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30/8/20

La chica de la fábrica


Los procesos de proyección, identificación y transferencia no los inventó el cine, pero el cine propicia y estimula o -por usar el término empleado por Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario (donde ya en 1956 se ventilaban estas cuestiones)- excita, en mayor grado que otras artes, la participación afectiva derivada de esos procesos, gracias a la impresión de vida y realidad -el encanto- que desprenden las imágenes fílmicas. Procesos que ya fueron percibidos en los espectadores de las primeras sesiones -fundacionales- de las vistas de los Lumière aquel 28 de diciembre de 1895, como observó el periodista Henri de Parville ante las reacciones que originaban aquellas imágenes:

Uno se pregunta si es simple espectador o actor de esas asombrosas escenas de realismo.

Una participación afectiva en la que Edgar Morin cifraba el fundamento estructural del cine. Así el espectador -tan pasivo en apariencia- se convierte en colaborador indispensable del hecho fílmico, en coautor de la película que contempla. O por decirlo con las palabras de Pierre Francastel: el espectador hace la película tanto como sus autores. Sobra decir que la industria del cine -la fábrica de sueños- exacerbó esa participación afectiva desde el guión hasta el montaje pasando por la puesta en escena (decorados, atrezo, vestuario, encuadre, iluminación, movimientos de cámara, interpretación, dirección...) y la música, que explotaban ese complejo entramado de proyección-identificación-transferencia basado en el star system: la estrella como herramienta privilegiada de participación afectiva. 

Fotograma de  A Woman's Face (1941), de Gorge Cukor.

Un caso ejemplar -y aun extremo- lo encontramos en Joan Crawford, una estrella de la MGM creada -fabricada- con los espectadores antes de aparecer en la pantalla. En 1925, Harry Rapf, un ejecutivo de la MGM, descubrió a una corista de Broadway llamada Lucille Le Sueur. Le hicieron pruebas, comprobaron su fotogenia y la contrataron. Enseguida convocaron un concurso nacional con dotación económica para bautizar a su nueva propiedad. Ganó Joan Crawford. Ése fue el papel que realmente interpretó Lucille Le Sueur durante casi cincuenta años. Primero, en la segunda mitad de los años veinte, como encarnación de la flapper

Fotograma de Our Modern Maidens (1929), de Jack Conway.

El estudio usó entonces como publicidad aquellos episodios de la vida de la actriz (sus comienzos como corista en clubes nocturnos de Oklahoma y Detroit, y sus trofeos en concursos de foxtrot y charlestón en su adolescencia) para acentuar la credibilidad del personaje. 

Fotograma de Our Blushing Brides (1930), de Harry Beaumont.

Con el crack del 29 se evaporaron los felices veinte y hubo que reinventar a Joan Crawford. Irving Thalberg llamó a su despacho a la guionista Lenore Coffee, le comentó que la Crawford ya había hecho un montón de esas historias de jovencitas emancipadas, y ya estaba rondando los veinticinco, y le encargó que escribiera algo que le proporcione una nueva personalidad. Lenore Coffee tramó un guión basado en el cuento de la Cenicienta. 


La película, a medida de Joan Crawford, se tituló Possessed, la produjo Harry Rapf, el productor que había descubierto a Lucille Le Sueur; la actriz repitió con Clark Gable (porque así lo quiso, ya habían rodado juntos dos películas y rodarán cinco más), la vistió Adrian (su modisto de confianza), la iluminó Oliver T. Marsh, la dirigió Clarence Brown y se estrenó en 1931. Fue un cañonazo, pero es una de las películas menos conocidas tanto de la actriz como del director. 

Cartel francés de Possessed.

Joan Crawford encarnaba a Marian Martin, obrera de una fábrica de cajas de cartón. El papel de factory girl fue la manifestación proletaria del personaje clave en la carrera de Joan Crawford, la working girl, el personaje que encarna en sus películas más célebres, pongamos por caso Mildred Pierce (1945), de Michael Curtiz. Una working girl en una trama de Cenicienta: la fórmula Crawford (os recomiendo este artículo de Carmen Guiralt). Dicho sea de paso, si tengo que elegir me quedo con una de sus working girl sin trama de Cenicienta en Daisy Kenyon (1947), de Otto Preminger.


En la campaña publicitaria en torno a Possessed, otra vez la MGM echó mano de episodios biográficos de Lucille Le Sueur -su pasado proletario- para arropar la nueva personalidad de Joan Crawford como factory girl: sus orígenes humildes, trabajando como empleada doméstica para pagarse los estudios, y más tarde como dependienta en unos grandes almacenes... En fin, una chica trabajadora a imagen y semejanza de la mayoría de su público, de las espectadoras de sus películas: chicas como Marian Martin, la factory girl protagonista de Possessed

Rodaje de la secuencia de apertura de Possessed.

Pero quien hizo el trabajo más eficaz a la hora de propiciar la identificación con el personaje de Joan Crawford y garantizar -y aun acelerar- la participación afectiva del público -mayoritariamente chicas trabajadoras- fue la propia película, por obra y gracia de la puesta en escena, de la escritura fílmica. Vale la pena comentar los primeros cinco minutos de Possessed, o mejor, cuatro, descontando el minuto de los créditos, un segmento que debemos apuntar entre lo mejor de las filmografías de la actriz y del director, al que tanto la guionista Lenore Coffee como Joan Crawford pusieron por las nubes. Decía la actriz de Clarence Brown:

Nunca he conocido un director con mayor respeto por cada detalle por diminuto que fuera de todas y cada una de las escenas.

Rememoremos entonces esa espléndida apertura de Possessed.

La cámara encuadra (contrapicado) el depósito de agua con el rótulo de la fábrica de cajas de cartón y la chimenea mientras suena la sirena, desciende (grúa)  para recoger la salida de los obreros de la fábrica y retrocedemos acompañándolos (travelling) para quedarnos con Al Manning/Wallace Ford, un obrero de la construcción, que espera a Marian Martin. Cuando llega la chica, la cámara retrocede (travelling) mientras caminan. Él le pregunta qué tal; ella no está cansada, está muerta. Encadenado. 

La cámara los encuadra ahora en escorzo (plano americano) y los acompaña retrocediendo (travelling) mientras caminan despacio por una calle sin asfaltar de un arrabal. Él quiere decirle algo, ella ya sabe qué y está cansada de que se lo pida; él insiste en que se casen, la toma de los brazos, sería fantástico tener un hogar... La cámara se detiene con ellos.

En segundo término un matrimonio discute con la verja de la casa por medio. Al le asegura que serán felices; Marian piensa que no tienen dinero, sería comprar la felicidad a plazos y luego el banco se lo lleva todo. En segundo término, el marido, borracho, se larga y la mujer se queda en casa. (En el mismo plano, usando la profundidad de campo, Clarence Brown conjuga el sueño de felicidad de Al que Marian no comparte con el futuro más que verosímil del matrimonio que se grita tras ellos.) Al y Marian reanudan la marcha y la cámara con ellos. Para Al, Marian es una chica rara, no entiende qué quiere. Ella tampoco, sólo sabe que allí no lo va a encontrar. Él trata de convencerla. Corte. La cámara continúa retrocediendo con ellos en escorzo pero ahora los encuadra en plano medio. 

Al tiene un buen trabajo y espera progresar, pero ella no quiere esperar por algo que quizá no llegue. Ellos se detienen en el desencuentro y la cámara con ellos. Suenan las señales de un paso a nivel. Al le gusta pero no es suficiente para Marian. Ella sale de campo por la izquierda. Él se va por la derecha decepcionado y la cámara acompaña su desplazamiento con una panorámica, pero se acuerda de algo y la llama. Corte. Plano medio de Marian que se vuelve. Al le dice que la madre de ella lo invitó a cenar. Marian le pide que le traiga helado de chocolate. Corte. 

Plano americano de Al que sigue su camino. Corte. Marian, de espaldas, se aleja de él hacia las vías por donde el tren, anunciado por las señales de paso a nivel, llega a la ciudad y cruza despacio el encuadre de izquierda a derecha. Ella se detiene  junto a las vías (plano general) mientras pasan lentos los vagones. Corte. (Ese alejamiento físico de Marian traduce el movimiento íntimo que la separa de Al. La escena siguiente -donde las señales del paso a nivel que empezamos a escuchar justo cuando van a separarse habrán cobrado visos de señales de alarma- revelará hasta qué punto los distancia.)


Marian (en un primer plano, de espaldas, en ligero escorzo), desde el tercio inferior del encuadre, levanta la vista para contemplar las escenas que se le presentan al paso del tren a través de las ventanillas iluminadas de los sucesivos compartimentos, como si de la sucesión de fotogramas de una película se tratara, mientras se van apagando las señales del paso a nivel y suena cada vez más cerca una música que, como pronto descubriremos, proviene de uno de los compartimientos: unos criados preparan unos cócteles, un camarero sirviendo una mesa opulenta, una doncella de uniforme planchando lencería fina, una chica poniéndose delicadas medias de seda, una pareja vestida de etiqueta bailando al compás de la música de un fonógrafo -que venimos escuchando- acaba fundiéndose en un beso apasionado... 


Nuestra protagonista contempla arrobada la vida que sueña hecha película. El tren deviene el cine mismo como fábrica de sueños. Marian mira una película (dentro de la película), como si se encontrara en la butaca de un cine entre tantas chicas trabajadoras que acuden a ver las películas de Joan Crawford y hoy ven Possessed. Marian, por así decir, se sienta a su lado -y a su altura-, levantando los ojos hacia la pantalla, como una chica trabajadora más. ¿No es una forma plástica maravillosa de excitar la participación afectiva de la audiencia y de colocarla en las zapatillas de la protagonista?
 

Por así decir, a nuestra factory girl, lo inalcanzable se le presenta (gracias al efecto-cine del tren) al alcance de la mano. Y cuando el tren se detiene, un pasajero que bebe champán en la plataforma entre vagones la invita a una copa. Ese tren va a convertirse en la carroza de Cenicienta para Marian, la chica trabajadora que vive en el lado malo de las vías. Allá por los setenta del siglo pasado no era raro escuchar a marxistas (ortodoxos) denostar secuencias y películas así como opio del pueblo; ya apuntamos aquí cómo Marx, al definir con esa imagen la religión, la veía como el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación nada espiritual. (Pero, ya se sabe -lo advirtió él mismo-, Marx no era marxista.) Opio del pueblo que, en palabras de Enzo Traverso, conjuga alienación y deseo de la liberación. De todas las factory girls del mundo. 

Tiene su aquel el hecho de que no veamos en la película ni una escena de Marian trabajando dentro de la fábrica. Pero no faltan imágenes de Joan Crawford bregando con las cajas de cartón en la publicidad de la MGM. Incluso hay fotografías donde se ve a Clarence Brown rodando una escena con Joan Crawford en el interior de la fábrica; no sé si rodaron la escena y no la montaron o si se trata de otra imagen publicitaria, pero tratándose de una producción barata de la MGM apostaría por lo segundo.  

Como decía Edgar Morin, el star system es ante todo fabricación. Desde los primeros compases de su carrera en el cine, Lucille Le Sueur colaboró activamente en la fabricación de la estrella en que se convirtió (escogía proyectos, elegía el vestuario, reescribía sus diálogos, improvisaba...). Como mínimo debe considerarse coautora de esa star llamada Joan Crawford, de las sucesivas reinvenciones de su personaje y de las películas que interpretó. Y quizá más que cualquier otra estrella fue la factory girl del star system. La chica de la fábrica (de sueños).


1/12/19

Un sagrario de sombras



Quanto mais se escreve sobre cinema, 
mais maníaco se fica; 
escolher as palavras para falar de imagens 
é trabalho de cego. 
Mas não se trata apenas de manias, 
também a necessidade: 
preciso do cinema para pensar; 
se não o mundo, 
pelo menos a minha vida.
Cristina Fernandes


Tenemos un dicho persa para cuando alguien
está mirando algo con una verdadera intensidad:
"Tenía dos ojos y ha tomado prestados dos más".
Abbas Kiarostami




Hay que tomar prestados cuantos ojos se pueda para mirar (y escuchar) Vitalina Varela, la última película de Pedro Costa. La esperábamos desde hace tres años, cuando se estrenó Cavalo dinheiro, donde le pusimos los ojos encima por primera vez a Vitalina Varela y supimos que el cineasta ya estaba trabajando en una película con (y sobre) ella. Saltaba a la vista que Pedro Costa había encontrado otra presencia para su cine, tan irrenunciable como lo fue la inolvidable Vanda Duarte.

Vitalina Varela en Cavalo dinheiro.

En el coloquio posterior a la proyección de Cavalo dinheiro, el cineasta nos contó el encuentro con Vitalina. Durante el rodaje buscaba en el barrio lisboeta de Cova da Moura una casa que evocara alguna del ya desaparecido barrio de Fontainhas (el barrio de Ossos, el barrio cuya demolición acompaña No quarto da Vanda). Encuentra una casa humilde con una fachada que le gusta. Pregunta quién vive allí; le dicen que no vive nadie, que el propietario murió. En ese momento se abre la puerta y aparece Vitalina. Y así la descubrimos los espectadores en Cavalo dinheiro, como una aparición. Quizá un fantasma presentido, para Pedro Costa. O un milagro.


No esperéis hoy el texto que merece Vitalina Varela a la hora de palabrearla con el rigor exigible (sólo pude verla una vez, el lunes pasado). Hay que temperar el fervor que desprende  para preservar la intimidad que abriga una película tan bella como delicada. Hay que cerrar los ojos para revivir a base de palabras las imágenes que nos arrebataron. Un trabajo de ciego, entonces, para iluminar las sombras que nos alumbraron. De las sombras asoma Vitalina. De las sombras venimos. Entre sombras vivimos, como reza aquel poema de Antero de Quental, que bien pudo inspirar a Pedro Costa (no sólo) en Vitalina Varela.


Leí este jueves algo que me gustó mucho en una espléndida entrevista de Michael Guarneri con el cineasta fechada en Hamburgo hace un par de meses y publicada en Débordements. Como se sabe, Pedro Costa, el maestro de las sombras de este siglo, es un cineasta de interiores (de quartos, digamos). No sólo eso, se ha referido a Vanda o Vitalina como actrices de la estirpe de Joan Crawford:
Lo he dicho varias veces: Ventura [el protagonista de Juventude em marcha y Cavalo dinheiro], Vitalina, Vanda, pertenecen a un gran linaje, son actores de estudio. Necesitan una cierta protección, un cierto recogimiento, una cierta luz.

En Vitalina Varela convirtió en un set (con muchas limitaciones, sobra decir) la casa de la protagonista en Cova da Moura, pero necesitaba construir otros y no se podía permitir alquilar un estudio. Pensaron en algún almacén industrial o agrícola en las afueras de Lisboa; no encontraron nada que les fuera útil. Entonces se le ocurrió explorar los suburbios de Lisboa en busca de cines abandonados. Un día pasaba por Sacavém, un barrio con una gran comunidad africana cerca de Amadora (donde se ubica también Cova da Moura) y se fijó en el Cinema São José. Había cerrado en los 80, se convirtió en una discoteca en los 90, cerró otra vez, se usó como iglesia un tiempo y cerró definitivamente.


Contactó con el propietario y le contó para qué lo quería. El patio de butacas medía 30 m de largo por 15 m de ancho y 12 m de altura. Todo estaba deteriorado, casi en ruinas y muy sucio, pero reunía las condiciones para montar allí los sets que necesitaba, así que le hicieron una propuesta. El propietario acordó una cantidad mensual razonable y alquilaron el cine abandonado por dos años. Despejaron el lugar hasta vaciarlo, fregaron y limpiaron lo que no está escrito, repararon lo imprescindible y afianzaron el aislamiento. En un principio, sólo habían pensado en reconstruir allí partes de la casa de Vitalina, porque no estaban seguros de poder acomodarse con la cámara y las luces en algunas habitaciones. Cuando decidieron que Ventura hiciera el papel de un sacerdote, construyeron en el cine abandonado el interior de la iglesia, además de algunos callejones y esquinas de Cova da Moura.


Pedro Costa y su director de fotografía Leonardo Simões, a través de un sublime y paciente trabajo con la luz, esculpieron una forma para cobijar el duelo, la memoria y la soledad de Vitalina en un tránsito de fantasmas, cuando llega de Cabo Verde tras la muerte del marido, se entera de que lleva tres días enterrado y todos la ven como una intrusa en aquella casa de Cova da Moura.


Vitalina, entonces, se ve viviendo más con los muertos que con los vivos. Y Pedro Costa oficia, no ya como cartero de Cabo Verde, sino como cartero del más allá, del otro lado (una metáfora que cifra muy bien su oficio de cineasta). Como dice en la entrevista citada, el cine es un poderoso ring ring para el otro mundo.


Vitalina Varela deviene así un sagrario de sombras para el luto de su protagonista. Y qué otra cosa puede ser una película que se alumbró en un cine abandonado. Qué otra cosa un cine, sino un sagrario de sombras.

Vitalina Varela y Pedro Costa con sus Leopardos:
Mejor actriz y Mejor película del Festival de Locarno 2019.  

Una cuestión menor pero que tiene su miga. En Portugal, el presidente de la República celebró los Leopardos por Vitalina Varela con este mensaje:
Felicito o cineasta Pedro Costa pelo Leopardo de Ouro que o Festival de Locarno atribuiu a “Vitalina Varela”. 
Fiel às pequenas e grandes sagas das gentes de Cabo-Verde, que em filmes anteriores fomos seguindo na companhia de Ventura, Pedro Costa mantém igualmente uma atenção inabalável às pessoas que filma. O que torna especialmente justo que Locarno tenha distinguido a atriz Vitalina Varela com o prémio de melhor interpretação feminina. 
Se o reconhecimento internacional de um cineasta português é sempre motivo de regozijo, é-o ainda mais quando demonstra que o cinema pode ser empatia intransigente e rigor fulgurante.

Por su parte, el primer ministro hizo notar en la felicitación:
A internacionalização da cultura portuguesa deve muito ao talento e singularidade do nosso cinema.
Y la ministra de cultura:
A atenção ao rigor dos detalhes, a comunhão das diferentes linguagens técnicas, como a fotografia e o som, e a entrega dos intérpretes a uma narrativa que questiona a perceção e a realidade, fazem do cinema de Pedro Costa um exemplo a destacar na história do cinema contemporâneo.

No es la primera vez, recuerdo también cómo se congratularon del premio a Rita Azevedo Gomes por A portuguesa en el Festival de Cine de Las Palmas el año pasado o su apoyo público a la Cinemateca Portuguesa. Ya sé que se trata de un asunto protocolario, pero por estos pagos ni se les ocurrió un gesto semejante (no digamos por triplicado) en apoyo de la Filmoteca Española (o del CGAI) o cuando el Festival de Locarno honró a Víctor Erice con un Leopardo por toda su obra en 2014, porque en palabras de su director artístico por entonces Carlo Chatrian, el cineasta español tiene una de esas voces únicas que el Festival de Locarno quiere reconocer y apoyar. Así que sí, un asunto menor (y aun muy menor, si queréis), pero muy significativo y revelador.

30/11/11

Dos mil noches después del Hotel Aurora



Continuemos. Si convenimos en clasificar Johnny Guitar como un western, hay que admitir que se trata de un western la mar de raro. Resultado de una colisión de furias, como Vienna y Emma, se resuelve con tiros contados en un estallido plástico -el vestido de encaje de un blanco radiante de Vienna sobre el rojo granítico de la pared del saloon en el que irrumpen Emma y compañía recién llegados de un funeral con el blanco y negro del luto, o el rojo sobre rojo (tan del gusto de Ray) del fotograma que sirve de umbral a esta entrada o el pañuelo escarlata sobre la camisa amarilla de aquélla en la escena final-, conjugado con un desafío verbal desbordante donde se disparan réplicas memorables, en lugar de balas, con miradas asesinas.


Se traspasan los marcos del género y se revientan las costuras de las convenciones como nunca a las alturas de 1954, como casi nunca a nuestras alturas. Cómo va a extrañarnos que Truffaut definiera la película como La  Bella y la Bestia del Oeste. Un western de cámara que transfigura las limitaciones del efímero sistema Trucolor de la Republic y explora los límites de la temperatura de color para ofrendarnos un estallido plástico inusitado digno de un montaje operístico de algún Shakespeare de Verdi; la audacia de semejante barroquismo exacerbado se calibra mejor si pensamos que se trataba de la primera película en color de Nicholas Ray, que había dirigido películas en un blanco y negro tan hermoso como Los amantes de la noche -con fotografía de Georges E. Diskant-, En un lugar solitario -con fotografía de Burnett Guffey-, La casa de las sombras -otra vez con George E. Diskant-


o The Lusty Men -con fotografía de Lee Garmes-,


y se explica -hasta donde es explicable lo insólito- si caemos en la cuenta de que el director de fotografía Harry Stradling, además de iluminar un noir como Cara de ángel de Preminger, le había sacado los colores a un musical como El pirata de Minnelli. El delirio visual más allá de cualquier límite de Johnny Guitar denota el arrebato romántico más allá de cualquier tiempo; allí todo pasa por las miradas y deviene música para los ojos del espectador, algo que se corresponde con la concepción del cine de Nicholas Ray: La cámara es un microscopio que detecta la melodía del mirar; milagrosamente, los excesos -pero también los límites- cobran visos poéticos, latidos líricos, ecos crepusculares, vibraciones trágicas y resonancias oníricas. Un western soñado y un ensueño de la memoria. Quizá por eso quiso Godard que, en Pierrot le fou, Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) llevara a su hijita a ver Johnny Guitar, para que aprenda algo que valga la pena -algo que sólo el cine (de Ray) puede enseñarle-, que es una forma de convertir la película en un poema pedagógico.


Y, en fin, si semejante western ha devenido un clásico, hemos de convenir que pocos clásicos menos clásicos que Johnny Guitar. Lo propio, en definitiva, de un cineasta que tenía por divisa soy un extraño aquí, que bajo la forma de réplica pone en labios del protagonista del más extraño de los westerns.

¿A quién si no a Ray se le iba a ocurrir la idea 
de poner a un tipo, apostado para vigilar la llegada 
de sus persiguidores, leyendo un libro?  

Johnny Guitar es un pistolero que sólo quiere destinar sus manos a tocar la guitarra, es decir, un hombre que debe refrenar sus impulsos violentos, como el Dixon Steele de En un lugar solitario; un hombre cansado que llega al saloon de Vienna en busca de un pasado perdido como el Jeff McCloud de The Lusty Men. Sobra decir que Johnny Guitar es un héroe arquetípico del cine de Nicholas Ray, y no aventuramos demasiado si añadimos que, como aquéllos, una versión del propio cineasta. El saloon de Vienna se convierte en el centro neurálgico de la película que se va cargando de electricidad a través del ultimátum de Emma a la propietaria y de la historia de amor de Vienna y Johnny Guitar, que vivieron hace cinco años -el tiempo que llevan si verse- y renace de las cenizas del pasado. En los primeros tres cuartos de hora de Johnny Guitar se arrima la yesca a la madera hasta que el incendio resulta inevitable en el tramo final de la historia.


Desde el minuto 4 en que Johnny Guitar llega al saloon de Vienna envuelto en una premonitoria tormenta de arena, y durante casi media hora, se reunirán allí hasta casi treinta personajes; que tal energía acumulada y polarizada por dos furias como Emma y Vienna no se atropelle ni estalle en ese primer acto da una idea del virtuosismo de la puesta en escena -verdadera caligrafía de las emociones- de Nicholas Ray. A propósito de esa secuencia, Ángel Fernández-Santos evocó la experiencia del cineasta en el Group Theater con Elia Kazan durante los años treinta: "Sólo es imaginable en un explorador exquisito de las complejas cadencias teatrales la concepción de esta portentosa y complejísima escena de Johnny Guitar, que lleva dentro una indagación hasta el límite de las capacidades formales del cine para asumir la esencia de un ritual trágico".



Aquellas furias se alimentaban también detrás de las cámaras. Y la película se nutre de esa savia. Cuentan que Joan Crawford (Vienna) arrastró por el polvo y tiró en medio de una carretera el vestuario de Mercedes McCambridge (Emma) después de que el equipo aplaudiese la interpretación del alegato de Emma alentando a sus hombres para que consumen el linchamiento de Vienna. Cuentan también que Nicholas Ray vomitaba por las mañanas de camino al rodaje: la química del odio entre las furias funcionaba, pero costaba lo suyo embridarla en formas fílmicas.


Recuerdo la primera vez que vi Johnny Guitar, cuánto me chocó aquel saloon, con el mostrador sobre barricas con flejes dorados, la lámpara suntuosa, la pared de roja roca viva, las mesas y uniforme de la propietaria y los empleados con verdes y negros a juego, la escalera que conducía al reducto íntimo de Vienna... Un abrigo para quienes sólo pueden vivir de noche, fantasmas errantes en la frontera de un tiempo perdido. Sólo me viene a la memoria un lugar comparable, el Chuck-a-Luck regentado por Altar Keane, la Marlene Dietrich de Rancho Notorius (1952) -titulado aquí Encubridora- de Fritz Lang. Y recuerdo también cuánto me cautivó sobre todo la cascada que ocultaba el camino que llevaba hasta el refugio donde se desata el duelo final.


Pero hubo dos momentos que se me quedaron grabados. Uno de ellos acontecía en esa secuencia superpoblada a la que me referí antes. Cuando llegan al saloon Dancing Kid -los nombres de los personajes se las traen- y su banda, y se encuentran con Emma y su gente que ya los han declarado culpables del asesinato de su hermano; la tensión parece haber coagulado el aire en un silencio tan espeso que sólo se escucha cómo gira un vaso vacío sobre el mostrador.




Y cuando el vaso está a punto de caer, aparece una mano...


...que mediante un elegante y preciso gesto...


...recoge el vaso en el aire...


...y lo deja otra vez sobre el mostrador.


Es Johnny Guitar (Sterling Hayden), un hombre tranquilo que, como quien no quiere la cosa, les espeta un discursito a propósito de los deseos y debilidades humanas que abrocha con el aquel de lo único que de verdad necesita un hombre es un cigarro y una taza de café, y por lo visto es lo que quiere hacer en medio de semejante situación explosiva: sólo quiere tomarse su café y fumarse un cigarro en paz.


Y a Tom (John Carradine) le gusta escuchar esas palabras. Claro que Johnny Guitar no es Johnny Guitar sino Johnny Logan, pero le gustaría vivir en un mundo donde pudiera ser sólo Johnny Guitar al lado de Vienna. Y eso es lo que parece entender Tom antes de que lo entendamos nosotros. Y aquí viene a cuento un inciso. Ni siquiera en aquella primera vez tuvieron nada que ver ni Joan Crawford ni Mercedes McCambridge -y eso que me gusta mucho esa vena orgiástica de la furia asesina e incendiaria de Emma (que le puede más que el dolor por la muerte de su hermano: qué gran plano su tocado de luto en el polvo tras el entierro)-




ni Sterling Hayden ni Ward Bond ni Ernest Borgnine tuvieron, por sí mismos, un papel relevante en el hecho de que Johnny Guitar se convirtiera en una película de reclinatorio para uno. Pero sí, sin duda, John Carradine tuvo mucho que ver; no ya porque es uno de los grandes secundarios de la historia del cine, sino porque su muerte en los brazos de Vienna -con su vestido blanco- es una escena de imborrable recuerdo. Al propio Carradine le encantó la escena: ¿Acaso se puede morir mejor en una película?


Cuando volví a verla caí rendido ante esos diálogos de Vienna y Johnny Guitar tan citados, pero que, negro sobre blanco, sin la voz de Sterling Hayden y Joan Crawford, parecen -y son- letra muerta. Godard -no fue el único, claro- los citó con un par de réplicas en el final de Le petit soldat, su primera película con Anna Karina.


Esos diálogos ocupan apenas la primera parte de una escena que cobra su verdadero significado en el tramo final, no tan citado y pocas veces puesto en valor como se merece -tuve que esperar a verla una tercera vez para valorar la belleza de su forma (y la forma de su belleza)- y hablar de esta segunda parte es el único pretexto para traerlos aquí. Han transcurrido cuarenta minutos de película, algo más de la tercera parte, y la secuencia completa dura unos cuatro minutos y medio. Ha llegado la noche, Johnny Guitar está bebiendo solo en la cocina y Vienna, con un vestido morado y capa granate, se acerca.


Él le pregunta por qué está despierta. Por los sueños, dice ella. Él se vuelve a mirarla. Corte a plano medio de Vienna: Por las pesadillas. Corte a plano medio de Johnny Guitar: Yo también tengo a veces. Le ofrece de beber pero a ella no le ayuda. Corte a la composición inicial:


Vienna entra en la cocina por la puerta batiente y se acerca a Johnny:


Él se levanta como impulsado por un resorte. Corte a primer plano de Vienna con él de espaldas:


Johnny.- ¡No te vayas!

Vienna.- No me he movido.

Contraplano.


Johnny.- Dime algo bonito.

Vienna.- Claro. ¿Qué quieres que te diga?

Johnny.- Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.

Contraplano.

Vienna.- Te he esperado todos estos años.

Johnny.- Dime que habrías muerto si no hubiese vuelto.

Vienna.- Habría muerto si no hubieses vuelto.

Johnny.- Dime que aún me quieres, como yo te quiero.

Vienna.- Aún te quiero como tú a mí.

Contraplano. Johnny coge un vaso de güisqui.


Johnny.- Gracias. Muchas gracias.

Johnny se lo bebe de un trago. Vienna le quita el vaso de las manos y lo tira.

Vienna.- Deja de compadecerte. ¿Crees que lo has pasado mal?

Ella quiere contarle cómo consiguió el local, pero él no quiere escuchar, no quiere que le cuente nada.

Vienna.- Te buscaba en cada hombre que conocía.


Él quiere que olvide todo. Las pesadillas han terminado.

Johnny.- Es como hace cinco años.

Se acerca a ella por detrás, le habla cerca de la oreja. Le dice que no ha pasado nada en este tiempo.

Johnny.- No tienes nada que decirme porque no es real.

La coge de los hombros, la vuelve hacia él:


La toma de las manos, se la lleva fuera de la cocina. A estas alturas ya estamos en manos de Nicholas Ray y nuestro corazón late con la partitura de Víctor Young.


Corte. La cámara los recoge en el saloon y retrocede con ellos en travelling:

Johnny.- La banda está tocando. Celebramos que nos vamos a casar. 


Con el impulso, ella se adelanta unos pasos.


Corte. Primer plano de Vienna mientras se gira hacia él. Las lágrimas corren por sus mejillas:


Vienna.- Te he esperado, Johnny.


Vienna.- ¿Por qué has tardado tanto?

Se besan. Fundido negro.

El presente es una atmósfera irrespirable para el amor de Vienna y Johnny. Pueden fingirlo, pero apenas si logran habitar en el mismo plano. Aquel amor sólo podrá renacer si vuelven al pasado. Entonces Johnny coge la mano de Vienna y la arrastra cinco años atrás, avanzando hacia el pasado. Y Nicholas Ray nos lo muestra enhebrando el avance de los amantes con un travelling de retroceso. Vemos cómo Johnny y Vienna caminan deprisa para reunirse con sus almas que se han quedado prendidas en el Hotel Aurora. Vivimos ese travelling como un viaje en el tiempo. Y a uno le dan ganas de gritar: ¡Ahí veis a Nicholas Ray dirigiendo! ¡Es cine, nada más que cine! La música de Víctor Young nos lleva de vuelta al pasado y en el curso del viaje quedan abolidos aquellos cinco años, la herida de tiempo que separaba a Vienna y Johnny. En ese instante Ray corta y, al fin reunidos en el mismo plano, los amantes se abrazan, porque, ahora sí, es como hace cinco años. Dos mil noches después del Hotel Aurora.