Si recuerdo bien, la primera película de Cronenberg que vimos fue La mosca (1986), un remake del clásico de 1958 de Kurt Newman, pero fue Inseparables (1988) la primera suya que, por así decir, nos afectó de verdad. Unos años después pude ver Videodrome (1983), en una copia en vídeo (vendría al caso lo de "cómo si no"), una película que me gustó mucho, de ésas que se podrían adjetivar -esta vez con toda la razón- de visionarias, sobre el proceso de vampirización del ser humano por lo audiovisual; una película a partir de un guión propio que destila un poderío plástico que revela el poder con que las imágenes (virtuales) iban a devorar el mundo de lo visible y a fagocitar nuestra identidad.
El cineasta canadiense se preguntó por qué se sentía atraído por ese guión y para descubrirlo empezó a reescribirlo con el guionista. Creo que fue McKee quien dijo aquello de que escribir es descubrir, pues eso. Y descubrió que le había atraído esa historia tan americana que destila el sueño de un pasado ideal en una pequeña y perfecta ciudad (americana), el pasado imaginario como sueño fundacional del oeste americano. La mirada de Cronenberg, donde se conjuga la ironía -la distancia del canadiense sobre el universo estadounidense- y unas gotas de vitriólico humor negro, le venía al pelo a la historia de un sueño que se transforma en una pesadilla, un viaje de la oscuridad hacia la luz contado -pura ironía estructural- a través de un itinerario desde la luz hacia la oscuridad; un hilo de thriller enhebrado sobre el tapiz de un western.
Cronenberg, en el centro, con Viggo Mortensen
en el rodaje de Una historia de violencia
Los Stall forman la perfecta familia americana pero, en cuanto el destino (la trama) les pone la mano encima y araña la piel de la ficción (la imagen-modelo), empieza a supurar y afloran los síntomas de la infección. Además de añadir muchos detalles y anudar los lazos de sangre del protagonista, Tom Stall (Viggo Mortensen), con su pasado, Cronenberg incluyó también las escenas de sexo en Una historia de violencia, dos escenas muy reveladoras a propósito de las fantasías y los fantasmas que anidan en la relación de Tom Stall y su mujer, Edie (Maria Bello), o mejor dicho, sobre cómo los fantasmas del pasado aniquilan las fantasías del pasado imaginario, o cómo la culpa aniquila el sueño.
Dos escenas de sexo que muestran cómo se ha transformado la intimidad del matrimonio, cómo los cuerpos y la carne se vuelven extraños cuando la ficción deviene infección. Hago hincapié en las implicaciones de las escena de sexo porque pocas veces lo carnal ha iluminado tan poderosamente lo mental. En su momento volveremos a ellas. Por ahora, sólo añadir que Cronenberg decidió rodar la mayor parte de la película con un gran angular -un objetivo de 27 mm-, en contra de la opinión de Peter Suschitzky, porque instintivamente pretendía aprehender los cuerpos con una mayor fisicidad, para acercarse a los cuerpos de una forma más visceral; nada de extraño, por otra parte, en un cineasta de la carne.
Una historia de violencia se abre con un plano secuencia mientras aparecen los títulos de crédito iniciales. Desprende calor, apatía y languidez. Los dos tipos salen de la habitación del motel. El más viejo se dirige a la recepción, suponemos que a pagar. Mediante un travelling lateral, acompañamos al tipo más joven al volante mientras acerca el coche. Esperamos a que vuelva el más viejo. Cuando regresa y entra en el coche, se acuerda del agua, apenas les queda, pero en recepción hay un bidón. Esta vez le toca al joven mover el culo y perezosamente va a llenar la garrafa. Ahora empezamos a sentir el hormiguillo de la inquietud. Corte. Estamos dentro de la recepción cuando entra el tipo más joven, que no demuestra las más mínima prisa, comprueba si alguien se olvidó alguna moneda en el teléfono, se detiene a ojear unas postales y, cuando pasa por delante del mostrador, vemos la huella sanguinolenta de una mano y en segundo término un cadáver ensangrentado sentado en una silla. El tipo más joven aparta un carrito de la limpieza y descubrimos otro cadáver en un charco de sangre, la limpiadora, y sin inmutarse procede a llenar la garrafa de agua. Entonces se abre muy despacio una puerta y aparece una niña abrazando una muñeca. Cronenberg, muy astuto, nos deja que la veamos unos instantes antes de que la vea el tipo más joven, y que por tanto nos imaginemos lo peor.
Y lo peor se cumple. Pero justo después del disparo escuchamos los gritos de una niña y por corte vemos la niña que grita, pero es otra niña y en otro lugar. Es Sarah, la hija pequeña de los Stall, abrazada a un osito. Acude su padre, Tom; la niña ha despertado de una pesadilla: Había unos monstruos...
Luego viene el hermano mayor, Jack, y después, la madre, Edie. Todos se reúnen en torno a Sarah para tranquilizarla, los monstruos no existen. Pero nosotros, como Sarah, los hemos visto; ella en sueños, nosotros en la realidad. Pero ni ella ni nosotros podemos imaginar que su propio padre es uno de esos monstruos, sólo se manifestará cuando la infección se propague por la carne de la ficción, y entonces nada podrá proteger a esa familia de la pesadilla real que van a vivir. Por así decir, la primera secuencia nos presenta el virus de la violencia y la segunda, el cuerpo que va a ser infectado.
Cuando llega a su cafetería, Tom encuentra al empleado contándole a un cliente que una novia suya tenía una pesadilla recurrente, soñaba que él era un asesino y un día, dormida, le clavó un tenedor en la espalda; claro, se casó con ella. Aún no podemos saberlo, pero esa historia se parece mucho a la que va a vivir Edie con Tom; de alguna forma, nos acaban de contar la película que vamos a ver. Pareciera como si en un pueblo tan perfecto, casi como fuera del tiempo, de hecho el reloj del ayuntamiento de Millbrook está parado, las únicas pesadillas que viven sus personajes se deben a los sueños, aunque la pesadilla que relata el empleado de Tom va un paso más allá que la de Sarah y tiene efectos reales (por eso se parece tanto a la propia película). Asistimos en estas primeras escenas a la fantasía del pasado inocente del sueño americano en un pueblo ideal, un imaginario en el que todo un país quiere reconocerse. En el curso de Una historia de violencia asistiremos a la perturbadora radiografía de ese sueño. Pero, de momento, sus personajes aún pueden albergar sueños gratificantes. Edie va a buscar a Tom a la cafetería, quiere realizar la fantasía que no pudieron vivir de adolescentes, porque él llegó al pueblo ya adulto; quiere recuperar el pasado que no pudieron compartir de la única forma posible, mediante una puesta en escena, es decir, montándose una película. Edie se disfraza para Tom de animadora del equipo de béisbol del pueblo (hemos visto a su hijo jugar un partido en el instituto): se encarna, en palabras de Cronenberg, en la clásica fantasía sexual de todo norteamericano.
Una fantasía que muestra, además, que se trata de un matrimonio que, después de veinte años de casados, se siguen queriendo, Tom y Edie se siguen gustando y continúan disfrutando de sus cuerpos; y después del sexo disfrutan rememorando cuándo y cómo se enamoraron. Como en el caso de la pesadilla de Sarah, tampoco Edie puede imaginar que el pasado real de Tom no tardará en irrumpir en el presente -un tema muy western- y cambiará sus vidas para siempre. Ese pasado que se anuncia -se da a presentir- en esos planos generales de las carreteras vacías (por donde irrumpirá) o con la cámara en la grúa encuadrando con angulaciones en picado (el largo brazo del destino) descendiendo suavemente sobre el coche en el que el matrimonio se dirige a sus trabajos.
Si la relación Tom-Edie representa el vector principal de la trama, la relación Tom-Jack constituye la subtrama llamémosle pedagógica, cuando la violencia infecte la relación padre-hijo y en la imagen paterna asome un otro desconocido y desasosegante, y la violencia misma se convierta en un tema central de la educación de Jack, que tiene problemas con un matón del instituto, pero que, de momento, va solventando, mal que bien, gracias al humor y al ingenio. El chaval le cuenta a una amiga, mientras comparten un porro, cómo imagina el futuro, no se parece nada al de sus padres, pero si contemplamos esa visión pesimista desde el final de la película, aquélla cobra visos premonitorios.
Aquéllos tipos del motel llegan al pueblo y entran en la cafetería, y la violencia estalla en el sueño americano detenido en el tiempo como el reloj del pueblo. Para defenderse y defender a sus empleados, Tom los mata y, sin quererlo se convierte en un héroe, para el pueblo, para su hijo, y la prensa y la televisión amplifican su figura en una ceremonia de celebración de la violencia justiciera (tan americana).
Cronenberg prepara un plano de Una historia de violencia
con el director de fotografía Peter Suschitzky
con el director de fotografía Peter Suschitzky
Viene muy a cuento ahora señalar el procedimiento de Cronenberg a la hora de poner en escena la violencia. En la escena del motel, veíamos las consecuencias de la violencia y cortaba antes de que estallara nuevamente, pero generaba en nosotros un sentimiento de rechazo, leve en el primer caso, acaba de empezar la película y aquellos dos cadáveres nunca estuvieron vivos ante nuestros ojos, y brutal en el segundo, por la niña y por la confirmación de la catadura de los asesinos. Pero ahora, en la cafetería -y en escenas posteriores-, la situación nos pone de lado de Tom; no sólo eso, deseamos que descargue la violencia contra esos tipos, y luego nos muestra los efectos de la violencia sobre los cuerpos (destrozados). Y lo que la violencia despierta.
Un Tom que no conocíamos aflora, por ahora sólo un relámpago, en el Tom que conocemos; para nosotros, resulta evidente que no era la primera vez que usaba un arma, la destreza revela experiencia. Bueno, me corregiré: quizá a muchos espectadores no les resulte tan evidente, al fin y al cabo, el peor cine americano los ha acostumbrado a dar por supuesto que cualquiera coge un arma y pum pum, y a otra cosa mariposa. En ese caso, necesitarán un par de escenas más para reconocer al Tom enmascarado en el propietario de una cafetería del pacífico pueblo de Millbrook.
Con la repercusión en los medios de la historia del local hero, Tom no tardará en comprobar que asomó demasiado la cabeza en el presente y el pasado encarnado en Fogarty (Ed Harris), que lleva en su rostro el rastro del otro Tom, vuelve para desenmascararlo. Cada vez le va a resultar más difícil ocultar al Joey Cusack que fue con la máscara del Tom Stall que es; dicho de otra forma, cada vez le va a resultar más difícil impedir que el que fue vuelva a ser, que en el cuerpo de Tom se manifieste Joey, que el pasado se encarne en el presente. En fin, el cuerpo como campo de batalla de las identidades, el motivo central de la obra de Cronenberg, una relectura -en clave infecciosa- del Jeckyll y Hyde de Stevenson.
La sospecha sobre el pasado de Tom se instala en el pueblo (el sheriff) y en la familia (Edie). Y la sospecha crece hasta convertirse en certeza, y trastorna la relación del matrimonio, como muestran las dos escenas del sheriff con los Stall, un trastorno trazado a través de las correspondencias de su puesta en escena. En ambas escenas vemos al sheriff frente a Tom y en ambas Edie entra en el encuadre para acercarse a su marido; en la primera, se sienta en el brazo del sillón que ocupa Tom y pasa el brazo derecho por su hombro; en la segunda, se sienta -o mejor, se obliga a sentarse- junto a él en el sofá. Todo es muy parecido pero todo es diferente; en la semejanza de ambas escenas saltan a la vista las profundas diferencias. Otro detalle de la puesta en escena apunta visualmente lo que le ha acontecido en el seno de la familia Stall desde la primera visita del sheriff; en la segunda, toma en sus manos la foto de la familia y, cuando la deja sobre la mesa baja, la vemos al revés, con la familia patas arriba, una imagen que da cuenta del vuelco que ha desencadenado la irrupción de la violencia (del pasado).
Hemos visto cómo esa violencia de Tom/Joey ha contagiado a su hijo, de hecho lo convierte en un homicida, y cómo ha infectado la imagen paterna en Jack.
¿Quién es su padre? ¿Quién de los dos?
En la segunda escena con el sheriff, Edie acaba llorando sobre el hombro de su marido, como había llorado en la primera, pero ambos llantos revelan sentimientos muy distintos; antes se aferraba a lo que les unía, ahora se aferra a lo que se le escapa; en la primera escena se abrazaba a Tom, en la segunda le cuesta encontrar un rastro de Tom en ese ser -Joey- extraño y oscuro en que se ha convertido; ese intruso en el cuerpo de Tom que le produce repulsión, del que se aparta y se aleja escaleras arriba. Ya hemos visto en una escena anterior que Edie vomita cuando Tom le confesó que había sido Joey. Pero también le provoca una íntima atracción. Siente que en él aún hay algo del Tom que quiere y le atrae -y excita- esa encarnación de un pasado tenebroso. Ambos sentimientos se conjugan en la escena de sexo en la escalera.
Una escena que destila la potencia de sus significados en la memoria de la escena de sexo anterior. En ambas se representan fantasías de Edie con el pasado de Tom/Joey que no pudo compartir; en la primera, una fantasía querida, sana, por así decir; en la segunda, una fantasía a su pesar, enferma, digamos; aquélla revela el rostro luminoso de Edie; ésta, su oscura faz; aquélla, una ficción; ésta, una infección. En el cine de Cronenberg cualquier cuerpo resulta propenso a las deformaciones y metamorfosis que germinan de la psique.
Ahora, el Joey en que se ha convertido Tom no tiene sitio en la familia. Debe volver al pasado para purificarse del Joey que fue y que una vez más se ve empujado a ser. Una purificación bajo el signo de la violencia, como quien saja un tumor canceroso. Sólo así podrá restaurar los vínculos dañados con su mujer y los hijos. Una historia de violencia empezaba con la familia reunida para exorcizar los monstruos y acaba con la familia reunida para seguir viviendo con los monstruos, a convivir con un pasado de pesadilla. Con la imagen paterna dolorosamente reconstruida para Jack, no ya Tom o Joey, sino los dos. Como para Edie.
Pero esa escena final y nocturna -uno de los mejores finales que hemos visto en lo que va de siglo-, sin necesidad de palabras, desprende un halo de esperanza, quizá lo último que se pierde cuando uno habita un organismo enfermo. Cuando ya no es posible la ficción y hay que vivir con la infección.