Aprovechamos unos días en Madrid para ir al cine. Llevábamos medio año sin pisar una sala y ya teníamos mono: un cine cómodo, buena proyección, versión original, pocos espectadores (una pena, pero... qué bien). Vimos tres películas: Stoker de Park Chan-wook (poco más que una golosina audiovisual; lo peor, que pretenda envolverla con un tributo a Hitchcock escena por escena, cuando sólo le llega a la suela zapato del maestro en un par de planos, como aquél en que Mia Wasikowska afila un lápiz ensangrentado, o en el uso avieso de la memoria de Psicosis de la escena de la ducha), Barbara de Christian Petzold (se agradece la distancia justa y la rima de un viento nada realista en las escena de la protagonista en bicicleta en un camino con una cortina arbolada; una pena que juegue la baza de un dilema que no es tal, con tan previsible resolución) y On the Road de Walter Salles (poquita cosa; una mirada muy superficial, un barniz beatnik, sobre Kerouac, lástima que Coppola se limite sólo a la producción después de haber incubado ese proyecto para sí mismo tantos años: o quizá no hiciera falta, quizá nos basta Carretera asfaltada en dos direcciones, donde Monte Hellman filtra a Kerouac con el cedazo de Beckett). En fin, nada memorable. Lo mejor fue volver al cine, el refugio del cine, la noche del cine, el útero del cine. Del poco cine en el cine se cura uno con más cine -y gran cine (no necesariamente con más películas)-, aunque no sea en el cine. Y en eso anda uno en una cura de cine. El cine de Carta de una desconocida, pongamos por caso.
Hay dos cineastas que he (re)descubierto en este finisterre y han devenido imprescindibles (en este siglo), y algunas de sus películas, películas de mi vida: Max Ophüls (Madame de..., Le plaisir, Lola Montes) y Jacques Becker (Casque d'or, Le trou). Becker admiraba a Ophüls y Ophüls veía en Becker, si no a un heredero, a un cineasta de su cuerda romántica, hermanados por los elegantes acordes melancólicos en la puesta en escena, que velaban una mirada sombría y quizá un poso de decepción por el relativo -o no tan relativo- desdén del público (y la industria) por su cine, por su arte. (También me receté Touchez pas au grisbi de Becker para esta cura de cine.) Y el último (re)descubrimiento de Ophüls llegó con Carta de una desconocida, una película que me había gustado pero no maravillado como estos días, hasta el punto de resultarme casi inverosímil que sólo la hubiera visto como una buena película sin reparar en el gran cine que cobija. En realidad, no había mirado hasta ahora Carta de una desconocida. (Y mira que nuestro hijo nos la había palabreado con admiración desde hace años, y más de una vez evocó la escena del tren de feria que tanto le gusta.) Hay que ver, quizá andaba uno más necesitado de una cura de lo que imaginaba. Una cura para el mirar. (Verla solo. Y verla con Ángeles. Sobre todo verla con Ángeles, así cura más Carta de una desconocida.)
Hollywood ninguneó a Max Ophüls. Unas veces le cerró la puerta en las narices. Lo desdeñó otras tantas. Mayormente lo ignoró. Así durante cinco años. Es cierto, no llevaba ningún gran éxito a cuestas, pero sí una gran película como Liebelei (1933), que aquí se tituló Amoríos. Llegó exiliado en 1941 y hasta el verano de 1946 no pudo ponerse tras una cámara. Y eso gracias a Preston Sturges que se lo recomendó a Howard Hughes para dirigir Vendetta, una adaptación de Colomba de Merimée, como un vehículo para Faith Domergue, una actriz protegida del magnate; a la semana de rodaje Hughes se queja de la lentitud de Ophüls y de la forma en que dirige a su chica (no le debía hacer suficientes primeros planos), y obliga a Preston Sturges -en funciones de productor- a despedirlo. Aquello acabó como el rosario de la aurora y la película se estrenó en 1950 después de pasar por varios directores, el último el actor Mel Ferrer. (La venganza de Ophüls se va a servir fría y usando las armas del cine: esperará a rodar Caught, un film noir estrenado en 1949, para destilar su vendetta contra Hughes, a través del personaje encarnado por Robert Ryan. Pero esa es otra historia.) Entonces le echó una mano otro europeo, Robert Siodmak, un colega de los tiempos de Berlín, su película Forajidos (The Killers, su título original como el cuento de Hemingway en que se basa) se estrenó a finales de agosto de 1946, era todo un éxito y tenia mano en la Universal, asi que recomendó a Ophüls para dirigir The Exile -aquí La conquista de un reino-, una película de y para Douglas Fairbanks Jr.
Por una parte, Ophüls se moría por trabajar pero por otra había salido escaldado de la experiencia con Hughes. La guerra en Europa había acabado y quizá llegaba el momento de volver, después de su penoso periplo americano. Pero Siodmak despejó sus dudas: "Si quieres volver a Europa y encontrar trabajo, tienes que hacer por lo menos una película en Hollywood; si no, nadie va a confiar en ti". Ophüls y Fairbanks trabajaron juntos en el guión, veían las películas del padre del actor y se hicieron amigos. Rodando The Exile, donde disfrutó de una cierta libertad, a Ophüls le empezó a gustar el trabajo en la industria del cine americano. No tenía prejuicios contra Hollywood -les contó el cineasta a Rivette y Truffaut, que lo entrevistaban para Cahiers en 1957, poco antes de morir-, pero cuando no trabajas no puedes amar la ciudad o el país donde vives. Cuando se trabaja, y con gente que ama ese trabajo, sea cual sea la ciudad, Roma, Hollywood, Berlín o París, entonces es maravilloso. Y una de esas tardes, durante la proyección de lo rodado (los rushes), le hablaron de otro proyecto que se preparaba en el estudio: Carta de una desconocida, una adaptación del relato de Stefan Zweig.
La idea de llevar a la pantalla Carta de una desconocida fue cosa de Joan Fontaine -la protagonista de Rebeca y Sospecha de Hitchcock- y desarrolló el proyecto con su marido, William Dozier, vicepresidente de la Universal, a través de Rampart, la productora que habían formado juntos (para promover películas a la medida de la actriz). Le encargaron el guión a Howard Koch, el guionista de emisión radiofónica de La guerra de los mundos de Welles (con el Mercury Theatre), La carta de Wyler, y uno de los guionistas de El sargento York de Hawks y Casablanca de Curtiz. Y fue el propio Koch, el primer amigo que hizo Ophüls en Hollywood, quien sugirió al cineasta como el director ideal para la película. John Houseman (el socio de Welles en el Mercury Theatre), como productor de Carta de una desconocida, apoyó la recomendación de Koch. Pero no bastaba con la anuencia de Joan Fontaine y William Dozier, había que conseguir el visto bueno del jefazo de la Universal, William Goetz. Ophüls contó en aquella entrevista cómo buscó la manera de coincidir con el mandamás en el baño turco del estudio y poder charlar tranquilamente y sin interrupciones telefónicas; y así, en cueros ambos, sudando la gota gorda, el cineasta le comió el tarro haciéndole ver que no había otro director en el mundo que pudiera hacer una película a la altura de la nouvelle de Zweig... hasta que el patrón, quién sabe si derretido por la calorina o por el fervor de Ophüls cabeceó conforme. "¿Por qué no?"
Y, entonces sí, Ophüls tomó en sus manos Carta de una desconocida, reescribiendo el guión con Howard Koch, aunque seguramente Houseman participó en la reescritura o, como mínimo, la amparó. Y la obra de Zweig empezó a cobrar la forma de una obra de Ophüls. De buen principio digamos que no comparto la opinión de quienes prefieren una a otra; Carta de una desconocida me parece una inspirada adaptación de una inspirada nouvelle; ambas, muestras perfectas de cómo las formas -de la literatura, del cine- pueden transfigurar un argumento, si no banal, sí sobado, en una pieza sublime; o mejor, de cómo -en literatura, en cine... en arte- sólo las formas cuentan. Apuntamos algunas de las transformaciones introducidas en el guión respecto a la nouvelle, más allá de la cronología (lo que acontece en Viena hacia 1900 en la película, sucede un par de décadas después en el libro, en los años de la gripe española):
- un músico, Stefan (encarnado por Louis Jourdan) como destinatario de la carta en lugar del escritor (R. en la obra de Zweig), un cambio cantado, no sólo por la virtualidad fílmica de la música sino por la concepción del melodrama según Ophüls, donde la música respira por una herida abierta en el curso del tiempo;
- el músico recibe la carta un día significativo, cuando debe batirse en duelo pero decide poner tierra de por medio (el honor es un lujo que sólo un caballero se puede permitir), mientras que en la nouvelle la carta llega a las manos del escritor un día cualquiera;
- la lectura de la carta deviene una revelación para el músico (que experimenta una transformación) y un abismo -un agujero negro- para el escritor (...fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía);
- en la nouvelle, la protagonista es consciente desde muy pronto de que sólo será una más para el escritor, sin embargo en la película es algo que (como veremos) nos muestra la puesta en escena, o sea, nosotros somos conscientes de su condición fatal (de su amour fou) antes que ella, reforzando así el sentimiento trágico del momento en que Lisa (en la película; no tiene nombre en la obra de Zweig, es la desconocida) cobra conciencia de que Stefan no sólo no la reconoce, sino que nunca reconocerá en ella -en Lisa, siempre Lisa, la misma Lisa (siempre Joan Fontaine, la misma Joan Fontaine), proyectada en el tiempo por la memoria- a la niña embelesada, a la joven enamorada, a la mujer perdida de amor que sólo vive para él;
- en la película ella acaba casándose con un militar para garantizarle un futuro a su hijo, mientras que en el relato de Zweig (y por la misma razón) se convierte en una cortesana;
- el criado del músico, encarnado en la película por Art Smith (el agente de Bogart en In a Lonely Place de Nicholas Ray) -un actor víctima de la caza de brujas a partir de 1952-, a diferencia del libro, es mudo, y (como en el libro) él sí reconoce a Lisa, él la ha guardado en la memoria, de alguna forma son almas gemelas, tan silencioso, tan callado, como el corazón de Lisa, que sólo se descargará a base de palabras en la carta;
- y una escena que sólo vemos en la película, uno de esos cachitos de cielo que el cine ha llovido sobre nuestros ojos maravillados, la noche de amor de Lisa con Stefan, ese viaje onírico en un vagón de tren de mentira del parque de atracciones del Prater vienés, mientras por la ventanilla se mueven paisajes de diorama, toda una vida destilada en puro tiempo suspendido, una sublime metáfora del cine, pero también memoria (y arqueología) del cine, un espectáculo pre-cinematográfico que perdurará unos años aún en el primitivo cine de atracciones, aquellos Hale's Tour, vagones de tren que simulaban moverse (con su traqueteo y todo) mientras los pasajeros disfrutaban del viaje a través de las proyecciones cinematográficas de los paisajes, que contemplaban en la ventanilla-pantalla. Uno no puede saberlo seguro, pero pondría la mano en el fuego por que esa escena fue una idea de Ophüls aunque no dudo de que los (admirables) diálogos -de esta escena como los de toda la película- sean obra de Howard Koch.
En el tren de Carta de una desconocida Ophüls vuelve a Viena. Sí, allí había trabajado como director en el Burgtheater en más de doscientos montajes durante los últimos años veinte, y allí se desarrolla Liebelei, una de sus primeras películas alemanas (ya una gran película y uno de sus mayores éxitos antes del exilio), pero la Viena de Ophüls, como la Santa María de Onetti, sólo existe en su imaginación, la Viena onírica (bajo la lluvia, velada por la niebla o cubierta de nieve) en los decorados de Alexander Golitzer, donde Lisa cobrara visos de un fantasma errante, perdido en una historia de amor desesperada ; la Viena iluminada por Franz Planer, el gran director de fotografía que ya había trabajado con el cineasta en Liebelei y en The Exile; la Viena, en fin, sólo desvelada por los delicados arabescos de una cámara milagrosamente ingrávida, montada en esa dolly y sobre todo en esa grúa de la que no podía separarse.
(James Mason, gran amigo de Ophüls y protagonista de sus dos últimas películas americanas, Caught y The Reckless Moment, le dedicó unos versos a propósito del deleite del cineasta con la grúa y cuánto sufría cuando se la arrebataban: I think I know the reason why / Producers tend to make him cry. / Inevitably they demand / Some stationary set-ups, and / A shot that does not call for tracks / Is agony for poor dear Max / Who, separated from his dolly, / Is wrapped in deepest melancholy. / Once, when they took away his crane, / I thought he’d never smile again.)
La carta de Lisa llega desde otro mundo, ha cruzado el umbral para ser memoria o perderse en el olvido. Tiempo redentor o tiempo perdido, eso depende de que su historia (de amor) llegue a Stefan -y nos llegue a nosotros, espectadores-, de que su voz sea escuchada, la voz de una muerta. Lisa es otra Sherezade, sólo que no lucha (con su historia) por su vida; Lisa sabe que tiene las horas contadas cuando escribe la carta donde embalsama (como el cine) cada momento con Stefan, así que no lucha por su vida, sólo por su memoria, por la memoria de su amor, para que su amor sea inmortal. Porque fue la obra (de arte) de su vida. Esa historia -su historia- es lo único que cuenta.
Son sus señas de identidad lo que pone en manos de Stefan, en nuestras manos. Es lo que cuenta. Y si ya no puede contar con la memoria de Stefan (que no la reconoció), quizá esa carta consiga que la imagine o que la sueñe. Y la imagen de Lisa que ve Stefan al final, cuando le aguarda una muerte casi segura, quizá sea sólo la proyección de un sueño irradiado por la carta, que puede leerse/verse como un testamento, como un legado (así quiere ser rememorada), como un autorretrato de Lisa. La encarnación del melodrama, ese impulso primordial donde se conjuga la herida con la memoria y el desgarro con el tiempo. Lisa encarna el delirio de la mirada de una mujer poseída por una idea del amor. Por el demonio del amor.
Del amor como elegía (me acuerdo de El hombre que mató a Liberty Valance de Ford) Del amor como obsesión (me acuerdo de Vértigo de Hitchcock). Del amor como absoluto; en el libro ella se ve como una fanática del amor (me acuerdo de Gertrud de Dreyer). La mirada de Lisa no ve, o no sólo ve, inventa un amor al que dedica su vida secreta, su vida verdadera, una vida soñada, sí, pero digna de ser recordada, como se recuerda una bella historia, una ópera o una melodía. Antes de verlo -a Stefan- ya lo miraba, ya lo imaginaba, ya lo quería (suyo), ya lo había transfigurado en su prenda de amor fou, le bastó ver sus cosas, ponerle los ojos encima a sus muebles, adivinar en ellos el tacto de las manos del pianista. La mirada enamorada no puede ser sino fetichista, porque no hay cosa irrelevante, todo -lugar o tiempo- deviene relicario del amado. O sagrario de una ausencia. Cada gesto por efímero que sea representa un estallido de significado que colma de sentido cada grano de tiempo.
Ese delirio del mirar es lo único que cuenta para Lisa. Es su cuento (y ella es su propia hada madrina). Es lo que cuenta Ophüls. Claro que es barroco. Cómo no va a serlo si el barroco -recordad a Velázquez- destila el primor de la mirada; en el barroco el mirar deviene ritual y el mundo un teatro para la mirada: Las meninas nos miran mirar. Como la puesta en escena de ese encuentro nocturno, la primera vez que Stefan repara en ella (que va cada noche al pie de su ventana, sólo para estar cerca de él) y la mira, nos muestra esa mirada, se recrea en ella, porque esa mirada justifica todos los desvelos de Lisa, casi podríamos decir que justifica su locura de amor, prueba que no era sólo un sueño, y miramos a Lisa en el aquel de ser mirada, transfigurada por esa mirada que rememora en la carta, ese momento sublime que cifra su destino: ella se recuerda así, con la mirada de Stefan prendida en la suya (tan prendida como la nuestra).
Y, sobra decirlo, es romántico -cómo no iba a serlo-; pero entendámonos, lo romántico, como supo ver tan bien Berger, siempre está en el margen, en el extremo de lo posible, ya sea sublime o terrible. O sublime y terrible como el amor de Lisa. Así el cine de Ophüls. Así Carta de una desconocida. Donde la mirada se conjuga como memoria, como una música en el tiempo. Una música en el tiempo como dispositivo estructural, como eje cardinal de la puesta en escena construida a base de resonancias, de rimas visuales, de escenas que se reflejan como espejos en el curso de la película y nos trabajan la memoria por dentro. Como ese plano desde detrás de Lisa (que se pasó horas aguardando por Stefan dispuesta a abrirse el corazón) en lo alto de la escalera -que deviene una filigrana del destino y matriz de Carta de una desconocida-, una perspectiva que nos permite mirar como mira a Stefan que llega esa noche (como tantas) con una (otra) mujer.
Más adelante, Ophüls nos sitúa otra vez en lo alto de la escalera, con el mismo punto de vista desde donde miraba Lisa, para mirar ahora que es ella quien acompaña a Stefan; claro, Lisa sueña que ya no habrá otras, que ella será en adelante para Stefan la única mujer (entre todas las mujeres), que será ya sólo ella para siempre después de la noche en el tren de mentira del Prater, una noche que valió por toda una vida (juntos), pero el cineasta nos ha colocado en el lugar para que miremos lo que Lisa (aún) no puede ver, que ella sólo es una más, una aventura efímera como la nieve que cubre las calles de esa Viena esa noche.
Hay quien piensa que el libro es mucho más cruel que la película (ya se sabe, Hollywood edulcorando el material literario), pero debe ser que no repararon en este momento que destila el gran arte de Ophüls en estado puro. O les pasó desapercibida la rima terrible entre las escenas de la estación. En la primera, Lisa acude a despedir a Stefan que se va a Milán con la orquesta pero le asegura que volverá en dos semanas: no sólo no volverá a las dos semanas, la olvidará. En la segunda, Lisa acude a despedir a su hijo, lo manda al colegio antes de tiempo porque quiere reunirse con Stefan al que ha encontrado en la ópera el día anterior después de diez años, y le promete que pronto irá a verlo y le explicará... Ella no lo sabe, pero nosotros ya sabemos lo que le aguarda.
A Ophüls le ha bastado (es un decir) ponernos en el lugar preciso. Para mirar y recordar. A través de la puesta en escena, el cineasta nos sumerge primero en el delirio visual de Lisa (ventanas, puertas, espejos, escaleras, rincones... acechos para la mirada, umbrales de la pasión, geometría de una obsesión, álgebra de un desvarío) y luego nos pone a la distancia justa para que seamos conscientes de esa locura. Con la misma estrategia nos hace comprender que el músico no la recuerde y al tiempo que nos duela que la reconozca (y el hecho de no reconocerla resulta mucho más lacerante en la película que en el libro) .
Carta de una desconocida se estrenó el 28 de abril de 1948. Fue un fracaso en América. El público la desdeñó como una película vieja, pasada de moda. En Europa se recibió mejor, pero no para tirar cohetes ni mucho menos. Unos años después, William Dozier le contó en París a Ophüls que la película empezaba a tener un cierto éxito en los pases por televisión. Para Joan Fontaine era su película preferida; por lo visto, apenas le dedicó unas líneas en sus memorias: aquel rodaje había sido un lecho de rosas.
Si Lisa pone su historia en manos de Stefan, Ophüls la pone en escena al amparo de nuestra mirada. Del poder del cine para resucitarla. Ophüls preserva su memoria con la forma de una herida abierta por el filo del tiempo. Y nosotros, con una rosa blanca para Lisa.