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21/5/11

Un viaje cósmico en John Deere

Ayer por la tarde, en una conversación demorada con Luis Avilés y David Pérez Iglesias en la solaina de una casa de Outes con un eido umbrío de cerezos, manzanos y nogales, que cae en una suave pendiente hasta el río, creo que fue David quien trajo a colación The Straight Story (1999) -aquí Una historia verdadera- de su tocayo Lynch. No recuerdo cómo fuimos a parar a esa película o cómo la película vino a parar a Outes, quizá porque nuestro aire y el entorno tenía un aquel parejo con la escena final, aunque nosotros fuéramos tres en vez de dos y, desde luego, no de pocas palabras, quizá porque aún no hace demasiado que nos conocemos y aún no nos hemos dicho todo, como todo se habían dicho ya aquellos dos viejos hermanos del filme de Lynch.


Y aunque otras películas y series salieron a relucir, The Straight Story se quedó conmigo tras despedirnos y mientras volvía a casa la rememoraba, así que hoy le propuse a Ángeles volver a verla y a ella, que tanto le gustan -todas- las películas de Lynch, le pareció un plan perfecto para la sobremesa de este sábado. Con toda probabilidad, fue la primera gran película que vimos este siglo, se estrenó en febrero o marzo de 2000, y fue unos de los primeros deuvedés que compramos, pero llevábamos años sin remirarla. Y quizá nos gustó más que las primeras veces, quizá porque somos diez años más viejos, diez años más cerca -por así decir- de la experiencia que vive Alvin Straight, quizá con diez nuevas razones -íntimas- para compartirla.  


Pero antes de acompañar a Alvin en su road movie al volante de un cortacésped John Deere -jodere le dicen en la raia seca- de 1966, conviene recordar que, cuando David Lynch se pone tras la cámara para semejante odisea rural por el medio oeste americano, había dirigido siete largometrajes - pongamos por caso Cabeza borradora (1976), El hombre elefante (1980), Tercipelo azul (1986), Corazón salvaje (1990) y Carretera perdida (1997)- y creado una serie de culto de los noventa como Twin Peaks. Y conviene recordarlo porque The Straight Story, una película sobre un viejo que recorre casi quinientos kilómetros para reconciliarse con su hermano, puede parecer un ovni fílmico -o una estrella fugaz- en el universo Lynch, una obra insólita -y luminosa- en una filmografía de atmósferas turbias y mundos oscuros.

David Lynch

Pero si vemos más allá de la superficie, o si miramos -o sea, si vemos con atención- las apariencias de The Straight Story (un título que juega con el apellido del protagonista y el significado de straight, veraz, recto) comprobaremos que se trata de una película que encaja a la perfección en el cine de David Lynch, dicho de otra forma, es una mirada linchyana la que destila la última aventura de Alvin.


Para cualquiera que conozca la obra de Lynch cómo no advertir que el entorno de la casa donde el viejo vive con su hija Rose (Sissy Spacek) podría inscribirse en Terciopelo azul, o esas carreteras vacías en Corazón salvaje o Carretera perdida; cómo no reconocer en esa mujer, que llora y grita -histérica- porque atropella a los ciervos que tanto ama, a un personaje puro Lynch;


o ese cielo estrellado que abría también  El hombre elefante, por no hablar de las texturas sonoras -y de la música de Angelo Badalamenti- que reverberan en las imágenes de Freddie Francis, que firma aquí su última dirección de fotografía; o del fuego, que enhebra como hilo candente la filmografía del cineasta.


En cada uno de los escenarios que atraviesa o en los que se detiene Alvin mientras viaja en su John Deere para ver a su hermano Lyle (Harry Dean Stanton) antes de morir, podemos imaginar qué otra película -qué otra escena- podría haber filmado Lynch si no se hubiera enamorado de una historia que, en las primeras intenciones, no era para él y, a primera vista, no era suya.


Alguna vez David Lynch dijo que había afrontado esta película como si fuera un artesano que recibe un encargo y lo filma lo mejor que puede, quizá con la intención de disimular al artista que todos -crítica y público- a esas alturas veían en él; lo que me recuerda aquello de Goethe: el artista que no es también un artesano no vale nada. En cualquier caso, Lynch le debe The Straight Story a Mary Sweeney, su compañera y colaboradora en aquel tiempo.

Mary Sweeney y David Lynch

Mary Sweeney descubrió la historia de Alvin Straight en un periódico en 1994 y quiso comprar los derechos pero otro productor se le había adelantado. Pasaron tres años y no hubo novedades. Caundo Alvin murió, Mary Sweeney habló con los hijos y se enteró de que la opción por la historia había caducado. En cuanto dispuso de los derechos, se fue con John Roach a Iowa para visitar a la familia de Alvin y empezaron a escribir el guión. Cuando David Lynch lo leyó, le gustó tanto que no resistió la tentación de dirigir The Straight Story, una película que, además de descubrir y escribir, Mary Sweeney se encargó también de producir y montar.

David Lynch en el rodaje de The Straight Story

The Straight Story se rodó a lo largo de dos meses, respetando la cronología de la historia y con un diseño de producción de Jack Fisk, que tiene en su curriculum, sin ir más lejos, la filmografía de Terence Malick. El actor Richard Fansworth, que había empezado en el cine como especialista -dobló a Henry Fonda en Fort Apache de John Ford- y tenía a sus espaldas trescientas películas, encarnó a Alvin, tuvo que esperar a cumplir ochenta años para encontrar el papel de su vida después de que le diagnosticaran un cáncer de huesos que le produjo intensos dolores durante el rodaje; un año después de terminar la película, no soportó más el sufrimiento y se pegó un tiro en su rancho de Nuevo Méjico.

David Lynch, en el centro, dirige a Richard Fansworth 

Un actor que veía la película como un western moderno, al fin y al cabo, decía, la velocidad de 10 km/h del cortacésped John Deere es parecida a la de los carromatos de los colonos que viajaban hacia el Oeste, pero también por la forma con que Lynch filma los paisajes, las mutaciones de la luz, los cielos, las nubes, la lluvia, las tormentas, y las relaciones entre los grandes espacios y las figuras humanas que los habitan o atraviesan.


El último viaje de Alvin filmado por Lynch deviene una road movie de otoño y crepúsculos, amojonada por averías, accidentes y encuentros -como la vida misma-, que se transfigura en un viaje al pasado donde afloran las culpas, los remordimientos y las pérdidas -el dolor, la memoria y la experiencia de un hombre (las heridas que jamás cicatrizan)-, para contemplar por última vez las estrellas junto a su hermano como cuando eran niños.


Y cuando Alvin y Lyle se encuentran, embalsan las emociones en un silencio velado y nosotros medimos con lágrimas la distancia que acabamos de recorrer en casi dos horas de una película tan bella: un viaje cósmico para decir adiós.

2/12/10

Filmar este finisterre

La noche del martes nos acercamos a Noia para ver Retornos, el primer largometraje de Luis Avilés. Una opera prima alberga siempre la promesa (de una mirada) y la esperanza (del cine por venir). Si esa película ha sido concebida, desarrollada y materializada aquí, puedo imaginar también cuántas veces estaría a punto de naufragar o qué fácil habría sido que se quedara confinada en el papel, otra más en las cunetas del cine de este finisterre. Y aun puedo imaginar algo peor: una película enlatada y sin distribución. Que Retornos haya cuajado en 144.000 fotogramas que se proyectan  -24 por segundo- en la pantalla de un cine es un milagro.


Retornos empezó a fraguarse en alguna taberna de Noia hace unos años, mano a mano entre Luis Avilés y David Pérez Iglesias. La historia de un regreso con un pasado a cuestas a un mundo roído por el salitre, la humedad y el tiempo cifrado de una derrota interminable, a una Galicia fea, donde lo nuevo se ensaña con desmemoria en lo viejo que desprecia con un desgarro de auto-odio, a un país triste, como esos puticlús pregonados en luminosos tristes que amojonan de neones las carreteras secundarias, la red neuronal de una geografía de aldeas perdidas en estos tristes finisterres. La historia podría devenir un western telúrico pero deriva hacia el thriller rural, como una grapa destilada de un bagazo melancólico. Una atmósfera que recuerda esas novelas de Simenon que acontecen en otros finisterres, pongamos por caso en Concarneau. Una película esculpida con luz atlántica, deitadiña, que decía el maestro.  

Pero más allá de una historia de padres e hijos y de odio entre hermanos, pespuntada en una falsilla de género alrededor de un puticlú de aldea, Retornos nos convence porque, al fin, despliega en la pantalla un país que reconozco como el mío, la tierra de la lluvia y la bruma, del olvido y la negra sombra; esos interiores desangelados, esos cuartos con manchas de humedad en las paredes desconchadas; esos seres lacónicos, amargados por un íntimo encono o lacerados por un íntimo desconsuelo. En este país preñado de un inclemente desasosiego no hay Innisfree al que regresar.

 Luis Avilés, a la izda., dirige a Xosé M. Olveira Pico 
en Retornos

Retornos nos convence porque, más allá de la historia que nos cuenta, destila una mirada sobre este finisterre. A estas alturas resulta insoportable que una película me despache dos horas de supuesto entretenimiento con el pretexto de contar un cuento -ilustrado-; una historia puede bastarme en una sobremesa, pero si voy a ver una película no quiero una historia, quiero cine, y cuántas veces sobra película y falta cine. El cine no es -no puede ser- sólo un pretexto, una forma de contar, sino un texto -fílmico-, es decir, una forma de mirar. Y es la mirada de Luis Avilés lo que nos convence. O sea, el cine que destila Retornos cuando las imágenes son menos deudoras de la trama -de las exigencias del género y de la necesidad de responder las preguntas que el espectador se pueda plantear- y despliegan todo su poder de sugerencia.

Sólo cabe esperar que Luis Avilés vuelva a cuajar en otra película esa mirada. Y en esa película venidera deseamos de corazón que despliegue su visión arriesgándose a confiar en el poder de sus imágenes para arrastrar al espectador, más que con una película, con el cine que lleva dentro, ese cine que aflora en el aquel de filmar este finisterre en los mejores momentos de Retornos .

20/12/09

Un maestro de escuela

Hace un par de años en uno de esos talleres de guión en el que enredan a uno cada cierto tiempo, cuando uno, maldita sea, fue incapaz de decir que no, o cuando fue capaz pero se rindió, o cuando claudicó en el último no, que es el que cuenta, en fin, cuando uno, una vez más, transigió, decía, hace un par de años, afronté aquel tinglado con el presentimiento de que más pronto que tarde me arrepentiría, de que me reprocharía, una vez más, haber sido incapaz de decir no. Y me equivoqué. Por una vez, albricias, estaba donde debía estar. Porque, quizá, si no hubiera dejado que me enredaran en aquel taller, tampoco hubiera conocido a David Pérez Iglesias. Como es un tipo de verdad, de pies a cabeza, era el único que se sentía fuera de lugar, y eso que sobraban dedos de una mano para contar a quienes merecieran estar allí. Y David era (es) uno de ellos. Aquella tarde de octubre en el Costa Vella de Santiago, con sus maltas mediante, hablando de esto y de lo otro, de Rosalía, de Ferrín, de Uxío Novoneyra, y también de la adaptación cinematográfica de su relato de aventuras Cando veña a noite -el pretexto que lo había llevado al taller de guión-, representa uno de esos bálsamos para las horas inciertas y los tiempos oscuros.

Podría contaros muchas cosas de David Pérez Iglesias. Pero sólo os contaré algunas. Porque aunque os contara cuanto sé e imagino, sólo representaría una parte infinitesimal, así que para qué. David es un escritor (además de la novela citada, la colección de cuentos Estación Término), un guionista (de Retornos, una película de Luis Avilés que se estrenará pronto), un gran lector de curiosidades, un -me acabo de enterar como quien dice- regueifeiro frustrado -o quizá no, quién sabe-, un tipo que se sabe casi -lo de casi es un eufemismo- toda la obra poética de Rosalía de memoria, que tiene a Méndez-Ferrín en un altar de la literatura gallega -totalmente de acuerdo-, un contador de historias estupendo que sale a fumar en la madrugada sobre todo si llueve, y que lleva dentro pero a flor de piel un campesino, de esos que ve muy lejos, o sea, muy hondo. A veces se pasa por aquí y me deja sutilmente deberes para esta escuela. Pero aún no os he contado lo más importante: David es un maestro. Quiero decir, un maestro de escuela, aunque dé clase en un instituto, aunque los alumnos lo saluden con el aquel de "profe". Es un maestro. De esos que dejan huella. De esos que quedan en la memoria de quienes han pasado por sus aulas.

Hace un año tuve el honor de compartir un par de horas con los alumnos -del IES de Porto do Son- que con David Pérez Iglesias forman la cooperativa -creo que es la mejor denominación, aunque escuela tampoco está mal- de cine SonCine. Llevan varios años haciendo cortometrajes, podéis verlos aquí. Son adolescentes que hacen cine: escriben los guiones, los ruedan, los interpretan, los montan, los distribuyen. No importa demasiado si son mejores o peores -los cortos, los alumnos son maravillosos-, aunque en cada corto hay por lo menos una escena con cine dentro, como ésa con todas las chicas amontonadas alrededor de Mar en Mar. Lo que resulta conmovedor es la experiencia -sí, educativa, y admirable y valiosa- que ha inspirado David Pérez Iglesias. Porque exige mucha pasión, paciencia y perseverancia. Y mucho, mucho, mucho tiempo, que, obviamente, deja corta la jornada escolar y la dedicación exclusiva docente. Y sí, ya sé, él no me lo perdonaría, no es sólo David, pero yo llevo muchos años en esto, me pasé un cuarto de siglo -que se dice pronto- en las aulas, así que, creedme, sé de lo que hablo, y sin alguien como David, SonCine no sería posible. Es más, estoy seguro que sus alumnos serían los primeros en ratificar lo que os cuento. Y claro, cómo no iba a traer por esta escuela a un tipo como David. Salud, maestro.