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3/1/16

Una cuentacuentos de mil años


A Isak Dinesen le hubiera encantado ver Memorias de África (1985), de Sidney Pollack, o El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel, y, aunque no sé si le hubieran gustado las películas, estoy convencido de que, por lo menos, hubiera disfrutado lo suyo en la alfombra roja el día del estreno, del brazo de Meryl Streep o de Stéphane Audran.

Stéphane Audran (como Babette) 
en el estudio de Isak Dinesen.

Hay razones que permiten suponerlo. A principios de los 50, Truman Capote -un ferviente admirador de la autora de Lejos de África- escribió el guión de Los soñadores, uno de los Siete cuentos góticos, el primer libro de Isak Dinesen, y ya había pensado en la estrella, nada menos que Greta Garbo; sí, se había retirado del cine, pero sólo ella podría encarnar el misterio de Pellegrina Leoni, es más, estaba seguro de que no se resistiría a un papel así. Un cuento resucitaría a la estrella y la devolvería a la pantalla. Que uno de sus cuentos obrara semejante milagro no podía sino cautivar a una escritora que se consideraba una cuentacuentos de mil años, una reencarnación de Sherezade. Estaba feliz. En una biografía de la escritora leí que la Garbo aceptó el papel de Pellegrina, pero al final el proyecto se frustró. No resulta verosímil; lo más probable es que la Garbo -amiga de Capote- no quisiera volver al cine ni siquiera con un personaje tan maravilloso. Aun así, Isak Dinesen no daba por perdido el proyecto, se conformaría con Ingrid Bergman, dirigida por Rossellini. ¡Hay que ver!


No sé si la escritora iba al cine o si se enteraba por las revistas, pero vaya si le interesaba. En enero de 1959, apenas unos meses antes de cumplir 74 años, Isak Dinesen era un saquito de huesos y un nidito de dolores. Pesaba 31 kilos. Con todo, se fue de gira a EEUU. Allí la reclamaban de todas partes, se la rifaban. Y ella en la gloria, sosteniéndose a base de anfetaminas para actuar en público y mantener viva la leyenda que ella misma se había forjado, la narradora milenaria. En uno de aquellos homenajes clamorosos, se encontró con Carson McCullers, que desde 1937 leía cada año Lejos de África. A Isak Dinesen le había encantado El corazón es un cazador solitario.


Las dos escritoras tenían el cuerpo atormentado por la enfermedad y el rostro como memoria viva de sus padecimientos. Carson McCullers le preguntó a quién le gustaría conocer. La Dinesen no lo dudó: a Marilyn Monroe. Carson McCullers no se hizo de rogar y dispuso un almuerzo en su casa de Nayack para propiciar el encuentro. Se celebró el 5 de febrero. Y como la anfitriona era amiga de Marilyn, le propuso que ella y su marido, Arthur Miller, recogieran a la Dinesen en el hotel de Nueva York donde se hospedaba para llevarla en coche al almuerzo. Así que Miller ejerció de taxista mientras la actriz y la escritora se acomodaron en el asiento trasero y pasaron la hora de trayecto de palique. Por algo Marilyn era la invitada de honor, y no como alguna vez se contó, que la escritora escandinava quería conocer al dramaturgo y la actriz era una invitada más; no, Marilyn era la otra estrella de la fiesta, Arthur Miller iba de acompañante.

En primer término, Arthur Miller e Isak Dinesen. 
Detrás, Marilyn Monroe y Carson McCullers.

Claro que casi mejor que Marilyn hubiera acudido sola, porque el gran hombre interrumpía las historias que contaba la Dinesen de sus días africanos con comentarios irritantes sobre la dieta inapropiada de la escritora durante el almuerzo -su docena de ostras, uvas y champán francés-, cuando ella sólo quería cautivar la mirada de la actriz. Se cayeron de maravilla. Fue un amor a primera vista. Se lo pasaron de miedo. Marilyn le contó interioridades de su trabajo cómo actriz, que seguro que no ahorró pinceladas de su reciente rodaje de Con faldas y a lo loco (con Billy Wilder, que se iba a estrenar al mes siguiente), que fascinaron a la Dinesen, que se alegró muchísimo de ser escritora y no llevar una vida tan difícil.


La escritora declaró que habían hablado también de la infancia, de la juventud y de la vejez, y que se habían hecho muy amigas. Cuenta la leyenda que hasta bailaron juntas sobre una mesa de mármol negro (sobra decir que un tipo tan cargante como Miller se encargó de desmentirla). Isak Dinesen recordaba así a Marilyn:
Irradia una energía sin límites y una inocencia inconcebible. Observé eso mismo una vez en un cachorro de león que me regalaron en África. Le devolví la libertad.     
(Marilyn murió tres años después, un mes antes -casi día por día- que la escritora; me pregunto si Isak Dinesen llegaría a enterarse de la muerte de su amiga.)


Aquel mismo año 1959, Orson Welles viajó a Copenhague con el propósito de visitar a la escritora que más amaba (quizá con la sola excepción de Shakespeare), ya de vuelta de la gira por EEUU. El cineasta se hospedó en el hotel de Inglaterra. Se enteró que Isak Dinesen vivía en Rungstedlund, (mira tú) en el camino de Elsinor. Sólo tenía que descolgar el teléfono y concertar una cita, o pedir un taxi y arriesgarse presentándose sin avisar. Ya en 1953 quiso llevar a la pantalla El viejo caballero (otro de los Siete cuentos góticos), como si aquel O'Hara de La dama de Shanghai hubiera vuelto al mar después de abandonar a Elsa moribunda tras la balacera en la sala de los espejos y, ya viejo, hubiera devenido el narrador del cuento de la Dinesen; una de las escenas hechizaba a Welles: cuando el viejo caballero evocaba la brega dichosa de desnudar a Nathalie (en realidad, Pellegrina Leoni), el cineasta rememoraba la deliciosa tarea de desnudar a Dolores del Río de su fabulosa ropa interior.

Dolores del Río con Welles, en los primeros años 40.

Pues bien, Orson Welles se quedó tres días en el hotel, pero no se atrevió a descolgar el teléfono. Bogdanovich casi no podía creer lo que le contaba, quizá tan desilusionado como nosotros, ¿por qué? ¿qué lo cohibía?
Tuve miedo de aburrirla.
Welles se fue de Copenhague y empezó a escribirle una carta a Isak Dinesen. Una carta de amor. Muy larga. Trabajó en ella durante años. Seguía escribiéndola cuando la cuentacuentos de mil años murió. En 1968 rodó con Jeanne Moreau Una historia inmortal, a partir del cuento del mismo título agavillado en Anécdotas del destino, uno de los últimos libros publicados por la Dinesen.

Fotograma de Una historia inmortal.

Cinco años después, aquella historia inmortal resonará otra vez en la historia de Oja Kodar como musa de Picasso, en F for Fake (aquí Fraude), que puede -y hasta debe- verse como una nueva versión fílmica de un cuento -como un ensayo- sobre la figura del demiurgo (narrador, director, mago; charlatán, armadanzas, embaucador), que pespunta la obra del cineasta. (Le habría gustado rodar también Un cuento rural -incluido en Últimos cuentos- para componer una suerte de díptico de su amada escritora, pero no encontró financiación.)

Fotograma de F for Fake.

En 1978, Welles escribió con su compañera Oja Kodar el guión de Los soñadores, basado en el cuento del mismo título (que también había adaptado Capote) y en Ecos (de los Últimos cuentos), ambos enhebrados por el personaje de Pellegrina Leoni, la diva de la ópera que pierde la voz, uno de los personajes preferidos de Welles. A principios de los ochenta, filmó un par de escenas en el salón y en el jardín de su casa, con Oja Kodar como Pellegrina; ensayos destinados a interesar a posibles financiadores del proyecto, como le explicó en una carta a Dominique Antoine, una de las productoras de F for Fake:
Te envío lo que he hecho para que puedas mostrárselas a los banqueros y que sepan que todavía sé rodar.
(Lastiman esas líneas. Sobra decir que nunca consiguió el dinero. Los soñadores figura en la cuenta de naufragios que amojonan su filmografía. Los dioses lares del cine se mostraron muy distraídos con el maestro de Kenosha; no lo cegaron como acostumbraban sus compadres del Olimpo a quienes querían perder, pero desde luego eran sordos a las plegarias del cineasta. Como tapias. Estarían en las nubes.)

Rodaje de escenas de prueba para Los soñadores.

Creo que Isak Dinesen nunca supo qué cerca estuvo Welles de visitarla. Cuánto le hubiera gustado. Cuánto hubieran disfrutado juntos aquellos dos cuentistas consumados. Además la hubiera consolado del horror que le deparó por aquellas fechas el libro de Richard Avedon -Observaciones (1959)- donde aparecía un retrato de la escritora, que se había rendido a los ruegos de Truman Capote, amigo del fotógrafo, y había posado, antes de irse de gira a EE UU, en el mismo hotel donde se iba a hospedar Welles (se negó a dejarse fotografiar en su casa).


Quizá otra fotografía de su amiga, alivió el espanto que le procuró su propio retrato. O quién sabe si la apenó la tristeza primordial que desprende. Y hubiera querido abrazarla.


Unos meses antes de morir se sintió vengada por Peter Beard, un fotógrafo que amaba África tanto como ella, el autor de sus últimos retratos.


Quizá al fin se reconoció en la cuentacuentos de mil años, tal como se veía la memoriosa narradora inmemorial Isak Dinesen. La que encantó a Marilyn Monroe. La que veneraba Orson Welles.

6/2/13

Una fábula sobre el artista



Le recomendé El festín de Babette a un sobrino que estudia para cocinero -y le gusta el oficio- para que vea lo que la cocina puede hacer por nuestras almas (y que comer es algo más que alimentarse), pero también para que le llegaran siquiera vislumbres de lo que significa ser un artista (y de lo que un artista puede hacer por nosotros). Digamos que la película me servía de fábula, como la historia de los narradores en los trenes de los campos a Félix de Azúa para la entrada artista en el Diccionario de las Artes. No sé si (el sobrino) me hizo caso. Pero a uno se le avivaron las ganas de verla otra vez. No le había puesto los ojos encima desde que se estrenó aquí hace un cuarto de siglo ya. Llegaba con el óscar de 1988 a la mejor película extranjera y el Premio Especial del Jurado del festival de Cannes del año anterior. Y al rebufo del cañonazo de Memorias de África (1985) de Sidney Pollack, otra adaptación de Isak Dinesen (seudónimo de Karen Bixen, nombre que aparece en el crédito correspondiente al título en El festín de Babette).


Y aunque nos gustó la película, no sentí la necesidad -ni la curiosidad- de leer el relato; supuse que habíamos visto una adaptación fiel tratándose de un cineasta danés -Gabriel Axel (que rueda la película con sobriedad clásica)- llevando a la pantalla la obra de una gloria nacional. Así que este domingo volvimos a verla, sólo que antes leí el cuento de Isak Dinesen -El banquete de Babette (en Anécdotas del destino: incluye también La historia inmortal, que llevó al cine  Orson Welles)-, traducido por Francisco Torres Oliver; prefiero "Cosas del destino" como título del libro, y "banquete" a "festín", y "cena" a "banquete": "La cena de Babette"  (como se titula el antepenúltimo capítulo de los doce en que se articula el cuento) hubiera sido un justo -y preciso- título para el relato y la película; por lo demás, la traducción resulta impecable. Y al leer El banquete de Babette me llevé una sorpresa.


Antes de nada, El festín de Babette es una buena película, pero el cuento -de poco más de cuarenta páginas- es magnífico. Isak Dinesen -o Karen Blixen- tiene ese genio admirable de transfigurar una historia en un cuento maravilloso; en los dos sentidos: está maravillosamente escrito y destila maravillas; que a menudo sus cuentos empiecen con las palabras "había una vez" no es condición suficiente -sobra decirlo- aunque algo ayuda. En cuanto a la adaptación cinematográfica, confirmamos que Gabriel Axel, que firma también el guión, quiere llevar el cuento a la pantalla de forma fiel -y respetuosa-, hasta el punto de conservar la estructura tanto en el entramado del desarrollo del relato como en el tejido interno de los incidentes: no hay ninguna situación que veamos en la película que no la leamos en el cuento.

Stéphane Audran, como Babette, 
en el estudio de Isak Dinesen 
(en la casa-museo de Karen Blixen)

En ese despliegue tan fiel del tapiz narrativo Axel introduce algunos cambios menores. El más aparente, el cambio de localización: el cuento de Isak Dinesen acontece en Berlevaag, la aldea que da nombre a un fiordo noruego (o al revés) y parece de juguete, una construcción de pequeños tacos de madera pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros colores; las hermanas del relato -Martine y Philippa-, que cobijan a Babette viven en una de esas casas amarillas. En la película, se trata de una aldea de Jutlandia, en Dinamarca; perdemos los visos de pueblo de cuento que se desprenden de la descripción de la escritora, pero supongo que reducían costes.


De más calado resulta la decisión de convertir a las hermanas en unas ancianas. En el cuento, Babette es mayor que ellas, como mucho unas cuarentonas a las que la comunidad de puritanos -estos sí, viejos- considera como unas hijas. Una decisión difícil de entender en la medida en que atenúa el sacrificio que representa la soltería elegida por las hermanas (en especial para Philippa, con dotes excepcionales para el canto, otra artista) para dedicarse a los pobres y a su comunidad religiosa, continuando la labor de su padre, el pastor, ya fallecido (la cena de Babette coincide con la celebración del centenario del nacimiento del pastor). En todo caso cabe admitir que ese cambio en la edad no daña la película.


Un tercer cambio tiene que ver con la secuencia de la cena y, más concretamente, con la gracia que llueve sobre aquellos viejos puritanos: se perdonan las afrentas, lavan las culpas, se reconcilian... En la película, esa bendición que se derrama sobre sus vidas -sobre sus conciencias- acontece en la mesa misma donde han disfrutado de la cocina de Babette, aunque sin ser conscientes del arte que se destilaba en ellos; en el cuento, sucedía cuando ya habían abandonado la casa de las hermanas e iban por los caminos, un tanto achispados, una distancia con la que Isak Dinesen desliza sutilmente que en absoluto relacionan el placer de aquellos platos con el bienestar espiritual que los embarga.


Pero la decisión que en verdad afecta a la lectura de la película -y a la mirada que construye-, resta hondura -y complejidad- al personaje -y al discurso- de Babette, y menoscaba la fábula sobre el artista que encierra el cuento de Isak Dinesen -el último capítulo lleva por título La gran artista-, deriva de la decisión de eliminar un rasgo revelador de la historia de la cocinera, de su vida, de su visión del mundo. En el cuento, Babette  combatió en las barricadas de la Comuna de París: fue una communard -o sea, una comunera-, con conciencia de causa -y de clase-, luchando contra la injusticia y por la liberación de los oprimidos; de hecho, llega a la aldea huyendo  de la represión, cuando su marido y su hijo han sido fusilados: Sí, fui una communard -les dice en el desenlace del cuento a las hermanas-. Gracias a Dios fui una communnard! (...) Gracias a Dios he estado en las barricadas; ¡cargaba el fusil de mis hombres! Este pasado de Babette que debería haber aflorado en la película no representa sólo espesor biográfico  sino que aportaba un filo trágico a la condición de artista de Babette -no otro es el corazón del relato, tanto del cuento como de la película-, porque esa artista siente la pérdida de aquellos contra los que combatió en las barrricadas de la Comuna, aun al general Galliffet, que mandó fusilar a sus hombres; aquellos príncipes, duques, los generales -la flor y nata de la clase explotadora- eran quienes podían comprender la gran artista que soy. Yo podía hacerles felices. Y por eso sentía aquellas gentes como suyas. Y como ya no están (los que podían valorarla como artista), por eso gasta cuanto tiene en su última obra de arte y se queda en la aldea con las hermanas. Y sobre esa pérdida resuena su orgullo herido: Una gran artista nunca es pobre; una resonancia que en la película queda atenuada.


En la película apenas si hay algunas huellas sutiles, pero insuficientes, de ese dolor que germina en la imposibilidad de hacer aquello que mejor sabe hacer; por eso deja que el general que asiste a la cena beba cuanto quiera -está acostumbrado y sabe beber-, al contrario que los puritanos, a los que tasa las copas de vino para que no se emborrachen y puedan seguir disfrutando de la comida, porque ni están acostumbrados ni saben beber. Ese general -un invitado de última hora- es el único que sabe apreciar la calidad de la cena que sirven esa noche en casa de las hermanas, que sabe valorar el arte de esos platos que reconcilian el cuerpo con el alma, que valora a la cocinera como artista. Y quizá el cochero que ha guiado el carruaje en que han venido el general y su tía llega a vislumbrar -más con el corazón que con la cabeza- el milagro del que es testigo en la cocina, el único de los de abajo que nunca olvidará esa noche aunque no sabría desgranar las razones que se le quedan en la garganta con el aire de un misterio gozoso. (Pero el cine hace falta justamente, como dice Godard, para las palabras que se quedan en la garganta.)


Cuando las hermanas se enteran de que Babette se quedó sin nada al gastar en la cena los diez mil francos que había ganado con la lotería (ese billete que representaba ya su único vínculo material con su pasado) -es lo que cuesta una cena para doce personas en el Café Anglais de Paris (donde ella fue cocinera)-, se apenan: Querida Babette, no ha debido desprenderse de cuanto tenía por nosotras. Y en la réplica de Babette advertimos otro cambio significativo entre el cuento y la película. En ésta escuchamos: No lo hice sólo por ustedes. En aquél... Vale la pena traer aquí el párrafo:

Babette dirigió a su señora una mirada profunda, una mirada extraña. ¿No había piedad, incluso burla, en el fondo de aquella mirada?
-Por ustedes -replicó-. No. Ha sido por mí.


Porque necesitaba hacer, quizá por última vez, lo que mejor sabía hacer. Una obra de arte. Porque era una gran artista. Cuando en el cuento Philippa abraza a Babette para consolarla, sintió el cuerpo de la cocinera contra el suyo como un monumento de mármol... Hay un abismo entre ambas mujeres, no hay comparación entre el sacrificio de una y otra artista; Philippa espera el Paraíso, para Babette -he ahí la tragedia- no hay paraíso que valga. En la película, Babette responde al abrazo de Philippa, y la escena desprende una sensación de alivio a la amargura que asomaba y aun amenazaba con cuajar en el The End. ¿Era esa amargura, ese desconsuelo final, lo que temía el director y guionista de El festín de Babette? Lástima.


A nosotros nos consuela la fábula sobre el artista que cobija el maravilloso cuento de Isak Dinesen.

9/1/11

Poética de la página en blanco

Pensé que lo había perdido y lo encontré cuando ya no lo buscaba. Cómo iba a buscarlo allí si allí no podía estar, pero allí estaba. Por qué. Ah, no se sabe. Me gusta leer entrevistas con escritores, directores, guionistas... Cuando era más joven las leía para aprender o para saber más o para comprender mejor; para asomarme en la cocina.


Ahora ya no estoy seguro de que las entrevistas sirvan para tales propósitos o esos propósitos son secundarios; depende también del entrevistador, claro; por desgracia, me paso la mayor parte de las veces soplándole al oído las preguntas que me gustaría hacerle al entrevistado, pero cada vez me hacen  menos caso los entrevistadores. Cuando leí, y releí, el libro-entrevista de Truffaut (que sí sabía qué preguntas hacer) con Hitchcok -quizá la entrevista con un cineasta más conocida y/o leída-, lo que emergía allí era el relato de un director de cine acerca de su oficio. Años después lo que empezaba a aflorar era un personaje, no ya un director de cine, sino un autor o, por decirlo en su denominación de origen, un auteur, una creación del propio Hitchcock con la complicidad de Truffaut, y viceversa. Me ocurre lo mismo cuando leo algunas de las selecciones de las entrevistas con escritores de la The Paris Review fundada en el verano de 1953 y publicadas bajo el rótulo de El arte de la ficción. Más allá de Simenon, Dinesen, Faulkner, Céline, Bellow, Cheever, Vonnegut, Rhys y demás, lo que asoma es un fantasma, la creación literaria de un personaje multiforme y poliédrico que llamamos el escritor. Ignacio Echevarría, el editor de la selección de entrevistas publicada por El Aleph en 2007, trae muy a cuento una cita del uruguayo Mario Levrero: "El escritor es un ser misterioso que vive en mí, y que no se superpone con mi yo, pero que tampoco le es completamente ajeno. Afinando un poco más la percepción, podría decir que el escritor se crea en el momento de escribir, por la confluencia del yo con otros estratos, núcleos o intereses del ser". En la medida en que las entrevistas fueron sometidas a revisión por los propios entrevistados, podemos entender que la máscara del escritor no se ha evaporado del texto y leemos esas palabras del escritor en el aquel de mostrarse, es decir, de ponerse en escena como escritor en una de las publicaciones que tiene como marca de fábrica esas entrevistas. (Sobra decir que en un mundo como el nuestro, colonizado por el imperio de los signos, que decía Barthes,  la tenaz ocultación y la terca clandestinidad de un J. D. Salinger, un Thomas Pynchon o un Cormac McCarthy, pueden verse, en resumidas cuentas, como la representación suprema del escritor, la más eficaz puesta en escena a través del silencio, que nos remite de forma hipnótica a la pureza de la página en blanco.)

Encontré bastantes párrafos subrayados en el libro pródigo, como les llama Andrés Trapiello a los libros que desaparecen y vuelven a nosotros cuando ya no los esperábamos, y eso que sólo había leído una tercera parte antes de perderlo.

Louis-Ferdinand Céline

Por ejemplo este fragmento de Céline, casi doloroso y tan elocuente a propósito de lo que representa (la maldición de) escribir, de pulir el cristal del estilo, el espejo de la emoción:

Savy, el biólogo, dijo algo apropiado: al principio había emoción, y el verbo no estaba allí en absoluto. Cuando tratas de tocar una ameba se retira, tiene emoción, no habla pero tiene emoción. Un bebé llora, un caballo galopa. Sólo nosotros hemos recibido el verbo. Es lo que hace que tengamos políticos, escritores, profetas. El verbo es horrible. No se puede oler. Pero llegar al punto en que se pueda traducir esta emoción es una dificultad que nadie se imagina... Es feo... Es sobrehumano... Es una proeza que puede llegar a matar a alguien.

Georges Simenon con Jeanne Moreau y Federico Fellini 
en el festival de cine de Cannes en 1960. 
Simenon presidió el jurado, 
la Moreau ganó el premio a la mejor actriz 
y Fellini la Palma de Oro por La dolce vita.

O éste de Simenon sobre la escritura como necesidad y aun como destino, que en un escritor tan pródigo -de fecundo, claro- e industrioso -con cientos de novelas y millones de lectores-, y al tiempo tan humilde, da que pensar:

Escribir se considera una profesión, y no creo que lo sea. Creo que cualquiera que no necesite hacerse escritor, que crea que puede hacer otra cosa, debería hacer otra cosa. Escribir no es una profesión, sino una vocación de infelicidad. No creo que un artista pueda ser feliz jamás.

Kurt Vonnegut

Después de cosas así se agradece que Vonnegut le reste seriedad a la escritura y a la cocina de las tramas y les devuelva el sentido lúdico:

Si haces que la gente ría o llore a partir de pequeñas marcas negras en hojas de papel blanco, ¿qué es eso sino una broma? Los mejores argumentos son siempre bromas fantásticas que la gente se cree una y otra vez.

John Cheever

Desde luego una de las mejores -y me atrevería a decir que de las más sinceras- entrevistas es la de Cheever, realizada en 1976, la podéis leer aquí completa aunque en otra traducción. La encuentro muy subrayada, por ejemplo lo oscuro y frío que se sintió cuando terminó El nadador, como el mismo protagonista, hasta el punto de no poder escribir en mucho tiempo; o estos dos párrafos, hasta cuando se pone trascendente, Cheever nunca resulta solemne de tan verdadero como suena:

No trabajo con tramas. Trabajo con la intuición, la percepción, los sueños, los conceptos. Los personajes y los sucesos me llegan simultáneamente. La trama implica narrativa y un montón de mierda. Es un intento calculado de retener el interés del lector sacrificando las convicciones morales. Claro que uno no quiere ser aburrido... uno necesita un elemento de suspense. Pero una buena narrativa es una estructura rudimentaria, se parece bastante a un riñón.

La ficción es experimentación; cuando deja de ser eso, deja de ser ficción. Uno nunca escribe una frase sin sentir que nunca se ha escrito de esa manera, y que puede que incluso la sustancia de la frase no se haya sentido nunca. Cada frase es una innovación.

Jean Rhys

Una escritora como Jean Rhys parece de otro mundo, tan frágil que pareciera en trance de desvanecerse, pero cómo no advertir el humor finísimo, como un sutil arabesco de un cigarrillo en una noche del trópico:

Las cosas que recuerdas no poseen forma. Cuando escribes sobre ellas, tienes que darle un comienzo, un desarrollo, y un fin. Lo que el escritor hace es dar forma a la vida. Eso es difícil.

Parece como si estuviera destinada a escribir... lo cual es horrible. Pero sólo puedo hacer una sola cosa. Soy bastante inútil, pero quizá no tan inútil como cree todo el mundo. Intenté hacerme actriz, corista, y todo el tema terminó cuando me dieron una frase para decir: "Vamos, Lottie, no seas epigramática". Cuando llegó mi turno, las palabras desaparecieron. Eso fue todo. Me interesaba la belleza, la cosmética, pero cuando intenté hacer una crema facial, estalló.

William Faulkner

Pero la gran entrevista del volumen es la de Faulkner -podéis leerla aquí casi completa, también en una traducción diferente-, es esa entrevista en la que, más allá de los datos municipales -que decía Monterroso- lo que se nos aparece es El Escritor, ése que cuando le preguntan qué les sugeriría a quienes dicen no entenderlo ni después de leerlo dos o tres veces, espeta sin inmutarse que lo leyeran cuatro veces. Debe tener razón Vonnegut: lo que nos falta es una masa de lectores fiables.  

Isak Dinesen, en el centro, con Marilyn Monroe 
y Carson McCullers

A modo de epílogo, os dejo el ídem de la entrevista con Isak Dinesen -En realidad tengo tres mil años y he cenado con Sócrates-, un pasaje de La página en blanco, uno de sus últimos cuentos. Habla una mujer mayor que gana la vida contando historias:

"Tuve un aprendizaje muy duro con mi abuela", dijo. "Sé fiel a la historia", me decía la vieja arpía, "sé eterna y totalmente fiel a la historia". "¿Y por qué debo serlo, abuela?", le preguntaba. "¿Tengo que darte razones, insensata?", gritaba. "¡Y tú quieres contar cuentos! ¡Vaya, tú eres la que quieres contar cuentos, y soy yo la que tengo que darte los motivos! Escucha, pues: cuando el narrador es fiel, eterna y totalmente fiel a la historia, al final, el silencio habla. Cuando se traiciona la historia, el silencio sólo es vacío. Pero, nosotros, los fieles, cuando hayamos dicho nuestra última palabra, oiremos la voz del silencio. Tanto si una pequeña mocosa lo entiende como si no".

"¿Quién cuenta entonces", continúa la mujer, "un cuento mejor que cualquiera de nosotros? El silencio. ¿Y dónde se puede leer un cuento más profundo que en la página mejor impresa del libro más valioso que existe? En la página en blanco. Cuando una pluma espléndida y noble, en el momento de máxima inspiración, haya escrito su cuento con la tinta más rara de todas, ¿dónde puede uno entonces leer un relato todavía más profundo, dulce, alegre y cruel que ése? En la página en blanco".

15/6/10

Tú no tienes futuro


En 1995, me pidieron una lista de las diez mejores películas de la historia del cine para el suplemento cultural de algún periódico de Galicia. Se celebraba el centenario del cine y menudeaban esas listas, no recuerdo una por una las películas que mencioné, de hecho no me gusta hacer listas de este tipo y como mucho tienen, en lo que a mí respecta, cinco años de vigencia a lo sumo, aunque tal vez cinco o seis películas se repitan siempre. Creo que sólo a partir de una lista de cien películas podríamos dar un retrato más o menos fiel de nuestro cine, de las películas de nuestra vida, o sea, del cine que nos retrata.

El caso es que aquella lista mía de 1995 la encabezaba Sed de mal de Orson Welles -Touch of evil (1958)-, una película de serie B de la Universal, la última película de Welles en Hollywood. Podría mencionar unas cuantas razones -subjetivas, claro- por las que Sed de mal era la primera de la lista y otras tantas de por qué ahora no lo sería, todas ellas superfluas. Pero sobran fundadas razones -cinematográficas- para traer por aquí a Orson Welles, las iremos desgranando, pero las que cuentan son las del corazón y ésas se sintetizan en la antepenúltima frase que pronuncia Tanya (Marlene Dietrich) en la última escena de Sed de mal a propósito de Hank Quinlan (Orson Welles), que yace muerto en las aguas cenagosas de un río, en la frontera: He was some kind of a man, que se puede traducir como "Era todo un personaje", pero me gusta más "Era todo un tipo". En el teatro, en la radio, en el cine. Demasiado grande para la vida de un solo hombre.


Sería por estas fechas en 1974 cuando, al volver del colegio público donde hacía las prácticas del último curso de magisterio, vi en el cine Malvar de Pontevedra el cartel de Una historia inmortal (1968) de Orson Welles. Esa misma tarde fui a verla, a la primera sesión. Un día de sol cálido y deslumbrante, un día de verano, vamos. Estaba yo solo en el cine. Mejor imposible. Ya sabía por alguna historia del cine, por un número de Film Ideal y quizá por la revista Triunfo quién era Orson Welles. Sabía de su leyenda: la mítica emisión radiofónica de La guerra de los mundos, la no menos mítica realización de Ciudadano Kane a los 25 años, que le había cortado la espléndida melena a Rita Hayworth para rodar La dama de Sanghai, que había rodado en España Campanadas a medianoche, que llevaba décadas intentando acabar su Don Quijote... Es más, aún vivía y se comentaba que tenía entre manos otras películas. Lo que yo no sabía era que estaba viendo una de las últimas películas acabadas de Orson Welles. Y era la primera película suya que iba a ver.

Karen Blixen entre Marilyn Monroe
y Carson McCullers.
Nueva York, 1959

Una historia inmortal
adapta un relato de Isak Dinesen -o Karen Blixen-, una escritora de cabecera de Welles. Llevaba tiempo buscando la oportunidad de adaptar alguno de sus relatos y se había hecho con los derechos de tres de ellos: La heroína, Un cuento rural, y La historia inmortal -un cuento que Karen Blixen escribió en el verano de 1952 y que aparece incluido en Anécdotas del destino-. Y aun más, en 1959, con motivo de una estancia en Hong-Kong y Macao reunió materiales y accesorios -lámparas orientales, reproducciones de jarrones Ming-, y rodó algunos planos con su Cameflex, de la que nunca se separaba, pensando en una posible adaptación de La historia inmortal. Incluso había comentado con Nicholas Ray, que dirigía en las afueras de Madrid 55 día en Pekín, la posibilidad de rodar la película "de tapadillo" aprovechando parte de los gigantescos decorados de la producción de Samuel Bronston que ni siquiera se utilizaban.

Orson Welles y su inseparable Cameflex

Esa oportunidad llegó a través de la televisión francesa que, gracias al éxito de crítica de Campanadas a medianoche en el festival de Cannes de 1966, se decidió a producir Una historia inmortal con dos condiciones: la película no debería sobrepasar los 60' y debía rodarse en color, de hecho será su primera película en color. Debido a su duración, Una historia inmortal se estrenó aquí en los cines con un complemento, un documental rodado en 1966 aprovechando que Orson Welles estaba en París para participar como actor en ¿Arde París?, la película de René Clement, se titulaba Portrait d'Orson Welles y algunas de sus imágenes las reciclará el propio Welles para su F for Fake (Fraude, 1973).

Total, que allí estaba yo, solo en el cine, una tarde de un verano que se anticipaba, y la sesión comienza con el Retrato de Orson Welles. ¿Y qué hacía Orson Welles? Pues preparaba una ensalada. Y hacía hincapié en que lo esencial era revolverla con paciencia. Nunca se me olvidó que lo primero que me enseñó Orson Welles fue a preparar una ensalada, o mejor, cómo había que revolverla. Aún hoy, revolví una ensalada como un histriónico Welles me enseñó en el cine Malvar hace treinta y seis años. Con el tiempo, y no encontrando a nadie que hubiera visto a Orson Welles revolviendo la ensalada, empecé a pensar que yo aquello lo había soñado, que aquella película sólo existía en mi imaginación. Hasta que hace quince años, un día que comimos con Víctor Erice y José Luis Guerín -cuando el primero impartió en la EIS de A Coruña un curso sobre El cine como experiencia de la realidad que más de una vez he evocado aquí-, dos cineastas que han hecho pocas películas pero que han visto muchas, así que, aprovechando que la conversación fuera a parar a Orson Welles, les pregunté por la película en que hacía una ensalada. ¡Los dos la habían visto! Por fin confirmaba la existencia real de esa película. Efectivamente, yo había visto cómo Orson Welles hacía una ensalada y me había enseñado cómo se revolvía.

Orson Welles con Jeanne Moreau
en el rodaje de
Una historia inmortal

Y luego vi Una historia inmortal. Y me enamoré de Jeanne Moreau. Y salí del cine totalmente confundido. No era la película brillante que esperaba ver después de todo lo que había leído sobre Orson Welles, el tipo que había revolucionado el cine en 1941 con Ciudadano Kane, el genio inconformista de talento deslumbrante que había filmado una batalla magistral con casi nada en Campanadas a medianoche... Acababa de ver una obra de cámara: unos pocos escenarios, gracias al talento escénico de Welles que reconvirtió calles y plazas de Chinchón, Brihuerga y Pedraza en el puerto y la ciudad colonial portuguesa de Macao -los interiores de Una historia inmortal se rodaron en la propia casa de Orson Welles en Aravaca-, y unos pocos personajes. Una película sobre un anciano, Mr. Clay -encarnado por Orson Welles-, que trata de convertir una historia (inmortal) en un hecho real. Una historia inmortal trata de cómo un hombre trasforma un relato en la vida misma. Era inevitable ver a Orson Welles haciendo una película, como lo había visto hacer una ensalada. Una película con un tratamiento del color que no sabía precisar pero que resultaba diferente a cualquier película en color que hubiera visto y con una banda sonora que no se parecía en nada a otra que hubiera escuchado. Y cuánto me dolió aquel momento en que Virginie, la gran Jeanne Moreau, desprende la conciencia del paso del tiempo mientras aguarda en su cuarto la llegada del marinero - si se queda hasta el amanecer verá la verdad sobre mi rostro, que soy vieja... ¡vieja y pintada!-, consciente también de que lo que acontecerá esa noche significará el fin de Mr. Clay porque ningún hombre en el mundo, ni siquiera el más rico, puede coger una historia que el pueblo ha inventado y contado y hacer que ocurra. Salí del cine en una burbuja de encanto y tristeza que el sol era incapaz de atravesar, después de ver una película sobre un hombre que carece de una historia propia que contar, que sólo puede poner en escena una historia que no es suya. Una historia inmortal que le cuesta la vida. ¿Era ésa la historia de Orson Welles? Tuve el presentimiento de que acababa de escuchar una confesión.

Orson Welles y Jeanne Moreau
en
Campanadas a medianoche

Me llevó veinte años ver las otras doce películas (acabadas) de Orson Welles -y de algunas como Sed de mal más de una versión- y leer muchos artículos y cuantos libros encontraba a propósito del cineasta, algunos fundamentales como los que le dedicaron André Bazin y Santos Zunzunegui, el de Robert L. Carringer (Cómo se hizo Ciudadano Kane), el de Peter Bogdanovich y el propio Welles que aquí se tituló Ciudadano Welles, y el estupendo libro de Micheál Mac Liammóir, Preparad la bolsa. El rodaje de Otelo de Orson Welles que editó José Luis Borau. Veinte años para comprender la grandeza de un cineasta amojonada en trece películas y la tristeza por las cuatro inacabadas, para comprender que el sonido llegó al cine, pongamos por caso, con El cantor de jazz, pero sólo con Ciudadano Kane, quince años después, llegó el cine sonoro; que fue el primer independiente del cine americano -por eso lo admiraba tanto el otro gran independiente, John Cassavetes-; que fue el autor de la summa del cine americano en Ciudadano Kane cuando irrumpió en Hollywood y casi veinte años después decantó la cifra de su ocaso en Sed de mal, una película de serie B que representó su adiós al cine americano; que ningún otro cineasta filmó a Shakespeare -Macbeth, Otelo, Campanadas a medianoche- con tal proximidad, como si fueran contemporáneos, como si fueran amigos íntimos, y lo eran, sólo que en la encrucijada imaginaria del texto y el cine; que contados cineastas desplegaron tal inventiva visual y tal capacidad para la alquimia sonora; que fue un actor, un dramaturgo, un narrador, un ilusionista, un cineasta, un rebelde -denostado por los estudios, un apestado de Hollywood-, un trabajador incansable, un niño cautivado por La isla del tesoro... Un artista... Todo un tipo... Toda una vida. Más que una biografía, una leyenda. Quien definió el oficio de director de cine como aquél que gobierna los accidentes.


Veinte años después de ver Una historia inmortal en el cine Malvar, cada vez que alguien vertía algún reproche por mínimo que fuera a propósito de la poca profesionalidad de Orson Welles, que era como decir cuanto mejores serían sus películas si hubiera sido más responsable y qué gran carrera echó a perder, recordaba aquello de Cyril Connolly: Nada me irrita más de la moral de medio pelo que el perpetuo reproche a los grandes artistas por no haber sido más grandes. Y tuve que esperar casi treinta años para ver otra vez Una historia inmortal, la película donde todo esto había comenzado.


Entonces entendí que uno de los motivos de aquel desconcierto era que había entrado a ver una película americana, o mejor, la película de un cineasta americano, y había salido de ver una película europea, de un cineasta europeo. Aquella noche de amor de Virginie casi abstracta donde el blanco se convierte en la dominante cromática y que emergía a través de un entorno sonoro que renunciaba a la música para usar el canto de los grillos, donde los grillos, literalmente, se acoplan, como si las dos pistas sonoras hicieran el amor y acompañaran el éxtasis de Jeanne Moreau. Una historia inmortal es una película en color, sí, pero una película en color de Orson Welles, que quería hacerla en blanco y negro y que trabaja con una paleta restringida, una gama que alguien definió como "egipcia": rojo, amarillo -con variantes ocres o pálidos-, blanco y negro; de tal forma que el color y la luz parecen trabajar el sentido con una cierta autonomía respecto a las figuras y a la narración que ellas viven, como si a través del tratamiento del color la historia inmortal emprendiera el viaje de la luz hacia el territorio del mito.


Treinta años después supe que, cuando se estrenó Una historia inmortal en la televisión francesa, la presentó Jean Renoir y consideraba la película como una confesión. Y fue como si respondiera a la pregunta que me había hecho cuando salía del cine Malvar, como si la respuesta hubiera viajado a través de los años y el viaje durara tanto para darme tiempo a ver las trece películas de Orson Welles que amojonaban el camino y entendiera sus palabras:

Jean Renoir

En los artistas hay algo de infantil. Entonces, nos damos cuenta de que ese personaje pintoresco representado en la pantalla, es el sueño de un niño que se ha convertido en hombre. Este sueño, por otra parte, como todos los sueños, reclama su decorado. (...) Nadie como Orson Welles ha creado el decorado de sus sueños
.

Cuando en 1995 encabecé la lista de las mejores películas de la historia del cine con Sed de mal cifraba un viaje de casi un cuarto de siglo con Orson Welles. Era mi forma de vengarlo, por los productores carniceros que había padecido, por los mercaderes que lo habían humillado, por los mediocres que lo habían ninguneado, por los biógrafos que le pasaban facturas retrospectivas que ya no podían cobrar, y por los críticos que, tratándose de Welles, se la cogían con papel de fumar. Y me acordaba de aquella réplica de Marlene Dietrich, la Tanya de la película cuando Hank Quinlan, o sea, Orson Welles, le pide que le eche las cartas: Tú no tienes futuro.


Era cierto, no tenía futuro en el cine de Hollywood. Sólo tenía futuro en el cine. Y ahí sigue. Valga este viaje como prólogo a ese adiós de Welles destilado en Sed de mal.