Mostrando entradas con la etiqueta Manolo González. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Manolo González. Mostrar todas las entradas

1/2/15

La oreja y el ojo


Cada nota de música posee un soplo que te lleva 
y como director simplemente debes hacer 
que sople el buen viento en el momento adecuado. 


Cuando se estrenó en Vigo Terciopelo azul a finales de 1986, debimos verla dos o tres veces.


Y durante unos meses no me la debí quitar de la cabeza -ni de la boca- porque el verano siguiente, en cuanto llegamos a O Carballiño para asistir a las Xornadas de Cine e Vídeo de Galicia (Xociviga, que nos reunía cada verano durante los ochenta y primeros noventa para darnos a la gula del cine, cinco o seis películas diarias, un atracón), fue llegar, decía, y Manolo González me puso de inmediato tras una máquina de escribir para que mecanografiase un texto sobre la película de David Lynch -que se proyectaba al día siguiente (por fin pudimos verla en versión original)- con vistas al suplemento sobre el festival que se publicaba diariamente en las páginas centrales de La Región.


Si no recuerdo mal, enhebré un rosario de cosas de Blue Velvet -una valla con rosas, una manguera, una oreja, un armario, un pedazo de terciopelo, un cuchillo, una mascarilla, un flexo, una escalera, una cortina mecida por el viento...- que denotaban -en la mirada lynchiana- la conjugación de lo familiar con lo extraño, o mejor, lo extraño bajo la piel de lo doméstico; el horror tras el telón de la rutina diaria (el reverso tenebroso de lo familiar), pero también el humor que aflora en el horror, como el dolor en el amor, y una aleación de lo bello y lo siniestro. Con mucho humor (negro o blue), todo hay que decirlo. En palabras de J. G. Ballard,
Blue Velvet es una broma constante y brutal, El Mago de Oz vuelto a filmar con guión de Franz Kafka y decorados de Francis Bacon.

Creo que viene muy a cuento la valoración de David Thomson, casi veinte años después de su estreno:
Lo emocionante de Terciopelo azul es la forma en que se introdujo en las vísceras de la gente. Es uno de esos peligros que uno huele en la oscuridad, y que una vez saboreado, arrambla con todo el resto. Algunos espectadores de la América media salieron de Terciopelo azul sintiéndose sucios, y yo pertenezco a la fe de los que creen que esta clase de contaminación es muy necesaria, y que el cine la lleva a cabo con mucha más delicadeza que el horror de una guerra en el extranjero.

La hemos visto unas cuantas veces más en estos últimos (casi) treinta años. Puede sonar extravagante mencionar que fue un rodaje feliz o apuntar que se trata -quizá- de la película más equilibrada del cineasta, la más perfecta, y si no detestara el adjetivo, diría que la más redonda. En ocasiones preferimos otros lynch (el último, pongamos por caso, la fascinante e hipnótica Inland Empire), pero Blue Velvet no ha perdido un gramo de su pegada perturbadora. Cómo olvidar esa aparición de Dorothy/Isabella Rossellini desnuda hacia el final de la película.


(La actriz se inspiró en la imagen de la niña vietnamita deambulando desnuda por una carretera, con el cuerpo quemado tras un ataque con napalm, en la famosa fotografía de Nick Ut.)


En ninguna de las escenas de Blue Velvet se podría hablar de celebración de la carne; menos que en ninguna en esa aparición en medio de la noche: carne que grita, un grito lacerante.

David Lynch dirige a Isabella Rossellini 
en Blue Velvet.

En palabras de Lynch, Blue Velvet es como un sueño de extraños deseos atrapado dentro de una historia de suspense. Y añade:
El cine tiene una manera grandiosa de dar forma al subconsciente. Es un lenguaje estupendo para eso.

Como tantos noir de los 40 y 50, Blue Velvet funciona como un universo mental, con la lógica onírica (si aplicamos la lógica racional el guión semeja un colador) de los cuentos de hadas que siempre envuelve con una fina piel de palabras un horror innombrable. (Me viene ahora a la cabeza Dónde viven los monstruos de Maurice Sendak, pero este cuento infantil quedará para otro día.) En fin, un misterio merecedor de tal nombre no representa un enigma a resolver, sino que exige un viaje al corazón de las tinieblas, al magma insondable del ser humano.


Sería un enigma si el protagonista -Jeffrey/Kyle MacLachlan- fuera sólo -que también- un detective (amateur), pero es que es -sobre todo- un mirón. No sé si eres un detective o un pervertido, le dice Sandy/Laura Dern. Para Lynch,
La película es un cuento perverso. Hay toda una mitología y un simbolismo en los cuentos de hadas que me gusta mucho, y eso se encuentra desperdigado en el filme.
Érase una vez... en Lamberton, con los cincuenta permeando los ochenta. Una imaginería visual y sonora para un universo sin una ubicación temporal precisa -obra de la dirección artística de Patricia Norris y del diseño de sonido de Alan Splet- que refuerza la cualidad onírica del filme.


Lynch se refirió a la atmósfera naif de los teenagers de los 50 -casas, automóviles, vestuario, atrezo (la foto de Montgomery Clift en el cuarto de Sandy)- rememorada desde los ochenta a través de las canciones de aquellos años: Blue VelvetIn Dreams... Claro que la iluminación de Frederick Elmes dota a la imaginería de los 50 de visos sombríos, más propios del presente (del rodaje) de la película, acorde con las zonas oscuras que explora.

Siempre he tenido la curiosidad de saber lo que podía ocurrir en estas casas [de esos pueblos del Medio Oeste donde Lynch pasó su infancia y adolescencia]. Tenía el presentimiento de que tan sólo estaba viendo la parte emergida de un iceberg. En el fondo todos somos como detectives al acecho de las cosas que nos esconden. La peste puede reinar en el interior de estas casas, escondida entre las sombras. Es allí donde se encuentra el horror.

Un sueño de extraños deseos de un mirón que acaba dentro de un thriller onírico. Sólo que se trata de un ojo -el del mirón- que empieza a ver por una oreja. Casi -o sin casi- podríamos decir que Dorothy es una idea que Sandy le mete en la cabeza a Jeffrey por la oreja. He oído cosas, le dice Sandy a Jeffrey a propósito de Dorothy Vallens; más concretamente, cosas sobre una oreja (ésa que él encuentra al comienzo de la película).


La oreja como tentación. Otra oreja por la que entrar en la trama de Terciopelo azul. La oreja como puerta a otro mundo. Una oreja para mirar.


Lynch ha contado que empezó en el cine por la oreja (como Jeffrey en la trama de Terciopelo azul), cuando escuchó el viento en uno de sus cuadros, un viento que lo llamaba a entrar dentro de la pintura, algo que sólo el cine le permitía. Una oreja que llama por el ojo, como en la escena de sexo que Jeffrey atisba desde dentro del armario; más que ver, la escucha; ve menos de lo que imagina, o -digámoslo así- la ve por el ojo de la oreja (la mirada imagina más de lo que ve). Una escena, entonces, donde la oreja deviene ojo.


Para mirar a Dorothy y Frank Booth/Dennis Honper. En una escena insólita: pareciera que actúan para nuestro mirón-Jeffrey, representando la escena primitiva, la escena original (de la que habla Pascal Quignard en El sexo y el espanto), transfigurados en padres simbólicos -se tratan de papá y mamá-, como si a Jeffrey le fuera dado asistir a su propia -espantosa- concepción.


Quizá las páginas más iluminadoras que haya leído uno sobre Terciopelo azul  se deben a Michel Chion en su libro sobre David Lynch (aunque no comparta -no del todo, no todos- los sesgos mas audaces de su interpretación). Lo insólito de la escena radica en la teatralidad de lo que se le ofrece a Jeffrey: talmente parece una puesta en escena (valga la redundancia) pensada para (y por) un mirón, y de ahí el malestar que experimentamos, mirones también nosotros, los espectadores. ¿Qué es el cine sino una ofrenda para la mirada ardiente -y furtiva- en la oscuridad?


De la misma forma que Lynch monta la escena para el espectador, cabe sospechar si Frank y Dorothy (desde luego ella sabe que Jeffrey se esconde en el armario, lo ha descubierto antes de la irrupción de Frank) montan el espectáculo conscientes de la presencia del mirón.


Pero mirar, saber, no es inocente. Querer mirar. Querer saber. Acercarse al otro. Ser otro. Ser el otro que (también) se es. Jeffrey/Frank..... Sandy/Dorothy.....


Jeffrey quiere ser Frank, lo teme pero desea su poder sobre Dorothy: Frank encarna el lado oscuro de Jeffrey, un Jeffrey que quiere lo mismo que Frank, pero no se atreve a colmar ese deseo (sexual) y lo enmascara con el deseo de saber: de ahí procede la atmósfera malsana de la película ...


El misterio de Dorothy Valens abre la caja de Pandora de los deseos reprimidos (oscuros) de Jeffrey que ve proyectados en ese psicópata encarnado (a las mil maravillas) por Dennis Hopper. Frank soy yo, le dijo el actor a Lynch para convencerle de que ese personaje le estaba destinado.


Quién puede dudarlo después de ver Blue Velvet, talmente una emanación del mal que anida en la sima de los horrores enterrados bajo la cotidianidad  de Lamberton, pero también como una emotividad desencadenada: ese llanto mientras escucha cantar a Dorothy Vallens en el Slow Club.

En segundo término, al piano,  Angelo Badalamenti. 
Vino para ayudar a Isabella Rossellini con la canción, 
pero acabó componiendo la música  de la película 
y  como uno de los colaboradores habituales de Lynch. 

¿Y Sandy quiere ser Dorothy? En un momento Jeffrey dice: Eres un misterio, pero se lo dice a Sandy, no a Dorothy (por eso me gustó esa imagen que sugiere Michel Chion cuando habla de una banda de Moebius para figurar ese flujo significante entre ambas mujeres).


Conviene recordar la primera vez que Jeffrey ve a Sandy: ella viene desde la oscuridad, surge de las sombras, y oculta en las sombras ha oído cosas que luego le cuenta a Jeffrey para ponerlo en el camino de mirar, de saber. Jeffrey viene a ser un puente entre dos mundos, entre lo doméstico y lo tenebroso. Hasta puede verse como un enviado de Sandy al otro lado de las cosas (del espejo). Para que le cuente. A la vuelta. Las cosas que ha visto. Pero nadie mira -lo que se dice mirar- impunemente.


Al final de la película, la cámara sale de la oreja de Jeffrey y lo descubrimos instalado en el sueño de Sandy, donde han vuelto los pájaros, pero el petirrojo devora un escarabajo (esos que la cámara nos descubría en el césped con su fragorosa actividad): normal, el sueño de Sandy es inseparable de su horroroso envés.


Lynch comentó alguna vez que se considera más un ingeniero de sonido que un director. Confiesa que, llegado el momento de rodar una escena, a menudo prefiere escucharla que verla, así aprecia mejor las notas falsas.


A menudo, en su cine, la oreja requiere al ojo, la escucha llama por la mirada, y hasta (nos) la incendia.

1/6/14

13 ras


...polo horizonte 
que servía de ras
aos vellos canteiros.
(Xabier López Marqués.)


Ahí atrás Manolo González me sugirió de filmara horizontes de estos finisterres, a la manera de los 13 lagos de James Benning (casi mejor, llegado el caso, de las 13 pozas de Xurxo Chirro). Hace unos días leía con Ángeles unas páginas de Chafariz, el hermoso libro de Xabier López Marqués, y nos quedamos prendidos de estos versos preñados por las resonancias de la cantería como oficio de horizontes. (Una poética de confines, entonces, esos valados que tanto me gustan.) Nos llevó a pensar en un muro plantado en esa línea imaginaria: ¿puede imaginarse tanta levedad para la piedra? Y pensamos que podía dedicarle trece horizontes -13 ras- en memoria de tantas miradas perdidas -y prendidas- por esta escuela de náuticas lejanías.

















...Così tra questa
Immensità s'annega il pensier mio:
E il naufragar m'è dolce i questo mare.
(Leopardi, L'infinito.)


13/6/13

Otro niño en la escuela


Manolo González busca por estos eidos siquiera una mención de Crónica de un niño solo de Leonardo Favio y no la encuentra. Y le extraña; sabe que a uno le gusta el cine de los niños y amojonó esta bitácora con ellas. En fin, echa de menos la mirada de Polín en la escuela.


Así que la semana pasada (el miércoles, si no recuerdo mal) me llama.Y me encarece la película. Digamos que bordó el pitching. En pocas palabras: Crónica de un niño solo merecía un lugar en esta escuela. Era por teléfono, no tête à tête, como en tiempos, cuando me hablaba de Jonás, que cumplirá 25 años el año 2000 de Tanner o de Alicia en las ciudades de Wenders, pero con la misma pasión.

No recuerdo hace cuánto, pero sí que veníamos en el coche, cuando le escuchamos a Ariel Roth hablar de Leonardo Favio -de Leonardo Favio cantante- en un programa de radio donde el de Tequila compartía sección con Jorge Urrutia, el de Gabinete Caligari. Ariel Roth eligió Llovía, llovía, uno de los temas de Leonardo Favio, que recordábamos haber escuchado con frecuencia por ahí durante una temporada (cuando éramos jóvenes), sin prestar atención a quién la cantaba. El de Tequila comentó que era un cantante muy famoso en Latinoamérica, pero que lo que más amaba era el cine y, en realidad, cantaba para poder rodar sus películas. Y pensé, habrá que ver algo de ese cantante cineasta, o viceversa. Y allí se quedó el propósito en una burbuja de olvido (ni me enteré cuando se murió el pasado 5 de noviembre en Buenos Aires; podéis leer el fervoroso obituario que le dedicó Luciano Monteagudo en Página 12). Hasta que llamó Manolo. Crónica de un niño solo, entonces. La opera prima de Leonardo Favio.


En el curso de la semana, ya os lo imagináis, no sólo vi la película (en you tube, con problemas de sonido para escuchar los diálogos, pero son escasos y tiene buena calidad de imagen), también entrevistas con el cineasta... vamos, que hice los deberes, y fui remediando la laguna, pero sólo en lo que se refiere a Crónica de un niño solo, el resto de la filmografía -otras ocho películas- queda pendiente. De entrada -nunca mejor traído-, digamos que la opera prima de Leonardo Favio llega a uno -Manolo mediante- con el aura de película mítica del cine argentino, por lo menos para cineastas, críticos y cinéfilos de allí. Se suele citar una encuesta de 2000 entre críticos e historiadores del país donde se la considera como la película más importante del cine argentino. Sólo que habría que preguntarse sobre esa importancia que se le atribuye: ¿como obra fílmica? ¿como película seminal? ¿como emblema de la cinematografía nacional? En cualquier caso, parece que se percibe a Leonardo Favio como una figura aparte, inclasificable, y aun a contracorriente, tan solo como Polín, el niño de su opera prima; y no falta quien la emparenta con Víctor Erice, en su aquel de cineasta solitario (pero ya se sabe, los solitarios no tienen parentela).

Leonardo Favio en el rodaje 
de El dependiente (1969)

Decía Leonardo Favio que filmaba porque con la cámara no se notan los errores ortográficos. (Se notan los de sintaxis, desde luego, pero eso sería otra historia, para otra entrada, lingüística ésa.). Pero nuestro cineasta lo aprendió todo en la vida (en las calles, en los internados, en los reformatorios) y en el cine, su escuela de todos los días. Todo el cine, dijo una vez, todo el tiempo, sobre todo en el legendario cine-club Núcleo de Buenos Aires. Yo mamé el cine yéndolo a ver al cine. "Los inundados" [una película de Fernando Birri, estrenada en 1961] la debo haber visto veinte veces. Salía, tomaba un café y entraba otra vez. (Bastan estos rasgos para explicar que se apreciara en Crónica de un niño solo, tramada con el tejido autobiográfico de Polín, aquella criatura en un centro de menores, su huida y su deambular por la villa miseria y los arrabales, un cine que remitía al Truffaut de Los cuatrocientos golpes.)


Es muy bonito escucharle rememorar los recuerdos del cine de la infancia, cuando sólo era un niño llamado Fuad Jorge Jury: las primeras películas las vi de oído. Se las contaba el ciego Renzo en Luján de Cuyo (provincia de Mendoza). En cuanto le ponía los ojos encima aquel niño -futuro cineasta- a cualquier hora del día, lo llamaba (a veces sucedía al revés, era Renzo quien lo veía de oído y lo llamaba) y, sentados en una vereda, el ciego le contaba la película que había visto la noche anterior en uno de los dos cines del pueblo, el Teatro Colón y el de la Sociedad Italiana. De muy niño, había ido al cine con su abuela, a ver una de Lassie, pero mataban a un perro y empezó a llorar de forma inconsolable, de nada sirvió que la abuela lo llevara hasta la taquilla para que el encargado lo convenciera de que en realidad el perro no moría, era sólo una película. Fue inútil, siguió llorando a lágrima viva. Y no volvió al cine hasta los diez años. Entretanto, veía de oído las películas que le contaba el ciego Renzo. O las películas de Chaplin que un celador les proyectaba en 16 mm en el internado. A Luján de Cuyo llegaban sobre todo westerns y cine argentino (las películas de Hugo del Carril, otro actor, director, cantante; habla con devoción de los Cinco Grandes del Buen Humor...), el cine que nos alimentaba en aquella época. También le gustaba mucho el cine italiano, se acuerda de La hija del capitán (1947) de Mario Camerini; y seguramente vio (en Luján de Cuyo o en el cine-club Núcleo) El limpiabotas (1946) de Vittorio de Sica, que resuena de forma visible -y de forma más palpable- en su opera prima, más que las referencias -puramente superficiales- que se le atribuyen con frecuencia. (Mientras veía algunas de las entrevistas que le hicieron, ya mayor y enfermo, se me ocurrían un montón de preguntas sobre Crónica de un niño solo que no le hacían ni por aproximación, y que ya nunca le harán.)


De adolescente, en Mendoza, su madre -guionista y directora de radionovelas (radioteatros, le dicen allí)- lo llevó a ver Las noches de Cabiria de Fellini (que vio angustiado) y Rashomon de Kurosawa (con Toshiro Mifune, una maravilla). En las radionovelas, y gracias a su madre, Leonardo Favio consiguió sus primeros bolos como actor. Ya en Buenos Aires, un amigo lo llevó a ver una película argentina, que no parece argentina, le dijo: La casa del Ángel (1957) de Torre Nilsson, un cineasta decisivo en la deriva artística del mendocino (que le dedica su opera prima). Pero antes conviene traer a colación algo que Leonardo Favio nunca se olvidaba de apuntar en las entrevistas: siempre le gustó el cine argentino; para él, fue tan importante como Bresson (que mencione justamente al director de Un condenado a muerte se ha escapado suena a boutade pero tiene, como veremos, su explicación).

Y cuando aún no ha cumplido los veinte años, Torre Nilsson, el director más importante del cine argentino, le confía a Leonardo Favio el papel protagonista de El secuestrador (1958) con María Vaner, una actriz que deviene tan importante  para el autor de Crónica de un niño solo como el propio Torre Nilsson, o casi. Digamos que entre los dos lo educaron. Si Torre Nilsson le descubre el oficio de director y lo lleva a la sala de montaje para iniciarlo en la compaginación (como le dicen allí al montaje), y le insiste en que estudie, con María Vaner descubre a Rimbaud y Baudelaire, a Caravaggio y Cézanne. En fin, Leonardo Favio se enamoró perdidamente de María (del cine ya lo estaba) y se convirtió en director para enamorarla.

María Vaner en El secuestrador

Después de rodar un corto y otro inconcluso, escribe el guión de un mediometraje sobre un niño que se escapa de una comisaría, llega a una villa miseria, lo cogen (bueno, lo agarran, ya sabéis los argentinos y el coger) y lo devuelven al reformatorio. Pero entonces va a ver Un condenado a muerte se ha escapado de Bresson en el cine-club Núcleo y se lleva un disgusto, se trata casi de la misma historia. Su hermano, Zuhair Jury, escritor, co-guionista de sus primeras películas (y con el tiempo también director él mismo), le anima a desarrollar el argumento contando también la vida del protagonista en el centro de menores y nuevos episodios tras la fuga. María Vaner acaba de convencerlo y Leonardo escribe con su hermano el guión de Crónica de un niño solo. Se lo llevó Torre Nilsson, para que lo leyera y quizá también por si le producía la película. Al mentor le gustó el guión del discípulo... No, no le produjo la película, aunque gracias a su recomendación le concedieron una ayuda -eso sí, escasa- del Instituto Nacional de Cinematografía.

Así que, con el guión bajo el brazo, Leonardo Favio empezó a buscar financiación. Unas puertas se le cerraron y otra no se le abrieron, pero al final enredó en el proyecto a Luis de Stéfano un loquito de Mendoza, un tipo mujeriego con dinero y un cochazo, al que nuestro cineasta convenció de que las chicas se matan por un productor de cine. Como lo más caro era la película -o sea, el negativo-, Leonardo Favio acudía al suministrador de parte de Torre Nilsson para conseguir los rollos que iba necesitando, hasta que le llegó la factura a su mentor, a la postre también productor -a su pesar- de la opera prima de su discípulo. Aún así, cuando le faltaba una semana de rodaje, nuestro cineasta ya no tenía un duro -quiero decir un peso- y tuvo que recurrir a sus amigos de los bajos fondos para conseguir el dinero y terminar de filmarla. Y el día que no se presentó Walter Vidarte (porque se olvidó o se confundió de día) para rodar las escenas del cafishio Fabián (o sea, proxeneta, según el Diccionario de voces lunfardas, que me trajo Manolo de  Buenos Aires hace ya un cuarto de siglo), el propio Leonardo Favio lo sustituyó. Pero con terminarla no se acabó la película. Cuando la tuvo montada, sonorizada y enlatada, se pasó cuatro años con la película bajo el brazo sin encontrar distribuidor, años en los que sólo pudo verse Crónica de un niño solo gracias a unos cuantos pases en el cine-club Núcleo. Quién sabe si por el prestigio cinéfilo que le confirieron esos visionados -y sin duda por intercesión de los dioses lares del cine-, al fin consiguió estrenar su opera prima en el Festival de Mar del Plata el 5 de mayo de 1965; el 28 de ese mismo mes cumplía 27 años.

Leonardo Favio en el carro del travelling 
afina un encuadre 
en el rodaje de Crónica de un niño solo

Los dos sustantivos -crónica, niño- y el adjetivo -solo- del título dan cuenta de la estructura, el personaje y el tema de la película. Una crónica fílmica que se despliega en episodios hilvanados por la mirada de un niño que denotan la soledad de la infancia. (Estructura, personaje y tema en los que resuena la herencia neorrealista con su sentido de contigüidad con lo real y la aprehensión poética del instante.) La huida de Polín, el niño protagonista, deviene una cesura entre los dos segmentos del relato: el reformatorio y la villa miseria, uno y otro universos con visos carcelarios: no hay huida hacia la libertad; incluso el episodio del río, donde Polín puede sentirse a su aire (se baña desnudo, se acuesta en la hierba al sol, fuma un pitillo), se revela enseguida como un escenario que conjuga recreo y crueldad, y en la atmósfera apacible afloran las trazas despiadadas de la infancia; un episodio que desprende, quizá de la forma más dolorosa -justo con las apariencias más risueñas y a través del uso magistral de la elipsis- la condición efímera de la inocencia.


Si algo distingue la forma fílmica de Crónica de un niño solo es la ausencia de un estilo, o mejor, las rupturas estilísticas, o mejor aun, sus variaciones tonales, su libertad de tono. Por eso resulta baldío -o perezoso- remitir la película a Bresson; por más que el episodio de la huida de Polín o el del robo de la cartera en un bus -donde el cineasta saca el máximo partido a la duración real de los hechos- recuerden escenas de Un condenado a muerte se ha escapado o Pickpocket, nada de la mirada -rigurosa y aun rigorista- de Bresson (y la belleza sublime de sus imágenes) resuena en la mirada de Leonardo Favio: la materia del plano puede ser pareja pero la mirada no puede ser más dispareja (y otra la belleza); dice tan poco de Crónica de un niño solo como si sacáramos a relucir con tanto motivo -o sea, ninguno- Manos  peligrosas de Fuller. Aquí y allá escuchamos ecos de otras películas, pero más como poso que como resonancias, como esa escena con la madre de Polín y el hombre que vive con ella, cuando el niño llega de noche a la chabola de la villa miseria, que nos recuerda alguna escena de Los olvidados de Buñuel; o momentos de los arrabales o del episodio del río, que nos traen a la memoria Accattone de Pasolini.


En el segmento del reformatorio pesan las formas sobre la materia, como si Leonardo Favio lo tuviera muy pensado, como si la memoria de lo vivido pesara sobre el presente de la filmación, y sólo en la escena del gimnasio, con los niños -unos solos, otros en grupo- matando el tiempo -un niño de pie apoya la cabeza en la pared y da pataditas a una pelota de espaldas al mundo, dos niños echados en el suelo soplan de uno a otro una pelotita, otro niño duerme- mientras Polín da vueltas, castigado, con una cartela colgada del cuello sobre el pecho, y aquel niño se consuela de la orfandad con Monica Vitti en la portada de una revista (aquí sí resuenan Los cuatrocientos golpes), sólo en esta escena, digo, la memoria fermenta en el presente con la temperatura precisa, destilándose con la poesía del cine.


Y es en el episodio del río donde Leonardo Favio olvida cualquier cálculo para dejarse llevar por el deseo del plano, por atacar cada plano con el impulso del momento, como Polín, y consigue aprehender el aire del tiempo que respira su personaje, libre de apriorismos formales, para responder a la llamada de la luz que envuelve la atmósfera de la escena, la corriente del agua, la hierba de la ribera, los cuerpos al sol... Qué gran trabajo también el del director de fotografía Ignacio Souto. (Por momentos me recordaban imágenes de Pather Panchali de Satyajit Ray o de Un día de campo de Renoir.)   Y en la penúltima secuencia de la película, aquella noche cuando Polín se lleva el caballo del cafishio Fabián a pastar, una escena con vislumbres casi surreales, como de sueño de niño (una invocación de las últimas escenas de El limpiabotas, una plegaria por la infancia con de Sica).

Leonardo Favio dijo una vez: Yo no soy otra cosa que ese cine. El niño que corre. el niño que escapa del reformatorio. el niño que es violado. el niño que viola. Y quizá nada como la mirada a cámara de Polín en la última escena de la película para marcar distancias con el referente de Los cuatrocientos golpes.


La mirada de Antonie Doinel, abierta, luminosa, esperanzada, que busca el encuentro -y el reconocimiento- en la mirada del espectador.


La mirada de Polín, furtiva (el vigilante lo lleva cogido del pescuezo), que parece decirnos "¿y tú qué miras?"


Esa mirada, acusa, interpela. Pide cuentas. Por tanto desamparo.