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17/11/11

Lecciones de silencio



Cuando estuve en el Metropolitan delante de la Magdalena de las dos llamas, me hubiera gustado fingir que vivía en Nueva York e ir al museo esa mañana sin otro apremio que pasar un rato con la tela de La Tour y, si no fuera por lo gravoso que le iba a resultar, habría llamado al maestro para contarle, Atlántico mediante, lo que veía y que me contara lo que él había visto, que es una forma de ver juntos a través del tiempo.


Ayer, cuando encontré sin buscarlo este hermoso texto de Pascarl Quignard sobre La Tour en una librería de Santiago, lo abrí y leí en la página 11 que en 1600, un niño de siete años, mientras permanece ante un horno de panadero, ignora que va a consagrar la vida a eso: a poner al hombre frente a sí mismo con la ayuda de una llama, quise llamar al maestro para hablarle del libro que tenía en las manos, como aquel niño de La Tour alumbra a San José en la carpintería.


Por un momento la memoria suspendió sus funciones y me dejó pensar que podía llamarlo y leerle una líneas y anticipar un encuentro para seguir hablando de La Tour. Fue un instante apenas, pero qué vívido... Unas horas después, mientras comíamos un arroz delicioso en O Tamboril,  le conté a Ángeles ese hiato de olvido, y  recordamos que ella se empeñaba en poner cuatro platos de postre cuando cenamos con Esther una noche del verano pasado. Entonces Ángeles sonrió: "Eso es que el maestro anda por aquí, aún no quiere irse de nuestro lado".


En las horas lentas del insomnio que pasé con el libro de Pascal Quignard tenía  la sensación de leerlo en compañía y aun de que el maestro lo leía por encima de mi hombro, y apuntaba alguna que otra nota a pie de página sobre la Magdalena ante el espejo. El fuego no sólo marcó la infancia del hijo del panadero; en la obra de La Tour también hubo un antes y un después de 1638, el año del pavoroso incendio de Lunéville, en la Lorena arrasada por las tropas francesas durante la guerra de los Treinta Años. Arden el taller y la obra del pintor; la mitad de las telas que La Tour pintó en toda su vida se convirtieron en cenizas. En los caminos que conducían a la ciudad -cuenta un cronista- se podía leer a la luz de las llamas aquella noche oscura. No hubo más telas diurnas para La Tour; desde aquella fecha hasta su muerte el 30 de enero de 1652, se convirtió, en palabras de Pascal Quignard, en el maestro de las noches. El maestro de las miradas a los adentros. Como miran todas sus Magdalenas penitentes, como esta Magdalena del candil:


A la luz de las velas de La Tour, escribió John Berger, todas las formas iluminadas pueden ser apariciones; lo sabemos bien los que crecimos en aquel tiempo cuando la luz se iba cada dos por tres y había que alumbrar las noches con candelas Y cada cuadro deviene una plegaria. En la noche del alma del pintor. Todos los personajes de las telas de La Tour, escribe Pascal Quignard, callan ante su propia historia, como callamos ante nuestra propia vida mientras las contemplamos. ¿Qué ilumina La Tour con las velas? ¿Que escuchamos en esas noches? ¿Qué vemos en esos cuadros?

Son lecciones de silencio, me apunta el maestro.  

29/1/11

El abrigo de la oscuridad

En octubre de 2005 Víctor Erice le escribió una carta a Abbas Kiarostami en la que le contaba que había filmado a los niños de una escuela de Arroyo de la Luz, en Extremadura, mientras veían Dónde está la casa de mi amigo. Como había filmado a Ana Torrent viendo El doctor Frankenstein más de treinta años antes en El espíritu de la colmena. la correspondencia continuó. Y tres años después Kiarostami estrenó lo que bien pudiera verse como una larga carta a Víctor Erice.




Abbas Kiarostami filmó en Shirin (2008) a más de cien actrices, todas iraníes con la única excepción de Juliette Binoche, encarnando en sus rostros las emociones del cine mientras ven una película inspirada en un poema del siglo XII que cuenta la trágica historia de amor de la princesa Shirin, y de la que se escucha una elaborada banda sonora que crea el contracampo de los primeros planos de las actrices. Shirin pone en escena la experiencia de ver una película, la experiencia del cine.




El germen de Shirin podemos descubrirlo en un texto de Kiarostami con motivo del centenario del cine: En un principio pensaba que las luces en el cine se apagaban para que pudiésemos ver mejor las imágenes en la pantalla. Luego miré al público sentado cómodamente en su butaca y vi que existía una razón mucho más importante: la oscuridad ayuda al espectador a aislarse y estar solo. Están con otros pero al mismo tiempo alejados de ellos. Cuando mostramos un mundo cinematográfico a la audiencia cada uno de ellos aprehende un universo personal a través de la experiencia de la riqueza de su propia experiencia.    




Ahora conviene añadir que las actrices no ven ninguna película, que no existe tal película sobre la princesa Shirin, que sólo cobra visos de realidad  a través de las miradas de las espectadoras, de la banda sonora y de nuestra mirada: cómo no va a existir si la están viendo, cómo puede no existir si esas mujeres la ven, cómo no va a ser real si la vemos, aunque no exista.



Shirin es un experimento y una experiencia, aunque más una experiencia que un experimento (o un experimento que deviene experiencia). Hilvana retratos, pero también paisajes. Del alma. Una mise en abîme sobre el aquel de ver. Una investigación sobre la mirada desnuda. Una celebración del rostro de las actrices. Shirin invoca el rito fundacional del cine y explora el estremecimiento en la sala oscura, cuando el misterio que viaja en un tren de sombras nos acaricia los ojos. Una historia de amor y un arte de amar.


  

Shirin representa el encuentro del espectador con una mirada que nos cobija: el cine que nos mira. Esta noche recordé el sueño, tan triste, que cuenta Jean-Pierre Leaud en La maman et la putain (1973) de Jean Eustache: el cine había desaparecido y nadie en el mundo recordaba lo que era una película, ver una película. Y me vino a la cabeza lo que pensaría un ser humano de ese mundo sin cine si pudiera ver a las mujeres de Shirin.


Quizá vería en ellas algo parecido a lo que se ve en el arrobo de la luz en las pinturas de Georges de La Tour, un icono, la epifanía de lo sagrado.


Pero hay algo más en Shirin: una ofrenda a la mujer iraní, y al cine en el que encuentran el último -si no el único- refugio. El abrigo de la oscuridad contra la intemperie del mundo.

3/12/09

La poética del fuego

Con semejante título cómo no pensar en Prometeo. Y aunque me tienta el mito del amigo de los hombres, aquél que nos devolvió el fuego, símbolo de la herramienta poética por excelencia, apenas si esta vez escucharemos el rumor de su corriente subterránea. Y quizás también las resonancias de algunas de las páginas más conocidas de la fenomenología de la imagen poética de Gaston Bachelard, aquéllas que vinculan el fuego (y su poética) con la alegría de imaginar.

Gaston Bachelard

Pero hoy, a propósito de la poética del fuego, quería traer aquí a José Jiménez Lozano, quizá porque en estas últimas noches de lluvia e insomnio me acompañó desde las páginas de sus diarios como si de un fuego amoroso se tratara. Creo que llegué a los diarios de JJL a través de Andrés Trapiello, pero un poco tarde porque ya no pude encontrar la primera entrega -Los tres cuadernos rojos- y hube de conformarme con Segundo abecedario, La luz de una candela y Los cuadernos de letra pequeña. Ahora me espera la última, Advenimientos.

José Jiménez Lozano

A diferencia de los de Trapiello, concebidos como una novela en marcha, los diarios de JJL los leemos como notas indultadas del fuego al que entrega el autor buena parte de los cuadernos donde asienta la contemplación de un cuadro o de una película, la lectura de un libro, la cocina de la escritura, una conversación, la llegada de los hielos o el primer canto del cuco. El propio autor define sus diarios como libros de los adentros para propiciar una conversación íntima con el lector, en un espacio de quietud, como a la luz de una candela. Las notas de JJL tienen algo de bodegón, esas naturalezas muertas que, como nos recuerda, se llamaron en un principio pinturas de silencio, y a menudo tiene uno la impresión de encontrarse dentro de un cuadro de Georges de La Tour.


Comparto con JJL el trato íntimo con el fuego -quién pudiera compartir algo más- y, cuando llego a Tui y la noche es fría, me apresuro a encender la chimenea y me duele usar una pastilla de queroseno para que el calor nos envuelva cuanto antes. Porque no hay nada comparable a un fuego que prende como es debido y sin atajos. Recuerdo algunas páginas muy bellas de JJL evocando las perdidas artes del fuego: Sólo hay que pensar en lo que tenían que saber y hacer nuestros abuelos y abuelas, que leían y bordaban por las noches, y, por tanto, el cuidado que debían prestar a las candelas, desde el lugar en que debían estar, para proporcionar la luz necesaria, hasta cómo tenían que manejar las despabiladeras...

Porque las artes del fuego remiten a una poética de la luz, y de la sombra. Por eso mismo, nos recuerda JJL, son tan oscuras las iglesias de oriente, para que se vea la luz de los iconos, la que emana de su materialidad misma -y nunca brillaron tanto el pan de oro, ni los rojos o azules- y la que emana de más adentro. De lo que el icono dice, en suma. Símbolos, significados, lenguaje.

Isaak Bábel

En Segundo abecedario, a través de Isaak Bábel -víctima de las purgas estalinistas- y Juan de Fontiveros -encarcelado y perseguido por la jerarquía eclesiástica-, JJL comparte con nosotros su poética:

Por el libro de Paustovski [Historia de una vida] aparece la figura de Isaac Babel [sic], tan admirable narrador; y allí cuenta su trabajo de escritor, su idea de la escritura, que en gran parte es la mía, aunque a mí me viene quizás de Juan de Fontiveros: la brevedad, el continuo podar, cortar y cercenar, escribir y reescribir hasta que el agua del manantial pueda aflorar clara.

“Cuando escribo por primera vez algún cuento, mi manuscrito tiene una apariencia detestable, ¡sencillamente horrible! Es el conjunto de varios fragmentos más o menos acertados, vinculados entre sí por aburridos lazos auxiliares, llamados puentes, una especie de cuerdas sucias… Pero aquí, precisamente, empieza el trabajo, aquí está el punto de partida. Compruebo frase por frase, y no una, sino muchas veces. Para empezar, suprimo de las frases todas las palabras superfluas. Se necesita un ojo avizor, porque el lenguaje esconde hábilmente su basura, la repetición, los sinónimos, sencillamente cosas absurdas que constantemente tratan de engañarnos.” Y así es, todo eso nos da la impresión de que en la escritura hay más de lo que hay, e incluso de que en la narración y en la vida hay más de lo que hay, lo que constituye la esencia de lo retórico, y el peor crimen contra la verdad, diría Kierkegaard. Por lo tanto, contra la belleza. (…)

Pero I. Babel dice todavía: “Cuando concluye este trabajo, copio el manuscrito a máquina… Luego, lo dejo a un lado durante dos o tres días (si tengo suficiente paciencia para esperar) y, nuevamente, compruebo frase por frase, y palabra por palabra. E, inevitablemente, vuelvo a encontrar cierta cantidad de ortigas y salgada que ha pasado inadvertida. Así, cada vez recopio el texto, y trabajo hasta el instante en que la más feroz cicatería no puede ver en el manuscrito la más mínima partícula de polvo.

Más esto no es todo. ¡Espere! Cuando he eliminado la basura, compruebo la frescura y exactitud de todas mis descripciones, comparaciones y metáforas. Si no se encuentra una comparación exacta, es mejor no emplear ninguna. Que el sustantivo viva solo en su simplicidad.

La comparación debe ser exacta como una regla de logaritmos, y natural como el olor del hinojo. ¡Ah! He olvidado decirle que, antes de eliminar la basura de las palabras, divido el texto en frases fáciles. ¡Cuantas más, mejor! Esta es una regla que yo convertiría en una ley para los escritores. Cada frase debería ser un pensamiento, una descripción, nada más… El párrafo es algo particularmente maravilloso. Permite cambiar tranquilamente el ritmo, con frecuencia, como la llamarada de un relámpago, nos revela un espectáculo familiar para nosotros, pero con un aspecto completamente inesperado. La línea en la prosa se debe trazar fuerte y limpia, como en un grabado.”


Está muy bien: es como oír a un maestro alfarero cómo se hace una orza, cómo se debe tratar el barro, cómo secarlo y cocerlo. Pero, luego, él seguro que hace las cosas de otro modo, y nunca de la misma manera.


Yo confío sobre todo en la poda y en la trilla, y en guardar las cosas el tiempo suficiente como para que se sequen los yerbajos: es decir, todo aquello que no es verdadero ni está vivo. La segunda lectura después de ese lapso de tiempo descubre todo eso: no hay nada que amarillee tanto como la mentira en literatura. Aunque venden por ahí reverdecedores críticos que ponen muy bonitas las hojas; pero sólo hay que acercarse y mirar más detenidamente. Y, desde luego, oler. Un libro de narraciones debe oler a hinojo o a podrido, pero oler.


Una poética de campesino -en la tierra y el mar- de las palabras. Una estética de la pobreza, de la desnudez: Sólo sé que de dos palabras, la más humilde es la más justa y hermosa; de dos relatos, el más inaudible es el más verdadero; de dos memorias la que conserva las huellas de la sangre o de una alegría muy pequeña es la más profunda. Una estética inspirada en la esencialidad cisterciense, como escribe en ese libro maravilloso que no puede tener un título más bello, Los ojos del icono, y en los textos, pongamos por caso, de Simone Weil.

Simone Weil
en España, 1936


Volvamos a las páginas de Segundo abecedario:

“El espectáculo de las flores del cerezo en primavera –escribe Simone Weil-, no llegaría al corazón como lo hace si su fragilidad no fuese tan perceptible. En general, una condición de la belleza extrema consiste en estar casi oculta, o a causa de la distancia o por su debilidad. Los astros son inmutables pero muy lejanos; las flores blancas están ahí, pero ya casi mustias.” Y también: “es por la mentira de la riqueza que san Francisco la rechazó. Buscó en la pobreza no el dolor, sino la verdad y la belleza. Buscaba la poesía del contacto verdadero, acorde con la verdad de la condición humana, con este universo donde hemos venido a parar.”

He aquí toda una “teoría de la literatura”: sólo lo que es lejano o débil es importante, sólo lo que es pobre o frágil es hermoso, y la extrema belleza nunca es obvia, ni fulgura. La riqueza literaria, como la otra, es mentira, y hay que pasar de ella, desposar la pobreza. Es decir, la simplicidad. Escribir es, seguramente, desnudar y despojar al mundo de oropeles y relucencias, no llenarlo un poco más, o mucho más, de palabras y palabras como bibelots, joyas y cachivaches. Narrar es encontrarse con rostros que nadie conoce sino tú, con voces que nadie ha oído sino tú, pero sólo si sabes dónde están esos rostros y aguzas el oído para escuchar su voz; sólo si acudes a los suburbios de la historia, a sus subterráneos, quizás a sus muladares.

Desnudez y silencio para ver los rostros y escuchar las voces de los adentros. Y el aquel de apuntes salvados de la hoguera al que me referí más arriba no es una metáfora, sino una descripción ajustada del proceder de nuestro autor, basta leer el texto con que abre Los cuadernos de letra pequeña a modo de explicación:

Este tomo es el cuarto de los que podrían llamarse de algún modo mis Diarios y, al igual que los anteriores [...], está compuesto por notas tomadas entre parte de lo escrito desde 1993 a 1998. Pero no tenía ninguna intención de añadir este nueve volumen a los ya publicados, y, cuando de repente lo decidí, ya había quemado, junto con otros papeles, algunos cuadernos de esos años y posteriores.

Alguna vez lo imaginé arrancando algunas hojas de un cuaderno y echándolas al fuego, y también arrepintiéndose en el último momento cuando las llamas lamían el papel. Una poética del fuego, la de JJL, que hace hogueras para que ardan los textos que no dan cuenta cabal de los rostros y de las voces de los adentros. Por eso vuelve uno a sus páginas como quien peregrina en busca de la gramática de las palabras verdaderas.