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9/5/12

Otro Madrid bajo la plaza del Alamillo


Y otra rareza: La torre de los siete jorobados de Edgar Neville. Cine fantástico español o gótico castizo o fantasía costumbrista o juguete cómico fantástico. Pinta raro de todas todas. Pero es una película de 1944: más raro aun. Casi lo único normal (y nada ínteresante) en La torre de los siete jorobados es el cartel original:


Y ya, para rareza, la guinda: existe una edición modélica en dvd de la película y con una estupenda carátula de Víctor Coyote. Es que más raro no puede ser. 


El cine de Neville representó uno de esos gozosos descubrimientos que nos deparó aquel año inaugural del CGAI, que le dedicó uno de los primeros ciclos -de feliz memoria- con algunas de sus mejores películas: además de La torre de los siete jorobados, pudimos ver La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle de Bordadores (1946), o El último caballo (1950), una película por la que siento una especial predilección, con Fernán-Gómez encarnando a un recluta que, al término de la mili, se gasta sus ahorros en Bucéfalo, un animal con el que se ha encariñado, porque el ejército va a convertir la caballería en una unidad mecanizada, y los caballos van a venderlos para actuar con los picadores en las corridas; así que Fernando salva a Bucéfalo de la mala vida que le espera y se lo lleva a su casa, a Madrid, una ciudad inhóspita para un quijotesco soldado recién licenciado y su equino compañero de mili. Cuentan que Edgar Neville soñó esta película y nada más despertarse dictó el guión durante unas horas, de un tirón.

Fernán-Gómez y Conchita Montes en El último caballo

Todas las películas de Neville destilan un cierto poso onírico, el de un sueño castizo, preñado de humor e inteligencia, como en el sainete soñado. Se ha dicho que El último caballo es la primera comedia neorrealista hecha en España; creo más atinados a quienes apreciaron en sus imágenes una mirada que germinó en la encrucijada dichosa del humorismo (de matriz surreal con su querencia por el absurdo y su pizca de negrura) de Tono, Jardiel Poncela o Miguel Mihura, el teatro de Arniches y el cine de Chaplin (los ecos de Luces de la ciudad o Tiempos modernos resuenan en el latido poético del humor de El último caballo). Talmente.

En el centro, agachado en la plataforma 
de la cámara, Edgar Neville 
en el rodaje de La señorita de Trevélez

Y es que Neville, fuera de ese círculo de humoristas que -después de Gutiérrez y La ametralladora- acabaron en las páginas de La Codorniz, todos para echarles de comer aparte, y que muchos años después, López Rubio definió como la otra generación del 27, era un cineasta de lo más raro. Neville aseguraba que el dinero carecía de importancia para él; eso sí, quería tener mucho, para derrocharlo a manos llenas. Dicho y hecho. Digamos que el dinero le venía de familia y lo fundió en poner en pie películas -las más, fracasos-, en invitar a los amigos a copiosas cuchipandas y en vivir a los grande sin privarse de caprichos. Así, hizo el cine que quiso en un país donde el horno no estaba para aquellos bollos; sobre todo no estaba dispuesto a reírse de sí mismo con el retrato solanesco que le devolvía el espejo, pongamos por caso, de El crimen de la calle de Bordadores.  


Fernán-Gómez nos dejó un párrafo que vale por un retrato de ese Neville aristócrata -conde de Berlanga de Duero- que iba para diplomático pero que lo dejó por el cine: "Este dandy, distinguido sportman, casi extranjero, de cultura y vida internacionales, hizo un cine de puras imágenes españolas. No sintió la necesidad de simular en su obra, como la mayoría de los directores españoles del momento, un lujo americano, porque ya tenía perro, chalé, coche, piscina, amante, secretaria y mayordomo, cuando los demás teníamos café con leche". Un dandy que se movía con igual desenvoltura, humor e ingenio en una taberna del Sacromonte o en un palacio romano. Los rojos lo consideraban un fascista y los fascistas lo tenían, si no por rojo, por sospechoso, por ir a su aire. Buñuel lo vio claro, ni fascista ni republicano, "hizo siempre lo que le vino en gana, que no es poco". Pues eso.


Hay quizá tres momentos cardinales en la vida de Neville: como espectador, cuando descubre las enormes posibilidades del cine con El demonio y la carne de Clarence Brown; como cineasta, cuando conoce a Chaplin, se hacen amigos de por vida, y aprende el oficio en el set de Luces de la ciudad, es el único al que el cineasta permite llevar una cámara de fotos durante el rodaje y hasta hay quien dice que incluso llegó a filmar algunos momentos del rodaje, y quizá sean las únicas imágenes de Chaplin dirigiendo Luces de la ciudad, quién sabe; y como hombre, cuando lo embrujan los ojos de una chica que andando el tiempo se convertirá en Conchita Montes, su actriz fetiche y la mujer de su vida.


Cabría añadir el tiempo que pasó en Hollywood trabajando como guionista y dialoguista en las versiones en español para el mercado hispanoamericano en los primeros años del sonoro, cuando aún no se había generalizado el doblaje, pero sobre todo porque estaba en compañía de sus amigos, Tono, López Rubio, Eduardo Ugarte, Jardiel Poncela...; vamos, que sólo faltaba Miguel Mihura que tuvo que quedarse, enfermito. Y también estaban el Gordo y el Flaco, Douglas Fairbanks, Loretta Young, Marion Davies, Carole Lombard... En fin, que lo pasó de miedo.  

De izda. a dcha., Eduardo Ugarte, Stan Laurel, Oliver Hardy, 
López Rubio y Edgar Neville

Humorista, novelista, dramaturgo, guionista, cineasta... Las películas de Neville desprenden el goce de hacerse, de quien disfruta con el fregado de los rodajes. Había nacido justo cuando el cine cumplía cuatro años, bebés ambos, el 28 de diciembre de 1899. Bien se ve que predestinado como el Carlos Durán de Vida en sombras de Llobet-Gràcia. Señalemos a modo de elipsis que a mediados de los años cuarenta Neville ya domina el oficio y va a encadenar algunas de sus mejores películas, como esa trilogía de policiales castizos o sainetes criminales que forman La torre de los siete jorobados, Domingo de Carnaval  y El crimen de la calle de Bordadores (con aquel borracho toca-pelotas que le suelta al sereno gallego ¡Abajo Pontevedra!), con la dirección de fotografía de Enrique Barreyre; películas de estampa solanesca y misterio costumbrista con rasgos que suelen calificarse de expresionistas pero que, en realidad, podríamos emparentar con la atmósfera y los ingredientes genéricos de los filmes de terror de la Universal (o sea, lo que hicieron allí los iluminadores con los efectos de luz y sombras de inspiración expresionista); y preñadas de un humor que las convierte en piezas insólitas, extravagantes y hasta disparatadas pero muy muy divertidas.


Aunque La torre de los siete jorobados es una película de Neville, más aún, uno de los Neville por excelencia, conviene, sobre todo a estas alturas, no olvidar a los otros tres autores que precedieron al cineasta. Por un lado, los autores de la novela, porque son dos, aunque aparece -aún hoy- firmada sólo por Emilio Carrere; por otro, el guionista José Santugini que no sólo escribió el guión sino que puso en marcha el proyecto de la versión cinematográfica. De lo que sabemos de la autoría de la novela, al estupendo prólogo de Jesús Palacios con sus pesquisas en la edición de Valdemar hemos de remitirnos; de lo que sabemos del guión de Santugini, a las de Santiago Aguilar nos remitiremos.

Emilio Carrere en un retrato de Alfonso

Si no fuera por La torre de los siete jorobados, publicada en 1924, hoy nadie recordaría a Emilio Carrere. Pero en el primer tercio del siglo pasado fue un autor muy popular (como el Ruíz Zafón de su tiempo, vamos), sólo que entonces los editores pagaban muchísimo menos. César González Ruano nos dejó este retrato de Carrere: "Se diría que le estorbaba el dinero. No quería él sino lo justo para existir, para llenar su pipa de mal tabaco y para dárselo al primero que se lo pedía. (...) Había nacido en 1880 y desde los veinte años publicado libros que se acercarían a un centenar, pero que en realidad sólo eran diez, porque vengándose de la cicatería editorial les cambiaba el título y los volvía a vender". Quizá algo más que el título pero por ahí andaba la cosa. Tiene su aquel irónico -o una jocosa justicia poética- que su nombre perdure por una novela cuyas dos terceras partes escribió un negro llamado Jesús de Aragón, que, llegado el momento de la adaptación al cine, ya había abandonado la literatura, pero en los años 20 y 30 llegó a ser conocido como el "Julio Verne español" y a veces firmaba como "Capitán Sirius", uno de esos escritores de la primitiva y ya olvidada  generación que cultivó la novela popular de evasión -aventura, fantasía, misterio, ciencia ficción: el pulp español, digamos-, como 40.000 kilómetros a bordo del aeroplano 'Fantasma' o De noche sobre la ciudad prohibida.

Las cubiertas corresponden a la publicación 
de las novelas en la editorial Juventud 
en 1935 y 1936 respectivamente.

El caso es que en 1923, Emilio Carrere vendió a un editor madrileño una novela que, en realidad, era el manuscrito de Un crimen inverosímil, una novela corta suya que había publicado el año anterior, al que añadió papeles suficientes para hacer un bulto verosímil. Comprobada la naturaleza de la carpeta, el editor le encarga a Jesús de Aragón el remedio del disparate. Y tras estudiar  la obra de Carrere, se puso a la faena y cumplió con creces el cometido. Hasta el punto de que los jorobados sean siete es cosa suya -en la parte original de Carrere sólo hay uno-, como la ciudad hebrea perdida bajo el Madrid de los Austrias, cuyo decorado en la película, obra de Pierre Schild, se convertirá en imagen emblemática de La torre de los siete jorobados.


Tampoco nadie se acuerda de José Santugini, quizá el mejor guionista del cine español de los cincuenta, bastaría citar Carne de horca (1953) de Ladislao Vajda. Me gustó mucho lo que dijo en una entrevista publicada en la revista Primer Plano el 30 de enero de 1944: La cátedra de todo buen guionista es la butaca del espectador de cine. Lo raro -otra rareza más- es que Neville y Santugini sólo trabajaran juntos -y como se verá, poco tiempo- en La torre de los siete jorobados, porque eran de la misma cuerda. Santugini  era otro de los humoristas del círculo de Tono, López Rubio, Mihura y compañía. Escribe relatos para las revistas y en 1936 dirige Una mujer en peligro a partir de un guión que había escrito con Carlos Fernández Cuenca, una película producida por Atlantic Films para la que Neville rueda ese mismo año La señorita de Trevélez.  En Una mujer en peligro se cocinan los ingredientes característicos de los relatos de Santugini: "un caserón en ruinas habitado por un puñado de personajes siniestros escapados de una producción de la Universal: un doctor lunático, una chica pizpireta y héroe sin atributos". Y la noche tenebrosa, rayos y truenos, gatos negros, telarañas y caras patibularias; eso sí, todo aliñado con humor que redime lo naif de las truculencias y piruetas argumentales. Casi todos esos rasgos bien podrían aplicarse, como señala Santiago Aguilar, a La torre de los siete jorobados. Ingredientes similares que Santugini vuelve a aderezar en Viaje sin destino (1942) de Rafael Gil protagonizada por Antonio Casal, el Basilio Beltrán de La torre...: el misterio conjugado con lo cómico en una comedia con fantasmas marca de la casa Santugini. Pero antes de entrar en el guión que en 1944 lo vinculará profesionalmente con Neville, conviene retroceder hasta 1935, cuando en el número del 5 de mayo de la revista Cinegramas aparece una entrevista de Santugini con Emilio Carrere donde, a propósito de La torre de los siete jorobados, comenta el guionista: Por su emoción, por su enredo y sus complicaciones folletinescas es precisamente por lo que la creo más cinematografiable. Sería la primera película de terror, de misterio, de trucos pintorescos que se realiza en España. Entre policiaca y sobrenatural, con algo humorístico y castizos escenario madrileños...


Y es el propio Santugini quien en 1944 -casi diez años después- convence a los productores para emprender la versión cinematográfica. Se firma el contrato de cesión de derechos el 1 de marzo y, unos días después, en una entrevista radiofónica, Neville asegura que su próximo proyecto será Domingo de carnaval.  Así que, durante un tiempo, Satugini trabaja solo en el guión de La torre de los siete jorobados, se queda con la trama principal de la novela y, para curarse en salud, prescinde de todos los materiales "contaminados" por el satanismo y lo sobrenatural. A principios de mayo, el guión, firmado ya por Santugini y Neville, se presenta a censura previa.

 
Y aquella novela que apañó con bien un negro y casi novel Jesús de Aragón, encontró en Santugini al guionista idóneo y en Neville al director ideal para transfigurar una trama que, pudiéndose despeñar por lo tremebundo, levanta vuelo por obra y gracia del tono ligero y de los visos oníricos que desprenden las formas.

El pánfilo y el fantasma

Desde luego no se le pueden poner pegas al casting, con ese pánfilo Basilio Beltrán en la piel de un simpático Antonio Casal, enredado por Robinsón de Mantua -no me digáis que no es un nombre magnífico para el fantasma de un arqueólogo-, encarnado de maravilla por Félix de Pomés, para proteger a su sobrina Inés a la que pone carita Isabel de Pomés,

Isabel de Pomés es Inés de Mantua

de la amenaza del siniestro doctor Sabatino, un estupendo Guillermo Marín, que gobierna el mundo tenebroso de la torre de los siete jorobados (en realidad, bastantes más), en el otro Madrid bajo la plaza del Alamillo, donde mantiene encerrado al chiflado y entrañable doctor Zacarías, un espléndido Antonio Riquelme.

El pánfilo, el doctor siniestro y el profesor chiflado

Seguramente no cabe imaginar mejores mimbres para conjugar fantasía, misterio, humor y costumbrismo que de una forma tan deliciosa acaban cuajando en La torre de los siete jorobados, una película que se abrocha con un desenlace que le hubiera gustado a Lubitsch -tan admirado por Neville-, con el fantasma Robinsón de Mantua que abandona la escena llevándose a una Venus de Milo -es mi tipo de mujer- mientras reconviene a Basilio la ardiente efusión con Inés. En fin, La torre de los siete jorobados, sobra decirlo, no es una película de miedo, sino una encantadora y disparatada comedia de fantasmas.