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24/2/19

La sombra del western


No recuerdo quién dijo que uno es de donde vio su primer western. Entonces pongamos que soy de Tui por obra y gracia de Pasión de los fuertes, el título de estreno en España y Latinoamérica de My Darling Clementine, esa maravilla de John Ford, una de las películas de mi vida, como ya os conté aquí (hace ya diez años).


Casi mejor, soy del Teatro Principal (donde le puse los ojos encima por primera vez), un cine de la infancia que, por fin -ya propiedad del Concello-, va a ser rehabilitado, y lo celebramos como se merece una resurrección, sobre todo por nuestra querida amiga, Esther Casal, que se batió el cobre durante muchos años para conseguirlo. Más de medio siglo después de aquella función memorable, el western sigue siendo un hilo -quizá el hilo- primordial de la cinefilia que arde en esta escuela.


Me dicen que ahora a la gente joven o adolescente ya no le gusta el western, y aún me concretan (con un puntito cabrón): ven cualquier tipo de cine menos westerns. Y yo no tengo base (o datos o como se diga) para llevar la contraria, pero no me lo creo, o no quiero creerlo, no me da la gana, ya está. Lo que sí sé es que hay niños que disfrutan con el western, y mucho, tengo pruebas; niños que descubren el western en el colo de sus abuelos. Así que no pierdo la esperanza, por más que un gráfico como éste pueda resultar desalentador.


Ante semejante síntesis estadística de más de cien años apenas me cabe alegar un modesto estadillo. No sé cuántos westerns llegaron a palabrearse aquí. Ni cuántos quisiera uno celebrar. Como muestra sólo citaré los que vimos en 2017 (ese año anoté en una agenda las películas que íbamos viendo) por el orden en que figuran registrados:
Wichita (Jacques Tourneur,1955) 
River of No Return (Otto Preminger, 1954) 
Fort Apache (John Ford, 1948)
Cheyenne Autumn (John Ford, 1964)
Brigham Young (Henry Hathaway, 1940)
Pursued (Raoul Walsh, 1947)
Fotograma de Pursued.
The Shooting (Monte Hellman, 1966)
The Ox-Bow Incident (William A. Wellman, 1943)
The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford, 1962)
Veracruz (Robert Aldrich, 1954)
Great Day in the Morning (Jacques Tourneur, 1956)
Warlock (Edward Dmytryk, 1959)
Passion (Allan Dwan, 1954)
Border River (George Sherman, 1954)  
Silver Lode (Allan Dwan, 1954) 
Dawn at Socorro (George Sherman, 1954) 
Cattle Drive (Kurt Neumann, 1951)
Rawhide (Henry Hathaway, 1951)
Fotograma de Rawhide.
Four Faces West (Alfred E, Green, 1948)
The Gunfight at Dodge City (Joseph M. Newman, 1959)
Montana Belle (Allan Dwan, 1952)
Tennessee Partner (Allan Dwan, 1955) 
The True Story of Jesse James (Nicholas Ray, 1957)
The Train Robbers (Burt Kennedy, 1973)
The Comancheros (Michael Curtiz, 1961)
Black Horse Canyon (Jesse Hibbs, 1954)
Nevada Smith (Henry Hathaway, 1966)
Apache Drums (Hugo Fregonese, 1951)
Fotograma de Apache Drums.
North to Alaska (Henry Hathaway, 1960)
Hell Bent for Leather (George Sherman, 1960) 
Sierra (Alfred E. Green, 1950)
Gunfighters (George Waggner, 1947)
Untamed Frontier (Hugo Fregonese, 1952)
Wings of the Hawk (Budd Boetticher, 1953)
The Duel at Silver Creek (Don Siegel, 1952)
Hondo (John Farrow, 1953)
Arrow in the Dust (Lesley Selander, 1954)
Tomahawk (George Sherman, 1951)
Fotograma de Tomahawk.
The Lone Hand (George Sherman, 1953) 
Silver River (Raoul Walsh, 1948)
The Tall Men (Raoul Walsh, 1955)
Balck Bart (Geroge Sherman, 1948)
Stranger on Horseback (Jacques Tourneur, 1955) 
Calamity Jane and Sam Bass (George Sherman, 1949)
Union Pacific (Cecil B. DeMille, 1939)
Fotograma de Union Pacific.
The Violent Men (Rudolph Maté, 1954)
The Wonderful Country (Robert Parrish, 1959)
Río Conchos (Gordon Douglas, 1964) 
Run of the Arrow (Samuel Fuller, 1957)
The Gunfighter (Henry King, 1950)
Day of the Outlaw  (Andre DeToth, 1959)
Across the Wide Missouri (William A. Wellman, 1951)
De media vimos ese año un western por semana, o casi. Cada uno -no importa si se trata de una obra maestra o menor- despierta el fulgor de aquel primer deslumbramiento en el Teatro Principal de Tui y el hechizo de la melancolía por el Oeste que vio nuestra infancia; por esa última mirada hacia el hogar antes de cruzar la frontera. Un western viene siendo un viaje de vuelta a casa.


Un western como Western (2017), de Valeska Grisebach, pongamos por caso. Sobra decir que le teníamos ganas desde su presentación en Cannes hace un par de años, y aun más sabiendo que se trataba de un western localizado en Bulgaria: una película del Oeste en el Este (en el salvaje Este postcomunista, como reza la leyenda fabulada por el -disculpad el pleonasmo- capitalismo salvaje).


Valeska Grisebach se crió en Berlín Occidental viendo westerns. De niña le fascinaba esa frontera entre la civilización y el jardín salvaje del Oeste. Cuando se le pregunta por aquellos westerns de la infancia, cita dos de 1950: Winchester‘73, de Anthony Mann, y The Gunfighter, de Henry King.

Fotograma de Winchester ‘73.
Debajo, un fotograma de The Gunfighter.

Al evocar la fascinación por esas películas, experimentó un sentimiento de nostalgia del Oeste y quiso deambular por el western a través del cine.

Valeska Grisebach:
Me sentía en casa con los westerns.

De hecho, el western, como género, fue el punto de partida para la película que devino Western. Filmarla le permitió, de alguna forma, sacar a bailar a esos héroes errantes con toda la soledad y un pasado a cuestas. Grisebach comparte la impresión del western como un género que llevamos dentro (una atmósfera que nos acompaña siempre) y lo usa como herramienta para desentrañar los mecanismos que configuran el presente (la construcción de la realidad movediza del ahora), en la frontera iluminadora de una mitología con la deriva de nuestro tiempo. Por así decir, Western puede verse como un ensayo sobre el western con las formas de la ficción.


Las películas de Grisebach se cocinan a fuego lento. Habían pasado once años desde la anterior -también me gustó mucho-, Sehnsucht (2006). Preparó Western durante cinco años de una forma orgánica: investigación, localizaciones, guión, casting (con no actores)... se conjugan en un proceso que propicia confrontar ficción y realidad. No actores que, por cierto, no se mostraban interesados en embarcarse en una película, pero enseguida se comprometieron en cuanto escucharon la palabra western.


Al comienzo de la investigación tuvo la gran suerte de toparse en una feria de caballos en los alrededores de Berlín con un tipo que vendía cosas viejas, había trabajado en parques de atracciones y acabó encarnando a su protagonista:
Fue como si saliera de un viejo western y entrara en nuestra película.
Por supuesto, la cineasta se tomó su tiempo para ensayar con él y familiarizarlo con la cámara; descubrió que siempre recordaba a la perfección la coreografía de cada escena.


A Valeska Grisebach le resulta esencial encontrar en el proceso una resistencia: encontrar lo que no puede inventar tiene mucho que ver con hacer la película. Mirar a la gente con una luz determinada en una situación concreta.
Me conmueve ese instante preciso y siempre lo estoy buscando. Me irrita si todo está planeado a la perfección. Comienzo siempre con un poco de caos.

Una combinación variable de caos y control, planificación y sorpresa; una tensión entre observación atenta y construcción medida, eso sí, tras una larga preparación, cifra el método de Grisebach. Por ejemplo, escribe un guión que define con precisión el subtexto (o subtextos) de las escenas, pero la descripción de lo que acontece es apenas una posibilidad, que se materializará o no durante el rodaje; un guión que no les da a leer a los no actores: habla con ellos de la escena y hablando la construyen y acaban dando forma. Una materia fílmica que también cristaliza gracias a la estrecha colaboración con el director de fotografía y operador Bernhard Keller, y con la montadora Bettina Böhler. 


La preparación de Western culminó con la decisión de filmar la fricción entre un grupo de trabajadores alemanes contratados para la construcción de una central hidroeléctrica, en una región montañosa de Bulgaria fronteriza con Grecia, y los vecinos de una aldea próxima.


Meinhard, el obrero protagonista (un tipo errante, callado y  melancólico, de la estirpe de los solitarios que encarnó Randolph Scott con Budd Boetticher), transita entre los dos grupos, en la porfía de encontrar un hogar en aquella frontera, en la procura de hacerse un sitio en la comunidad de los otros, como reinventándose...


El camino de Meinhard, pespuntado de rituales cotidianos, deviene un aprendizaje para ser otro con los otros y revela la complejidad del hecho de pertenecer a un lugar. Ver a Meinhard sentado en el porche del bar de la aldea, como si llevara haciéndolo toda la vida después del trabajo, y evocar a Henry Fonda en My Darling Clementine es todo uno.


Grisebach va cargando la atmósfera de electricidad, sin aspavientos, con sutilezas, sembrando el curso de la película de conflictos de baja intensidad (el uso del agua, por ejemplo, un tema clásico del western) que pueden desencadenar el estallido en cualquier momento (como en sendas escenas en el río -una localización tan westerniana- que enmarcan el curso de la película), para crear un estado de permanente desasosiego, esquivando el apaciguador consuelo de una catarsis final.


Apuntar que Western es un western no es tan obvio como el título parece sugerir. El western funciona aquí como caja de resonancia de las formas destiladas en el filme. La directora alemana usa el título a modo de marca de agua de un relato latente, con voluntad genealógica, como signo de filiación.


Western nos habla del ahora enhebrando los hilos de la trama y la traza de las imágenes en el telar del mito. A la sombra del western.

2/10/12

El árbol de Godot


Beckett, 1976.
(Retrato de Jane Bown.)

Continuemos. A Beckett, los pintores le inspiraron los (contados) textos donde alude a la condición de artista. A propósito de Jack B. Yeats (el hermano del poeta) escribió: El artista que se juega el ser no es de ninguna parte, carece de parentela. Y sobre su amigo Bram van Velde: [Fue] el primero en reconocer que  ser artista es fracasar como nadie se atreve a fracasar, que el fracaso es su universo, y que rehuirlo es desertar, es tan sólo artes y oficios, buen cuidado del hogar, mero subsistir.

Bram van Velde con Beckett 
en una exposición del pintor en 1975 

Esa lúcida lección de fracaso -con palabras muy parecidas- la aprendí del maestro, que ni por asomo pretendía dar lecciones de nada, es más, siempre se alarmaba si en algún momento advertía la mínima sospecha de sentar cátedra, entonces atajaba el discurso con una ironía para deshacer cualquier atisbo de certeza, pero uno tenía que ser tonto de capirote para no aprender algunas cosas esenciales aunque sólo fuera por ósmosis.

Beckett en la habitación 604 
del Hotel Hyde Park de Londres en 1980. 
(Retrato de John Minihan.)

Cronin apunta en su biografía de Beckett esa fidelidad al fracaso como hilo cardinal de su escritura, y cabría añadir: casi más una ética que una poética, porque para el autor de Esperando a Godot la forma representa la única exigencia (ética) que subyace en la obra, es en la forma donde el artista puede encontrar una solución de alguna clase. Porque no había otro sentido que otorgar a una existencia sin sentido. Salvo quizá algunas memorias primordiales, ésas con las que Cronin pespunta vida y obra (para disgusto de algunos que detestan escuchar ecos de la biografía en la ficción), como la agonía de la madre de Beckett aquel 25 de agosto de 1950 con la agonía de la madre de Krapp, el escritor-personaje de La última cinta de Krapp, la obra que escribió ocho años después; ambos, autor y escritor-personaje, sentados en el mismo banco, a la orilla del canal, esperando que todo terminase de una vez. Entonces Cronin, en unas líneas que figuran entre mis preferidas de la biografía, remata la costura con vivas puntadas: Obviamente, nunca termina nada y nunca nada acaba por fin; desde luego, no sería ése el caso de Beckett, quien constantemente, en una agonía de recuerdos, volvió a vivir cosas que le causaban tan honda emoción que parecían incluso dar sentido a una existencia sin sentido.

Beckett, 1979. 
(Retrato de Richard Avedon.)

Al fin y al cabo la ficción -sus poemas, novelas, obras de teatro, relatos y sus piezas para la radio, la televisión o el cine- no era -¿qué otra cosa podría ser?- sino la forma destilada por la imaginación de esa agonía de la memoria. Una agonía que encontraba su armónico -espero haber dado con la palabra precisa, Esther- en aquella fidelidad al fracaso que contempla el trabajo del artista, la escritura, como expresión de su imposibilidad, como obligación de quien, incapaz de escribir, escribe; de quien hubiera escrito en las puertas del cielo -confesó alguna vez el propio Beckett- lo que se dice que está escrito en las puertas del infierno: renunciad a toda esperanza vosotros que estáis aquí.  Quiza nadie como Coetzee haya cifrado la clase de artista que era Beckett, poseído por una visión de la vida sin consuelo ni dignidad ni promesa de gracia, ante la cual nuestro único deber -inexplicable, imposible de lograr, pero un deber de todas maneras- es no mentirnos a nosotros mismos. En ese territorio yermo e inhóspito y sin mapas, la escritura representa para Beckett una reserva de alegría y así, con un humor radical -o sea, que nace de la raíz misma de la (desvalida) condición humana- desnuda la comedia, pongamos por caso en Esperando a Godot, para encontrar el venero cristalino de la risa.  

Beckett, 1983.
(Retrato de Marc Trivier.)

Beckett sólo tuvo un coche en su vida, un Citroën 2CV azul. Al volante era un peligro. Sus amigos evitaban por todos los medios montarse con él, pero cuando no les quedaba más remedio sabían que se jugaban la vida y cuando salían del dos caballos sanos y salvos contaban el viaje, por breve que fuera, como una aventura de milagrosa supervivencia. Tanto como le gustaba caminar, en las calles de París ignoraba semáforos y pasos de peatones, y cruzaba cuando le apetecía y donde cuadraba; algún amigo que lo esperaba en un café vio, con el corazón en vilo, como atravesaba tan ausente como campante un bulevar con tráfico intenso.


Siempre temió que los editores se arruinaran con sus libros; sólo de pensar que lo iban a publicar se ponía triste: estaba convencido de que no podían sino perder dinero con él, y les rindió gratitud de por vida. De la edición en bolsillo (por Grove Press) de Esperando a Godot se llegaron a vender con los años más de un millón de ejemplares, pero Beckett consideró siempre que el éxito (mundial) de la pieza -tanto en lo escénico como en lo literario- sólo podía atribuirse a malentendidos elementales. El Nobel en 1969, aparte del incordio que representaba -fotos, entrevistas, publicidad-, lo dejó más bien frío; y sobre los 73.000 dólares que llevaba aparejados sólo se le ocurrió comentar que quien debería haber recibido el Nobel era Joyce, él sí hubiera sabido cómo gastárselo, así que donó una gran parte del dinero, repartiéndolo entre escritores que pudieran merecerlo y necesitarlo, como Djuna Barnes, ya vieja, sola y enferma. En realidad,  se sentía muchísimo más cómodo con el fracaso: he respirado hondo su aire vivificante durante toda mi escritura. Pero aun así el montaje de Esperando a Godot en el Odéon de París en 1961 le hizo especial ilusión.

 Beckett en los ensayos de Esperando a Godot en 1961.
(Fotografía de Roger-Viollet.)

Como es sabido, el texto de Esperando a Godot se abre con una escueta acotación del escenario: Camino en el campo, con árbol. En cuanto estuvo seguro de que el proyecto era firme, le encargó a Giacometti ese árbol, el elemento primordial del decorado.

Giacometti  camino de su estudio.
(Fotografía de Cartier-Bresson.) 

Esta fotografía era una de las preferidas del maestro, la tenía clavada en un tablero del estudio en la casiña. (Sigue allí.) Data de 1961, el año que Beckett le encargó al escultor el árbol de Godot. Giacometti era un viejo amigo de Beckett desde hacía más de veinte años, compañero de caminatas noctámbulas por las calles de París, tantas veces en silencio, siempre haciéndose compañía. No sé si el maestro sabía de su amistad, nunca me lo comentó, pero si no la conocía cuánto le hubiera gustado que se lo contara. Como Beckett, Giacometti era ya a esas alturas un escultor muy conocido (y tan refractario a la celebridad como aquél), y aunque nunca había trabajado para el teatro le divirtió el encargo. Y enseguida se puso manos a la obra en un árbol alto y delgado con un aquel de palmera. Cuando estuvo casi terminado, Beckett fue al estudio para verlo. Y Georges Pierre estaba allí para documentar el encuentro. Con el árbol de Godot.




Nos pasamos toda la noche -contó Giacometti- intentando que ese árbol de yeso fuese más grande o más pequeño, las ramas más esbeltas. Nunca parecía que estuviera del todo. Cada uno le decía al otro: "Sí, puede ser".

Beckett en los ensayos de Esperando a Godot en 1961 

Beckett no le quitó ojo a los ensayos de ese montaje de Godot en el Odéon. Según sus propias palabras estuvo metiendo las narices día tras día. Fue un proceso tan agotador como excitante. Y como había tensiones y desacuerdos entre Roger Blin, el director de la obra, y Jean-Louis Barrault, ambos amigos del autor, tuvo que ser el propio Beckett quien finalmente se hiciera cargo de la dirección del montaje. De hecho, aunque no la firmara, fue su primera mise en scène. Se estrenó como director con el árbol de Giacometti.

20/9/12

El amarillo


Iban cayendo las horas con el perfume de los últimos días del verano. Cuando el jueves despedimos a Esther después de pasar unos días con nosotros, cayó el crepúsculo con un aquel de otoño. Hoy estiraba las últimas páginas de la elegante biografía de Beckett escrita por Anthony Cronin (en una estupenda traducción de Miguel Martínez-Lage) interrumpiendo la lectura para contemplar las olas bellísimas que rompían en los cantiles del faro de Corrubedo o unas flores que se van apagando pero que iluminaron con un amarillo solar las horas del verano.


Amo el rojo, el negro, un azul que hemos bautizado con el topónimo de la aldea, algunos verdes, pero con los años atesoro los amarillos (y suspiro por ésos que Ángeles enciende en los más bellos rincones del jardín). Esther nos habló de la necesidad del amarillo, de los amarillos que amaban Enrique Ortiz y el maestro, que de vez en cuando salían a pasear con el propósito de ponerle los ojos encima a algún amarillo, en un huerto, en una vereda, en un valado; de los amarillos milagrosos que ella descubrió en Tui al poco de llegar hace ya más de treinta años, como si se hubieran desprendido de ese poema de Montale que ama tanto. Fue su regalo de estos días (de rojos, azules, verdes y amarillos) que hemos de guardar para el invierno: Los limones de Eugenio Montale. Me habría gustado traerlo aquí con su propia voz -la de Esther, quiero decir (debíais haberla escuchado)-, os lo dejo en la voz del poeta, en una traducción de Horacio Armani y, claro, en italiano (para disfrutar de las rimas internas). Es un poema que ya hemos hecho nuestro, porque como decía el cartero de aquella película tan tierna, los poemas no son de quienes los escriben sino de quienes los necesitan. El más bello poema sobre la necesidad del amarillo.


Óyeme, los poetas laureados
se mueven solamente entre las plantas
de nombres poco usados: boj, ligustros o acantos.
Yo, para mí, amo las calles que conducen
a las herbosas zanjas donde en charcos
casi secos acechan los muchachos
alguna enjuta anguila:
los senderos que siguen los ribazos
bajan ente el penacho de las cañas
y llevan a los huertos, entre los limoneros.

Mejor si la algazara de los pájaros
se apaga devorada por el cielo:
más nítido se escucha el susurrar
de las ramas amigas al aire casi inmóvil,
y las sensaciones de este olor
que no sabe separarse del suelo
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
Aquí, de las pasiones apartadas
por milagro calla la guerra,
aquí también a los pobres nos toca nuestra parte
de riqueza
y es el olor de los limones.

Mira, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen muy próximas
a traicionar su último secreto,
a veces esperamos
descubrir un error de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el eslabón perdido,
el hilo que al desenredarlo finalmente nos ponga
en el centro de una verdad.
La mirada sondea a su alrededor,
la mente indaga, concuerda, desune
en el perfume que se propaga
cuando más languidece el día.
Son los silencios en los que se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna perturbada Divinidad.

Mas desfallece la ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
solamente a retazos, en lo alto, entre molduras.
Después, la lluvia cansa el suelo; se espesa
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se torna avara, amarga el alma.
Hasta que un día, a través de un portón mal cerrado,
entre los árboles de un patio
se nos aparece el amarillo de los limones,
y se deshiela el corazón
y retumban en nuestro pecho
sus canciones
las trompas de oro del esplendor solar.




I limoni de Eugenio Montale

Ascoltami, i poeti laureati 
si muovono soltanto fra le piante 
dai nomi poco usati: bossi ligustri o acanti. 
lo, per me, amo le strade che riescono agli erbosi 
fossi dove in pozzanghere 
mezzo seccate agguantanoi ragazzi 
qualche sparuta anguilla: 
le viuzze che seguono i ciglioni, 
discendono tra i ciuffi delle canne 
e mettono negli orti, tra gli alberi dei limoni.

Meglio se le gazzarre degli uccelli 
si spengono inghiottite dall'azzurro: 
più chiaro si ascolta il susurro 
dei rami amici nell'aria che quasi non si muove, 
e i sensi di quest'odore 
che non sa staccarsi da terra 
e piove in petto una dolcezza inquieta. 
Qui delle divertite passioni 
per miracolo tace la guerra, 
qui tocca anche a noi poveri la nostra parte di ricchezza 
ed è l'odore dei limoni.

Vedi, in questi silenzi in cui le cose 
s'abbandonano e sembrano vicine 
a tradire il loro ultimo segreto, 
talora ci si aspetta 
di scoprire uno sbaglio di Natura, 
il punto morto del mondo, l'anello che non tiene, 
il filo da disbrogliare che finalmente ci metta 
nel mezzo di una verità. 
Lo sguardo fruga d'intorno, 
la mente indaga accorda disunisce 
nel profumo che dilaga 
quando il giorno piú languisce. 
Sono i silenzi in cui si vede 
in ogni ombra umana che si allontana 
qualche disturbata Divinità.

Ma l'illusione manca e ci riporta il tempo 
nelle città rurnorose dove l'azzurro si mostra 
soltanto a pezzi, in alto, tra le cimase. 
La pioggia stanca la terra, di poi; s'affolta 
il tedio dell'inverno sulle case, 
la luce si fa avara - amara l'anima. 
Quando un giorno da un malchiuso portone 
tra gli alberi di una corte 
ci si mostrano i gialli dei limoni; 
e il gelo dei cuore si sfa, 
e in petto ci scrosciano 
le loro canzoni 
le trombe d'oro della solarità.


5/2/12

Espejo de navegantes


Mapa del atlas de Abraham Ortelius, 1570


Ver claro para escribir justo.
(Pessoa)


Si se coge la nota de un suicida y se cambian de orden las palabras, se puede escribir una carta de amor. (Tom Waits)


Un escritor debe saber y tener siempre presente que éste es un mundo de idiotas y rufianes, atormentados por la envidia, consumidos por la vanidad, egoístas, falsos, crueles y bajo la maldición de sus propias ilusiones.
(Ambrose Bierce)


Como el tejedor en la superficie de la corriente,
Su imaginación se mueve sobre el silencio.
(W. B. Yeats)


En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.
(Flannery O'Connor)


Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola palabra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esa palabra con todo nuestro ser.
(Kafka, 28 de diciembre de 1910)


Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación. (Nietzsche)


Mirar lo que se tiene delante de los ojos requiere un constante esfuerzo.
(George Orwell)


Lo importante no es dónde se roban las cosas, sino hasta dónde se llevan.
(Godard citado por Jarmusch)


Algunos pájaros son llamas.
(Marguerite Yourcenar)


No podemos llenar un vaso de vino hasta el borde sin que se derrame.
La sencillez es exuberante.
(Henry David Thoreau, 23 de marzo de 1842)


Sin sintaxis no hay emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.
(Pessoa)



(Uno de los primeros días del año, Esther Casal me contó la visita a una exposición en la Biblioteca Nacional; entre las obras de la muestra figuraba Espejo de navegantes de Alonso de Chaves, un tratado de náutica de 1537, escrito con meridiana claridad, pero inédito en su tiempo porque revelaba secretos de navegación. "Espejo de navegantes, qué título precioso para una de tus entradas..." )

26/1/12

La memoria errante


Fotograma de Eleni

Pasé la noche montado en un carrusel. Con la mirada poseída por la memoria de las imágenes de Angelopoulos. Por las conversaciones con el maestro sobre La mirada de Ulises, Eleni, La eternidad y un día... No eran películas. Eran más que películas. Eran una gramática que nos permitía aludir a algunos misterios impronunciables.

Fotograma de La mirada de Ulises

Ahora Theo ha desaparecido en un trocito de cine y lo imagino abrazado al árbol de Citera, como sus niños de Paisaje en la niebla.

Fotograma de Paisaje en la niebla

Ahora imagino al maestro y a Theo haciéndose compañía en aquel lienzo tan bello de una Citera abandonada. O en un fotograma de Viaje a Citera.

Fotograma de Viaje a Citera

Si alguna vez esta escuela apareciera en forma de libro y pudiera elegir la cubierta, llevaría esta imagen:


No aparece tal cual en Eleni, pero habla de Eleni. Cuando vi esta imagen por primera vez, fue como si cuajara en celuloide la memoria ensoñada de la infancia, cuando de niño contemplaba, desde el puente sobre el río Tripes, el Miño desbordado hasta las ventanas del primer piso de las casas del Arrabal en Tui, durante las inundaciones periódicas -cheas, le decían- de los primeros sesenta del siglo pasado, con los vecinos poniendo a salvo los enseres en barcas... Y con aquella película aconteciendo ante mis ojos cómo no iba a llegar tarde a la escuela, cómo no imaginarla también anegada y que la clase nos la iban a impartir a flor de agua. Aún estoy viendo la mirada sonriente del maestro cuando un día le aparecí en casa llevándole Eleni. Tenía que verla. Cómo si hiciera falta insistirle. Cuántas veces evocamos aquel plano con las sábanas tendidas estremecidas por el viento, las imágenes del diluvio, el lugar donde se citaban los músicos para tocar en una boda... Qué poco hacía falta para entenderse con la gramática de Eleni, de La eternidad y un día, de La mirada de Ulises...


Hay cineastas que apuran el tiempo. Hay cineastas que abrazan el tiempo. Angelopoulos lo abraza como a un fantasma errante y memorioso con quien hablar largo y tendido. Tonino Guerra, que escribió con el cineasta seis de sus más bellas películas, recuerda cuánto le gustaba el café mientras trabajaban en un guión, necesitaba tener cerca una taza de café, y se la seguía llevando a los labios de vez en cuando, como si ese gesto distraído le ayudara a consolidar sus pensamientos. Angelopoulos, aludiendo al tiempo en su cine, comentó alguna vez que los italianos toman el espresso de un sorbo, pero que a él le gusta saborearlo. Cómo no iba a saborearlo un cineasta que rodaba cada plano como quien procura en la belleza una plegaria por la salvación del mundo. Un mundo salvado por el cine. Porque el cine era el mundo para Angelopoulos. Y su viaje. Por eso intentaba recobrar en cada película la inocencia de la primera mirada, como el cineasta de La mirada de Ulises. Como los niños de Paisaje en la niebla, cautivados por la pequeña maravilla de un fotograma.


Pasé dos días ayuno de noticias y ayer por la noche Ángeles me trajo la de la muerte de Angelopoulos mientras localizaba para su próxima película, El otro mar. Ya se había enterado por la mañana cuando viajaba hacia Tui y escuchaba Radio 3, pero prefirió no decírmelo por teléfono. Sabía cuántos recuerdos iba a desencadenar y prefería que el carrusel no se echara a rodar estando uno solo. Sabía cuánto iba a necesitar su abrazo. Y abrazar a Esther. Y al maestro. Y la memoria errante del cine de Angelopoulos.

9/12/11

Los demonios familiares


Si fue pura casualidad toparnos allí con la exposición de los Desastres de la guerra de Goya, nada menos casual que haber llegado a Ciudad Rodrigo. Teníamos buenas razones; más que buenas, razones bestiales.



Esther nos había hablado de la iconografía del claustro de la catedral y nos puso los dientes largos. Cabe añadir que la curiosidad era proporcional a la sorpresa; la de Ciudad Rodrigo no es precisamente de las catedrales imprescindibles, pero su claustro deberíamos incluirlo entre los secretos golosos del arte medieval.



En realidad, todo hay que decirlo, sólo tuvimos ojos para el claustro y aquel soberbio bestiario, un maravilloso catálogo de zoología fantástica. Y tanto o más que los capiteles nos cautivaron las figuras de las basas.

     

La escala de las imágenes pueden engañar sobre su tamaño real: miden veinte centímetros, como máximo; la mayoría son aún más pequeñas.



A través de la viva expresión de estos seres nos mira, siglos mediante, el artista anónimo que los esculpió; compartimos la misma gramática de la fantasía, aunque vivamos de forma diversa el imaginario que destilan.



En algunos mapas medievales, los cartógrafos pintaban al borde de lo desconocido, más allá de Mar Océana, sierpes o dragones, con el aquel de más allá hay monstruos.


O en portugués, como cuenta Xuan Bello en Los cuarteles de la memoria de un mapa del siglo XIV que vio en el Museo Marítimo de Belem en Lisboa con el mensaje daquí em diante só há dragôes.


En la colección de la Biblioteca Pública de Nueva York se conserva el conocido como Globo Lenox, que data de principios del siglo XVI, donde más allá de la costa oriental de Asia una leyenda reza en latín hic sunt dracones. Aquí hay dragones.


Aquellos cartógrafos precolombinos conjuraban los temores a propósito de la terra incognita con los monstruos de los bestiarios románicos y góticos (al fin y al cabo, si más allá había dragones, podían encomendarse a San Jorge), exorcizaban lo nunca visto con las visiones que enhebraban el mundo doméstico con el trasmundo, y se cobijaban de lo extraño (y radicalmente Otro)-los nuevos mundos por ver- con los demonios familiares.