una pesadilla del protagonista de A chamada. Y un cuadro de Füssli con el mismo título, también conocido como “Pesadilla nocturna”, aquí en una versión de 1871:
Y añade: “En realidad, Nachtmahr es el nombre del caballo del diablo”. El caballo de Lucifer. El corcel de Mefistófeles. Ese caballo que convoca al protagonista a una cabalgada por las tinieblas del subconsciente.
En el curso del viaje, atravesamos distintas estaciones del calvario onírico del protagonista amueblado bajo distintas formulaciones escénicas, desde la comedia física con ecos de Búster Keaton o Harold Lloyd, hasta el teatro de sombras casi –o sin casi, expresionista-. Y vivimos momentos memorables –en realidad todo escritor vende su alma al diablo para escribirlos-, donde la oscuridad se ilumina con el estallido de la risa o donde la evocación de la infancia nos estremece, como ese Raúl encaramado en un árbol, que bebe en las fuentes de la sabiduría, allí donde el sexo y la muerte se dan la mano, una escena donde cuaja la escritura dramática en un cristal diáfano, ése que transparenta la imagen de que el teatro no es más que un juego que jugamos para ser eternamente niños, que convierten una escoba en el transporte de una bruja o en el caballo del diablo. Una escritura sembrada de enigmas –sedimentos de la trama, tiempos sumergidos- que la dinámica imperiosa de la “cabalgata” impide, felizmente, verbalizar. Porque, como esclarece muy bien Raúl –me refiero al autor, no al personaje-, toda explicación nos sacaría de la lógica del sueño que, por definición, no da tregua. Y uno se alegra, de paso, que para ese viaje de Nachtmahr haya mandado a paseo las expectativas de la representación, que no se haya dejado chantajear –es un decir- por el dramaturgo, que siempre llevó dentro, que sujeta el vuelo de la escritura con vistas a facilitar la propuesta escénica que la obra promete.
Un sueño febril. Una noche incandescente. El círculo del destino. Una escritura de tintas –y tintes- obsesivos que da vida a una carpintería escénica golosa, preñada de problemas estimulantes y alumbramientos gozosos. Pareciera que Raúl ha quemado sus naves, como si hubiera echado el candado a su currículum vitae y se plantara, ante el camino que tiene por delante, desnudo, como los hijos de la mar, que dice el poeta. Quizá Kafka, al que tanto me recordó el laberinto y humor de Nachtmahr, le haya susurrado al oído aquel aforismo de Zürau: “A partir de un cierto punto, ya no hay regreso posible. Éste es el punto a alcanzar”. Quizá ese momento ha llegado.
De pronto, con esa perspectiva, todo encajaba, incluso aquello de Industrial Electro Dark que a Raúl no le sonaba de nada. Como las escenas anotadas en los “positos” cuando armábamos las escaletas. Como los mecanismos de un artefacto escénico. Como ese relámpago que ilumina el enigma que anida en cualquier historia, ese enigma que una obra dramática propone a un director a la hora de plantear la puesta en escena. Como las pistas de la escena de un crimen cuyo misterio acaba desvelándose. Como las piezas de una novela que encajan al fin, de forma casi milagrosa, después de darle vueltas y más vueltas, gracias, en palabras del protagonista de Nachtmahr, a un golpe de luz.