Han pasado once años desde que vimos por primera vez In the Mood for Love (2000), aquí se tituló Deseando amar. Nada más salir del cine llamamos a nuestro hijo para que no se la perdiera y después de verla montó una sucesión encadenada de fotogramas de la película como salva-pantallas en su primer portátil. Volvimos a verla muy pronto y nos gustó aun más, en la tercera Ángeles empezó a contar los preciosos vestidos de Maggie Cheung pero cuando llevaba veinticinco desistió (por lo visto son más de cuarenta), en la cuarta deseamos que se editara en dvd cuanto antes... Todo eso en un mes, y en los siguientes la película de Wong Kar-wai colonizó buena parte de nuestras conversaciones de cine. Y pronto compartimos con el maestro y Esther nuestra fascinación por una declinación del tiempo destilada en formas tan exquisitas. A propósito de In the Mood for Love viene como nunca a cuento el aquel de una película hipnótica.
El título original en chino mandarín -Hua yang nian hua- significa la frescura de las flores y la expresión se usa para referirse a una mujer en el esplendor de su belleza. Pero también aparece como Fa yeung nin wa, que puede traducirse, al parecer, como "el esplendor de los años pasa como las flores". En todo caso, la idea de fugacidad late en cada plano de una película donde el cine acude al rescate del tiempo fugitivo para embalsamar los recuerdos, las formas de un pasado inaprensible y nebuloso. A modo de homenaje, Kar-wai eligió para la distribución internacional In the Mood for Love, el título de una canción de Bryan Ferry, aunque no se escucha en la película.
Wong Kar-wai
A estas alturas quizá resulta superfluo presentar a un cineasta como Kar-wai, sobre todo porque, gracias a la Palma de Oro que se llevó en Cannes In the Mood for Love, en los años siguientes se editaron sus películas anteriores y las siguientes alcanzaron una distribución comercial perfectamente normalizada sin menguar su prestigio autoral ni empañar su lustre de cineasta de culto. Puestos a elegir prefiero las películas anteriores, en particular la "argentina" Happy Together (1997); de las siguientes me quedo con La mano (2004), un maravilloso filme de apenas media hora que forma parte de Eros, que incluye otras dos piezas, de Antonioni y Soderderg respectivamente; y, desde luego, In the Mood for Love por encima de todas. Todas ellas melodramas o thrillers pasionales donde percibimos ecos del cine de Ophüls y Sirk, de Naruse y Demy.
Kar-wai contó más de una vez que comenzó a dirigir porque de niño su madre lo llevaba al cine. Aunque había nacido en Shanghai en 1958, cuando tenía seis años sus padres se trasladaron a Hong Kong donde no tenían parientes, y madre e hijo se pasaban muchas horas en el cine. Veían todo tipo de películas, tanto cine chino como americano o las películas francesas de la nouvelle vague. A su madre le debe también el gusto por los boleros; en casa siempre tenían la radio puesta y los escuchaba en castellano en la voz de Nat King Cole, al que pinchaban asiduamente en las emisoras de Hong Kong. Su padre le contagio la pasión por la lectura; le gustan Steinbeck y Chandler, pero le marcaron especialmente García Márquez y Manuel Puig, con sus quiebras narrativas y un tratamiento del tiempo que despedazaba el curso cronológico del relato: posiblemente mi forma de contar las películas sea culpa suya.
Dirige su primera película As Tears Go By en 1988 después de trabajar varios años como guionista. Y si atendemos a que muy pronto empezó a prescindir del guión como punto de partida de sus filmes y a descubrirlos -y revelarlos- en el curso del rodaje y durante el proceso de montaje, cabe suponer que debió quedar harto del oficio de guionista: Para mí una película es más contar una experiencia que contar una historia.
En los tiempos que corren, después de un par de décadas o tres de convertir el guión en una ortodoxia, cuando no en un dogma, conviene recordar que también Griffith o Chaplin rodaban sin guión y nadie puede negar su condición de padres fundadores de esto que llamamos cine. Y al recordarlo no restamos un ápice a la consideración que merecen los grandes guionistas, desde Carl Mayer a Aaron Sorkin pasando por los gemelos Epstein, Leigh Brackett, Ernest Lehman o Ben Hecht. Digamos que la escritura de una película es un proceso de mudas sucesivas entre el papeleo del guión y el montaje; un trabajo que consiste sobre todo en dar forma, o sea, en que el filme cobre forma, porque sólo en la forma puede respirar y vivir una película. No cuenta si hay mucho o poco guión (escrito), lo que cuenta es lo escrito que esté el filme, es decir, si ha cobrado forma -aliento, vida- en la pantalla.
La propia gestación de In the Mood for Love dilucida con elocuencia el método de Kar-wai. En un principio, la película iba a desarrollar tres historias de media hora cada una, en torno a la comida y a diferentes formas de guardar un secreto, hasta que la historia de la (secreta) relación entre Chow (Tony Leung), un periodista y escritor, y Su (Maggie Cheung), una secretaria, cuyos conyuges son amantes, ambientada en el Hong Kong de los primeros años sesenta del siglo pasado y donde las comidas denotan (para los conocedores) el paso de las estaciones, acabó por apoderarse del proyecto.
El rodaje se prolongó durante quince meses, los actores tuvieron que compaginar su trabajo con otros rodajes y acabaron agotados, el director de fotografía Christopher Doyle abandonó la película cuando el control del encuadre por parte de Kar-wai resultó asfixiante -y eso que sus mejores filmes son deudores de la luz de Doyle- y llegó un punto en que ya estaban rodando 2046, la siguiente película, cuando aún no habían terminado In the Mood for Love. (Para relevar a Doyle llegó otro gran director de fotografía, Mark Lee Ping-bing, el iluminador preferido de Hou Hsiao-hsien.)
Kar-wai con Chris Doyle
en el rodaje de In the Mood for Love
Y no sería exagerado decir que el filme, tal como lo conocemos, sólo cuajó en el montaje cuando William Chang, amigo de Ka-Wai y su más estrecho colaborador desde su primera película -diseño de producción, decorados, vestuario, atrezo y montaje-, lo convenció para desprenderse de las escenas de sexo entre los protagonistas (que habían sido rodadas), transfigurando una relación amorosa consumada en la historia de unos seres que encuentran en el otro un abrigo en el abandono, y entonces cada gesto, cada paso, cada mirada se carga de sentido, en la medida en que amojona una historia sin final, abocada a un "y si..." sin consuelo.
Gestos, pasos, miradas que, sobra decir, se cargan con un erotismo de la forma, con la forma de un bolero, como ese Quizás, quizás, quizás que canta Nat King Cole, o ese tema de Shigeru Umebayashi que desprende el sabor del pasado perdido y recobrado por una memoria de crea tanto como recuerda: La música me permite llevar de viaje a los espectadores. Es como ofrecerles un sabor, una salsa específica para un plato que, al probarla, les permita viajar en el tiempo y revivir su propio pasado.
El cine de Kar-wai germina en una pregunta: qué hacemos con nuestros recuerdos. Los personajes de sus películas viven aferrados a las imágenes de la memoria, como sombras de la hoguera del pasado donde arde aún un amor imposible, y la embriaguez de la melancolía da forma a cada plano, como burbujas de tiempo donde se condensan las pérdidas.
Si el cine es esencialmente melancólico, ya que por efecto del montaje las imágenes siempre están a punto de desaparecer de la pantalla -son imágenes ontológicamente fugaces, diríamos-, In the Mood for Love es melancólica hasta el arrebato. A través del cristal de la memoria esos corazones a la intemperie sólo consiguen percibir imágenes empañadas de un remoto fulgor, frágil huella sensitiva de una emoción a punto de extinguirse sin remedio.
Por eso el cineasta filma los lugares, para fijar la memoria de lo perdido a través de un ritual de tiempo recobrado, aprehendido por un cedazo de formas donde se expande la duración y las horas se coagulan, para tenerlas un poco más, y las figuran se re-encuadran en ventanas, espejos, puertas, escaleras y pasillos, para mejor retenerlas;
donde la lluvia, el humo y las lágrimas envuelven los silencios del corazón;
donde los movimientos de los cuerpos se ralentizan hasta configurar una danza; donde, dueños de un tiempo propio en un territorio mental que sólo pertenece a quien vive en los recuerdos, consiguen abolir el tiempo de los relojes, como si los personajes, heridos por la ausencia, fluyeran desde las nacientes del río de la memoria, allí donde, solos y desamparados, se remontan en busca del único -y último- refugio.
Por eso la música deviene una gramática de las emociones para estas criaturas que se aman a contratiempo y no pueden huir -cómo podrían- de unas canciones que suenan insomnes en sus cabezas, transfigurando la memoria en una enfermedad y lo perdido en un laberinto.
Y así In the Mood for Love deviene una elegía a un amor sepultado en las ruinas del tiempo.
Un bolero de cine que se cierra con estas palabras: Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo. El pasado es algo que se puede ver pero no tocar. Y todo cuanto se ve está borroso y confuso.