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6/5/10
Melancolía
Se deleitan con las riadas y las aguas, los lugares desiertos, les gusta pasear solos por los huertos, jardines, paseos privados, calles traseras... Así pinta Robert Burton (1577-1640) a los melancólicos en unas líneas de su descomunal Anatomía de la melancolía, melancólico él mismo: No soy pobre, no soy rico; tengo poco, no necesito nada: todo mi tesoro está en la torre de Minerva. Sólo necesitaba los libros: Y si tuviera que ser prisionero, si pudiera realizar mi anhelo, desearía no tener otra prisión que esta biblioteca y estar encadenado a tantos buenos autores y maestros ya muertos.
De libros también escribe Eligio R. Montero en su blog, en concreto de la puntuación, o mejor, de la ausencia de puntuación y de la revolución silenciosa... de San Ambrosio, mira por dónde. Como no quiero privaros de su lectura diré que esa revolución debió contribuir sobremanera a la causa de los melancólicos.
Y la revolución misma no es sino un rastro memorioso preñado de melancolía. Veamos si no un fragmento del Marat-Sade de Peter Weiss, así habla su marqués de Sade:
Se les ha pegado el cocido y ahora,
excitados, piden otro mejor.
Una siente que su marido sea tan bajo,
quiere otro más alto.
Al otro le molesta el zapato
y el vecino tiene otros mejores.
No se le ocurren versos al poeta
y busca con desesperación ideas nuevas.
Un pescador lleva horas con el anzuelo en el agua.
¿Por qué no pican?
Y así llegan a la Revolución
y creen que ella va a darles todo:
un pez,
un zapato,
un poema,
un marido nuevo
y una mujer nueva;
y asaltan todas las bastillas
y luego se encuentran
con que todo es como era:
el caldo pegado,
los versos chapuceros,
el cónyuge en la cama,
maloliente y gastado,
y todo aquel heroísmo
que nos hizo bajar a las cloacas,
podemos ponérnoslo en el ojal,
si es que aún tenemos.
Qué magnífico el juego de simetrías del texto de Weiss y qué sugerente el efecto melancólico que provoca, como si le pusiéramos un espejo a las derrotas de la historia y a las ruinas del tiempo.
Un efecto que ya había diagnosticado Schopenhauer con otras palabras pero la misma hondura:
Infatigablemente volamos de deseo en deseo, sin que ninguna realización, por mucho que prometa, pueda satisfacernos. Y así continuamos hasta el infinito o, lo que es más raro, y ya supone una cierta fuerza de carácter, hasta que encontramos un deseo que no podemos satisfacer y al que no sabemos renunciar; entonces poseemos en cierto modo lo que anhelamos, a saber: algo a lo que podemos achacar siempre el ser la causa de nuestros dolores, en vez de acusar a nuestro propio ser; este algo nos malquista con la suerte, pero nos reconcilia con la vida, pues aleja de nuestro espíritu la idea de que el dolor es parte de nuestra naturaleza y de que toda dicha es imposible. La consecuencia de este proceso es una disposición algo melancólica. El hombre lleva entonces en sí un grande y único dolor que le hace olvidar todas las alegrías y todas las aflicciones menores. Esto constituye ya una actitud más digna que no la carrera incesante en pos de fantasmas que varían continuamente.
¿Pesimista? Bueno, quizá, pero no deja de poner el dedo en la llaga en la medida en que, mientras la revolución sea un horizonte y se abstraiga del aquí y el ahora -o sea, de la acción de cada día-, estará condenada a la celebración de las derrotas interminables, como se desprendía del título de aquel libro de Daniel Cohn-Bendit, La revolución y nosotros que la quisimos tanto, en fin, condenada a la melancolía. Supongo que sólo a un melancólico se le podría ocurrir enhebrar retales tan dispares a propósito de las ruinas del tiempo y las derrotas de la historia. ¿Como quien se deleita en una riada o en una calle trasera? ¿O como quien vive encadenado a una biblioteca? ¿O quizá como quien trata de recomponer con los restos que aún quedan en pie aquél que uno fue, o que uno creyó que era, o el que es ya para siempre un derrotado? Melancolía, pues.
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