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27/9/20

El bolígrafo


Cada vez que un/a guionista colabora con un/a director/a (o viceversa) en un guión se trama una relación que puede cobrar visos diferentes y ser rememorada con sentimientos marcadamente distintos por uno/a y otro/a. En todo caso, pasarse horas juntos día tras día (y semana tras semana) en un café, un despacho, la habitación de un hotel, a la sombra de un árbol o en un cuarto de trabajo puede propiciar una experiencia que oscila entre una íntima sintonía y un trance insoportable (y hasta acontece que arranque como lo primero y acabe como lo segundo, y aun viceversa, pero uno nunca lo vivió). 

Seguro que esas manchas de sangre en la guía telefónica 
no figuran en el guión de Year of the Dragon
pero llevan la firma de Michael Cimino, 
un cineasta obsesivo con los detalles; flaubertiano, diríamos.

Uno de estos días leí un artículo de Oliver Stone sobre su colaboración con Michael Cimino -el director más napoleónico con el que haya trabajado, decía- para escribir el guión de Year of the Dragon (1985), titulada aquí Manhattan sur. Recordaba que disfrutó mucho con la investigación; fueron a Chinatown y celebraron mil banquetes con mafiosos chinos. En cuanto al guión propiamente dicho, Cimino hablaba y Stone escribía. Banquetes con mafiosos chinos aparte, no era muy distinta la relación de Hitchcock con sus guionistas. 

Ernest Lehman y Alfred Hitchcoch 
a vueltas con el guión de North by Northwest (1959). 

Don Alfredo no escribía una línea jamás; si llegado el momento había que reescribir encima de la fecha -o en el curso- del rodaje siempre podía contar con Alma Reville, su script doctor de cabecera. 

Alma Reville y Alfred Hitchcok 
con el guion de Marnie (1964) mediante.

No muy distinta tampoco a la relación de Billy Wilder con Raymond Chandler. Wilder, paseando o tumbado en el sofá, hablaba y azotaba el aire o las persianas del despacho con la fusta y Chandler se subía por las paredes.

Raymond Chandler, sentado, en un plano de 
Double Indemnity (1944), que escribió con Billy Wilder.

A propósito del trabajo con Budd Schulberg en el guión de A Face in the Crowd (1957), Elia Kazan le contó a Jeff Young:

Trabajé codo con codo con él en la concepción y la ordenación de las escenas, pero jamás escribí ni una palabra. Mi contribución no tomó forma de lenguaje verbal, de diálogo, sino de lenguaje cinematográfico. (...) Trabajamos juntos en el movimiento básico de la historia; lo que se suele llamar continuidad. Luego desaparecí y Budd escribió un primer borrador completo.

Dicho de otra forma: el guionista escribe el guión y el director escribe la película, una escritura (fílmica) que cuaja a través de la puesta en escena y del montaje. Continúa Kazan:

Afortunadamente, he mantenido buenas relaciones con los autores. Los he protegido. Jamás he cogido el bolígrafo. Esto es muy importante. No emborronarles sus escritos. El director no debe restar importancia a la identidad del guionista como autor. Debes intentar sacar lo mejor de los guionistas liberándolos. Que se enfrasquen en los problemas reales, en lugar de empeñarse en gustarte a ti. Soy muy firme e insistente, de modo que tengo que ser especialmente considerado y no decir jamás: Hazlo a mi manera

(Sobra decir que las negritas son mías.) Kazan tenía presente que los guionistas están en guardia contra el director que escribe. Y no les faltan motivos. La verdad es que a uno más de una vez le entraron ganas de decirle a un/a director/a (y no precisamente de una galaxia muy lejana -y no necesariamente por guiones míos, que también-): Deja el bolígrafo, no emborrones el guión y dedícate a escribir bien la película, que bastante trabajo tienes con ocuparte de la puesta en escena. Hazle caso a Kazan

Fotograma de A Face in the Crowd.

Y hablando de bolígrafos...

¿Sabéis que la marca Bic se le debe a Raymond Savignac, el autor de espléndidos carteles de las películas de Bresson?


7/8/16

Remordimientos


Con un sentimiento de culpa (inconfesable), como sólo se puede experimentar a los quince años, vi por primera vez C'era una volta il West (1968), de Sergio Leone; aquí se tituló Hasta que llegó su hora (debió parecerles un titulo que sonaba más a spaghetti western que "Érase una vez en el Oeste"). Salí del cine con el remordimiento de haber traicionado a John Ford.


Devoto de los westerns desde que vi a los ocho años Pasión de los fuertes en el Teatro Principal de Tui, para entonces ya tenía a Ford en el altar de la cinefilia, y la anterior de Leone, El bueno, el feo y el malo (1966), la primera suya que vi, me había parecido una parodia del western, o sea, una afrenta -lacerante como sólo se viven a los quince años los agravios- al cine que veneraba. (Cómo no, si había visto de chaval -en el cine Yut- El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, Una trompeta lejana, de Walsh, o El Dorado, de Hawks, como si de la cosa más normal del mundo se tratara y fuera a durar para siempre.)

Sergio Leone, cámara en mano, 
en el rodaje de C'era una volta il West.

Y ahí estaba yo viendo en la pantalla cómo Leone profanaba Monument Valley, el Oeste de John Ford:  tierra sagrada, en palabras de Michael Cimino (hace un año en Locarno), donde sólo aquel Feeney de Maine tenía el derecho a plantar su cámara. (Bien es verdad que son contadas las escenas de C'era una volta il West rodadas en Monument Valley.)


Por no hablar de la usurpación de figuras fordianas como Henry Fonda, el Wyatt Earp de Pasión de los fuertes, o Woody Stroode, el sargento negro.


Tonino Delli Colli, el director de fotografía de C'era una volta il West, recordaba cómo un encendido Leone le contaba, mientras recorrían Monument Valley en busca de localizaciones, los planos de cada película que Ford había rodado allí, y le mostraba el lugar exacto de los emplazamientos de cámara.


El director artístico Carlo Simi levantó la casa de postas en Monument Valley. Un decorado en medio de ninguna parte. Un tinglado, a la vez cuadra de caballos, almacén, herrería, bar, posada y baños públicos. En realidad sólo se edificó la carcasa en Monument Valley, el interior se construyó en Cinecittà. Eso sí, se llevaron sacos de la tierra sagrada de Ford, para ambientar con polvo auténtico la entrada de los viajeros en semejante factoría.


Viajeros como ella. Sí, es verdad, lo confieso; a los quince años traicioné a John Ford por Claudia Cardinale. Por Jill McBain, el personaje central de C'era una volta il West. La radiante aparición que recibe con gozosa lascivia en la mirada el barman y posadero, encarnado por Lionel Stander.


Por lo visto le debemos Jill McBain (que cobrará vida con la gloriosa presencia de Claudia Cardinale) a la porfía de Bertolucci, quien colaboró con Leone y Darío Argento en el tratamiento que Sergio Donati convertirá en un guión. Bertolucci le rompió la cabeza a Leone para que, al fin, hubiese una verdadera mujer (un personaje femenino como es debido) en una película suya, una mujer con pasado y coraje, una superviviente nata que, ya sola -al final- deviene la mujer del agua, preciados dones -el agua y la visión de una mujer como ella- para los trabajadores del ferrocarril. Y para que de una vez cayera de la burra, lo llevó a ver Johnny Guitar.


(Dicho sea al bies, hay pocas actrices con el coraje de Claudia Cardinale, tanto como para presentarse en las navidades de 1980 a sus cuarenta y dos años cumplidos -y hay que subrayarlo, toda una estrella- sola, a cuerpo gentil y con una única maleta en Iquitos, en pleno Amazonas, para rodar Fitzcarraldo con un intrépido y tenaz Werner Herzog, a sabiendas -o sea, con información detallada por el director- de la loca aventura en la que se embarcaba, más loca aún en compañía de otro que tal baila como Klaus Kinski.)


Pasaron años hasta que pude apreciar la ritualización de los motivos del western en los filmes de Sergio Leone y valorar como merecía el rendido réquiem por las formas de un género que amaba en C'era una volta il West. Era su sueño hacer un western como ése, cuando ya nadie hacía nada parecido, y, como dice un personaje de la película, el sueño de tu vida no se vende. (Un cine, el de Leone, propenso a una diástole sostenida y ceremonial, y al destello súbito, formas seminales, dicho sea de paso, en el estilo de Tarantino.)


Sí, pasó tiempo suficiente para redimir la culpa y disfrutar de C'era una volta il West. Ya sin la pesadumbre de traicionar a John Ford por Claudia Cardinale. Sólo que... La verdad, no puedo evitar la sensación de una pérdida irremediable. Sin los remordimientos de los quince años, digo.

4/7/16

El corazón en su sitio


Poco después de la medianoche del domingo me enteré de la muerte de Michael Cimino (al parecer Thierry Fremaux, el director del Festival de Cannes, lo anunció el sábado). Si queréis leer un obituario decente, os dejo el de Vasco Câmara en Público.

Cimino con Robert De Niro y Christopher Walken 
en el rodaje de The Deer Hunter.
Cimino con Christopher Walken 
en el rodaje de La puerta del cielo.

No recuerdo bien qué dije en el 80 cuando presenté The Deer Hunter (1978) -aquí El cazador- en el cine-club de Tui, pero sí que íbamos a ver una obra maestra del cine americano del los 70 firmada por un heredero de John Ford, y también que preparé la presentación con fervor, me extralimité en la exposición (creo que hablé más de media hora de aquella elegía escrita con relámpagos, sí, Kurosawa era otro de los grandes maestros para Cimino) y a partir de entonces nunca volvieron a invitarme a presentar otra (si no fue ésa la última vez que se presentó una película en el cine-club, que tampoco duraría mucho).

Cimino entre el director de fotografía Vilmos Zsigmond 
y Robert De Niro en el rodaje de The Deer Hunter.
Debajo, un fotograma de la película.

Ese mismo año de mi excesivo fervor, Cimino estrenaba La puerta del cielo, además de una obra maestra, una película grandiosa que uno iba a tardar muchos años en ver en la versión de 219' (si no recuerdo mal en TVG, en versión original subtitulada en gallego: ¡tiempos!) y aún hubo que esperar lo suyo para verla en un cine. El montaje original de Cimino duraba unas cinco horas y media, aunque también es obra suya la versión -milagrosamente visible- de casi cuatro; en su día la Universal distribuyó una copia de algo menos de dos horas y media (en fin, se repetía la historia de Stroheim y Avaricia).

Cimino con Isabelle Huppert y Jeff Bridges
en el rodaje de La puerta del cielo (fotografía de Ernst Haas).
Debajo, un fotograma de la película.

Se habló poco entonces de la belleza abrumadora de la película, de la energía portentosa, la pasión desbordante y la elocuencia luminosa desplegadas por un cineasta de genio arrebatador y deslumbrante carisma, perfeccionista obsesivo y maniático del detalle exacto, que podía pasarse horas eligiendo -personalmente- a los figurantes y disponiéndolos en el encuadre, o esperando la luz soñada para filmar una montaña, como un pintor (uno de los grandes paisajistas del cine americano). Como tantas veces, Miguel Marías fue una excepción y valoró el esplendor de la película en Casablanca, revista de cabecera aquellos años, un noviembre de 1981.


Eso sí, se habló demasiado (como siempre en estos casos) del desastre financiero que llevó aparejado, uno de esos desastres, por otra parte, que los inversores remedian en la bolsa en cuestión de días o semanas, a veces en cuestión de horas; obviando también el contexto -finales de los 70 y principios de los 80- cuando no eran nada raros los proyectos desmesurados, pongamos por caso dos ejemplos memorables que le debemos a Coppola: Apocalipse Now (1979) era un desastre financiero anunciado que salvó la taquilla de milagro y One From the Heart (1982), una ruina de la que sólo se recuperó gracias a Drácula (1992) y al negocio del vino.


No sé cuántas veces habré visto La puerta del cielo (incluso en la copia en VHS de aquel pase por TVG). ¿Hace falta decir que me gusta más cada vez que la veo? Desde hace unos meses ya existe una edición en bluray que le hace justicia (toda la justicia que se le puede hacer a una película inmensa hecha para la gran pantalla), con un par de muy recomendables extras, la pieza de Michael Epstein, Final Cut: Cómo se hizo y se deshizo "La puerta el cielo", basada en el libro de Steven Bach, uno de los ejecutivos de United Artists responsable del filme, y el encuentro de Cimino con el público en el Festival de Locarno el pasado agosto, con motivo de la entrega del Leopardo de Oro honorífico (el año anterior se lo habían concedido a Víctor Erice)


Íntimista y épica, La puerta del cielo destila la memoria como espejo de un sueño derrotado, como duelo por una utopía traicionada. Por dos violentas elipsis, como heridas de la memoria que nunca cicatrizarán, respira este western fantasmal sobre la lucha de clases que subyace en el tema (griffithiano) del nacimiento de una nación, una elegía cantada desde las ruinas del tiempo, a través de un velo melancólico, a la luz de Vilmos Zsigmond, tantas veces con visos de ensoñación de duermevela.


Cinco años después llegaba Year of the Dragon -aquí, Manhattan Sur-, una película magnífica, pero es que además El siciliano (1987) o The Sunchaser (1996) son como mínimo buenas películas. Luego pasaron veinte años. Hasta el sábado. Punto final. Por el camino quedaron un remake de El manantial, de King Vidor (otra de las filiaciones de Cimino), o una adaptación de La condición humana, de Malraux. En junio de 1997, Miguel Marías abrochaba una reseña de The Sunchaser con estas palabras:
Cimino sigue pareciéndome el único heredero de Ford que tiene el actual cine americano. Tal vez por eso no le quieren.

En el encuentro con el público en el pasado Festival de Locarno, Cimino recordó su trabajo en El siciliano con el diseñador de vestuario Umberto Tirelli, que había trabajado con Visconti en El gatopardo, pero no podía imaginar lo detallista que podía llegar a ser Cimino en cuestiones de vestuario; acabaron los dos arrodillados con alfileres en la boca retocando las prendas de los pesonajes (a mi madre, costurera y tan maniática como Cimino, por lo menos, le hubiera encantado esta anécdota). Tirelli acabó confesándole su fastidio al cineasta:
Después de colaborar con Visconti, me había prometido a mí mismo que no volvería a trabajar tanto.
Fotograma de El siciliano.

Cimino no podría desear un elogio mejor. El cineasta evocó también Centauros del desierto, una de sus películas favoritas: John Ford había transfigurado Monument Valley en el emblema del Oeste, capturó el alma del lugar; en realidad es el Oeste de Ford, por eso -decía Cimino- él nunca emplazaría la cámara en Monument Valley, ese lugar sólo quiere ser filmado por Ford: es tierra sagrada.


Me recordó algo que el cineasta había comentado en una entrevista publicada en junio de 1982 en Cahiers du cinéma:
...creo que la gran calidad de Ford está más allá de la técnica. Es la emoción lo que importa. Pienso que la obra de Ford continúa presente, no a causa de una superior maestría formal, sino porque sus filmes están hechos con el corazón. Es lo más importante, y la única forma de trabajar sin arrepentirse jamás. Hay que poner en un filme todo lo que se tiene. El esfuerzo no nos merma. Se queda uno mermado por no intentarlo, cuando se economiza. Cuando se da todo lo que se tiene nunca se lamenta el trabajo realizado. La gente me pregunta: "¿Cómo consiguió sobrevivir a La puerta del cielo?" Hay una verdad muy sencilla: cuanto más se da, más fuerte queda uno. Y creo que Ford sobrevive, que Kurosawa sobrevive, Visconti sobrevive, porque continúan dejando un impacto profundo gracias a la calidad de su corazón, no a causa de un savoir faire superior sino porque tenían el corazón en su sitio.
Cimino en lo alto de la escalera 
durante el rodaje de La puerta del cielo.

(Los fotogramas sin pie corresponden a La puerta del cielo.)

Son las 11 de la noche y, a punto de publicar esta entrada, acabo de enterarme (por nuestro hijo) de la muerte de Abbas Kiarostami, que filmó como nadie a un niño en el camino. Qué días, qué noches llevamos ¿no?

1/12/12

El peligro de los pobres



Heaven's Gate (1980), de Michael Cimino, señala el ocaso de la última edad de oro del cine americano, aquella utopía del cine de autor en el seno de la industria de Hollywood en los años setenta. Una película de casi cuatro horas tan bella como amarga sobre la trágica alborada de un país que germina en la violencia y el racismo contra los desposeídos. La asociación de ganaderos del condado de Johnston contrata a cincuenta asesinos para matar a ciento veinticinco colonos inmigrantes -tachados de anarquistas- allá por 1890. El guión original de Cimino se titulaba La guerra del condado de Johnston. Una guerra de clases. Maldición, se está volviendo peligroso ser pobre, dice John L. Bridges (Jeff Bridges) al enterarse de tal lista negra. Siempre lo ha sido, replica James Averill (Kris Kristofferson).


Heaven's Gate -iluminada por el gran Vilmos Zsigmond- devino una película maldita, casi invisible, marcada por el estigma de haber causado la ruina de la United Artists, un estudio que arrastraba otros fracasos recientes en taquilla como Toro salvaje de Scorsese -hoy uno de los emblemas del cine americano de los setenta-; pero Cimino cargó con las culpas -y sin duda tenía la suya- del descontrol en la producción de la película -que tampoco era una excepción en la época si pensamos en excesos (tan perfectamente olvidables) como Conan, el bárbaro o Rojos- y, de paso, con los de toda la compañía. Así que los de la United Artists renunciaron a luchar por Heaven's Gate; de hecho, ni siquiera la publicitaron, la retiraron de la circulación y se olvidaron de ella.


La película toma el título del local comunitario -"Heaven´s Gate"- donde los inmigrantes celebraban sus bailes (escenas memorables con la maravillosa música de David Mansfield) y donde tiene lugar la tumultuosa asamblea que precede a la batalla final y la (anunciada) derrota de los pobres por las fuerzas (siempre coaligadas) del Capital y el Estado. Aquella puerta del paraíso era la única que tenían abierta los inmigrantes en la tierra de las oportunidades.


Creo que esa visión desolada del sueño americano acabó con las pocas posibilidades que le quedaban a  Heaven´s Gate de contar con un lanzamiento siquiera convincente. Desde siempre, cuántas películas se habían publicitado en Hollywood convirtiendo una inversión desmesurada en un atractivo reclamo. Pero cómo iban a promocionar una película que contaba la historia -y la Historia- de los peligros de ser pobre y del precio de la rebelión. Una historia sin catarsis. Una Historia despiadada. El peligro de los pobres sigue vigente. El precio de la rebelión se lo cobrarán cualquier día.

30/11/12

Un cocodrilo melancólico


Desde hace dos semanas, a poco que me deje ir, me veo rememorando escenas de Tabú, volviendo a ese río de cine memorioso donde se mueve silente un cocodrilo melancólico. Quizá porque la película de Miguel Gomes contagia la pasión de contar, la fruición de la ficción, con tanto amor y humor como ninguna otra que uno haya visto en lo que va de año, y aun en años. Quizá por eso suscita el deseo de hablarla, de paladearla, o sea, de palabrearla. Otra vez. Y una vez más.


Tabú es una casa de cine -en un hermoso blanco y negro (obra del director de fotografía Rui Poças)- con sus puertas y ventanas, y depende por donde entres te encuentras con una película lírica o misteriosa, dolorosa o alegre, triste o romántica. Así de generoso es Miguel Gomes. De hecho, le conté Tabú a Ángeles en distintas versiones,  mientras (ella) preparaba un cabracho al horno (yo soy un mero pinche de cocina) o durante un viaje a Tui o paseando por la Alameda de Santiago antes de una sesión continua: primero, Heaven´s Gate (1980) de Michael Cimino, la reciente versión restaurada de final cut del director, una película de casi tres horas y media; luego el tiempo justo para tomar un refrigerio y unos cafés en  el bar de al lado; y otra vez a la sala para ver Amour (2012) de Michael Haneke, un filme de poco más de dos horas. En fin, casi seis horas de cine. Una maratón a nuestra edad. Dos películas que no pueden estar más alejadas de Tabú, ni más alejadas entre sí; en las antípodas, vamos. Pero vuelvo a Tabú casi empujado por la mirada de otro cocodrilo, que Herzog nos lleva a compartir en los últimos compases de La cueva de los sueños olvidados (y no diré más sobre ese cocodrilo atómico).

Miguel Gomes

Miguel Gomes conjuga en Tabú (2012) dos pasiones -el amor por el cine y el amor por las historias- atravesadas por el tiempo y la memoria, tiempo destilado por la memoria del cine -del Tabú (1931) de Murnau, desde luego, pero también del cine clásico de aventuras y aun de los folletines que se remontan a Feuillade- y la memoria de lo perdido que se desprende de las historias -de las vidas de novela y de las novelas de la vida- en el curso del tiempo. En cada corte del Tabú de Miguel Gomes asoma una mirada preñada de humor y herida por la melancolía. La mirada de un cocodrilo que lo ha visto todo -testigo inmemorial de tantos amores perdidos- y al que acabamos mirando casi como un trasunto silente del propio cineasta.


Ahora conviene apuntar que la película -tal como Aquele querido mes de agosto, el filme anterior de Miguel Gomes- se estructura en dos partes: la primera, una historia de soledad, en el presente, en Lisboa, y en torno a Pilar (Teresa Madruga), una mujer que encuentra en el cine el último refugio a su íntimo desamparo; y sus vecinas, Aurora (Laura Soveral), una anciana fantasiosa y ludópata -y aquejada ya de demencia senil-, y quien la cuida, Santa (Isabel Cardoso), una criada de origen africano.


Esta primera parte del díptico, rodada en 35mm, lleva por título "Paraíso perdido", un segmento despojado, con las emociones represadas y tonalidades de fado calmo y sombrío, iluminado por vislumbres de humor leve y melancólico, donde apenas hay música (salvo en las películas que ve Pilar) y las huellas de África cobran visos kitsch, como la escultura de una jirafa en un parque o la selva del centro comercial adonde Pilar y Santa van a tomar un café, después del entierro de Aurora -un  nombre que remite al barco del Tabú de Murnau, pero también el título de otra de sus obras maestras, quizá su obra cumbre, Sunrise, que aquí se tituló Amanecer-, acompañadas por Ventura (Henrique Espírito Santo) -otro nombre con resonancias cinéfilas: el protagonista de Juventude em marcha de Pedro Costa-, el viejo al que la anciana pidió ver cuando se encontraba a las puertas de la muerte. Y entonces, en aquel bar desangelado, en aquella selva kitsch, Ventura les cuenta una historia: Doña Aurora tenía una granja en África...


Y comienza la segunda parte de Tabú, rodada en 16 mm, que lleva por título Paraíso (invirtiendo así el orden de los segmentos del de Murnau). Sobra decir que la sorpresa de aquellas mujeres, Pilar y Santa, ante la revelación de Ventura -que deviene un gran narrador como el personaje homónimo de Juventude em marcha- se corresponde con nuestra carcajada. Bueno, con la mía. He de confesar que era el único que me reía durante la proyección en esta segunda parte, la aventura africana de la joven Aurora (Ana Moreira) que vive una historia de amor arrebatado -y prohibido- con el joven Ventura (Carloto Cotta) en una colonia portuguesa durante los años setenta, una historia enhebrada con gracia, desparpajo, inventiva, pasión e ironía. Un segmento donde la voz del viejo Ventura es la única que escuchamos, así como las canciones del grupo pop donde el joven Ventura oficia de batería y algunos -escogidos- efectos sonoros, pero no los diálogos de los personajes. Una película africana donde descubrimos que aquellas ensoñaciones -fantasías seniles- de la vieja Aurora eran restos de su pasado, ruinas de la memoria perdida.


Imagino que los espectadores con los que coincidí en la sala no entraron en el juego de la forma elegida por Miguel Gomes para abrir un pasaje con la memoria de un cine -silente- desaparecido a través de la memoria de otra desaparecida -Aurora- que, por así decir, resucita en esa película africana, que deviene un filme fantasma, como si aflorara en una sesión de espiritismo (como apuntó el cineasta en una imagen muy bien traída). Como abre también un pasaje hacia otras formas de contar, hacia el cine folletín, el cine novelesco, o mejor, entre la novela (romántica) de aventuras y el cine contemporáneo, donde la memoria del cine dialoga con la memoria de lo perdido, como Tren de sombras de Guerín.


Pero uno prefiere ver ese "Paraíso" como un regalo para los personajes que la escuchan, tan solos; esa Pilar que se refugia en el cine, esa Santa en las páginas de una edición para niños de Las aventuras de Robinson Crusoe (como el propio Ventura en la evocación de su amor con Aurora). Tan necesitados de ficción para abrigarse del frío de la soledad, de historias para colmar sus vidas, quizá porque sienten la orfandad de ese paraíso perdido, aunque no lo hayan vivido, y sólo pueden experimentarlo a través de la voz de Ventura que fecunda su imaginación. Parece como si los dioses lares del cine escucharan la secreta plegaria de Pilar, una plegaria por la ficción como único consuelo.


Me referí a esa película africana como un juego al que nos invita Miguel Gomes porque Tabú nos habla de un cine perdido pero también de la pérdida de la inocencia del cine y de los espectadores, esa inocencia que, sin embargo, aún conserva Pilar, y la película se nos ofrenda como una forma de recuperarla, como si aún fuéramos espectadores inocentes de un película muda contemplando una aventura romántica. Como una forma, en fin. de recobrar la fe en la ficción, para que nos dejemos cautivar por la ficción y arrastrar por las emociones, aun sabiendo que se trata de una mentira, es decir, de una película. Y Miguel Gomes cuando juega, juega a fondo -o sea, en serio- y así, en uno de los momentos más gozosos de Tabú, los amantes miran a cámara y parece escuchar qué se (nos) cuenta de ellos en el futuro -es decir, en el presente, qué cuenta Ventura en nuestro presente de espectadores- enhebrando los tiempos de la ficción, plegando el tiempo de las historias.


Y hasta podemos aventurar si el relato africano no es una ficción inventada por Ventura, bajo la forma de película muda y perdida, para convertir a Aurora en una mujer de leyenda, es decir, para dotarla de un relato memorable, que Pilar y Santa recuerden para siempre, y para siempre las acompañe y consuele. Porque Tabú empieza en el cine, con una película que contempla Pilar, donde un explorador con el corazón roto (encarnado por el script y montador Telmo Churro) se deja devorar por un cocodrilo para reunirse con el fantasma de su amada (encarnada por Mariana Ricardo, la co-guionista de Miguel Gomes). Un cine que transita a ambos lados de la cámara y que se reinventa en el aquel de hacerse, renovando en el día a día del rodaje el deseo de contar, el deseo de filmar. El deseo del cine.


El cine -comentó a propósito de su Tabú el cineasta portugués- puede invocar y rescatar la memoria de las cosas porque está habitado por fantasmas. Se puede llegar a la memoria del mundo a través del cine. Cómo no iba a recordar Tren de sombras. Decía Guerín que los viajes a los orígenes siempre te llevan al final. Cuando llegas a la aurora te ves en el umbral del ocaso, de la elegía. Miguel Gomes en Tabú -como Guerín en Tren de sombras- parte en busca de las cosas devoradas por el tiempo y encuentra en el cine una forma de memoria -el único paraíso posible-, porque el cine no sólo puede embalsamar el tiempo, también puede traer de vuelta lo perdido, lo olvidado. Y resucitar a los muertos como Ventura al contarnos la película de Aurora.


Cuántas ganas de ponerle los ojos encima otra vez a Tabú, ese cine leve y encantado, irónico, tierno y travieso de Miguel Gomes. Un cine destilado por la mirada de un cocodrilo melancólico.

22/6/10

Maldito genio

Orson Welles en 1946

Touch of Evil
(1958), que aquí se tituló Sed de mal -quizá a partir del título con que se distribuyó en Francia-, a estas alturas, es más que una película. Es una metáfora, un espejo, un emblema. Una metáfora de la imposibilidad de Welles de renunciar a ser quien era. Un espejo que nos devuelve una imagen elocuente de la imposibilidad del Hollywood de acoger a otra forma de hacer cine, y menos en el crepúsculo de los estudios, habría que aguardar a los últimos sesenta y los setenta para que el asalto al sistema fuera posible, un asalto a los cielos memorable pero efímero; de alguna manera los Coppola, Cimino o Scorsese eran los herederos de Welles.


Conviene no olvidar que, en 1941, Ciudadano Kane resulta en sí mismo un filme extraño, insólito, realizado a pesar de Hollywood, una película que Welles hizo con una libertad y un control sobre cada uno de sus aspectos casi inimaginable en un estudio como la RKO y totalmente inimaginable en un gran estudio (Paramount, Fox, Metro y Warner); dicho en pocas palabras: Ciudadano Kane era un objeto anómalo porque era una película de autor en Hollywood. Por eso también fue un filme insólito entre las películas de Welles allí. Casi cuarenta años después vivieron lo que podría definirse como la resurrección del fantasma de Welles. La última. De hecho, Hollywood se conjuró para que algo así no volviera a suceder jamás. Nunca jamás.

Fotograma de Heaven's Gate
de Michael Cimino

En 1980, la United Artist despedazó Heaven's Gate de Michael Cimino, tuve la suerte de ver hace diez años una copia en vídeo de una versión de 210', la que se considera como "el montaje del director", aunque la versión que Cimino defendió a brazo partido ante la productora duraba 360', como suena, una pelicula de seis horas; aquí se comercializó en dvd la versión -amputada es decir poco- de 148'. Aquella versión que pude ver hace diez años es una gran película -y apuntaba la maravilla que podría ser verla en una pantalla de cine- y no me extrañaría nada que la versión preferida por Cimino fuera aún mejor; podéis ver en youtube un documental de Michael Epstein sobre el desastre de esta obra de arte, Final Cut: The Making and Unmaking of Heaven's Gate (2004). Un emblema más de un cine alternativo a pesar de Hollywood que lo une, con un hilo palpable aunque invisible, con Stroheim y Welles. Evoco a ambos cineastas de un talento excepcional unidos también por el sadismo que padecieron a manos de los productores: Irving Thalberg despedazó Esposas frívolas (1922) en la Universal y Avaricia (1924) en la Metro, y aun peor -y de ahí el sadismo- se aseguró de que todo el material descartado fuera destruido; lo mismo aconteció con El cuarto mandamiento (1942) de Orson Welles, cuando el sucesor de George Schaefer, presidente de la RKO, ordenó que se destruyera todo el material negativo y positivo no utilizado en la versión de 88'.


Por eso no es de extrañar que un cineasta celoso de su independencia artística como Jim Jarmush se asegure siempre -y de forma irrenunciable- el final cut (el poder de decisión sobre el montaje definitivo) y la propiedad del negativo de sus películas; sólo bajo estas condiciones puede hablarse con propiedad y sensu stricto de cine independiente. Dos apuntes últimos, anecdóticos si se quiere pero significativos: durante la presentación del premio Irving Thalberg que ese año se entregaba a Steven Spielberg, el actor Richard Dreyfuss elogió el coraje de Thalberg, mira que podía valorar la producción de, pongamos por caso, Amanecer de Murnau o, puestos a hablar de coraje, por haber producido Freaks de Browning, pues no, elogió el coraje de Thalberg por haberle parado los pies a Stroheim, incluso, si de eso se trataba, podría haber sido más sincero, por haber acabado con Stroheim; en la ceremonia de los óscares de 1999 se entregó un premio a la trayectoria de Elia Kazan y se armó una polémica porque el cineasta había denunciado a muchos de sus compañeros ante la Comisión de Actividades Antiamericanas durante la caza de brujas -la caza de rojos-, no digo yo que no mereciera el óscar, tampoco que no mereciera el perdón si lo hubiese pedido -que no-, pero aún estoy esperando que algún día se le rinda un homenaje a quienes fueron denunciados y represaliados, padecieron cárcel, exilio o quedaron sin trabajo. Orson Welles en su momento había retratado Hollywood cuando cifró la causa de que los represaliados durante la caza de brujas no contaran -o sólo al principio- con la solidaridad del resto de la profesión: temían perder sus piscinas.


Además de ser una metáfora, un espejo o un emblema -o precisamente por serlo- Sed de mal también es una leyenda, un símbolo, una cifra. Recuerdo que El juego de Hollywood (The player, 1991), la película de Robert Altman, empieza con un plano secuencia -si no me equivoco, un travelling a derecha e izquierda- siguiendo a dos personajes que evocan el plano secuencia inicial de la película de Welles. Como si Hollywood no pudiera prescindir de la mitología aunque sea a base de los despojos de una película que el propio sistema destrozó treinta y tantos años antes. También recuerdo esa escena estupenda de Ed Wood (1994) cuando se encuentran en un bar, en 1957, el protagonista -el director del título, encarnado por Johnny Deep- y Orson Welles -al que pone cara un actor que no se le parece nada-, y comentan los problemas con que tienen que lidiar en las películas respectivas que tienen entre manos, Welles va a rodar Sed de mal y se queja de que tiene que tragar con que Charlton Heston, o sea el Moises de Los diez mandamientos (1956), en el papel de un policía ¡mejicano! Ed Wood casi se apiada de Orson Welles, si un genio como el director de Ciudadano Kane lleva a cuestas semejante baldón los desastres del propio Wood no tienen importancia. En la película de Burton, Sed de mal y el propio Welles constituyen la materia mítica pasada por el cedazo del humor (y del amor al cine), en una escena en que se hermanan dos cineastas independientes, aquél que fue calificado como "el peor director de la historia" y el director mítico; pero esa escena también destila una idea certera de cómo se trataba a un artista y en qué tipo de película estaba embarcado. Y para entenderlo quizá haya que retroceder diez años. Incluso doce. Sólo así entenderemos cabalmente en qué condiciones afrontará Orson Welles Sed de mal, la película con la se despidió de Hollywood. Y, a su pesar, dijo adiós a todo eso.


Después de la desastrosa experiencia de El cuarto mandamiento, Orson Welles dirige y protagoniza El extraño (1946), renunciando a cualquier intervención en las decisiones sobre el montaje, las mezclas de sonido y la música, y fue la única película de su filmografía que tuvo aceptables rendimientos de taquilla en el momento de su estreno. Aunque sobra decirlo, cabe imaginar los sustanciosos rendimientos que han generado hasta hoy películas como Ciudadano Kane o Sed de mal, sin ir más lejos. Digamos que, hasta cierto punto, Orson Welles renunció en El extraño a fases esenciales de su escritura fílmica, más de una vez señaló que el montaje era el momento donde disponía del control sobre el material fílmico, al fin y al cabo, dirigir era, sobre todo, gobernar accidentes, pero no sólo el montaje, como hombre de radio, las mezclas de sonido eran un instrumento primordial para dotar a la película, por así decir, del toque Welles. Aún así, bastan algunas escenas de El extraño para apreciar las huellas inequívocas del cineasta que encuentra en el director de fotografía Russell Metty a un cómplice (volverán a trabajar juntos en Sed de mal) que le propone una iluminación que transforme los desplazamientos laterales de los personajes en el encuadre en tránsitos reveladores entre la luz y la sombras, como ese plano de más de 4' rodado con un elegante y discreto -a pesar de su complejidad- movimiento de travelling y grúa siguiendo a Rankin -el protagonista encarnado por el propio Welles- y a Meinike, desde un claro hasta lo más profundo del bosque, primero con un picado desde lo alto para descender imperceptiblemente a la altura de los personajes y luego hasta un contrapicado para encuadrarlos mientras Rankin estrangula a Meinike y, como aquel que dice, recibir el cadáver a ras de tierra. Un plano brillante en la concepción y preñado de tensión dramática, pero ejecutado de forma casí íntima. Welles demostró en El extraño que podría haber hecho carrera en Hollywood. Le bastaba renunciar a ser él mismo. Así de claro.


La dama de Shanghai fue una de las primeras películas que grabé en vídeo -betamax, para más señas- allá por 1982. Y claro, fue la primera película de Welles que pude ver -y vi- una y otra vez y llegué a sabérmela de memoria. A esas alturas ya había visto también Ciudadano Kane y sólo unos mercaderes cabestros -y que me perdonen los cabestros- podían haberle hecho la vida imposible a un cineasta con semejante imaginación visual y sentido profundo de la puesta en escena en relación con el montaje de los planos -de imagen y sonido-; esto de 'imagen y sonido' puede parecer obvio, pero ya lo dije en la entrada anterior a propósito de Welles, con él lo sonoro dejó de ser un adjetivo que añadir al sustantivo cine para entrañarse en la sustantividad misma del cine. Lo que no sabía era que, cuando se perfila el proyecto de La dama de Shanghai en 1946, Welles quería rodar una película de bajo presupuesto, con una trama de thriller -basada en una novela de Sherwood King, If I Die Before I Wake (1938)- sin estrellas, con un plan de trabajo muy ajustado y en exteriores urbanos -"naturales"- de Nueva York, anticipándose a las películas de Anthony Mann con tramas criminales de uno o dos años después, buscando la autenticidad casi documental en las calles de las ciudades americanas. Digámoslo así: Welles quería experimentar en La dama de Shanghai la contaminación de la ficción criminal con las imágenes documentales de la vida urbana contemporánea. Incorregible Welles.

Harry Cohn

Pero Harry Cohn, el patrón de la Columbia, a quien, tratándose de películas, le gustaba espetar aquello de "no la quiero bonita, la quiero el martes", quería una estrella en la película de Welles, y no a cualquier estrella, a su gran estrella, a Rita Hayworth, que acababa de consagrase con Gilda. (A Harry Cohn le habría gustado esta versión, pero en realidad fue Rita Hayworth quien se empeñó en hacer la película en cuanto supo que Orson Welles había llegado a un acuerdo para dirigirla con el jefe del estudio.) El director y la actriz habían estado casados pero, cuando se reunieron para La dama de Shanghai, ya estaban separados. La primera decisión de Welles fue enterrar a Gilda: le cortó la melena pelirroja y la tiñó de rubio platino.

Orson Welles y Rita Hayworrth,
marido y mujer

Orson Welles y Rita Hayworth
reunidos por
La dama de Shanghai

Aunque la escena inicial, que transcurre en Central Park, se rodó en los estudios de la Columbia, Welles consiguió rodar los demás exteriores en escenarios naturales de Méjico -con las localizaciones principales en Acapulco- y San Francisco. Y la película de bajo presupuesto que imaginaba el cineasta se convirtió en la mayor producción de su filmografía.


Durante el verano de 1946, Orson Welles escribe varias versiones del guión que conserva la trama básica de la novela pero introduce algunos cambios. El protagonista, que en la novela es americano, en la película es un irlandés, Michael O'Hara, un agitador del sindicato portuario, que combatió en defensa de la República con las Brigadas Internacionales en la guerra cilvil española -y mató a un espía de Franco en Murcia-, y pasó algunas temporadas en cárceles de aquí y de allá. De los diálogos de Sherwood King apenas conservará unas líneas. Desde el momento en que Rita Hayworth va a interpretar a Elsa Bannister y Orson Welles a Michael O'Hara, el director tiene carta blanca para elegir el resto del reparto entre los actores del Mercury Theater y a viejos conocidos del teatro y de la radio. Y el 2 de octubre se ruedan las primeras tomas de La dama de Shanghai en los estudios de la Columbia.

Errol Flynn y Orson Welles celebran
el cumpleaños de Rita Hayworth
el 17 de octubre de 1946
en el yate del actor

Pero es el 13 de octubre, cuando embarcan en el yate de Errol Flynn, rebautizado para la película como Circe, cuando empieza realmente el zafarrancho. Viajan hasta Acapulco, ruedan hasta el 27 de noviembre y vuelven para filmar las escenas localizadas en San Francisco, Sausalito y Los Ángeles. El rodaje se prolongará hasta el 11 de marzo de 1947 con una interrupción de cuatro semanas en enero y febrero. Le harán pagar caro la decisión de rodar en exteriores, como si en vez de trabajar se hubiese ido de vacaciones. Un memorándum de Richard Wilson, la mano derecha de Welles en la producción de La dama de Shanghai, argumentado y verosímil -según Jean-Pierre Berthomé y François Thomas que estudiaron con detalle la documentación archivada sobre la película-, imputa a la Columbia los excesos de un 50% en el plan de producción previsto y un 30% del presupuesto -sencillamente, en exteriores se portaron como aficionados- que el estudio atribuía a extravagancias de Welles.

La trama criminal de La dama de Shanghai cristaliza en dos figuras -el laberinto y la telaraña-, que devienen matrices de las proyecciones metafóricas en que se anudan las pulsiones que movilizan a los personajes, y motivos visuales que inspiran la escenografía y que modulan la iluminación y los movimientos de cámara. El laberinto y la telaraña fraguan la idea temática encarnada en Michael O'Hara, perdido en una maquinación que lo supera y que visualizamos en las trayectorias nocturnas, escaleras escherianas y sinuosos toboganes, y doblemente atrapado por un Bannister -magnífico Everett Sloane- que se mueve con sus bastones con andares de arácnido y por Elsa -Rosalie para Michael- esa mantis que desgobierna y manipula las emociones del ingenuo protagonista, enredado en Circe o en la urdimbre del embarcadero de Sausalito o presa fácil de los depredadores: aquella historia de los tiburones que cuenta Michael en Acapulco será la historia que él mismo va a vivir, que ya está viviendo, y se materializará visualmente en la escena del acuario que acaba con el beso entre Rosalie y Michael en un gran primer plano sobre un fondo de sombras amenazantes, un beso como un nudo corredizo.


Laberinto y telaraña que se conjugan en la escena del clímax en la sala de los espejos, tantas veces citada, pongamos por caso en Misterioso asesinato en Manhattan de Woody Allen, con esos planos imposibles en los que se ve la mano del Welles ilusionista.




Desde la primera vez que vi La dama de Shanghai me cautivó cómo los cigarrillos cobraban un valor inusitado en el transcurso de la película, parafreaseando a Mamet y a Leadbelly podríamos hablar de los tres usos del cigarrillo. Cuando Michael encuentra a Elsa quiere llamarla Rosalie y le ofrece un cigarrillo que ella guardará con cuidado -un plano detalle inolvidable- entre los pliegues de un pañuelo, porque no fuma; más adelante, en el yate, será Elsa quien le pedirá que la llame Rosalie, anudando el lazo amoroso entre ellos, y además quiere un cigarrillo porque ya ha aprendido a fumar; y una noche, la circulación del cigarrillo encendido revelará los lazos sexuales entre Michael y Elsa sin necesidad de más añadidos carnales. Un cigarrillo -bueno, tres cigarrillos- le bastan a Welles para cuajar en la pantalla el deseo que atrapa a los protagonistas con toda su carga erótica. Y aún no agoté aquí el recorrido de los cigarrillos en la película.



La figuras metafóricas del laberinto y la telaraña alimentan esa pesadilla barroca en que se acaba convirtiendo La dama de Shanghai, donde los recursos expresivos del cine negro se conjugan en una fantasmagoría de luces y sombras, de visiones delirantes que encuentran en Rita Hayworth (Elsa/Rosalie) una encrucijada simbólica, una imagen sublimada en un espejo que acaba inmolada en un estallido, como estallan los propios códigos del género, y la realidad misma que nunca es lo que parece en una trama de falsos asesinatos y cadáveres verdaderos. Cada película de Orson Welles establece corrientes de sentido con el resto de su filmografía que acaba dibujando una red de significados que se expanden y retroalimentan, una obra que es laberinto y telaraña como La dama de Shanghai, en la que el cineasta es, a la vez, perseguidor y presa. Porque en el cine de Welles el hombre es siempre un hombre atrapado: he ahí el núcleo cardinal de su cine. Y quizá no sólo de su cine.


Sobre los últimos planos de La dama de Shanghai escuchamos la voz en off de Michael O'Hara: ¡Qué palabra "inocente"! "Estúpido" sería más adecuada. Todo el mundo hace el idiota por alguien. Sólo envejeciendo es posible librarse de las complicaciones. Así que me parece que voy a intentarlo. A la luz de lo que sabemos de la película, pareciera que es el mismo Orson Welles quien nos habla. A medida que rodaba La dama de Shanghai, Viola Lawrence iba montando las escenas y Harry Cohn contempla con gran pesar -no sé qué esperaba tratándose de Welles- que el cineasta no sigue la rutinaria planificación que cuidaba como oro en paño de los primeros planos de la estrella, nada de eso, Orson Welles reserva los contados planos medios y primeros planos a los personajes secundarios, excepto en la escena del acuario y en la del juicio.

Orson Welles en el rodaje
de La dama de Shanghai


Para disgusto de la montadora, Welles evita el primer plano tradicional mediante una serie de variantes: empieza en primer plano pero a continuación la cámara o el actor, o ambos, se desplazan; usa el perfil del rostro del actor a modo de pantalla o cortina, luego el actor se gira y descubrimos lo que escondía tras él; o termina en primer plano una toma en movimiento; o compone el encuadre con varios personajes en plano con un juego de distancias que refuerza el magnetismo de los rostros. En síntesis, Welles montaba dentro del plano como pocos y casi nadie combinaba ese montaje de distancias con la cámara en movimiento como Welles. Queda dicho. Pero Harry Cohn y la montadora echaban de menos planos/contraplanos, planos de reacción, primeros planos, primeros planos, primeros planos. Esta vez Welles ya no tenía, por contrato, todo el poder como en Ciudadano Kane y el estudio le echaba en cara un rodaje estrafalario y estaban deseando quitarle la película de las manos, así que el cineasta transige. ¿Queréis primeros planos? Pues tendréis primeros planos. Y filma primeros planos echando mano de transparencias y empieza a desplegar raccords de miradas a los que había renunciado durante el rodaje principal , por ejemplo aquellos correspondientes al cuento de los tiburones que había concebido como un plano fijo. Y haciendo de la necesidad virtud, transfigura los rostros mediante los primeros planos que cobran una cualidad onírica o perturbadora, como ése en que la cámara envuelve, como una segunda y porosa piel, el rostro sudoroso de Glenn Anders encarnando a George Grisby.


Welles era Welles hasta cuando rodaba los planos que no quería filmar. En realidad, había decidido transigir para salvar el tratamiento sonoro que había diseñado para la película, sobre todo para dotar del relieve necesario las escenas exteriores, para que el juego de distancias del sonido directo y de los efectos dotara a los encuadres de una perspectiva sonora. Diríase que había creado una arquitectura sonora con vistas a crear un espacio -real- en la imaginación del espectador que dotara de autenticidad a aquello que no mostraban las imágenes con visos documentales. Respecto a la música, Welles trabaja en la misma dirección, quería privilegiar la música popular mejicana y la música de la representación tetral en el barrio chino de San Francisco la graba el equipo del Mandarin Theatre. Pero el efecto-verdad que busca a través del diseño sonoro será abortado por decisiones capitales de la Columbia: privilegiar los diálogos -deben entenderse a la perfección-, el uso de una narración off de Michael O'Hara que Welles grabará pero no controlará su uso en el curso de la película, y el uso invasivo de la música que prescinde de los rasgos identitarios que habían guiado las elecciones del cineasta.


Tampoco le dejaron a Welles meter baza en el montaje de La dama de Shanghai, y se estrenó en mayo de 1948. Resulta muy significativo que los títulos de crédito de la película se cierren con un screenplay and prodution Orson Welles. No existe el crédito correspondiente al directed by. Una ausencia que cabe leer en clave de advertencia al espectador del propio Welles: escribió y produjo La dama de Shanghai pero no se considera director de la película en la medida en que no fue responsable de dos procesos esenciales en su escritura fílmica: el montaje y el tratamiento sonoro. No es la película que Welles había imaginado y aun así hay tanto cine -gran cine- en sus imágenes que si uno tuviera que elegir las cien mejores películas del cine de Hollywood, sin duda la incluiría. Ese Hollywood que prescindió de él enseguida, como quien extirpa un tumor maligno. Welles tardará ocho años en volver. Para rodar su última película en Hollywood: Touch of evil. Extirparon del sistema al más grande de los cineastas surgidos en el cine sonoro. Qué digo, se deshicieron del cineasta que había recibido el sonido en el cine y lo había trasformado en verdadero cine sonoro. Maldito genio.