Buena parte de las mejores historias que leí cuando tenía ocho, nueve, diez años, las encontré en un libro de Historia sagrada (tal cual) de 1º de Bachillerato. De mis preferidas, la historia de Sansón y Dalila, que figura en el capítulo 16 del Libro de los Jueces (otra que me encantaba, la de Judith y Holofernes). La verdad, me enfadó que Sansón cediera al apremio de Dalila para que le revelara el secreto de su fuerza: había que ser tonto; eso o había algo en la historia que se me escapaba. Uno o dos años después, a mediados de los 60 del siglo pasado, vi en el Teatro Principal de Tui (entonces Tuy) Sansón y Dalila (1949) de Cecil B. DeMille. Era una reposición, y formaba parte de una sesión continua (de la otra película no me quedó rastro en la memoria). Y ahí estaban (aún están) una Dalila encarnada por Hedy Lamarr y un Sansón en la carne de Victor Mature. Y entonces ya lo entendí todo. Bueno, no había nada que entender. Era evidente (o eso pensaba yo). Quién podría resistirse. Pobre Sansón.
El Teatro Principal estaba a reventar (en palcos, butacas, anfiteatro y gallinero), claro que no se podía comparar con la proyección de Sansón y Dalila en el cine Granada, en Tooting, al sur de Londres, donde entonces vivía David Thomson (tendría unos nueve años también cuando se estrenó), un cine con capacidad para 3.000 espectadores (tres mil, leísteis bien). Después de verla, le aterrorizaba la idea de ir al peluquero. David Thomson trae a cuento aquella sesión en su libro Instrucciones para ver una película (en realidad se titula "Cómo ver una película") para evocar la experiencia de asistir a una proyección en compañía de 2.999 extraños, que durante un par de horas fueron -hasta cierto punto- uno:
Un éxtasis al que cuesta muchísimo renunciar.
No había vuelto a ver la película, cuando hace seis años me topé con el Sansón y Dalila (1609) de Rubens en la National Gallery de Londres. Era como en aquellos versos de Michael Krüger:
A veces la infancia / me manda una postal...Me pasé un buen rato delante del cuadro. En el gesto de Dalila se adivina el pasado y se presiente el futuro que pesan en el presente de la escena. Dalila ha cumplido su misión pero a fuerza de fingir que amaba a Sansón para arrancarle su secreto, quizá realmente lo ama, y le duela haberlo traicionado sirviendo a los suyos. Pascal lo cuenta muy bien en su Discurso acerca de las pasiones del alma:
Si tratamos de fingir que amamos, ya casi somos amantes, o por lo menos algo amamos, ya que se deben sentir el espíritu y los pensamientos del amor para semejante engaño.
Y un día de estos veía National Gallery (2014), el documental de Frederick Wiseman que nos depara un viaje de tres horas por el museo, y, mira por dónde, dos de las escenas que más he disfrutado se centran en el Sansón y Dalila de Rubens. En la primera, una guía del museo (uno quisiera haber tenido una profesora de arte así) anima a un grupo de visitantes a ver el cuadro como si de una película de espías se tratara. Dalila es una Mata-Hari de los filisteos a la que encargan la misión de averiguar el secreto de la fuerza de Sansón. La escena del cuadro acontece después de haber hecho el amor (después de yacer, suele leerse en las traducciones de los relatos bíblicos) el hombre se ha dormido: a veces pasa, dice risueña la guía. Y van a cortarle el pelo; en definitiva, está condenado (ya aguardan los sicarios en la puerta entreabierta de la derecha). Dalila vive un conflicto que Rubens muestra en el gesto y las manos de la mujer, la cabeza inclinada sobre Sansón dormido en su regazo, con la mano izquierda sobre la espalda, revela una cierta ternura, quizá entrega, pero al tiempo el torso retraído y la mano derecha aparte denotan reserva, distancia, cálculo, conjugando así el dolor por la perdición del hombre y la cautela en la artimaña, quizá también el deleite por el dominio... Como remate, la guía les sugiere a los visitantes que imaginen que los invitan a una casa donde el cuadro preside una sala, ¿qué les diría eso de su anfitrión?
Esta es la guía, la guía perfecta,
pero en esta escena ilumina un retablo medieval
(otro de los momentos gozosos de National Gallery).
Una hora después, la película nos vuelve a situar frente al cuadro y escuchamos a un ¿profesor, historiador, investigador? (en los documentales de Wiseman nunca aparecen los típicos rótulos identificadores de quien habla) explicando a dos alumnas de arte, el contexto de la producción de ese cuadro. El Sanson y Dalila se lo encargó a Rubens un amigo, con vistas a colocarlo sobre una chimenea (de ésas en las que uno podría estar dentro de pie) que tendría a la izquierda una ventana, incluso lo más probable es que Rubens lo pintara in situ. Al parecer llevaron el cuadro al lugar que ocupó en aquella casa para comprobar el efecto en vivo. Esa luz que llega desde la misma dirección de la ventana, esa vela que se mueve hacia la derecha, como empujada por una brisa que entrara por la ventana situada a la izquierda del cuadro... Así pintó Rubens Sansón y Dalila, para que así fuera visto allí. En fin, una película de espías sobre una gran chimenea.
Frederick Wiseman