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19/7/20

A vueltas con un cineasta callado


Hace siete años sólo había visto siete películas de Naruse. Todo empezó hace once con Yama no oto (1954) y Ukigumo (1955), que siguen figurando entre mis preferidas. A estas alturas vi más de treinta (más de diez, varias veces). Más o menos la mitad de su filmografía visible (de las 89 películas que rodó).

En el rodaje de Ukigumo: en primer término, 
Masayuki Mori e Hideko Takamine; en segundo término, 
de pie tras la cámara, Mikio Naruse.

El Festival de San Sebastián le dedicó una retrospectiva con cuarenta películas en 1998 y editó conjuntamente con Filmoteca Española un libro espléndido a cargo de Shigehiko Hasumi y Sadao Yamane. (Creo que fue la única vez que sentí de verdad no poder ir al Festival de San Sebastián: aún no había visto ninguna película suya.)


También disfruté mucho con el libro de Jean Narboni, Mikio Naruse. Les temps incertaines; si os interesa el cine de Naruse y podéis leer en francés, os lo recomiendo. (La verdad, puedo imaginarme que no leáis en francés, pero ni por asomo que no os interese el cine de Naruse; es que si me lo imagino ya no sigo escribiendo.)


El cinéfilo, crítico y cineasta Dan Sallitt creo que vio sesenta y tantas, y compartió en una página sus notas durante años sobre las películas para un libro sobre Naruse. Lo considera uno de los diez más grandes cineastas, así que sólo le dedica la atención que le prestaría a John Ford si se lo hubiera topado tan tarde en su vida. (Tenéis cuatro películas de Sallitt en Filmin, valen la pena.)

Mikio Naruse entre Setsuko Hara y Sô Yamamura 
durante el rodaje de Yama no oto.

Tal cual, no podría decirlo mejor. Cuando vi Yama no oto y Ukigumo supe que pasaría años en compañía de Naruse. Después de ver Magokoro (1939), Okaasan (1952), Meshi (1951), Onna ga kaidan wo agaru toki (1960) o Mideragumo (1967) tuve la certeza de que sería uno de mis cineastas tutelares. Y eso que aún no había visto ninguna de sus joyitas silentes, como Kimi no wakarete o Yogoto no yume, de 1933. No digamos después de ver (por sólo citar diez) Inazuma (1952), Ani imôto (1953), Bangiku (1954), Shû u, Tsuma no kokoro, Nagareru (estas tres de 1956), Iwashigumo (1958), Musume tsuma haha (1960), Onna no za (1962) o Midareru (1964). Aún espero ponerle los ojos encima a las que me faltan por ver. Todas las que pueda.

Mikio Naruse con Yôko Tsukasa y Yûzô Kayama 
en el rodaje de Midaregumo, su última película.

Kurosawa recuerda en su autobiografía que había sido ayudante de Naruse en Nadare (1937):
El método de Naruse consistía en construir una toma muy corta sobre otra, pero cuando las veía empalmadas, daba la impresión de que fuese una larga toma única. El movimiento es tan magnífico que los empalmes se vuelven invisibles. Ese movimiento de las tomas cortas que se ve colmado a primera vista, aparece luego como un profundo río con la superficie en calma que esconde una corriente fuerte y veloz bajo ella. La seguridad de su mano no tenía comparación.
Durante la toma, Naruse también se mostraba muy seguro. No había el más mínimo desperdicio en nada de lo que hacía, e incluso el tiempo para las comidas estaba debidamente distribuido. Mi única queja es que él lo hacía todo solo y los ayudantes de dirección nos quedábamos sentados de una forma improductiva.
Un día en el plató yo no tenía nada que hacer, como de costumbre. Así que me metí detrás de un panel que tenía unas nubes pintadas y encontré una enorme cortina de terciopelo que se utilizaba para los fondos de las escenas nocturnas. Estaba convenientemente enrollada así que me tumbé y enseguida me dormí. Lo siguiente que supe fue que un técnico ayudante de iluminación estaba tratando de despertarme. ¡Corre!, dijo. Naruse está furioso. Lleno de pánico escapé por un agujero de ventilación en la parte trasera del plató. Mientras gateaba, oí gritar al ayudante, ¡Está detrás de las nubes!. Cuando volvía con disimulo por la entrada principal del plató, me encontré a Naruse saliendo. ¿Qué ocurre?, le pregunté, y él replicó, Alguien estaba roncando en el plató. Me han estropeado la jornada así que me voy a casa. Para vergüenza mía, fui incapaz de admitir que el culpable era yo. De hecho no me atreví a decirle la verdad a Naruse hasta que pasaron diez años. Lo encontró muy divertido.
Fotograma de Nadare.

Hay que ver: supimos de Naruse hace casi cuarenta años por la autobiografía de Kurosawa (uno de nuestros libros de cabecera por entonces) y tardamos casi treinta en ponerle los ojos encima a una película suya. Creo que en los últimos cuatro años no dediqué tanta atención a ningún otro cineasta como a Naruse.

Fotogramas de Inazuma.

Nació en 1905 en Tokio. Se crio en un vecindario pobre. Su padre se ganaba la vida como bordador. A Mikio Naruse le gustaba leer, le interesaba la literatura y frecuentaba las bibliotecas. Como su familia no tenía posibles, el futuro cineasta asiste a una escuela de formación profesional para hacerse mecánico. Su padre muere en 1920 y Mikio Naruse entra a trabajar a los 15 años como utillero en el departamento de atrezo de los estudios Shochiku. No le interesaba dedicarse al cine, sólo necesitaba ganarse la vida. Traba amistad con Heinosuke Gosho, tres años mayor que él y uno de los directores jóvenes mejor considerados en los estudios, que le propone unirse a su equipo como ayudante de dirección.

Fotograma de Yogoto no yume.

También se hace amigo de Ozu, que entró a trabajar en la misma compañía en 1923 como ayudante de cámara y cuatro años después ya le encargaron dirigir una película; Naruse, en cambio, habrá de esperar diez años, escribiendo y proponiendo guiones que le rechazaban, para estrenarse como director, muy probablemente gracias a la recomendación de Heinosuke Gosho. De ahí en adelante, siempre escrupuloso en cumplir estrictamente el presupuesto y el plan de rodaje, será el director peor pagado de la compañía. A mediados de los 30 dejó la Shochiku y se fue a la P.C.L.

Fotograma de Kagirinaki hodô (1934).

Ya lo dijimos: el dinero es uno de los asuntos cardinales del cine de Naruse. El precio de las cosas, las deudas, los seguros, las hipotecas, las herencias. La pobreza. El trabajo y la falta de trabajo. El coste de la vida y la falta de dinero. La precariedad acosando a los personajes como un fantasma diabólico. Esos zapatos sucios, agrietados, agujereados...

Fotogramas de Koshiben ganbare (1931)
Ginza keshô (1951) y Meshi.

El dinero causa conflictos en el seno familiar, enfrenta a hermanos con hermanos y padres con hijos, y erosiona los matrimonios. El dinero pudre las familias. No hay un cineasta tan atento a las condiciones materiales de la existencia. Y en ese sentido no hay cineasta más materialista. Casi película tras película. Desde las primeras a las últimas.

Fotogramas de Yogoto no yume, Bangiku y Hôrô-ki (1962).

En Musume tsuma haha casi no hay escena donde el dinero no salga a relucir; en cosas menudas como el precio de una tarta o de las entradas para el cine y en asuntos más graves donde la película deviene una radiografía demoledora de las relaciones familiares.


Cuentan que Naruse solía comer siempre en sitios baratos, de clase obrera. Charlaba con las camareras que lo atendían. Quizá sólo con ellas compartía sus pensamientos. Igual sólo se sentía en casa entre pobres. Pasó gran parte de su vida viviendo solo. Hay unanimidad entre quienes lo conocieron: Naruse era de esos directores despojado de cualquier rastro de vanidad y sincero a carta cabal.

Naruse con Hideko Takamine en  el rodaje de una escena 

Un día Hideko Takamine le consultó sobre la interpretación de un personaje. Naruse le dijo: Terminará antes de que te dés cuenta. En realidad dejaba a la actriz sola, abandonada a su suerte, a sus propias fuerzas, a su determinación, o sea, tal como los personajes que interpretaba. No daba instrucciones ni imitaba cómo había de actuar en la escena, a lo Lubitsch, digamos.

Fotogramas de Hideko no shashô-san (1941), 
Tsuma no kokoroNagareruOnna ga kaidan wo agaru toki  
y Midarerucon Hideko Takamine.

Confiaba en ella (rodaron juntos dieciocho películas) y, al negarle directrices, la obligaba a cobrar conciencia aguda de su propia soledad, de su desamparo, una noción tan importante en la concepción narusiana de la vida: una forma silenciosa de ponerla en las pantuflas del personaje.


La dirección de un cineasta callado.

26/4/20

La olla arrocera roja


Una noche Claire Denis llevó a su madre a la Cinemateca de París para ver Banshun (1949), una de la obras sublimes de Ozu. La madre experimentó una verdadera conmoción: la película contaba su propia historia; la relación de Setsuko Hara con Chishû Ryû era un espejo de la que ella había vivido con su padre, el abuelo de Claire Denis.


Una película tan bella le había deparado otra sorpresa a la madre de la cineasta:
No sabía que se podía hacer una película con una historia tan sencilla.
Tan conmovida, empezó a contarle cosas sobre su abuelo. Claire Denis se dio cuenta del verdadero poder del sentimiento que transmitía esa historia, aun con subtítulos:
Hasta el último día de mi vida esa manzana será algo inefable para mí.

Durante diez o quince años soñó con hacerle un homenaje a Ozu, con rodar una película como Banshun para su madre, pero también sentía algo de miedo, hasta que vio Café Lumière (2003), de Hou Hsiao-sien, y pensó que acaso no fuera tan difícil, tal vez podría, quizá se atrevería...


Claire Denis se atrevió. Buena es ella. Y su madre -había cumplido 80 años- pudo ver la película que había hecho para ella: 35 rhums (2008). 35 tragos/chupitos de ron. 59 años después de Banshun.

Claire Denis en una pausa durante el rodaje de 35 rhums.

Digámoslo ya: Ozu vive en cada rincón de 35 rhums y, al tiempo, Claire Denis nunca rodó nada más personal; suyo, cada rincón de 35 rhums.


Ahora viene a cuento un flashback. El abuelo de Claire Denis quedó viudo cuando la madre de la cineasta era todavía un bebé, la crió en un suburbio parisino y se convirtió en el mejor hombre que pudo para ella. Forjaron una relación muy especial. Eran casi una pareja. Se cuidaban. La madre comparaba a todos los novios con su padre.


En alguna entrevista a propósito de 35 rhums, Claire Denis contó que para su madre, casada, con una familia, aún a los 80 años, su padre sigue siendo un príncipe, el hombre de su vida. En África, donde se crió la cineasta (nació en París pero vivió de niña en Burkina Faso, Somalia, Senegal y Camerún, donde destinaron a su padre como funcionario), su madre le contaba las películas que tanto le gustaban y había visto con su abuelo (iban al cine en París todos los miércoles a ver por lo menos dos), por ejemplo The 39 Steps, de Hitchcock.


Recuerda también que siendo adolescentes les contó a su hermana y a ella Hiroshima, mon amour: se había enamorado del actor japonés y cuando finalmente la futura cineasta vio la película de Resnais, ya la había visto: su madre se la había contado plano a plano, y hasta Emmanuelle Riva se le parecía. Claire Denis entró en el cine a través de la voz de su madre, una forma bastante freudiana de iniciación al cine, dice.


Tampoco faltaron durante la infancia evocaciones imprevistas, como trances, en que su madre de improviso y sin venir a cuento hablaba del abuelo: Oh, mi padre siempre fue... Mi padre ahora... El abuelo de la cineasta murió cuando ella tenía doce años. No se habían visto mucho; él vivía en Francia mientras Claire Denis crecía en África, además, según recuerda, su abuelo por quien realmente se preocupaba era por su hija.


La cineasta nunca entendió aquella historia, aquella relación de su madre con el abuelo. Hasta que vio Banshun. Le encantaba el cine de Ozu, que le había descubierto el poder de los rituales cotidianos para revelar los estados de ánimo, pero aquella película la estremeció. Lloró. Conocía aquella historia: Setsuko Hara y Chisû Ryû eran su madre y su abuelo. Y comprendió.


Por eso llevó a su madre a verla, y entonces ella le contó cosas de su abuelo que la cineasta nunca le había preguntado. Por eso necesitaba rodar 35 rhums donde la historia de Lionel/Alex Descas y Josephine/Mati Diop transfigura la historia de su abuelo y su madre. Por eso fue un asunto tan personal para Claire Denis, ninguna película más personal que 35 rhums. Gracias a Ozu.


Ya antes del rodaje todos los colaboradores habituales de Denis (la directora de fotografía Agnès Godard, el guionista Jean-Paul Fargeau o los actores Alex Descas y Grégoire Colin) conocían la historia de la madre y el abuelo de la cineasta que inspiraba la película.


Claire Denis desarrolló 35 rhums con Jean-Paul Fargeau a partir de una idea central: la separación entre un padre y su hija como un hecho doloroso, inevitable y hermoso. Una película sobre las despedidas, sobre decir adiós, sobre las convergencias y divergencias -las encrucijadas- que la vida nos depara, como las vías por donde discurre ese tren que conduce Lionel (un eco, claro está, de los trenes de Ozu).


Antes de trabajar con Agnès Godard, la cineasta explora la geografía de la película localizando los apartamentos, el canal, las vías del tren, el restaurante africano que cobija una escena cardinal de 35 rhums: el baile entre Josephine y Noé/Grégoire Colin bajo la mirada de Lionel, a modo de primer movimiento en la coreografía de un adiós al compás de Nightshits, de The Commodores (el restaurante tenía que ser pequeño, pero permitir suficiente circulación, apuntó la cineasta).


Luego se reúne con Agnès Godard y vuelve con ella a las localizaciones para decidir los planos con la idea de que toda imagen cifra una subjetividad: lugares transfigurados por la subjetividad de los personajes que los viven.


El cine de Denis cuenta con los cuerpos (movimientos, gestos, miradas, manos). De alguna forma las escenas se resuelven con visos de danza. Nos basta ver a Lionel y Josephine oficiando los rituales cotidianos en el pequeño apartamento para comprender la íntima afinidad de la relación paterno-filial que encuentra su cifra en la olla arrocera roja donde resuena, sobra decirlo, la tetera roja de Ozu.


Por no hablar de la escena del pequeño restaurante africano (cómo no volver a palabrearla), donde se refugian, calados por la lluvia, cuando el coche los deja tirados cuando iban a un concierto donde danzas y miradas se conjugan para contarlo todo, como si de un musical se tratara (que igual sí).


Por así decir, la intimidad aflora por vías donde las palabras no se aventuran. Como ese arrebato de Noé, mientras corre con Josephine, tirándose al canal para luego reanudar la carrera. La cámara de Denis porfía en atrapar el hecho físico de sus personajes que transita entre el arranque y arrobo, entre el pronto y el recogimiento, entre la fugacidad y la perseverancia.


Una porfía dolorosa al pespuntar las escenas con el hilo de una inevitable separación, como en esa bellísima escena en la playa de Lübeck, padre e hija en la furgoneta, las últimas horas juntos tras haber visitado la tumba de la madre de Josephine (¿hace falta decir que vemos en el retrovisor el último viaje juntos de Noriko y su padre en Banshun?). En 35 rhums asistimos desde el principio al final de una historia y la película se despliega preñada de melancolía. 


El título 35 rhums, contó Claire Denis, hace referencia a una apuesta de Lionel consigo mismo que se inventaron Jean-Paul Fargeau y ella: se tomaría 35 tragos de ron el día de la boda de su hija, sólo entonces se sentiría seguro de haber hecho un buen trabajo como padre. Por supuesto, en la película no se explica la razón, ni falta que hace.


Cuando la madre de la cineasta vio la película le dijo: ¡35 rones no son nada, mi padre se fumó cinco bolitas de opio el día de mi boda! (El abuelo de Claire Denis se trataba el asma con opio.)


(Mati Diop, la Josephine de 35 rhums, dirigió Atlantique, una de las películas que más nos gustaron de las estrenadas el año pasado con Portrait de la jeune fille en feu, de Céline Sciamma.)