Mostrando entradas con la etiqueta Miguel Torga. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Miguel Torga. Mostrar todas las entradas

16/4/17

Ana en Buenos Aires


Un acontecimiento en el BAFICI de este año: el domingo 30 de abril a las 19 h en el cine Malba de Buenos Aires se proyecta Ana (1982) de António Reis y Margarida Cordeiro. Un único pase, el único que se permite al tratarse de una copia de conservación. No es que sea una obra maestra, es algo mucho mejor. Es una maravilla. Y digo maravilla como dije a propósito de Paradjanov. Y con eso digo todo.


Tampoco debe extrañaros que os diga que le debemos a Serge Daney -en justa correspondencia- un texto maravilloso sobre Ana -una de sus películas preferidas- con líneas así:
Tal vez no quedan suficientes películas que nos den ganas de murmurar encantados, "¿dónde estoy?". No por miedo a perdernos, sino por la emoción de estar profundamente dormidos, despertar de golpe y no saber... en qué mundo hemos despertado.
¿Dónde estamos en Ana? En Portugal, ya que los cineastas son portugueses. Pero este pequeño país sigue siendo demasiado grande. En el norte de Portugal, en las tierras de Miranda do Douro, donde Reis y Cordeiro filmaron otra película maravillosa e inclasificable, Trás-os-Montes [la tierra natal de la cineasta]. Aquí y en ningún otro lugar. Aquí y en cualquier otro lugar. Porque la fuerza de Ana, que desarma de antemano todas las clasificaciones perezosas, es justo eso. Hace tiempo que una película no nos recordaba con tanta claridad que el cine es a la vez un arte de lo singular y lo universal, que las imágenes flotan mucho mejor si dejan caer su ancla en algún lado. 
(Os dejó el texto de Serge Daney sobre Ana en portugués y en inglés.)


Miguel Torga, el escritor de Trás-os-Montes que tanto nos gusta, dijo en siete palabras algo cardinal que podría cifrar el aliento del cine de António Reis y Margarida Cordeiro:
Lo universal es lo local sin paredes.  
Siguiendo a Serge Daney, uno puede muy bien imaginar, mientras escuchamos la lección de las barcas, que el Éufrates desemboca en el Duero, y ver en esa barca que gobierna una mujer de negro entre los remolinos del río con una cabra de pasajero un transporte de almas. Hilvanes que sólo los poetas pueden pespuntar.


De un filme tan rico en prodigios como Ana -una misteriosa e hipnótica constelación de 150 planos- evoquemos apenas el esplendido trabajo con el color (esas rimas con el rojo) de los directores de fotografía Acácio de Almeida y Elso Roque, y el asombroso primor con el sonido de Carlos y Joaquim Pinto. Ana no se mira si no se escucha:
Naqueles dias a natureza parecia recolhida ao invisível, sob o olhar da mãe...
Escuchar por ejemplo en la voz de António Reis unos versos de la tercera elegía del Duíno, de Rilke, sobre los sueños de los niños y el descenso a los abismos de los orígenes, mientras la cámara encuadra al nieto de Ana, que yace enfermo con los ojos cerrados, y luego lo vemos... Vemos y escuchamos una escena asombrosa que no os desvelaré... Como aquélla en que la abuela le cuenta a la nieta el día del eclipse con una luz en frontera del sueño y la vigilia...

El cine y la vida:
António Reis, Margarida Cordeiro, 
Ana Umbelina Cordeiro Reis 
(hija de los cineastas 
y la nieta de Ana en la película) 
y Ana Maria Martins Guerra 
(Ana, la madre de la cineasta, 
la abuela de la película). 
(Fotografia de Inácio Ludgero.)

En Ana hay una historia, si así lo queréis. Pero sobre todo compartimos una experiencia íntima y el amor de unos cineastas por una tierra y unas gentes, un espacio y un tiempo decantados por la memoria bajo la forma de un ritual sagrado. En palabras de António Reis y Margarida Cordeiro:
Hacer cine es para nosotros un objeto de deseo y lo que nos mueve es una compulsión, no podemos hacer otra cosa, nos es imposible huirle, y en ese sentido hay una especie de fatalidad. Filmar es en parte someterse a los acasos, pero sobre todo a los núcleos emocionales. No filmamos sino lo que amamos profundamente.
Joris Ivens les contó a António Reis y Margarida Cordeiro que antes de una operación a vida o muerte, ante la perspectiva de no volverse a despertar, quiso dormirse con las imágenes de Ana en la memoria. Amigos de esta escuela en Buenos Aires, no digáis que no os avisé. Tened cuidado después de ver Ana. No le pongáis los ojos encima a cualquier película. Uno no bebe agua del grifo después de probar la de un manantial purísimo.

25/4/12

El 25 de abril de Miguel Torga



Descubrimos a Miguel Torga allá por 1988 gracias a un artículo de Ferrín en el Faro de Vigo -sección Segunda feira, en la página dos de los lunes- donde comentaba los Cuentos de la montaña que Alfaguara - en la época del diseño de Enric Satué- había editado en fecha reciente. Leímos los cuentos -los de la montaña y los de Piedras labradas- y nos convertimos en devotos de Torga. Y hasta peregrinamos a su aldea natal, la transmontana S. Martinho de Anta. Y en sucesivos viajes a Coimbra íbamos acarreando sus obras en portugués, sus cuentos, su diario; libros de impresión ascética que editaba el propio Torga en una gráfica de la ciudad. Y en un viaje por Tras-os-Montes creímos descubrir la aldea que bautizó como Fronteira y que da título a uno de sus Cuentos de la montaña, tan perfecta era la correspondencia entre la escritura y aquel fin del mundo al pie de una muralla granítica; una aldea que, como no llevábamos cámara de fotos, nuestro hijo dibujó en el cuaderno que llevaba conmigo; la aldea  donde acontece, por la gracia de Torga, una hermosa historia de amor entre un guardiña y una contrabandista.


Abro el volumen XII de su Diario y leo las entradas correspondientes a los días de aquel rojo abril del 74, en Coimbra:

25 de abril. Golpe militar en Portugal. ¡Quién pudiese creer en los militares! Ellos han sido los que, durante los últimos mortificantes cincuenta años, nos han detenido, nos han censurado, nos han encarcelado y han ayudado con sus bayonetas a mantener el poder de la tiranía. ¿Quién será capaz de olvidar todo esto? Pero, bien, de todos modos, ya es un paso. Ojalá no sea permanentemente un simple paso de desfile...


27 de abril. Las instalaciones de la P.I.D.E [la policía política] han sido ocupadas. Mientras en compañía de otros viejos veteranos de la oposición al régimen fascista presenciaba la furia de algunos exaltados que reclamaban la muerte de los agentes, acosados en su interior, y destrozaban sus automóviles, pensaba en el hecho curioso de que las verdaderas víctimas de la represión raras veces ejecutan la venganza. Tienen un pudor que les impide manchar su sufrimiento. Son los otros, los que no sufrieron, los que se exceden, como si no tuviesen la conciencia tranquila y quisieran alardear de una desesperación que nunca sintieron.


1 de mayo. Colosal cortejo por las calles de la ciudad. Una explosión de alegría gregaria, generalizada, que ha desfilado frente a las fuerzas de la represión confinadas en los cuarteles.


-Más bonito que la procesión de la Reina Santa... -decía una mujer.


Seguí este caudal humano, callado, oyendo los ¡viva! y los ¡muera!, bloqueado por una especie de inseguridad, sin poder vibrar con el entusiasmo que me rodeaba, con la recóndita y vana esperanza de poder contagiarme. Hay momentos que nos pertenecen a todos. ¿Por qué no había de ser éste mío también? Pero no. Dentro de mí resonaba únicamente una pregunta: ¿en qué océano de sentido común desembocaría todo este delirio? ¿Dónde estaría la oculta e inteligente abnegación que habría de guiar, en el camino de la Historia, la ceguera de esta confianza?


Es esto la vejez: o se llora sin motivo, o los ojos permanecen secos de lucidez.


6 de mayo. Continúa la revolución, y todos se apresuran a dar pruebas externas de pertenecer a sus filas.


-Y usted, ¿no dice nada? -me interpeló hace un rato, sin ningún pudor, uno de esos nuevos prosélitos.


Y la irresponsabilidad de semejante pregunta me dejó sin habla. Fue lo mismo que si me hubieran hecho tragar mis cincuenta años de protesta.


En el 25 de abril de Miguel Torga -censurado y encarcelado durante la dictadura salazarista- hay amargura. Y aun una amargura profética. La de una derrota presentida en las trincheras de un combate solitario. E intransigente. De quien ejerce la escritura. Tan desnuda como la impresión de sus libros.


(Traducción de los fragmentos del Diario de Torga de Eloísa Álvarez.)

31/8/11

El sabor de la ceniza

Edith Wharton cuenta en sus memorias -Una mirada atrás- cuánta desazón le produjeron las últimas novelas -cita expresamente Las alas del deseo y La copa dorada- de Henry James: ...aun con toda su belleza moral, me parecían más y más faltas de atmósfera, más y más separadas de este nutritivo aire humano en el que todos vivimos y nos movemos. Le daba la impresión de que la poética -tan admirable- de James pagaba un precio demasiado caro al minimizar o sacrificar los movimientos irregulares y hasta irrelevantes de la vida. Como no se sacaba el tema de la cabeza, un día le preguntó cuál era su idea al enrarecer el espacio en torno a los cuatro personajes principales de La copa dorada, suspendidos en el aquel de observarse unos a otros, y por qué los había despojado de todos los "flecos humanos" que necesariamente arrastramos detrás de nosotros a lo largo de la vida. A esas alturas, una sensación de fracaso asediaba al maestro y se sentía vulnerable a cualquier atisbo de crítica, aunque procediera de quienes, como Edith Wharton, comprendían la carpintería literaria y admiraban el estilo, en fin, el arte de la ficción de James.


Las cuitas de Edith Wharton a propósito de las novelas de madurez de su amigo vienen a cuento, porque esa desazón por lo que James sacrificaba revela la huella digital de su obra -la atmósfera nutricia, las arrugas de la vida, el inclemente paso del tiempo, los flecos humanos...- desde sus novelas más tempranas, como Las hermanas Bunner, la novela corta que Contraseña, una editorial que no conocíamos pero que ya no perderemos de vista, acaba de publicar con exquisito cuidado: la traducción de Ismael Attrache, la ilustración de la cubierta Elisa Arguilé, el tacto, la tipografía... Lástima que no haya encontrado una imagen que muestre la delicada armonía de color, tipografía e ilustración conjugadas en la cubierta, valga ésta como una pálida huella del original.


Cuando escribió Las hermanas Bunner, en 1892, Edith Wharton tenía treinta años; faltaban casi otros tantos para la publicación de La edad de la inocencia, quizá su novela más conocida. La consideraba una obra de aprendizaje, de aquellos años en que se decía a sí misma: Todavía no sé escribir una novela; pero ya sé cómo se aprende a hacerlo. La publicó por primera vez en 1916. Basta leer esta novela de apenas 130 páginas para comprobar la gran escritora que ya era entonces, capaz de aflorar en el más insignificante de los escenarios el más íntimo y significativo de los universos. Miguel Torga señalaba que lo universal no es más que lo local sin muros, un axioma que se cumple de forma cabal en Las hermanas Bunner.

A Edith Wharton los personajes se le aparecían siempre con sus respectivos nombres aunque el encuentro sólo cuajaba cuando le hablaban. Cabe imaginar el estremecimiento cuando recibió la visita de Ann Eliza, la hermana mayor, quizá con visos de fantasma en un principio pero que acabaría alumbrando el punto de vista del relato. En los primeros párrafos, la voz narrativa nos lleva, como si de una cámara emplazada en una grúa se tratara, desde un gran plano general de la gran ciudad hasta una manzana, una calle, una tienda con un cartel que reza "Hermanas Bunner" y, cruzando el umbral, nos acerca a la protagonista; a partir de ese momento, vemos -y vivimos- la historia filtrada por la conciencia de Ann Eliza, que da forma (y de-forma, como toda óptica, como toda subjetividad) el tejido emocional de la novela; y sólo en los últimos párrafos nos alejamos de ella mientras se pierde en la muchedumbre en un  movimiento simétrico al que dibuja en la apertura. La última página de Las hermanas Bunner late ya en la primera, pero las revueltas del camino entre ésta y aquélla sólo podía descubrirlas Edith Wharton a medida que escribía, un itinerario que amojona con correspondencias, rimas y simetrías en torno a un reloj, un ramito de junquillos o un lazo carmesí, en los que fraguaba el alfabeto de los adentros con que enhebraba los silencios del corazón que habitan la novela y, no sería exagerado decir, que también lo mejor de su obra. Edith Wharton no da puntada sin hilo; cada detalle, elegido con delicadeza, aviva las brasas de lo visible en un primer momento, y más tarde, páginas después, revela el latido candente de lo invisible.

En Las hermanas Bunner, como en Ethan Frome o La edad de la inocencia encontramos ya uno de los temas cardinales de Edith Wharton: la renuncia, y cuánto daña. La historia de Ann Eliza con su hermana Evelina, en el pequeño mundo de una tienda en un semisótano de Nueva York a finales del XIX, acontece bajo el signo de la inmolación y la pérdida, y deviene una gran historia de amor a través de una escritura que destila visibilidad, esa alquimia que transfigura lo invisible en una impresión casi táctil con la calidez que desprenden sus páginas y la intimidad con que nos acerca a las hermanas, mientras desgrana el dolor, la soledad, las horas vacías, el desvalimiento y la devastación. Asistimos en Las hermanas Bunner a la tragedia de las mejores intenciones, a la inutilidad del sacrificio y a la luz última que ilumina, inesperada, el ocaso de la vida y tras una llamarada fugaz deja en los labios el sabor de la ceniza.

Fragmento de un fotograma de El silencio de Bergman

Me criaron dos hermanas que vivieron juntas toda la vida, me casé con una mujer que tiene una hermana y una de nuestras mejores amigas tiene dos hermanas. El gineceo fraterno despierta en mí una insaciable curiosidad. Las historias sobre hermanas encuentran en uno terreno abonado.

Fotogramas de El silencio


Las hermanas Lacroix o Las señoritas de Concarneau de Simenon, El silencio o Gritos y susurros de Bergman, aun con registros tan distintos, son novelas y películas, por no hablar de Las tres hermanas de Chéjov, que siento muy próximas, como Las hermanas Bunner. Qué verdaderas. Podía verlas a través del escaparate de la tienda. Casi tocarlas. Respiraba el aire del semisótano y veía las hojas del ailanto brotar en primavera desde la cama donde dormían juntas. Qué película más hermosa alienta en la historia de las dos hermanas; con Helen Mirren encarnando a Ann Eliza, pongamos por caso. Con razón me recomendó Ángeles la novela. Hacedle caso.