Mostrando entradas con la etiqueta Stefan Zweig. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Stefan Zweig. Mostrar todas las entradas

29/5/13

Una rosa blanca para Lisa


Aprovechamos unos días en Madrid para ir al cine. Llevábamos medio año sin pisar una sala y ya teníamos mono: un cine cómodo, buena proyección, versión original, pocos espectadores (una pena, pero... qué bien). Vimos tres películas: Stoker de Park Chan-wook (poco más que una golosina audiovisual; lo peor, que pretenda envolverla con un tributo a Hitchcock escena por escena, cuando sólo le llega a la suela zapato del maestro en un par de planos, como aquél en que Mia Wasikowska afila un lápiz ensangrentado, o en el uso avieso de la memoria de Psicosis de la escena de la ducha), Barbara de Christian Petzold (se agradece la distancia justa y la rima de un viento nada realista en las escena de la protagonista en bicicleta en un camino con una cortina arbolada; una pena que juegue la baza de un dilema que no es tal, con tan previsible resolución) y On the Road de Walter Salles (poquita cosa; una mirada muy superficial, un barniz beatnik, sobre Kerouac, lástima que Coppola se limite sólo a la producción después de haber incubado ese proyecto para sí mismo tantos años: o quizá no hiciera falta, quizá nos basta Carretera asfaltada en dos direcciones, donde Monte Hellman filtra a Kerouac con el cedazo de Beckett). En fin, nada memorable. Lo mejor fue volver al cine, el refugio del cine, la noche del cine, el útero del cine. Del poco cine en el cine se cura uno con más cine -y gran cine (no necesariamente con más películas)-, aunque no sea en el cine. Y en eso anda uno en una cura de cine. El cine de Carta de una desconocida, pongamos por caso.


Hay dos cineastas que he (re)descubierto en este finisterre y  han devenido imprescindibles (en este siglo), y algunas de sus películas, películas de mi vida: Max Ophüls (Madame de..., Le plaisir, Lola Montes) y Jacques Becker (Casque d'or, Le trou). Becker admiraba a Ophüls y Ophüls veía en Becker, si no a un heredero, a un cineasta de su cuerda romántica, hermanados por los elegantes acordes melancólicos en la puesta en escena, que velaban una mirada sombría y quizá un poso de decepción por el relativo -o no tan relativo- desdén del público (y la industria) por su cine, por su arte. (También me receté Touchez pas au grisbi de Becker para esta cura de cine.) Y el último (re)descubrimiento de Ophüls llegó con Carta de una desconocida, una película que me había gustado pero no maravillado como estos días, hasta el punto de resultarme casi inverosímil que sólo la hubiera visto como una buena película sin reparar en el gran cine que cobija. En realidad, no había mirado hasta ahora Carta de una desconocida. (Y mira que nuestro hijo nos la había palabreado con admiración desde hace años, y más de una vez evocó la escena del tren de feria que tanto le gusta.) Hay que ver, quizá andaba uno más necesitado de una cura de lo que imaginaba. Una cura para el mirar. (Verla solo. Y verla con Ángeles. Sobre todo verla con Ángeles, así cura más Carta de una desconocida.)


Hollywood ninguneó a Max Ophüls. Unas veces le cerró la puerta en las narices. Lo desdeñó otras tantas. Mayormente lo ignoró. Así durante cinco años. Es cierto, no llevaba ningún gran éxito a cuestas, pero sí una gran película como Liebelei (1933), que aquí se tituló Amoríos. Llegó exiliado en 1941 y hasta el verano de 1946 no pudo ponerse tras una cámara. Y eso gracias a Preston Sturges que se lo recomendó a Howard Hughes para dirigir Vendetta, una adaptación de Colomba de Merimée, como un vehículo para Faith Domergue, una actriz protegida del magnate; a la semana de rodaje Hughes se queja de la lentitud de Ophüls y de la forma en que dirige a su chica (no le debía hacer suficientes primeros planos), y obliga a Preston Sturges -en funciones de productor- a despedirlo. Aquello acabó como el rosario de la aurora y la película se estrenó en 1950 después de pasar por varios directores, el último el actor Mel Ferrer. (La venganza de Ophüls se va a servir fría y usando las armas del cine: esperará a rodar Caught, un film noir estrenado en 1949, para destilar su vendetta contra Hughes, a través del personaje encarnado por Robert Ryan. Pero esa es otra historia.) Entonces le echó una mano otro europeo, Robert Siodmak, un colega de los tiempos de Berlín, su película Forajidos (The Killers, su título original como el cuento de Hemingway en que se basa) se estrenó a finales de agosto de 1946, era todo un éxito y tenia mano en la Universal, asi que recomendó a Ophüls para dirigir The Exile -aquí La conquista de un reino-, una película de y para Douglas Fairbanks Jr.

Max Ophüls con Gouglas Fairbanks Jr. 
en el rodaje de The Exile.

Por una parte, Ophüls se moría por trabajar pero por otra había salido escaldado de la experiencia con Hughes. La guerra en Europa había acabado y quizá llegaba el momento de volver, después de su penoso periplo americano. Pero Siodmak despejó sus dudas: "Si quieres volver a Europa y encontrar trabajo, tienes que hacer por lo menos una película en Hollywood; si no, nadie va a confiar en ti".  Ophüls y Fairbanks trabajaron juntos en el guión, veían las películas del padre del actor y se hicieron amigos. Rodando The Exile, donde disfrutó de una cierta libertad, a Ophüls le empezó a gustar el trabajo en la industria del cine americano. No tenía prejuicios contra Hollywood -les contó el cineasta a Rivette y Truffaut, que lo entrevistaban para Cahiers en 1957, poco antes de morir-, pero cuando no trabajas no puedes amar la ciudad o el país donde vives. Cuando se trabaja, y con gente que ama ese trabajo, sea cual sea la ciudad, Roma, Hollywood, Berlín o París, entonces es maravilloso. Y una de esas tardes, durante la proyección de lo rodado (los rushes), le hablaron de otro proyecto que se preparaba en el estudio: Carta de una desconocida, una adaptación del relato de Stefan Zweig.

Ophüls con Joan Fontaine en el rodaje 
de Carta de una desconocida.

La idea de llevar a la pantalla Carta de una desconocida fue cosa de Joan Fontaine -la protagonista de Rebeca y Sospecha de Hitchcock- y desarrolló el proyecto con su marido, William Dozier, vicepresidente de la Universal, a través de Rampart, la productora que habían formado juntos (para promover películas a la medida de la actriz). Le encargaron el guión a Howard Koch, el guionista de emisión radiofónica de La guerra de los mundos de Welles (con el Mercury Theatre),  La carta de Wyler, y uno de los guionistas de El sargento York de Hawks y Casablanca de Curtiz. Y fue el propio Koch, el primer amigo que hizo Ophüls en Hollywood, quien sugirió al cineasta como el director ideal para la película. John Houseman (el socio de Welles en el Mercury Theatre), como productor de Carta de una desconocida, apoyó la recomendación de Koch. Pero no bastaba con la anuencia de Joan Fontaine y William Dozier, había que conseguir el visto bueno del jefazo de la Universal, William Goetz. Ophüls contó  en aquella entrevista cómo buscó la manera de coincidir con el mandamás en el baño turco del estudio y poder charlar tranquilamente y sin interrupciones telefónicas; y así, en cueros ambos, sudando la gota gorda, el cineasta le comió el tarro haciéndole ver que no había otro director en el mundo que pudiera hacer una película a la altura de la nouvelle de Zweig... hasta que el patrón, quién sabe si derretido por la calorina o por el fervor de Ophüls cabeceó conforme. "¿Por qué no?"


Y, entonces sí, Ophüls tomó en sus manos Carta de una desconocida, reescribiendo el guión con Howard Koch, aunque seguramente Houseman participó en la reescritura o, como mínimo, la amparó. Y la obra de Zweig empezó a cobrar la forma de una obra de Ophüls. De buen principio digamos que no comparto la opinión de quienes prefieren una a otra; Carta de una desconocida me parece una inspirada adaptación  de una inspirada nouvelle; ambas, muestras perfectas de cómo las formas -de la literatura, del cine- pueden transfigurar un argumento, si no banal, sí sobado, en una pieza sublime; o mejor, de cómo -en literatura, en cine... en arte- sólo las formas cuentan. Apuntamos algunas de las transformaciones introducidas en el guión respecto a la nouvelle, más allá de la cronología (lo que acontece en Viena hacia 1900 en la película, sucede un par de décadas después en el libro, en los años de la gripe española):


- un músico, Stefan (encarnado por Louis Jourdan) como destinatario de la carta en lugar del escritor (R. en la obra de Zweig), un cambio cantado, no sólo por la virtualidad fílmica de la música sino por la concepción del melodrama según Ophüls, donde la música respira por una herida abierta en el curso del tiempo;

- el músico recibe la carta un día significativo, cuando debe batirse en duelo pero decide poner tierra de por medio (el honor es un lujo que sólo un caballero se puede permitir), mientras que en la nouvelle la carta llega a las manos del escritor un día cualquiera;

- la lectura de la carta deviene una revelación para el músico (que experimenta una transformación) y un abismo -un agujero negro- para el escritor (...fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía);


- en la nouvelle, la protagonista es consciente desde muy pronto de que sólo será una más para el escritor, sin embargo en la película es algo que (como veremos) nos muestra la puesta en escena, o sea, nosotros somos conscientes de su condición fatal (de su amour fou) antes que ella, reforzando así el sentimiento trágico del momento en que Lisa (en la película; no tiene nombre en la obra de Zweig, es la desconocida) cobra conciencia de que Stefan no sólo no la reconoce, sino que nunca reconocerá en ella -en Lisa, siempre Lisa, la misma Lisa (siempre Joan Fontaine, la misma Joan Fontaine), proyectada en el tiempo por la memoria- a la niña embelesada, a la joven enamorada, a la mujer perdida de amor que sólo vive para él;


- en la película ella acaba casándose con un militar para garantizarle un futuro a su hijo, mientras que en el relato de Zweig (y por la misma razón) se convierte en una cortesana;

- el criado del músico, encarnado en la película por Art Smith (el agente de Bogart en In a Lonely Place de Nicholas Ray) -un actor víctima de la caza de brujas a partir de 1952-, a diferencia del libro, es mudo, y (como en el libro) él sí reconoce a Lisa, él la ha guardado en la memoria, de alguna forma son almas gemelas, tan silencioso, tan callado, como el corazón de Lisa, que sólo se descargará a base de palabras en la carta;

A la dcha., Art Smith, como John, el criado mudo del músico 
(en su primera escena en la película).

- y una escena que sólo vemos en la película, uno de esos cachitos de cielo que el cine ha llovido sobre nuestros ojos maravillados, la noche de amor de Lisa con Stefan, ese viaje onírico en un vagón de tren de mentira del parque de atracciones del Prater vienés, mientras por la ventanilla se mueven paisajes de diorama, toda una vida destilada en puro tiempo suspendido, una sublime metáfora del cine, pero también memoria (y arqueología) del cine, un espectáculo pre-cinematográfico que perdurará unos años aún en el primitivo cine de atracciones, aquellos Hale's Tour, vagones de tren que simulaban moverse (con su traqueteo y todo) mientras los pasajeros disfrutaban del viaje a través de las proyecciones cinematográficas de los paisajes, que contemplaban en la ventanilla-pantalla. Uno no puede saberlo seguro, pero pondría la mano en el fuego por que esa escena fue una idea de Ophüls aunque no dudo de que los (admirables) diálogos -de esta escena como los de toda la película- sean obra de Howard Koch.  


En el tren de Carta de una desconocida Ophüls vuelve a Viena. Sí, allí había trabajado como director en el Burgtheater en más de doscientos montajes durante los últimos años veinte, y allí se desarrolla Liebelei, una de sus primeras películas alemanas (ya una gran película y uno de sus mayores éxitos antes del exilio), pero la Viena de Ophüls, como la Santa María de Onetti, sólo existe en su imaginación, la Viena onírica (bajo la lluvia, velada por la niebla o cubierta de nieve) en los decorados de Alexander Golitzer, donde Lisa cobrara visos de un fantasma errante, perdido en una historia de amor desesperada ; la Viena iluminada por Franz Planer, el gran director de fotografía que ya había trabajado con el cineasta en Liebelei y en The Exile; la Viena, en fin, sólo desvelada por los delicados arabescos de una cámara milagrosamente ingrávida, montada en esa dolly y sobre todo en esa grúa de la que no podía separarse.

A la izda, y en primer término, Franz Planer.
Tras la cámara, Max Ophüls, 
durante la preparación de un plano 
de la escena de la ópera con la grúa.

(James Mason, gran amigo de Ophüls y protagonista de sus dos últimas películas americanas, Caught y The Reckless Moment, le dedicó unos versos a propósito del deleite del cineasta con la grúa y cuánto sufría cuando se la arrebataban:  I think I know the reason why / Producers tend to make him cry. / Inevitably they demand / Some stationary set-ups, and / A shot that does not call for tracks / Is agony for poor dear Max / Who, separated from his dolly, / Is wrapped in deepest melancholy. / Once, when they took away his crane, / I thought he’d never smile again.)

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto...

La carta de Lisa llega desde otro mundo, ha cruzado el umbral para ser memoria o perderse en el olvido. Tiempo redentor o tiempo perdido, eso depende de que su historia (de amor) llegue a Stefan -y nos llegue a nosotros, espectadores-, de que su voz sea escuchada, la voz de una muerta. Lisa es otra Sherezade, sólo que no lucha (con su historia) por su vida; Lisa sabe que tiene las horas contadas cuando escribe la carta donde embalsama (como el cine) cada momento con Stefan, así que no lucha por su vida, sólo por su memoria, por la memoria de su amor, para que su amor sea inmortal. Porque fue la obra (de arte) de su vida. Esa historia -su historia- es lo único que cuenta.

Joan Fontaine escucha las indicaciones de Max Ophüls. 
Franz Planer atiende también.   

Son sus señas de identidad lo que pone en manos de Stefan, en nuestras manos. Es lo que cuenta. Y si ya no puede contar con la memoria de Stefan (que no la reconoció), quizá esa carta consiga que la imagine o que la sueñe. Y la imagen de Lisa que ve Stefan al final, cuando le aguarda una muerte casi segura, quizá sea sólo la proyección de un sueño irradiado por la carta, que puede leerse/verse como un testamento, como un legado (así quiere ser rememorada), como un autorretrato de Lisa. La encarnación del melodrama, ese impulso primordial donde se conjuga la herida con la memoria y el desgarro con el tiempo. Lisa encarna el delirio de la mirada de una mujer poseída por una idea del amor. Por el demonio del amor.


Del amor como elegía (me acuerdo de El hombre que mató a Liberty Valance de Ford)  Del amor como obsesión (me acuerdo de Vértigo de Hitchcock). Del amor como absoluto; en el libro ella se ve como una fanática del amor (me acuerdo de Gertrud de Dreyer). La mirada de Lisa no ve, o no sólo ve, inventa un amor al que dedica su vida secreta, su vida verdadera, una vida soñada, sí, pero digna de ser recordada, como se recuerda una bella historia, una ópera o una melodía. Antes de verlo -a Stefan- ya lo miraba, ya lo imaginaba, ya lo quería (suyo), ya lo había transfigurado en su prenda de amor fou, le bastó ver sus cosas, ponerle los ojos encima a sus muebles, adivinar en ellos el tacto de las manos del pianista. La mirada enamorada no puede ser sino fetichista, porque no hay cosa irrelevante, todo -lugar o tiempo- deviene relicario del amado. O sagrario de una ausencia. Cada gesto por efímero que sea representa un estallido de significado que colma de sentido cada grano de tiempo.


Ese delirio del mirar es lo único que cuenta para Lisa. Es su cuento (y ella es su propia hada madrina). Es lo que cuenta Ophüls. Claro que es barroco. Cómo no va a serlo si el barroco -recordad a Velázquez- destila el primor de la mirada; en el barroco el mirar deviene ritual y el mundo un teatro para la mirada: Las meninas nos miran mirar. Como la puesta en escena de ese encuentro nocturno, la primera vez que Stefan repara en ella (que va cada noche al pie de su ventana, sólo para estar cerca de él) y la mira, nos muestra esa mirada, se recrea en ella, porque esa mirada justifica todos los desvelos de Lisa, casi podríamos decir que justifica su locura de amor, prueba que no era sólo un sueño, y miramos a Lisa en el aquel de ser mirada, transfigurada por esa mirada que rememora en la carta, ese momento sublime que cifra su destino: ella se recuerda así, con la mirada de Stefan prendida en la suya (tan prendida como la nuestra).


Y, sobra decirlo, es romántico -cómo no iba a serlo-; pero entendámonos,  lo romántico, como supo ver tan bien Berger, siempre está en el margen, en el extremo de lo posible, ya sea sublime o terrible. O sublime y terrible como el amor de Lisa. Así el cine de Ophüls. Así Carta de una desconocida. Donde la mirada se conjuga como memoria, como una música en el tiempo. Una música en el tiempo como dispositivo estructural, como eje cardinal de la puesta en escena construida a base de resonancias, de rimas visuales, de escenas que se reflejan como espejos en el curso de la película y nos trabajan la memoria por dentro. Como ese plano desde detrás de Lisa (que se pasó horas aguardando por Stefan dispuesta a abrirse el corazón) en lo alto de la escalera -que deviene una filigrana del destino y matriz de Carta de una desconocida-, una perspectiva que nos permite mirar como mira a Stefan que llega esa noche (como tantas) con una (otra) mujer.


Más adelante, Ophüls nos sitúa otra vez en lo alto de la escalera, con el mismo punto de vista desde donde miraba Lisa, para mirar ahora que es ella quien acompaña a Stefan; claro, Lisa sueña que ya no habrá otras, que ella será en adelante para Stefan la única mujer (entre todas las mujeres), que será ya sólo ella para siempre después de la noche en el tren de mentira del Prater, una noche que valió por toda una vida (juntos), pero el cineasta nos ha colocado en el lugar para que miremos lo que Lisa (aún) no puede ver, que ella sólo es una más, una aventura efímera como la nieve que cubre las calles de esa Viena esa noche.


Hay quien piensa que el libro es mucho más cruel que la película (ya se sabe, Hollywood edulcorando el material literario), pero debe ser que no repararon en este momento que destila el gran arte de Ophüls en estado puro. O les pasó desapercibida la rima terrible entre las escenas de la estación. En la primera, Lisa acude a despedir a Stefan que se va a Milán con la orquesta pero le asegura que volverá en dos semanas: no sólo no volverá a las dos semanas, la olvidará. En la segunda, Lisa acude a despedir a su hijo, lo manda al colegio antes de tiempo porque quiere reunirse con Stefan al que ha encontrado en la ópera el día anterior después de diez años, y le promete que pronto irá a verlo y le explicará... Ella no lo sabe, pero nosotros ya sabemos lo que le aguarda.


A Ophüls le ha bastado (es un decir) ponernos en el lugar preciso. Para mirar y recordar. A través de la puesta en escena, el cineasta nos sumerge primero en el delirio visual de Lisa (ventanas, puertas, espejos, escaleras, rincones... acechos para la mirada, umbrales de la pasión, geometría de una obsesión, álgebra de un desvarío)  y luego nos pone a la distancia justa para que seamos conscientes de esa locura. Con la misma estrategia nos hace comprender que el músico no la recuerde y al tiempo que nos duela que la reconozca (y el hecho de no reconocerla resulta mucho más lacerante en la película que en el libro) .


Carta de una desconocida hilvana un amor de perdición: en vida, Lisa no dejó huella en Stefan, ni siquiera la recordaba, ni cayó en la cuenta de las rosas blancas que ella le había regalado (en memoria de aquella rosa blanca, prenda de la noche en el tren de mentira del Prater), pero la carta, su historia (el cuento de una mujer muerta) le cambia la vida... y lo arrastra a la muerte. Creo que Ophüls pensaba como Kierkegaard que quien se pierde por una pasión pierde menos que quien pierde la pasión. Así que, casi podríamos convenir en que las palabras febriles de Lisa acaban curando a Stefan (un hombre que ha perdido la música, la única pasión que lo arrebataba), lo que puede verse como una versión irónica del psicoanálisis del doctor Freud, en aquella Viena de todos los demonios.

Como en los títulos de crédito 
de todas sus películas americanas 
Max Ophüls figura como Max Opuls.

Carta de una desconocida se estrenó el 28 de abril de 1948. Fue un fracaso en América. El público la desdeñó como una película vieja, pasada de moda. En Europa se recibió mejor, pero no para tirar cohetes ni mucho menos. Unos años después, William Dozier le contó en París a Ophüls que la película empezaba a tener un cierto éxito en los pases por televisión. Para Joan Fontaine era su película preferida; por lo visto, apenas le dedicó unas líneas en sus memorias: aquel rodaje había sido un lecho de rosas.  


Si Lisa pone su historia en manos de Stefan, Ophüls la pone en escena al amparo de nuestra mirada. Del poder del cine para resucitarla. Ophüls preserva su memoria con la forma de una herida abierta por el filo del tiempo. Y nosotros, con una rosa blanca para Lisa.

4/8/11

La medida de la gloria


Las novelas de Dickens se publicaban por entregas mensuales en cuadernos azules que se convirtieron con los años en cotizadas piezas -de caza- de bibliófilos, pero en su tiempo los lectores las aguardaban con ansia. Miles de lectores esperaban en el puerto de Nueva York a los barcos que venían de Inglaterra, no ya cuando llegaba la nueva entrega de David Copperfield o de La tienda de antigüedades, sino antes, por si algún marinero la había leído allá y sabía cómo continuaba la novela.


Para dar una idea del amor que le profesaron a Dickens sus contemporáneos, Stefan Zweig refiere en las primeras páginas del ensayo que le dedica en Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski) lo que le contó uno de los viejos lectores dickensianos:

...el día de reparto del correo eran incapaces de esperar al cartero en casa, que al fin llegaba con el nuevo cuaderno azul (...) en la bolsa. Lo habían estado esperando hambrientos todo un mes, con el alma en vilo y discutiendo si Copperfield se casaría con Dora o con Agnes, celebrando que Micawber tuviera que hacer frente a una nueva crisis -¡de sobra sabían que la superaría heroicamente con buenas dosis de ponche caliente y buen humor!-, ¿y ahora tenían que esperar a que llegara el cartero con su perezoso carro y les trajera la solución a todas esas alegres charadas? Imposible, no podían esperar. Y todos, jóvenes y viejos, año tras año, recorrían dos millas el día señalado para ir al encuentro del cartero y tener el cuaderno sólo unos minutos antes. Empezaban a leerlo ya por el camino de regreso, unos mirando las páginas por encima del hombro de otros, unos cuantos leyendo en voz alta, y sólo los más bonachones echaban a correr para llevar rápidamente el botín a la mujer y los niños.

Página del manuscrito de David Copperfield

No las millas atlánticas hasta Nueva York, sino esos minutos ahorrados al cartero son la medida de la gloria.

9/12/09

Baile de máscaras

Max Ophüls

Cuando estoy en esa etapa de un guión que podríamos denominar como de clausura -por lo de encierro-, no puedo ver ninguna película similar en tono o trama a la que tengo entre manos, así que por la noche, para desconectar, procuro elegir una película distante y distinta. Y para esas ocasiones echo mano de Max Ophüls, porque no puede haber películas más distintas y distantes que las suyas, diríase incluso que son películas de otro planeta. Si existiese un cielo de las películas, se lo merecerían las de Ophüls. Hace seis meses me descargué aquí con un arrebato a propósito de Lola Montes, la última película, el testamento de Max Ophüls. Hoy vimos Madame de... y es tan perfecta que resulta difícil decir algo coherente de ella, algo que no sea pura tautología, como ¡qué hermosa es! Por intentarlo que no quede.


Habría que empezar por la fecha, 1953. Es el año de Viaggio in Italia, el año de Un verano con Mónica. Rossellini y Bergman rodaban sendos filmes que amojonaban los caminos de la modernidad cinematográfica, filmes rodados fuera de los estudios, fuera de los cánones, filmes que convertían el apunte, la improvisación y lo inacabado en la forma movediza de la encrucijada de la ficción y el documento, y la libertad de tono como síntoma de la reinvención del cine. 1953 también es el año de Madame de..., una pieza de orfebrería cinematográfica, una película en la que Max Ophüls realiza un ejercicio de soberana perfección; si la forma fílmica alcanzó alguna vez la sublime excelencia, Madame de... representa una prueba convincente. Cuando el cine rompía las costuras de la forma clásica, Ophüls proclama una radical profesión de fe en la forma hasta las fronteras del delirio y en Madame de... cuaja su credo. Su testimonio de amor al cine. Un amor que se encarna en Ingrid Bergman -en Viaggio in Italia-, en Harriet Andersson -en Un verano con Mónica- y en Danielle Darrieux, en Madame de...


Pero una profesión de fe tan delirante en la forma no puede sino acabar por subvertirla, hasta el punto de trasfigurar el cine en una danza interminable de la mirada, en una huella fílmica de una levedad... casi insoportable. Porque lo que nos revela produce vértigo. Tal es la belleza que destilan sus últimas películas: La ronda (1950), Le plaisir (1952), Lola Montes (1955). Y Madame de... Una belleza que sólo es posible en el cine. En la pantalla. Como una piel de luz y sombra para embalsamar la forma de un mundo perdido, que sólo cobra vida en la visión de Max Ophüls sobre 1900 -no es casual que recurra a textos de Zweig (Carta de una desconocida) o Schnitzler (La ronda) como inspiración-, una fecha que cifra el mundo imaginario de un cineasta único. Al fin y al cabo, 'vivir en 1900' propiciaba un ejercicio de abstracción a la hora de conjugar los sentimientos desatados en un mundo ya desaparecido.

Max Ophüls y Danielle Darrieux
en el rodaje de
Madame de...

Cuentan que Ophüls nunca les explicaba a sus colaboradores lo que quería, sino que los sumergía en la atmósfera que irradiaba su visión, una mirada en la que latía su corazón. Esa era su forma de concebir el cine, porque la cámara existe para crear un arte nuevo, para mostrar lo que no puede ser visto de otro modo, ni en el teatro ni en la vida real. Descubría lo que iba a hacer trabajando en el decorado, por eso en cuanto llegaba al plató lo vaciaba de técnicos y se quedaba a solas con sus actores en el aquel de dar vida a los personajes. No permitía que nadie asistiera a los ensayos. Luego, llamaba a los jefes de los departamentos técnicos y trazaban la realización de la escena. Se colocaban las luces, los travellings, la grúa de sus planos larguísimos, y se rodaba tras dos o tres horas de preparación. Sus colaboradores lo recuerdan como un seductor que sabía enredarlos y, a la vez, como un tirano.

Con las actrices se mostraba encantador, con una pizca de refinada crueldad. Ophüls creó una relación privilegiada con su actriz favorita, Danielle Darrieux, era palpable la complicidad y la admiración recíproca. La Darrieux confesó que se sentía perdida cuando murió Ophüls, no se imaginaba rodar sin él, y, cuando rodaba con otros directores que no le exigían lo suficiente, imaginaba qué le hubiera dicho Ophüls, y a veces le sirvió. Y la voz se le quiebra al evocar lo que una vez le había dicho: Usted tiene tal sentido cómico que siempre debería interpretar papeles dramáticos. "Muy Ophüls", añade apenas Danielle Darrieux. Y en esa observación del cineasta sobre la actriz cabe encontrar una de las claves de interpretación de la protagonista de Madame de...


Madame de... conjuga, como tantas películas de Ophüls, azar y fatalidad, los juegos de sociedad y el vértigo de la pasión, el salto al vacío y el vacío de la existencia. Y articula, desde la primera escena, el punto de vista del cineasta enhebrado con el de la protagonista, Louise (Danielle Darrieux), mientras recorre -en un plano en movimiento que transita entre lo subjetivo y lo casi subjetivo- ropas, joyas y objetos de tocador, mientras la voz interior nos revela, al tiempo que sus dedos, las dudas que la asaltan a la hora de decidirse sobre qué vender para librarse de las deudas que la acosan, Y se decide por unos pendientes, el regalo de boda de su marido, el general André (Charles Boyer), que, obviamente, no debe enterarse.


Los pendientes circulan por la película -de París a Constantinopla y de vuelta a París vía Basilea, y en París las ideas y vueltas sucesivas entre el domicilio del matrimonio de Louise y André, y la joyería-y su itinerario acaba por representar el laberinto emocional -objeto a hipotecar, amuleto amoroso, instrumento de cruel humillación, ofrenda de una plegaria- en que se convierte el corazón de Louise tras el encuentro con Fabrizio (Vittorio De Sica) en la estación de Basilea. Una escena que desvela el estilo de un cineasta y presagia la pasión (un amor-pasión stendhaliano) que se desencadena en una encrucijada de miradas en las que anida el deseo. A Ophüls le bastan cuatro planos:

1) Plano corto en movimiento de Frabrizio, en la aduana, que contempla a Louise cuando llega y pasa por delante; la mujer advierte la mirada y mira fugazmente a Fabrizio mientras se dirige al guardia con el pasaporte.

2) Plano corto fijo de Louise que mira a Fabrizio mientras el guardia revisa el pasaporte. Una mirada entregada a la nuestra, que nos convoca, que nos arrastra a la encrucijada.

3) Plano fijo semisubjetivo -con la cámara a la espalda de Louise- sobre Fabrizio que sigue contemplando a la mujer.

4) Plano en movimiento mientras Louise pasa al andén y Fabrizio trata de seguirla, el guardia se lo impide, tiene que recuperar el pasaporte que dejó en la aduana: Louise a la izquierda tras el ventanal que la sobre-encuadra (o la re-enmarca) sigue mirando a Fabrizio, a la derecha, también sobre-encuadrado, en la puerta; cuando él se hace con el pasaporte y consigue pasar al andén, ocupa el lugar de Louise al otro lado del ventanal, pero ella se ha marchado.

En definitiva, sobre-encuadres que atrapan nuestra mirada, porque en una película de Ophüls miramos donde quiere que miremos y miramos donde nos lleve el corazón de sus protagonistas, o lo que es lo mismo, donde nos lleve el corazón de la película, de Madame de... Si tuviéramos que definir lo que acabamos de ver en la escena de la estación de Basilea, diríamos que Fabrizio y Louise, y la cámara (o sea, Ophüls), no han dejado de moverse uno en torno a otro, no cesan de girar ocupando uno el lugar -de la mirada- del otro, estamos asistiendo desde el primer encuentro a una danza -in crescendo- al compás de la pasión. En el segundo encuentro, cuando chocan los respectivos carruajes, los saltos de eje en el plano-contraplano a través de la ventanilla del carruaje de Louise subrayan el efecto de baile amoroso. Y cristaliza en el vals infinito que los reúne en un abrazo durante su tercer encuentro, donde los movimientos de cámara de Ophüls encadena y sutura las elipsis de días y días de danza sin fin de Louise y Frabrizio en brazos del amor. El tiempo se suspende y la cámara deviene herramienta de escritura del destino, el círculo que dibuja el tiovivo de la vida: el azar de los vericuetos existenciales y el destino que Louise trata de leer en las cartas. Los amantes acaban cautivos de los designios de la música de Oscar Straus. Ophüls anotaba en los guiones el tempo de cada escena, como si de una partitura musical se tratara. Una composición sobre el amor como fatalidad. Un movimiento musical, el del último baile de Louise y Frabrizio -un largo y maravilloso plano cargado de tensión para nuestra mirada-, donde ella luce feliz sus pendientes -cifra de la pasión-, es interrumpido por otro movimiento del mayordomo que interrumpe a -y rompe el abrazo de- los amantes, porque el general reclama la presencia de Fabrizio. El juego social -la frivolidad como máscara del vacío existencial- exige cancelar el arrebato y pretende embridar el vértigo del deseo.


Las notas realistas a pie de página de la historia como representación, que encierra en su núcleo la pasión amorosa que irradia y amenaza con trastornarla, corre a cargo de los efectos cómicos de los soldados de guardia o de aquel músico que ya está harto del baile interminable de la pareja de amantes que le hace tocar horas extras por la cara. Entre los juegos frívolos de sociedad y la pasión trágica, la forma de Ophüls aúna en cada plano sostenido narración y reflexión, pensamiento y puesta en escena, barroquismo y esencialidad. Seguir a los personajes medio ocultos tras algún elemento del decorado le permitía captar el detalle preciso y elocuente, la presencia evocadora, la sinécdoque conmovedora; ocultar para ver mejor, para ver más, más hondo, bajo las máscaras, porque no hay nada más profundo que una superficie -un rostro, un cuerpo, un objeto- auscultada por -la cámara de- Ophüls.


Espacios sobrecargados de un exaltado rococó en los que espejos, marcos, ventanas, escaleras, pasillos y puertas sobre-encuadran a los personajes, dotan a sus gestos de una dimensión simbólica y polarizan nuestra mirada. La cámara estiliza el relato mediante un movimiento coreográfico que cobra una inusitada levedad. Rimas, correspondencias y armonías tensan hasta el desgarro la superficie tersa en la que se desliza la deriva trágica de la pasión amorosa de Louise, en la que el círculo del vals se va estrechando hasta convertirse en una espiral en la que los protagonistas -incluiremos también a Frabrizio y André- se precipitan en un vértigo obsesivo. Como en el universo de Zweig y de Schnitzler, en las películas de Ophüls el amor siempre se encuentra a la vuelta de la esquina con la muerte. Por eso, cuando André advierte el arrebato amoroso de Louise, va cerrando las ventanas, para defenderla del "enemigo" y evitar que salte al vacío -otra figura de estilo del cineasta- presa del vértigo, y nos deja fuera, porque también nuestra mirada es deseada por Louise en el marco de la representación. Madame de... no cesa de mostrar a los amantes prisioneros de la pasión, prisioneros del baile, prisioneros del encuadre, y aun del sobre-encuadre. Y cuando Louise y Fabrizio se encuentran tras una larga separación en un carruaje, Ophüls nos los muestra encerrados en una cárcel del amor, con ella recitando su letanía -No le quiero, no le quiero, no le quiero...- y poniéndose los pendientes: basta un plano para proclamar el delirio que los consume.


Resulta admirable la sutileza con que Ophüls guía nuestra mirada -arrobada- desde el coqueteo frívolo hasta los abismos de la tragedia, a través de delicadas variaciones tonales que revelan la transfiguración de Louise, una mujer que se inmola por amor. Cada movimiento de cámara revela un movimiento del alma. La puesta en escena desvela los sentimientos más secretos de los personajes, como cuando André insiste en descubrir la ventana y que entre esa luz que hiere a Louise en su agonía. Un resplandor de fin de un mundo como último círculo de un infierno sentimental. Ése que precede al duelo -como salto al vacío sancionado por las convenciones sociales- entre Fabrizio y André, y al intento desesperado de Louise por evitarlo, ese calvario colina arriba... André dispara sobre Fabrizio, pero por un deslumbrante efecto de montaje pareciera que es Louise quien cae abatida. Y así es.

Cómo extrañarse entonces de que Tag Gallagher -y no sólo él- contemple Madame de... a la luz de Stendhal que hablaba del amor-pasión como el milagro de la civilización, la única danza que redimía el baile de máscaras.


Poco antes de rodar Lola Montes, su última película, Max Ophüls escribió un texto a propósito del guión, se publicó en el nº 81 de Cahiers du cinéma, en marzo de de 1958, y Cahiers-España de diciempre acaba de recuperar.




Aquí os lo dejo, vale la pena:


Los infortunios de un guión

MAX OPHÜLS

He tenido ocasión de verlo en casas de gente del cine, encuadernado en cuero y con el canto dorado.

Me parece bastante prematuro. Tiene todavía una existencia incierta, como puede verse en su nombre. En francés, se llama decoupage, en inglés screenplay, es decir juego para la pantalla. Hay, por tanto, una idea de inacabamiento. Un poema de amor es un poema de amor. Una novela forma un todo acabado. Una obra de teatro se puede representar mañana con tal de que esté impresa: no hay más que interpretarla. Pero un guión trata de fijar por adelantado lo que no está terminado, un universo de presentimientos, presentimientos de imágenes, de movimientos, de palabras, de juegos de escena, de sonidos, de ritmos, de cam¬bios. Ahora bien,en principio estos sólo viven en el corazón y en la mente de un cineasta, como algo inflexible, irracional, alegre, doloroso, caprichoso. Y este cineasta sólo podrá revelarlos y darles cuerpo cuando se conviertan en una tira de celuloide. Durante semanas y meses, el cineasta pasea esta visión, que ha soñado y sobre

la que trabaja, por oficinas y máquinas de escribir, hasta los nervios de sus actores. La arrastra a través de mesas de montaje y de laboratorios, hasta que llega a los cines para el estreno. Antes de este momento, el guión sólo es una partitura de su imaginación. En cada página y en cada plano intenta, al compás de los latidos de su corazón, dar indicaciones a los que se encargan de ayudarle para transformarlos en celuloide. El guión quiere, de manera cerrada pero discreta, ser una fórmula para la interpretación y el sueño de los actores, del ingeniero de sonido, del cámara, del decorador, del encargado de vestuario, del montador, del compositor, un indicador para el director de fotografía y para los ayudantes y, además, un recordatorio para el director, para que no olvide lo que tenía intención de hacer, lo que había imaginado, antes de que la implacable planificación de la industria exija demasiadas precisiones técnicas.

- "¿Dónde está mi guión?
- "¡El guión!... ¡El guión!" Los ecos resue¬nan a través del tumulto del estudio.
- "Tampoco está en el garaje, pero quizá sea mejor que lo hayas perdido", me decía mi mujer por teléfono. "O lo tienes en la cabeza, o bien vas a imaginar algo nuevo".

Una vez pasado ese momento, encontramos en las películas ciertos instantes que parecen más espontáneos, porque responden a párrafos no previstos por el presupuesto. Y es así. El guión debe estar ahí para después olvidarlo. Por eso no hay que tomárselo más en serio que a un corsé. Y a los corseteros (los dia-loguistas, los guionistas) más les val¬dría saber en qué consiste su oficio. Ya es grave, cuando llevamos a un poeta a la pantalla, que le cosamos un guión demasiado ajustado o demasiado flojo. Y más grave aún es cuando esos cineastas encuadernados en cuero retocan al poeta para que se adapte al corsé.

- "Maupassant, demasiado corto: hay que
alargarlo".
- "Thomas Mann, demasiado largo: hay que acortarlo".
- "Musset, demasiado fino: hay que espe¬sarlo".
- "Zuckmayer, demasiado espeso: hay que afinarlo".

No. Creo que él debería mostrarse lo más humilde posible ante los medios de expresión dramáticos y épicos que existían desde mucho antes que él. Podría servirles de intérprete, si los escuchara con una actitud de respeto. El cine es todavía un medio de expresión demasiado joven.

Recuerdo una vez en la que el vicepresidente de un club del automóvil dijo en un banquete: "Señores y señoras, les pido que no seamos demasiado arrogantes, porque, imaginen que se hubiera inventado el coche antes que el tren. Entonces un amigo vendría y les diría: Escucha, hay algo nuevo, maravilloso. Ya no te harán falta ni la gasolina ni los planos de carreteras, te instalas junto a tu ventanilla, compras tu billete, te vas, te metes en una cama que está en una pequeña habitación rodante. Duermes. Por la mañana llegas en plena forma. Incluso puedes lavarte. No has tenido que tocar el volante. Permaneces en tierra. Ni siquiera tienes que volar."
Este vicepresidente era vienes.

A pesar de esto, incluso los cineastas vie-neses necesitan un guión. La necesidad de saber cómo será una película antes de que esté hecha es internacional. Se tiene miedo. Rodar es muy caro. Nos gustaría ver negro sobre blanco, sobre el papel, lo que será un día blanco y negro sobre la pantalla. Por eso hay tanta gente que quiere tener algo que decir sobre un guión. Las estrellas por su prestigio, porque creen que pueden permitírselo; los distribuidores porque creen que deben hacerlo; el productor porque cree que es de su incumbencia.

Es comprensible, pero eso no cambia el hecho de que un guión sólo debería respirar el aire de la imaginación e, incluso si todos los financieros del mundo, ansiosos o enérgicos, a corto o a largo plazo, querrían saber qué aire podrían comprarse con todo el dinero que tiran al aire, el aire será siempre aire y la imaginación, imaginación.

El guión debe vigilar para que esta imaginación no se deje intimidar por explicaciones y definiciones técnicas y no se pierda. Por ejemplo: el rey está en sus aposentos, echado en el suelo (¡original historia!). Es de noche, lee Hamlet.

Y ahora, cómo se presenta el desglose técnico: "Hoja". En medio de la página, en mayúsculas: "Palacete". Una línea más abajo, en mayúsculas: "Gabinete, por la tarde. Invierno". Lado derecho de la página: "A lo lejos, música, leitmotiv". Lado izquierdo: "n° 231, 232 (plano medio, travelling lento de arriba abajo, pequeña grúa)".

"Bajo la ventana (fuera, luz de luna, nieve sobre los tejados de las casas de enfrente) descansa, en el desorden del gabinete (una mesa de té a medio servir, el abrigo del rey sobre una silla, etc.) el rey (con el reflejo del fuego de la chimenea) está leyendo.

"N° 233. Primer plano. El libro. N° 234. Primer plano: la página con el título: Hamlet."

Es preciso y técnicamente irreprochable. Sólo que, con todo el trabajo que lleva anotar el más mínimo detalle, ya ni siquiera se sabe si está bien que el rey lea Hamlet. Quizá debería leer otra cosa, o quizá incluso, no leer nada.

Por avión
París; noviembre, 1954

"Querido amigo,

Hemos recibido su guión y nos com¬place hacerle saber que nuestro Director General, M.R., se lo ha llevado este fin de semana para leerlo en el avión París-Lon-dres y tomar notas. Después, el lunes, en París, tendrá lugar una reunión con todos los responsables. El Señor Director S. lle¬gará especialmente desde Viena. El Señor Director T., vendrá ex profeso de Lau-sana. El Señor Director U., permanecerá aquí para asistir. Después, intentaremos encontrarnos:!0, para ver cómo se podría mejorar el script; 2°, para decidir si, en definitiva, vamos a hacer la película. Reciba, Señor, nuestros saludos... etc".

Ilegible

Max Ophüls.

© Cahiers du cinema, n° 81. Marzo, 1958 Traducción: Natalia Ruíz

13/4/09

Galitzia

Una de las más bellas historias que me contaron durante la infancia fue la historia de Moisés. El mismo, el que separó las aguas del mar Rojo y guió a los israelitas hacia la Tierra Prometida. El que su madre depósito en una cesta de juncos y empujó río abajo por las corrientes del Nilo, el de las doce plagas de Egipto y el de los Diez Mandamientos. Hay que admitir que como historia no está nada mal. Pero hoy os contaré la historia de otro Moisés.


Joseph Roth


De Moses Joseph Roth concretamente. Un gallego. No de Galicia, sino de Galitzia, donde a finales del siglo XIX, cuando nació nuestro Moisés, confinaba el imperio austrohúngaro con el ruso. Galitzia, como Galicia, era tierra de frontera. Ahora las tierras de Galitzia se reparten entre Polonia y Ucrania. En aquellos tiempos los dos tercios de la población eran judíos. Como Moisés, sobra decir. Como Bruno Schulz, el autor de Las tiendas de canela, que además fue maestro y pintor, y lo mató un oficial nazi el 19 de noviembre de 1942 de un tiro en la cabeza cuando acababa de pintar un mural. Como Soma Morgenstern que redactó durante su exilio neoyorquino su infancia gallega en Años de juventud en Galitzia oriental. Como Andrzej Kusniewicz. Todos ellos escritores judíos de Galitzia.

En cuanto Moses Joseph Roth se vio en Viena se olvidó del Moisés y se quedó para siempre en Joseph Roth. Y no tuvo otro oficio en su vida que el de escritor. Sólo fue escritor pero escribió de todo, lo grande y lo pequeño; crónicas, reportajes, relatos, novelas, y muchas cartas. Y en todo lo que escribió fue todo un escritor.

Después de la Primera Guerra Mundial en la que participó, aunque no hay que creerle demasiado las historias fantásticas que contó a propósito de su experiencia bélica, se trasladó a Berlín y se casó con Friederiche Reichler, una mujer judía de Galitzia. Durante los años veinte se convirtió en el periodista mejor pagado de Alemania. Si en Viena admiraba el imperio austrohúngaro, en Berlín se convirtió en un bolchevique. Un rojo, vamos.


Joseph Roth


En 1925 lo destinaron como corresponsal en París y se enamoró de la ciudad y de las francesas. Incluso fantaseó con la idea de convertirse en francés. Pero apenas si estuvo un año en París. En 1926 lo enviaron a Rusia para que contara cómo se vivía en el país que había experimentado la primera revolución socialista de la Historia. Merece la pena leer sus crónicas enviadas al Frankfurter Zeitung desde el 21 de septiembre de 1926 hasta el 19 de enero de 1928, dieciocho piezas que retratan la cotidianidad de la sociedad soviética a través de la situación de las mujeres, la juventud, la educación, los judíos, el cine, las ciudades, las aldeas… En la Rusia actual, por desgracia, hay que cultivar la mediocridad. Se evitan las cumbres, se construyen amplias calles marciales. Hay una movilización total. Un marxista fiable es más valioso que un intrépido revolucionario, escribe en la crónica del 23 de noviembre de 1926. En los apuntes del diario de Roth durante el viaje a Rusia anota: Si escribiera un libro sobre Rusia, éste tendría que describir una Revolución ya apagada, una llama que se consume, restos de brasas y mucho fuego artificial. No es de extrañar que su Viaje a Rusia represente la historia de una decepción. Pero también una exploración personal. Mientras patea la patria de los bolcheviques, Roth se descubre a sí mismo, el apátrida irredento que lleva dentro. Tampoco puede extrañar que tras el viaje a Rusia dejara de ser bolchevique. Vale la pena añadir que Viaje a Rusia, editado por Minúscula, es una lección de periodismo, o mejor, constituye una muestra del mejor periodismo porque es, antes que nada, una muestra de la mejor literatura. Es la prosa tersa y tan fácil de Roth -la gracia de la escritura-, porque cuando se trataba de escribir Roth sólo podía escribir en estado de gracia.



Escribía casi siempre. Y cuando no escribía, bebía. Porque si Roth no pudo tener más oficio que el de escritor, a la hora de vivir, no pudo ser otra cosa que un alcohólico. Por lo visto, no leía más que periódicos y solía citar aquello de Karl Krauss: Un escritor que se pasa el tiempo leyendo a otros (autores) es como un camarero que se pasa el tiempo comiendo. En 1929 su mujer debe ingresar en un manicomio con un diagnóstico de esquizofrenia. Cuando llegan los nazis al poder, los libros de Roth –La marcha Radetzky, Job (el libro que tuvo más éxito, el favorito de Marlene Dietrich), Fuga sin fin, Hotel Savoy- arden en las hogueras y desaparecen de las librerías en Alemania.


Joseph Roth


Se exilia a su amado París . Continúa escribiendo en las mesas de los cafés. Y bebiendo. Escribe por ejemplo un relato magnífico y atroz, El triunfo de la belleza, como si mojara la pluma en el veneno de la misoginia para mostrarnos a un hombre que detesta a las mujeres y que nos previene con una historia ejemplar. Estupendamente traducida, como siempre, por Berta Vias Mahou en El Acantilado.


Joseph Roth en el Café Le Tournon
de París en 1938


Muere en pleno delirium tremens en mayo de 1939. Deja una última obra, La leyenda del santo bebedor, su novela póstuma, que Ermanno Olmi llevará al cine en 1988. Cuentan que al entierro acudieron comunistas, monárquicos, judíos y católicos; al fin y al cabo, todo eso fue Joseph Roth. Su familia desapareció en los campos de concentración y su mujer fue asesinada por los nazis en aplicación de las leyes eugenésicas.



Las Cartas (1911-1939) de Joseph Roth, en particular la correspondencia con Stefan Zweig iluminan la intimidad de dos escritores que representan dos mojones esenciales de ese peregrinaje cada vez más incierto de lo que un día no tan lejano fue la cultura europea, la gran literatura europea de entreguerras del pasado siglo.


Zweig y Roth en París, 1936


Pertenezco a la desventurada generación que naufragó en el diluvio de la historia universal, en el que sólo algunos salvaron su vida, pero no salieron, en ningún caso, indemnes
. Son palabras de Soma Morgenstern en su libro Huida y fin de Joseph Roth donde reconstruye la amistad con el autor de Fuga sin fin. Joseph Roth fue el primero de esos desventurados náufragos. Un campeón de la desdicha. Y un gran escritor. Y eso es lo que nos queda de un judío de Galitzia.


Tumba de Joseph Roth en el cementerio de Thiais,
al sur de París


13/3/09

El librero del café Gluck


Este libro tiene apenas cincuenta páginas y representa poco más de una hora de lectura. Puede llevarse en un bolsillo, y es tan leve que apenas se entera uno. Incluso en un bolso, aun en un bolso pequeño. Y llevamos una obra maestra, un cristal perfectamente tallado a través del que adentrarnos en toda una vida, un transporte puro hacia un mundo que fue ayer mismo. Un mundo rescatado gracias a las formas vivísimas de la mejor literatura.

Es recomendable leer este librito en medio de un paseo, en un transporte público, en una estación. Le conviene el trasiego de la vida alrededor, el ruido de las máquinas tragaperras, un cierto alboroto o la cháchara aledaña. En un café sería perfecto. Cuesta algo más que una entrada de cine, pero es tan bueno como la mejor película y dura más o menos lo mismo. O sea dura mucho tiempo, tanto como la recordamos, tanto poso nos deja.

Ah, ya se me olvidaba, no se os ocurra leer la contraportada. ¿Cómo pueden redactarse sinopsis completas de lo que debemos descubrir durante la lectura? ¿Cómo pueden ser tan irresponsables a la hora de arrebatar uno de los placeres del libro? ¿Es que nunca han leído Cien cartas a un desconocido de Roberto Calasso para aprender a redactar solapas y/o contraportadas sugerentes y acogedoras? Lo dicho, ignorad cualquier tentación de leer la contraportada de Mendel el de los libros, y en los tiempos que corren cualquier contraportada de cualquier libro de ficción literaria.


Stefan Zweig

Stefan Zweig es un gran escritor. Es decir, un tipo que escribe muy bien. Un escritor que escribió de maravilla cuentos, por ejemplo el que nos trae aquí, novelas, La impaciencia del corazón pongamos por caso, biografías –Balzac-, crónicas –Momentos estelares de la humanidad- y unas memorias, El mundo de ayer, de gozosa lectura. En su tiempo y a mediados del siglo, Zweig era un escritor muy popular, y además tuvo la suerte de que una de sus novelas, Carta de una desconocida fuera llevada al cine por un director de la categoría de Max Ophüls en 1948. Cuando yo era un adolescente, sus libros se podían encontrar en cualquier librería, quiosco, incluso papelería, en la colección Reno. Ahora ha sido recuperado, y en las mejores condiciones, por Acantilado. Zweig se suicidó en compañía de su esposa el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis (Brasil) tras huir de la persecución nazi, incapaz de soportar la catástrofe de la cultura europea que había evocado, en tono ya elegíaco, en sus memorias.


Stefan Zweig y su esposa

Mendel el de los libros, que Zweig escribió en 1929, ha sido traducido por Berta Vias Mahou, y su castellano suena que da gusto. O sea, podemos leer una obra maestra de la mano de una gran traductora.

…me basta el más fugaz asidero, una postal, los trazos de una caligrafía en el sobre de una carta, una hoja de periódico amarilla por el tiempo, y enseguida lo olvidado, como el pez en el anzuelo, resurge de un brinco de la fluida y oscura superficie, vivo y coleando.



La memoria se erige en fundadora de este relato sobre un librero de viejo. La poderosa y frágil memoria. La fuerza de evocación memoriosa de Zweig arranca del yacimiento del olvido a ese titán de la memoria, el personaje que nos convoca esta hermosa y triste historia (tan triste y hermosa como la inolvidable obra de Helen Hanff, 84 Charing Cross Road), aquel judío de Galitzia llamado Jacob Mendel:

Tras aquella frente calcárea, sucia, cubierta de un musgo gris, cada nombre y cada título que se hubieran impreso alguna vez sobre la cubierta de un libro se encontraban, formando parte de una imperceptible comunidad de fantasmas, como acuñados en acero. De cualquier obra que hubiera aparecido lo mismo hace dos días que doscientos años conocía de un golpe el lugar de publicación, el editor, el precio, nuevo o de anticuario.

En otro librito de Acantilado, ¿Para qué sirve la literatura?, escribe Antoine Compagnon que la literatura nos enseña a sentir mejor, nos hace ver, respirar y tocar las incertidumbres, las indecisiones, las complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales los discursos del conocimiento se pierden, y además mediante una experiencia, la lectura, en las que, a diferencia del cine por ejemplo, somos dueños absolutos del tiempo y de la imaginación. En fin, todas esas razones avalan también esta pequeña gran obra, Mendel el de los libros. Y una más: la literatura ampara la fragilidad del mundo, la de nuestra propia experiencia, nuestra precariedad.

¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?

No diré más, sólo os invito a que Zweig os acompañe por los caminos de la memoria hasta el librero del café Gluck en Viena.