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1/8/11

El maestro en Termidor


1 de agosto. Un año sin el maestro. 365 días. Lo hemos recordado cada uno de ellos. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero no es verdad; tiene razón Ferlosio, sería como decir que el tiempo acaba traicionando lo que queremos tanto. A menudo duele la ausencia del maestro y la pérdida se vuelve topografía. Aquella mesa del Central en Tui donde compartimos el último Lagavulin mientras nos hablaba de los cuadros de Monet cuando ya estaba casi ciego y la pintura era ya casi sólo materia, aquel restaurante en Valença donde me habló de Rothko y me dijo que algún día debería visitar la The Houston Chapel, aquel viaje de vuelta de Ourense escuchando Corpo iluminado de Cristina Branco donde canta un soneto de Camões, Memoria de meu bem...

Memória de meu bem, cortado em flores
por ordem de meus tristes e maus Fados,
deixai-me descansar com meus cuidados
nesta inquietação de meus amores.


Basta-me o mal presente, e os temores
dos sucessos que espero infortunados,
sem que venham, de novo, bens passados
afrontar meu repouso com suas dores.


Perdi nua hora quanto em termos
tão vagarosos e largos alcancei;
leixai-me, pois, lembranças desta glória.


Cumpre acabe a vida nestes ermos,
porque neles com meu mal acabarei
mil vidas, não ua só, dura memória!



A veces su memoria llueve, como un orvallo, y me trae sus palabras, que enhebran a Pasolini con Duffy en Accattone; descubriéndome las pinturas, los grabados y las tipografías de Ben Shahn cuando un día le hablé de sus fotografías; y la belleza de los retratos del Fayum cuyas resonancias encontramos en las cabezas que él mismo pintaba y que tanto tanto nos miran, aun con los ojos cerrados...


Hace quince días Esther nos abrió una carpeta en la que el maestro había reunido algunas de esas cabezas; había pintado tantas y sabía cuánto nos gustaban que a él le acabó apeteciendo verlas juntas, y por esa razón quizá empezó a reunirlas, pensando en una futura exposición, quizá...


Y ayer mismo pasamos unas tres horas con Esther en el estudio del maestro, en la casiña, entre sus obras... Nos embargaba algo parecido a ese contentamento descontente, con que Camões define el amor en uno de sus más hermosos sonetos. Al final, Esther nos dio a ver -y a amar- algunas de las últimas obras que el maestro dejó preparadas, no sus últimas obras, aunque alguna quizá lo fuera, sino aquellas que últimamente le apetecía mostrar y que devienen un itinerario íntimo de su pintura, como si nos dijera "aquí me veis, de aquí vengo yo, hasta aquí he venido..." Y contemplamos cuánta belleza nos ha dejado en este mundo.


En los últimos veranos, solíamos vernos para pasear un rato o comer, pero sobre todo para charlar; cuando nos separábamos ya en las horas candentes de julio o agosto -los dos preferíamos la lluvia, los cielos nublados, las luces deitadiñas-, como quien busca un lenitivo para los días de Termidor, siempre me pedía que le recomendara una película para pasar esas horas ardientes. Era un juego, claro: él sabía que yo sabía qué películas prefería que le recomendara. Ahora que ya no está, echo de menos el aquel de programador de cine para el maestro. Era nuestro ciclo del verano.


Una de esas películas -fundamentales e inadjetivables- que él esperaba que le recomendara y de la que tanto nos gustaba hablar era Centauros del desierto de John Ford. Hoy hemos vuelto a verla. Y cuando John Wayne se aleja hacia el desierto y la puerta se cierra y la pantalla va a negro, desde la memoria del cine, el maestro en Termidor se volvía -como la última vez que lo vi-, se llevaba dos dedos al ala de su panamá y seguía su camino.

1/12/09

Las barricadas de la razón

Käthe Kollwitz

Llevo cinco días cautivado (embelesado, encantado, hechizado) por los dibujos y grabados de Käthe Kollwitz. El maestro y Esther buscaban en los anaqueles del estudio El testimonio de Yarfoz de Rafael Sánchez-Ferlosio y Los ojos del icono de José Jiménez Lozano, no los encontraron (a mí me pasa lo mismo cada dos por tres), pero sí un libro en formato de cuaderno dedicado a la obra -dibujos, grabados, esculturas- de Käthe Kollwitz, que el maestro compró en una tienda de arte de Madrid en 1966. Me lo puso en las manos. Lo abrí. Y aquellas láminas me atraparon la mirada de inmediato.


Algo parecido a lo que me sucedió hace unos veinticinco años, cuando le hablé de las fotografías de Ben Shahn a mediados de los 30 y me contó que era ¡un pintor! que le gustaba mucho, mientras se acercaba a una estantería, cogía un libro de gran formato y tapa dura dedicado a la obra de aquel pintor (maravilloso) que también hacía (magníficas) fotos y me lo puso en las manos.


Algún día desgranaré por lo menudo cuántos descubrimientos inolvidables acontecieron así, con libros del más diverso tamaño que el maestro me puso en las manos desde hace casi treinta años. Como el de Käthe Kollwitz. Lástima que, al tratarse de una edición alemana, no pueda entender el texto introductorio, y apenas puedo esbozar unos trazos de esta gran artista.


Pero tampoco importa demasiado. Es su obra la que habla por ella. Bastarán algunos datos para dar cuenta de una biografía, que no de una vida. Nació en el kantiano Königsberg en 1867 y dibujó desde niña; en 1891 se caso con el médico Karl Kollwitz y se trasladaron a Berlín, allí vivieron en uno de los barrios más pobres de la ciudad, donde su marido ejercía como médico y como militante socialista;


experiencia y militancia fundamentales en la concepción artística de Käthe Kollwitz que poco a poco abandonó la pintura para entregarse al dibujo y al grabado -a partir de 1910, la litografía se convierte en su forma preferida de expresión plástica-, como herramientas de crítica y denuncia, y de confrontación política, o sea, como instrumentos de lucha anticapitalista; en 1914, llaman a filas a su hijo menor y muere en combate en Flandes al poco tiempo de comenzar la 1ª guerra mundial; desde el dolor causado por la tragedia y las convicciones socialistas y pacifistas, escribe en su diario dos años después, atormentada por lo que ve:

Todo permanece en la oscuridad, como siempre. ¿Y por qué? Nuestra juventud no es la única que se presenta voluntaria y se va a la guerra, es la juventud de todos los países. Hombres, que en otras circunstancias comprenden a sus amigos, están atacándose unos a otros ahora como enemigos. ¿De verdad la juventud no tiene ninguna opinión al respecto? ¿Se van simplemente en cuanto la llaman, y aceptan cualquier cosa sin pensarlo? ¿Se unen porque quieren, porque es algo que llevan en la sangre? ¿Aceptan ciegamente lo que le dicen sobre los motivos de la guerra? ¿Quiere la juventud la guerra de verdad? (Extracto de los Diarios de Käthe Kollwitz, 1 de octubre de 1916).


La militancia política de los Kollwitz les llevó a unirse a la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburg y Karl Liebneck que fueron capturados, torturados y asesinados por la extrema derecha durante la Revolución de los Consejos de Obreros y Soldados en enero de 1919. No resulta fácil hacerse una idea cabal del grado de compromiso político que asumieron no pocos artistas durante la primera mitad del siglo pasado, tampoco la profundidad que alcanzó la confrontación entre aquellos que querían conservar a toda costa los mecanismos de dominación y explotación, y quienes querían derribar ese orden y cambiar el mundo de raíz; y menos aún la tensión utópica entre las corrientes revolucionarias que involucraban a quienes, nada menos, querían asaltar los cielos. O por lo menos, y no era poco, poner fin al infierno en la tierra. Y desde luego resulta aún más difícil entender que, ante el infierno nacido de la explotación capitalista, la pasión transformadora representaba la -última- barricada de la razón.


Y a esa razón apasionada se entregaba el arte de Käthe Kollwitz. Un arte cuajado en las trincheras de la lucha anticapitalista pero, en tanto que arte, conserva la potencia germinal de las preguntas que arden.


En 1927 Kathe Kollwitz viaja a la URSS y la experiencia deviene una profunda decepción. Tras la llegada de los nazis al poder, sus obras fueron incluidas en la Exposición del Arte Degenerado que se inauguró el 19 de julio de 1937 con vistas a ridiculizar el arte de vanguardia. Irónicamente, esa muestra recibió dos millones de visitantes, mientras que la Exposición del Gran Arte Alemán organizada en paralelo e inaugurada por Hitler en persona apenas fue visitada por medio millón. Durante la 2ª guerra mundial Käthe Kollwitz vive acosada por los nazis, pierde a su marido en 1940, los bombardeos aliados destruyen su estudio y muere el 22 de abril de 1945, poco antes de la rendición de Alemania.


Käthe Kollwitz nunca se recuperará de la muerte de su hijo y nunca olvidará la miseria de la clase obrera, a las madres con los hijos muertos -de desnutrición o tuberculosis- en brazos, a los padres que recibían a los hijos muertos en la guerra, y las maternidades -o mejor, las pietás-, pero también las madres coraje, se convirtieron en un motivo dominante de su obra.


Su nombre aparece vinculado al arte militante, comprometido y crítico, al realismo y al expresionismo, y sin embargo, si hoy seguimos contemplando conmovidos su obra es por la belleza de sus grabados, de sus dibujos, de sus esculturas; por la combinación estremecedora de delicadeza y potencia expresiva, de sutileza y dramatismo, de instinto y oficio. La belleza que se funda en la fragilidad que compartimos con la vida misma, en lo único verdadero.

José Jiménez Lozano refiere en Los cuadernos de letra pequeña que Simone Weil exigía para el genio la capacidad de mostrar la desgracia, lo demás -añade el autor- verdaderamente es pura añadidura. Así Kätte Kollwitz.

28/4/09

Vosotros sois la estrella

Escena inicial de Las uvas de la ira

Con este fotograma acabamos ayer. Y con él vamos a empezar hoy. Pero la razón para hablar de Las uvas de la ira se remonta un poco más, apenas siete días. La semana pasada pude ver "la trilogía de los tiempos modernos" de la guionista Elisabeth Perceval y su compañero, el director Nicolas Klotz. Con ese pretexto puede charlar con Cheché Carmona, en estos últimos años nos vemos poco. Fue alumno mío en la EIS y siempre disfruté hablando con él. También cuando trabajamos juntos medio año que con lindo gusto hubiéramos prolongado. Es uno de los (pocos) guionistas (vivos) que admiro. Uno aprende muchas cosas hablando con Cheché y más aún cuando el tema es John Ford. Y con Cheché no cuesta nada que el tema sea John Ford. También dan para mucho el Quijote, la Biblia, la Odisea, Juan Rulfo, Ernest Lubitsch y Clint Eastwood. Pero la semana pasada John Ford volvió a ser el centro de la conversación. Y esta vez fue Cheché quien lo puso sobre la mesa. Me comentaba cuánto le había gustado Paria (2000), la primera película de la trilogía de Perceval y Klotz, porque, tratándose de una historia sobre excluidos, sin techo, vagabundos en París, el tema social no ahogaba la historia en la que los personajes tienen voz por derecho propio, su propia vida, sus propios sueños, se enamoran y se mantienen fuertes en su pobreza. No son unas víctimas, no dan pena, no quieren inspirar compasión. En palabras de su director, son héroes como los de la Odisea. Y arden las pérdidas y en la pantalla hierve la vida. Son pobres, sí, pero siguen en pie, son hombres. Percibes esas presencias enteras y adviertes que van a seguir adelante porque lo que llevan dentro es más poderoso que los tiempos duros y en mundo despiadado que les tocaron en suerte. Como en las películas de Ford, como en Las uvas de la ira, fueron las palabras de Cheché. Así que a la vuelta de Coruña y de "la trilogía de los tiempos modernos" volví a ver la película de Ford. Y en eso estamos. En eso quedamos ayer. A las puertas de Las uvas de la ira.



Primero fue la novela de John Steinbeck. Pero detrás de la novela hay otra novela. Otra novela que en realidad es una serie de reportajes periodísticos, una escritura airada contra la furia de la historia, contra la injusticia. Una serie titulada Los vagabundos de la cosecha cuyo autor fue el propio Steinbeck. Le encargó los reportajes el San Francisco News y los escribió en el verano de 1936. Mientras, en otras latitudes del país, Dorothea Lange y Walker Evans hacían sus fotografías, y James Agee tomaba notas para lo que acabaría siendo Elogiemos ahora a hombres famosos. Era el aire, la tormenta de los tiempos.


John Steinbeck

Gracias a esos reportajes, John Steinbeck tuvo un encuentro decisivo: conoció a Tom Collins. Se trataba de un tipo al que de verdad le importaban los emigrantes empobrecidos, arruinados, deseperados que llegaban a California en busca de trabajo, y organizó campamentos de acogida con ayuda de uno de los programa de realojamiento de la administración Roosevelt. Fue Collins quien le transmitió a Steinbeck la admiración por la dignidad y el coraje de tantos emigrantes que inspiraron su novela y cuyas historias conoció a través de los informes que encontró en el archivo de los campamentos que aquél organizó. Un escritor está obligado a celebrar la probada capacidad del ser humano para la grandeza de espíritu y la grandeza del corazón, para la dignidad en la derrota, para el coraje, para la compasión y para el amor, son palabras de Steinbeck en el discurso de aceptación del Nobel de Literatura en 1962.


Arthur Rothstein. Un granjero y sus hijos
en una tormenta de polvo.

Cimarron County. Oklahoma, 1936


Entre 1931 y 1939 tormentas de polvo -conocidas como dust bowl- arrasaron los estados del Medio Oeste. Entre 1935 y 1938, 400.000 granjeros arruinados emigraron a California, la tierra prometida. El mismo Woody Guthrie emprendió ese camino en 1937 desde Oklahoma. Subió a un tren de mercancías con su guitarra, trabajó recogiendo melocotones en California y empezó a componer baladas que grabó en el disco Dust Bowl Ballads.



Una de esas canciones se titulaba Tom Joad en homenaje a Las uvas de la ira que Steinbeck publicó en 1939 -unos meses antes que el disco de Guthrie-, una novela que le dedicó a su mujer, Carol, y a Tom (Collins), que vivió esta historia. La Fox se hizo enseguida con los derechos de adaptación. Y Darryl Zanuck le encargó a Nunnally Johnson la escritura del guión, ya había escrito, por ejemplo, Prisionero del odio (John Ford, 1936).


Nunnally Johnson


A Nunnally Johnson le preocupaba la adaptación de una novela como Las uvas de la ira. Incluso le intimidaba su "cualidad bíblica". No es de extrañar. Se trataba de condensar más de seiscientas páginas de literatura en cien páginas de escritura cinematográfica. En realidad no se trata de condensar, se trata de enterrar cinco partes de seis y que la parte visible "hable" por el resto. Y tampoco se trata se eso, sino de encontrar la pulsación que le permita vivir a la historia después de la carnicería -despiece y armazón de un puzzle- que el guionista tiene que practicar con el lbro. En fin, Nunnally Johnson le hizo caso a la única recomendación que le dio John Steinbeck a propósito de la adaptación de la novela: "Manoséala". Y escribió el primer borrador. Y por una de esas inusitadas conjunciones astrales -otra explicación resultaría inverosímil- ese primer borrador se convirtió, con muy pocas modificaciones, en el único borrador fechado el 13 de julio de 1939. Zanuck sugirió, por ejemplo, que viéramos a Tom Joad en la primera escena del filme, y aclarar la escena del adiós entrre Tom Joad y la madre para evitar la impresión de que él huye, Tom está haciendo un sacrificio. El propio Zanuck esbozó también una escena para comunicar una mayor dureza a las situaciones que debe vivir la familia Joad: esa escena que Ford rodará con la cámara en el viejo camión de los Joad mientras la gente desalentada se va apartando en el primer campamento que encuentran en California. Cuando Zanuck y Johnson estuvieron de acuerdo, se decretó el secreto absoluto sobre el proyecto.




Le enviaron el guión a Steinbeck pidiéndole disculpas por la escena del restaurante junto a la carretera donde el vijo Pa Joad y los niños entran a comprar pan, una escena que no estaba en la novela. A Nunnally Johnson le gustaba mucho, más aún, se sentía orgulloso de ella. A Steinbeck le encantó la escena y el guión. Y hay que reconecer que se trata de un gran guión: ¿cómo no iba a gustarle? Pero el caso es que le gustó.


Foto de rodaje de Las uvas de la ira: la familia Joad


A Zanuck le quedaba por tomar otra de las decisiones capitales: ¿a quién le encargaba la dirección de Las uvas de la ira? A esas alturas Ford estaba rodando Corazones indomables -con Henry Fonda, John Carradine y Dorris Bowdon que volveremos a encontrar en el reparto de Las uvas de la ira- , también para la Fox y se barajaron otros nombres, Clarence Brown, por ejemplo. En cualquier caso, Ford no fue la primera decisión. Tampoco dijo que sí a la primera cuando Zanuck le propuso el proyecto a mediados de 1939.




John Ford se sentía atraído por Las uvas de la ira: un buen guión sobre una buena historia que se parecía a la que habían vivido sus ancestros irlandeses durante la hambruna del XIX. Un vínculo emocional irresistible para el descendiente de los Fearna del condado de Cong en el oeste de Irlanda. Terminó el rodaje de Corazones indomables el 5 de septiembre y sólo dispuso de cuatro semanas antes de empezar el rodaje de Las uvas de la ira. Parece imposible desde nuestras coordenadas, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de una producción cuidada hasta el mínimo detalle, pero así se hacian las cosas en el viejo Hollywood. Y vienen muy a propósito estas líneas:

Mucho se dice en nuestra época sobre (...) la imposibilidad de pedirle al genio que trabaje dentro de unos límites establecidos o que colabore en un plan ajeno. Pero, después de todo, lo cierto es que muchos grandes genios lo han hecho, desde Shakespeare cuando enmendaba malas comedias o dramatizaba noveluchas (...) Los poetas menores no pueden escribir por encargo, pero los grandes poetas sí. Cuanto mayor sea el espíritu del hombre, cuanto más abarque su mirada, más probable es que cualquier cosa que se le proponga le parezca prometedora y significativa; cuanto más lo comprenda todo, más dispuesto estará a escribir lo que sea. Es exigir mucho (si a eso vamos) arrojarle un ladrillo a alguien y pedirle que escriba un poema épico; pero cuanto mayor sea su grandeza más capaz será de escribir sobre el ladrillo. Estas líneas las escribió Chesterton a propósito de Dickens al que, en tantos aspectos -la magnitud de la obra, el sentido de lo popular, la combinación de lo dramático y lo cómico, la creación de los personajes y de la emoción-, se le parece John Ford.



La Fox preparó un dossier con fotos de Dorothea Lange, Walker Evans, Ben Shahn,... ordenadas por temas -"erosión del suelo", "tormentas de polvo", "emigrantes", "baile", "campamentos del gobierno", "campamentos de ilegales",...- y con fragmentos de los reportajes de Steinbeck, y se lo facilitó a Ford, al director de fotografía Greg Toland y a los directores artísticos Richard Day y Mark Lee Kirk. Y contaron con la colaboración de Tom Collins, el hombre al que tanto debía la novela de Steinbeck.




A Ford no le interesaba el estudio social que desplegaba Las uvas de la ira, le interesaban los Joad, los personajes, la familia, la idea de comunidad. Alguien sugirió que Las uvas de la ira es la película más irlandesa del director, probablemente lo era en 1939. Y desde luego todo el cine de Ford germina en el teatro (de sombras) de la memoria ancestral. Le resultó muy fácil encontrar en el éxodo de los emigrantes desposeídos de Oklahoma la genealogía de su propia identidad y convirtió el guión de Nunnaly Johnson en la partitura para interpretar (una vez más) la música más íntima.


John Ford


El rodaje de Las uvas de la ira comenzó el 4 de octubre de 1939 con la fotografía dura de Toland que prescindió de los difusores y con los actores sin maquillaje. Rodaban sobre todo a primeras horas de la mañana y a las últimas de la tarde para aprovechar las sombras que proyectaban los cuerpos. John Ford atendía a cada detalle y dirigía a cada actor según sus necesidades: sin palabras apenas con Henry Fonda que se había apopiado por completo de Tom Joad, paciente con John Carradine (Casey) que lo irritaba tanto, punzante con Dorris Bowdon (Rosasharn) pero guiándola como en los tiempos del cine mudo para llevar hasta el borde del desgarro, cuidadoso con Jane Darwell (Ma Joad), matizando la dicción de John Qualen (Muley) con primorosa precisión, convirtiendo a cada elemento de la figuración en un personaje con entidad propia -basta contemplar esa escena del campamento a la que nos referimos más arriba- del que podríamos escribir una biografía tras contemplarlo apenas unos segundos mientras avanza el camión de los Joad. Podemos imaginar a Ford en el borde del encuadre destrozando a mordiscos el pañuelo con que envolvía la mano cuando llegaba el momento de rodar y así aliviar a dentelladas la insoportable tensión interior con que afrontaba cada plano, totalmente sumergido en la escena del adiós mientras Henry Fonda (Tom Joad) desgrana su monólogo - ...Estaré en los gritos de los hombres en los días de furia. Estaré en la risa de los niños...-, y cuando, tras besarse por primera (y quizá última) vez con Jane Darwell (Ma Joad), desaparece por el fondo del encuadre, Ford dice "¡Corten!" y se aleja del set sin decir una palabra: ha conseguido lo que quería en una única toma y ya puede desatarse el nudo que le apretaba dentro y aflojarse el pañuelo.



El 16 de noviembre, tras cuarenta y tres días de rodaje, Ford acabó su trabajo de dirección. Dejaría muy claro que la película, para él, debería terminar con el gran plano general de Henry Fonda (Tom Joad) subiendo la colina en un crepúsculo irrevocable, convertido en una figura espectral en la oscuridad americana, o por extensión, en palabras de Walter Benjamin, en la medianoche de la Historia. Una escena en la que resuenan ecos del final de El joven Lincoln (también con Henry Fonda subiendo una colina), pero que encontraría su más exacta correspondencia con John Wayne (Ethan Edwards) en el final de Centauros del desierto, y en general con el personaje fordiano por excelencia, el héroe necesario que debe abandonar la comunidad, condenado a una errancia irremediable.



El propio Zanuck se encargó de filmar la escena final de Las uvas de la ira con Jane Darwell (Ma Joad) proclamando: No pueden derrotarnos, porque somos el pueblo. Una escena que figuraba en un añadido al guión fechado el 1 de noviembre. Parece ser que, como Ford no quería rodarlo pero tampoco podía impedir que se rodase, le sugirió a Zanuck que se encargara personalmente. Luego el productor se puso manos a la obra, como recuerda Robert Parrish, para conseguir que los sonidistas grabaran el mejor sonido de camión que se haya escuchado nunca, ese motor que con los ladridos de los perros es lo único que escuchamos en esa escena del camión de los Joad abriéndose paso entre la gente en el campamento de emigrantes, la música del desaliento, el metrónomo de la injusticia, la silenciosa partitura de la furia de la Historia. La película se estrenó en enero de 1940. Había costado 750.000 dólares y recaudó 1.100.000. Más o menos. No fue un gran éxito.




Después de ver Las uvas de la ira uno no entiende cómo puede seguir sosteniéndose que se trata de un filme realista. Cuando uno acaba de ver la película, en primer lugar ha visto una obra de John Ford. Y Ford nunca fue un cineasta realista. Si algo caracteriza su obra, es la tensión dolorosa, irremediable (y casi insostenible) entre la materia y la forma con que envolvía el malestar existencial y se dejaba llevar por el magnetismo de las tinieblas, con que vulneraba la claridad compositiva y derivaba hacia las pinturas oscuras y fantasmales, con que se dolía de las heridas de la civilización y cantaba una elegía por el mundo perdido. Una luz irreal envuelve los tramos finales de Las uvas de la ira cuando Tom Joad acepta el sacrificio al que el destino lo convoca. Pero, en realidad, toda la película transita por un territorio fantasmagórico, asistimos al éxodo de figuras espectrales -hasta los personajes se han descorporeizado del actor que les presta el esqueleto-, sombras caídas de una pesadilla que pronuncian palabras que parecen encontradas, como tan bien apunta Cheché Carmona, en los recodos de un sueño o en la frontera de la locura, como admite el propio John Qualen (Muley), muertos vivientes como los emigrantes del primer campamento californiano. Las uvas de la ira deviene un viaje en la noche oscura americana. ¿Un filme realista? Sólo si admitimos que la mirada excesiva de Ford ha otorgado una supra-realidad a la materia que filmaba, transcendida por una luz "demoníaca" (del daimon) que trasmuta los cuerpos, los objetos y los lugares en imágenes en las que se han inscrito la idea de una pérdida irreparable -una herida, un amor, una pena- que nos asalta en medio de un sueño con la aflicción de un fulgor lacerante.

La corriente bíblica de la novela de Steinbeck se transmuta en la película de Ford en aliento mítico. Durante el éxodo hacia la tierra prometida, el cineasta confiere a sus personajes la encarnadura de seres míticos. De ahí las ceremonias, los rituales, las canciones, la estatuaria en la composición y esos cielos abrumadores. Y terminan hablando con las palabras de los héroes de una odisea americana. Figuras, voces y lugares que cobran la entidad inmarcesible que cosechan las invenciones en la encrucijada de la memoria y el mito. El territorio de John Ford.



En 1965, Steinbeck volvió a ver la película en una copia en 16 mm: Me senté a ver cómo había envejecido. Luego un pedazo de electricidad con una cara flaca y oscura apareció caminando en la pantalla y se apoderó de mí. Otra vez volví a creer en la historia que había escrito. Cuando murió tres años después, Henry Fonda recitó el Requiem de Stevenson en su funeral -como John Wayne en el funeral de They Were Expandable (Ford, 1945)-. Cuando murió Henry Fonda en 1982, un amigo leyó el monólogo final de Tom Joad en Las uvas de la ira.




Nunca dejes que nadie te derrumbe, canta Woody Guthrie en Tom Joad. En la columna del Daily Worker, el periódico del Partido Comunista, escribió: Vi una peli anoche, Las uvas de la ira, esa maldita película es la mejor que he visto en toda mi vida (...) Id a verla, no os la perdáis. En esta película vosotros sois la estrella.


27/4/09

La furia

Fotografía de Ben Shahn en 1935


¿Cómo se filma la pobreza? ¿Cómo se filma a los pobres? ¿Como se filma a quienes sólo poseen su imagen y nada más que su imagen? ¿Es posible una imagen justa de la pobreza? ¿O sólo es una imagen, una mercancía?



Esta mujer se llamaba Florence Owens Thompson. La fotografió Dorothea Lange en 1936 en Nipomo, California. Según contó la propia Lange tenía 32 años: Acababa de vender las llantas de su coche para comprar alimentos. Ahí estaba sentada reposando en la tienda con sus niños abrazados a ella y parecía saber que mi fotografía podía ayudarla y entonces me ayudó. Había una cierta equidad en esto.


Dorothea Lange en faena

Duele escribir la palabra equidad tratándose de un intercambio entre una artista y una modelo que no tiene nada más que su propia pobreza, una pobreza que seduce a la cámara -permítasenos la metonimia-. Cuando menos, se trata de un intercambio desigual. Como sea, la fotografía de Dorothea Lange se convirtió en el icono de una época, y aun de la fotografía del siglo XX.

Con el tiempo también se supo la verdadera historia tras la fotografía. En efecto, la mujer se llamaba Florence Owens Thompson, era una india cherokee que había nacido en 1903, se casó a los diecisiete años y tuvo seis hijos en menos de diez años, anduvo de un lado a otro con ellos, buscándose la vida. Hacia 1934 se fue a vivir con un carnicero con el que tuvo tres hijos más. En 1936, el carnicero, que se había quedado sin trabajo, Florence y los niños subieron a un Hudson sedán y se fueron a buscar trabajo en las explotaciones agrícolas del norte. Cerca de Nipomo se rompió el radiador. El carnicero y los niños mayores se fueron a buscar ayuda. Cuando volvieron, Florence les contó que una mujer había estado haciendo fotos. Según uno de sus hijos, siempre se sintió estafada por aquella mujer que se había aprovechado de su penuria. Tampoco era cierto que hubieran tenido que vender las llantas, ¡si eran las únicas que tenían! Pasaron los años. En 1983, a Florence le detectaron un cáncer y un hijo, aprovechándose de que la foto de su madre era un icono, promovió una campaña de ayuda económica para ella a través de un periódico y consiguió reunir treinta y cinco mil dólares. En una entrevista, Florence aseguró que lo que más le ofendía de la foto que "le robaron" fue que la fotógrafa ni siquiera le preguntó su nombre. Murió en septiembre de 1983. En la lápida se lee: "Madre emigrante. La leyenda de la fortaleza americana". Un icono del siglo XX. Entre la historia y la leyenda, ya se sabe.



Walker Evans, 1937



Ben Shahn por Walker Evans


Quién sabe si la crisis económica que vive el mundo tendrá un corpus de imágenes como la aquélla con la que se la compara, la del 29 del siglo pasado, que causó la hasta ahora conocida como la Gran Depresión. Entre 1935 y 1939, Dorothea Lange, Walker Evans, Ben Shahn, Russell Lee, John Vachon, Jack Delano, Arthur Rothstein... fotografiaron a quienes lo habían perdido y se habían echado a las carreteras de USA en busca de un trabajo, de un hogar, de una esperanza.


Walker Evans. Bud Fields y familia.
Hale County, Alabama. 1936


James Agee y Walker Evans documentaron la pobreza de los campesinos en Alabama, el profundo Sur, durante el verano de 1936, en un libro único Elogiemos ahora a hombres famosos que no se publicó hasta 1941 y pasó sin pena ni gloria, con el tiempo se convirtió en un libro de culto sobre la pobreza embalsamada por el arte.


James Agee, 1936


Agee escribió este preámbulo para el libro con Walker Evans: Me parece curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador, que a una asociación de seres humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía, un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados, una familia del campo, ignorante y desvalida, con el propósito de exhibir la desnudez, desventaja y humillación de estas vidas ante otro grupo de seres humanos, en nombre de la ciencia, del "periodismo honesto" (...) Todo esto, repito, me parece curioso, obsceno, aterrador e insondablemente misterioso. Hacia el final del preámbulo, que constituye una de las más sinceros y descarnados descargos de conciencia y que no debe saltarse bajo ningún concepto si uno se adentra en este libro, Agee implora al lector: por el amor de Dios, no piensen en él [libro] como Arte. Todas las furias de la tierra han sido absorbidas con el tiempo como arte, o como religión, o como autoridad en una u otra forma. El golpe más letal que puede asestar el enemigo del alma humana es honrar a la furia. Agee sabía que no había equidad posible, que sólo cabía hasta donde fuera posible pedir perdón. Y sostener la esperanza. Y, en definitiva, respaldar las políticas liberales -aquí les llamaríamos socialdemócratas- del new deal rooseveltiano, ése era el programa ideológico que promovió la fotografía documental americana de los años 30.


Walker Evans. Floyd y Lucille Burroughs.
Hale County, Alabama 1936

Walter Benjamin, al que le encantaba la fotografía, veía sin embargo en las palabras la salvación de la imagen y pensaba que un subtítulo correcto bajo una imagen podría rescatarla de las rapiñas del amaneramiento y conferirle un valor de uso revolucionario. En ese sentido, el texto de James Agee para Elogiemos ahora a hombres famosos no sería más que un largo subtítulo que mostraba el camino para una "correcta" lectura de las fotografías.




Conferirle a las palabras la misión salvadora de las fotografías suponía admitir una certeza que el propio Benjamin había certificado ya en 1934 al advertir que la cámara ha logrado transformar la más abyecta pobreza, encarándola de una manera estilizada, técnicamente perfecta, en objeto de regocijo [estético]. Dicho de otra forma, la pobreza es tremendamente fotogénica y resulta propensa al regodeo por el aquel de la belleza. Más aún, el tiempo se encarga de despojar a la fotografía de la carga histórica -documental, moral- para conservar inmarcesible el aquel de revelar la belleza. Es inútil pedirle a una fotografía que hable, incluso que hable nuestra conciencia al contemplarla. Eso no significa que la fotografía sea inútil, significa que trabaja dentro de nosotros por caminos imposibles de trazar. Como cualquier otra imagen que nos afecte, aunque no sepamos exactamente cómo.


Fotografía de Ben Shahn


Tengo aquí al lado Sobre la fotografía, el libro de Susan Sontag. Compruebo que lo compré en la librería Michelena de Pontevedra el 2 de enero de 1986, casi cincuenta años después de que Dorothea Lange y Walker Evans (y tantos otros) hicieran las famosas fotografías. Recuerdo que lo leí como si me expusiera a una luz dolorosa. Subrayé muchos párrafos. Por ejemplo éste de la página 122: Contrariamente a lo que sugieren las declaraciones del humanismo a favor de la fotografía, la capacidad de la cámara para transformar la realidad en algo bello deriva de su relativa incapacidad como medio para comunicar la verdad. Si el humanismo se ha transformado en la ideología dominante entre los fotógrafos profesionales ambiciosos -desplazando las justificaciones formalistas de su busca de la belleza- es porque enmascara la confusión sobre la verdad y la belleza que subyacen a la empresa fotográfica.


Pare Lorentz por Dorothea Lange



Ralph Steiner y Pare Lorentz


La misma confusión es atribuible a los filmes de la productora -militante- neoyorquina Frontier Films que dio cobijo a los trabajos de Paul Strand, Pare Lorentz, Ralph Steiner, Herbert Kline o Leo Hurwitz. Los hermosos filmes de Pare Lorentz y Ralph Steiner, El arado que destruyó las llanuras (1936) y El río (1937) se siguen proyectando, ahora incluso en los museos, por la belleza -desoladora sí, pero belleza al fin y al cabo- que desprenden sus imágenes. Unas imágenes incapaces de sustraerse a su destino, no ya especular -que el tiempo acaba por triturar-, sino espectacular.


Fotograma de El arado que destruyó las llanuras

Y mira por dónde yo de lo que quería hablar era de Las uvas de la ira (1940), la película de John Ford sobre la novela de John Steinbeck cuyas imágenes -de Gregg Toland- son deudoras de las fotografías de la Gran Depresión. De los fotógrafos que nos revelaron para siempre que la pobreza es bella. Ellos, que querían mostrar la Historia. Y la furia.

Mañana será, os dejo la primera imagen del film, como una promesa.