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8/10/13

El forjador de fantasmas


El 8 de octubre de 1973 se estrenó El espíritu de la colmena en el cine Conde Duque de Madrid. (Dos semanas antes, el 18 de septiembre se había proyectado en el Festival de San Sebastián, donde ganó la Concha de Oro de aquella edición.) El espíritu de la colmena cumple hoy 40 años.


La película costó unos 9 millones de pesetas, fueron a verla más de medio millón de espectadores y recaudó unos 43 millones de pesetas. Sí, sí, conviene volver a leer las cifras -son cifras oficiales-, y luego preguntarse ¿cómo es posible que aún se hable de Erice como de un director poco menos que un veneno para la taquilla? (Si algún cineasta demostró siempre un cuidado exquisito en cuanto a las condiciones concretas -y límites- de la producción fue Erice. Cuando a tantos se les llena la boca con la industria del cine -español-, basta tapársela con el hecho revelador de que al más grande de los cineastas españoles le cueste tanto rodar una película, tanto como que han transcurrido treinta años sin una película suya que se haya producido de forma normal, si hay algo normal en el cine de estos pagos.) Dejémoslo aquí.


Hoy queremos celebrar el cumpleaños de El espíritu de la colmena. Una película que rememora el encuentro cardinal del cine con la mirada de una niña que abre los ojos al mundo por vez primera. Una experiencia primordial destilada en el tiempo que capturan sus imágenes, el tiempo de los orígenes: ese tiempo sin fechas que reaparece, una y otra vez, en los ojos de los niños, son palabras del propio cineasta en El latido del tiempo, un artículo que escribió con motivo de la reposición de El espíritu de la colmena en las salas de cine hace casi diez años. Por esas mismas fechas, en un seminario sobre la película, confesó: Para bien o para mal, me considero un cineasta incluso cuando no ruedo. Por eso mismo, las películas que hago son la consecuencia de las que, por uno u otro motivo, no he podido llevar antes a cabo. Es inevitable: sobre lo que finalmente se consigue expresar gravita lo no expresado, el porcentaje de frustración que acompaña tantas veces a este tipo de trabajo.


Películas habitadas por fantasmas de películas que no encontraron cobijo en la pantalla. Un forjador de fantasmas. Aquellos versos de Rosalía de Castro -En las orillas del Sar- resuenan como si profetizaran un cineasta como Erice: Pensaban que estaba solo, /  y no lo estuvo jamás / el forjador de fantasmas, / que ve siempre en lo real / lo falso, y en sus visiones / la imagen de la verdad.

7/4/13

Tinieblas


Gracias a Esther (que nos cuenta los sueños) localicé la entrada de los Diarios de Gombrowicz de la que apenas recordaba la alusión a la claridad del arte como la claridad de la noche.

Gombrowicz en 1965. (Fotografía de Bogdan Paczowski.)

Os dejo a continuación un fragmento de esa entrada de un martes de 1956, una poética de las tinieblas:

Nos contábamos nuestros sueños. Nada en el arte, ni siquiera los más inspirados misterios de la música, puede igualarse al sueño. ¡La perfección artística del sueño! ¡Cuántas lecciones nos da este maestro nocturno a nosotros los fabricantes diurnos de sueños, a los artistas! En el sueño todo está cargado de un sentido terrible e inescrutable, nada es indiferente, todo nos alcanza con más profundidad y más íntimamente que la más ardiente pasión del día; de ahí la lección de que el artista no puede limitarse al día: tiene que penetrar en la vida nocturna de la humanidad y buscar sus mitos y símbolos. Y también: el sueño destruye la realidad del día vivido, extrae de ella unas migajas, unos fragmentos extraños, y los compone absurdamente en un dibujo arbitrario; pero para nosotros este absurdo constituye justamente el sentido más profundo; preguntamos en nombre de qué ha sido destruido nuestro sentido normal, y con la vista clavada en el absurdo como en un jeroglífico, intentamos descifrar su razón, de la que se sabe que existe... De modo que el arte también puede y debería destruir la realidad, descomponerla en elementos, construir de ellos nuevos mundos absurdos; en esta arbitrariedad se esconde una ley, la transgresión del sentido tiene su sentido, la locura, al destruirnos el sentido exterior, nos introduce en nuestro sentido interior. Y el sueño pone de manifiesto toda la idiotez de aquella exigencia que le imponen al arte algunas mentes demasiado clasicistas, según la cual el arte debería ser "claro". ¿Claridad? Su claridad es la claridad de la noche, no la del día. Su claridad es exactamente igual a la de una linterna eléctrica, que extrae de la oscuridad un objeto, sumergiendo todo lo demás en unas tinieblas aún más profundas. El arte debería ser -fuera de los límites de su luz- oscuro, como el oráculo de la Sibila, de rostro velado, reticente, centelleante con múltiples sentidos y más amplio que cualquier sentido. ¿La claridad clásica? ¿La claridad de los griegos? Si esto os parece claro, es únicamente porque sois ciegos. Id en pleno mediodía a mirar detenidamente la más clásica de las Venus, y veréis la más negra de las noches.

En el pozo de tinta de esa negra noche de la Grecia mitopoética, arcaica y misteriosa, moja la pluma Nietzsche para destilar El origen de la tragedia.

Fotograma de La mujer pantera (1942), 
producida por Val Lewton y dirigida por Jacques Tourneur.

Cómo me acuerdo de las películas de Val Lewton y Jacques Tourneur. Cómo no acordarse de Faulkner. Y de Rosalía de Castro. Y de Juan de Yepes (como le llamaba el maestro). Y del maestro contándome de Hölderlin. Maestros todos en tinieblas.
    

24/1/10

Una cara de ángel, el ogro y un lobo feroz

Ante la perspectiva de varias semanas a pico y pala (léase escribir con la única motivación de pagar las facturas), uno se ha curado en salud y se ha entregado este fin de semana a un uso gozosamente improductivo del tiempo. Y como si la meteorología quisiera pasarnos la mano por la espalda con el aquel de "venga, hombre, ya verás como lo vas a pasar bien después de todo", nos ha regalado un domingo luminoso y azul como esos días de la infancia de los últimos versos de Antonio Machado. El camino de las dunas, que se llama Camiño do Río do Mar, desprendía una fragancia húmeda y la vegetación reverdecía con las últimas lluvias que han sembrado los arenales de cursos y ojos de agua.

Jean Simmons

Ayer nos enteramos de la muerte de Jean Simmons, cuánto me gustó siempre esa actriz (bueno, y la mujer, una belleza de las de antes, diríamos), la hemos disfrutado en muy buenas películas desde Cadenas rotas (1946), la adaptación de Grandes esperanzas de Dickens por David Lean, pasando por el Hamlet (1948) de Laurence Olivier, Ellos y ellas (1955) de Joseph Mankiewicz, Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, El fuego y la palabra (1960) de Richard Brooks, hasta Espartaco (1960) de Stanley Kubrick. En su día me conmovió en Con los ojos cerrados (Richard Brooks, 1969) pero no volví a verla y no sé si me gustaría tanto a estas alturas.

Ayer, a modo de merecido homenaje póstumo volvimos a ver Cara de ángel (1952) de Otto Preminger, lástima que tuviera que rodar esa película con una peluca, por lo visto el suyo se lo había rapado después de una bronca con Howard Hughes, que produjo el filme de Preminger cuando gobernaba la RKO, y aprovechó para vengarse de la actriz metiéndola en el reparto de Cara de ángel para que no se fuera de rositas sin haber trabajado hasta el último día que estipulaba el contrato. Como el tiempo se echaba encima y apenas iban a contar con dieciocho días de rodaje, Hughes le encargó la película a Preminger, un déspota redomado que hizo repetir una y otra vez la escena de la bofetada de Robert Mitchum a Jean Simmons, quejándose de que el actor no la abofeteaba con la suficiente fuerza, hasta que Mitchum se volvió hacia el director, le soltó una bofetada con todas sus ganas y le preguntó si era así de fuerte como le gustaba. Jean Simmons tenía 22 años y borda ese papel de mantis religiosa.

Leo la última novela de Jordi Soler, La fiesta del oso. No había leído nada suyo, y me tentó ésta por una recomendación que dejó Javier Cercas en uno de sus artículos. Yo fui de esos a los que gustó mucho Soldados de Salamina, la novela quiero decir, que no sé por qué algunos lectores se quejaron en su día de que perdiera el tiempo contado la historia de Rafael Sánchez Mazas, justo lo que dice uno de los personajes de la propia novela, cuando Soldados de Salamina trama el desvelamiento de un héroe a su pesar. Bueno, y me gusta cómo escribe, así que le hice caso. La fiesta del oso es otra novela sobre la guerra civil, aunque yo creo que lo raro es que no se hayan escrito más y no se hayan hecho más películas sobre el asunto, porque pocos acontecimientos históricos han cifrado las esperanzas del mundo y han representado una encrucijada más preñada de idealismo, sacrificio y heroísmo. La última novela de Jordi Soler es la tercera de las suyas sobre la guerra civil, o mejor, sobre su propia historia familiar que hunde sus raíces en la guerra civil, pero sus 157 páginas tienen entidad propia y uno lee La fiesta del oso sin echar de menos las otras dos, Los rojos de ultramar y La última hora del último día.


En la página 94 de La fiesta del oso leemos: ...me siento como quien jala la punta de una raíz y al tirar de ella descubre que es mucho más larga de lo que había calculado y que toda esa longitud no es más que una mínima parte de la red de raíces que va ganando grosor conforme se acerca al tronco de un árbol enorme, que está muchos metros más allá, y que es la criatura que mantienen viva todas esas raíces, un árbol inmenso y saludable que me gustaría llamar La Guerra Perdida. Un párrafo que define muy bien el motivo temático de la novela (o de la trilogía de la guerra civil probablemente), pero quisiera resaltar dos elementos compositivos: por un lado, la construcción de la voz narrativa que le permite al lector en dos o tres momentos claves mantener una cierta distancia sobre la narrado, la distancia justa para anticipar lo que vamos a descubrir y vivir esos momentos -diferidos y dilatados con maestría- con una mezcla de incomodidad y conmoción que duele; por otro, la potencia metafórica del texto que sin forzar los hechos nos permite leer una historia de derrota como si se tratara de un cuento terrible con un gigante, una bruja y un ogro en el corazón del bosque.

Y hoy, claro, fui a recoger El País con la motivación añadida de La isla del tesoro que entregaban con el periódico y que algunos de los lectores de esta escuela se cuidaron tan amablemente de que no olvidara. De paso nos enteramos de que Xosé Luís Méndez-Ferrín ya es el Presidente de la Real Academia Galega. Y uno se alegra, sobre todo por la Academia. Las instituciones se engrandecen por los hombres que las ocupan, pobres hombres los que necesitan de las instituciones para engrandecerse, pobres instituciones también. Uno se alegró cuando José Luis Borau fue elegido presidente de la Academia del Cine, porque es un gran cineasta. Y se alegra ahora con la elección de Méndez-Ferrín para presidir la Real Academia Galega porque es un gran escritor.


Xosé Luís Méndez-Ferrín

Arraianos
desde su primera edición en 1991 se convirtió en uno de mis libros favoritos, creo que es el mejor libro de cuentos de la literatura gallega y Lobosandaus, el primer cuento del libro, uno de los mejores que se hayan escrito nunca; sin olvidar Botas de elástico un cuento estremecedor sobre la represión brutal en Galicia aquel verano de 1936. Pero en 1982 había publicado Amor de Artur -creo que acaba de publicarlo Impedimenta en castellano- y allí leímos Fría Hortensia, un cuento inolvidable, y aprendimos fragmentos enteros, porque Ferrín cuando escribe, por encima de todo, mejora el idioma, le arranca ecos olvidados y alumbra resonancias secretas, y por eso engrandece a la Academia que la presida un escritor tan grande. Porque Ferrín es un poeta que en 1976 publica Con pólvora e magnolias, una obra cuyos poemas aprendimos de memoria como antes habíamos memorizado los de Rosalía de Castro o Manoel Antonio. Podéis encontrar una antología de sus relatos traducido al castellano en Fría Hortensia y otros cuentos en Alianza ed., y Con pólvora y magnolias en Hiperión. Por eso resulta triste -y revelador- que en un día como hoy el periódico, en vez de celebrar a un escritor como Méndez-Ferrín, se dedique a subrayar la controversia derivada de su peligrosidad ideológica a cuenta de su militancia independentista y de izquierdas, y que el Presidente de la Real Academia Galega haya tenido que dedicar sus primeras declaraciones a precisar que no es un lobo feroz.

20/12/09

Un maestro de escuela

Hace un par de años en uno de esos talleres de guión en el que enredan a uno cada cierto tiempo, cuando uno, maldita sea, fue incapaz de decir que no, o cuando fue capaz pero se rindió, o cuando claudicó en el último no, que es el que cuenta, en fin, cuando uno, una vez más, transigió, decía, hace un par de años, afronté aquel tinglado con el presentimiento de que más pronto que tarde me arrepentiría, de que me reprocharía, una vez más, haber sido incapaz de decir no. Y me equivoqué. Por una vez, albricias, estaba donde debía estar. Porque, quizá, si no hubiera dejado que me enredaran en aquel taller, tampoco hubiera conocido a David Pérez Iglesias. Como es un tipo de verdad, de pies a cabeza, era el único que se sentía fuera de lugar, y eso que sobraban dedos de una mano para contar a quienes merecieran estar allí. Y David era (es) uno de ellos. Aquella tarde de octubre en el Costa Vella de Santiago, con sus maltas mediante, hablando de esto y de lo otro, de Rosalía, de Ferrín, de Uxío Novoneyra, y también de la adaptación cinematográfica de su relato de aventuras Cando veña a noite -el pretexto que lo había llevado al taller de guión-, representa uno de esos bálsamos para las horas inciertas y los tiempos oscuros.

Podría contaros muchas cosas de David Pérez Iglesias. Pero sólo os contaré algunas. Porque aunque os contara cuanto sé e imagino, sólo representaría una parte infinitesimal, así que para qué. David es un escritor (además de la novela citada, la colección de cuentos Estación Término), un guionista (de Retornos, una película de Luis Avilés que se estrenará pronto), un gran lector de curiosidades, un -me acabo de enterar como quien dice- regueifeiro frustrado -o quizá no, quién sabe-, un tipo que se sabe casi -lo de casi es un eufemismo- toda la obra poética de Rosalía de memoria, que tiene a Méndez-Ferrín en un altar de la literatura gallega -totalmente de acuerdo-, un contador de historias estupendo que sale a fumar en la madrugada sobre todo si llueve, y que lleva dentro pero a flor de piel un campesino, de esos que ve muy lejos, o sea, muy hondo. A veces se pasa por aquí y me deja sutilmente deberes para esta escuela. Pero aún no os he contado lo más importante: David es un maestro. Quiero decir, un maestro de escuela, aunque dé clase en un instituto, aunque los alumnos lo saluden con el aquel de "profe". Es un maestro. De esos que dejan huella. De esos que quedan en la memoria de quienes han pasado por sus aulas.

Hace un año tuve el honor de compartir un par de horas con los alumnos -del IES de Porto do Son- que con David Pérez Iglesias forman la cooperativa -creo que es la mejor denominación, aunque escuela tampoco está mal- de cine SonCine. Llevan varios años haciendo cortometrajes, podéis verlos aquí. Son adolescentes que hacen cine: escriben los guiones, los ruedan, los interpretan, los montan, los distribuyen. No importa demasiado si son mejores o peores -los cortos, los alumnos son maravillosos-, aunque en cada corto hay por lo menos una escena con cine dentro, como ésa con todas las chicas amontonadas alrededor de Mar en Mar. Lo que resulta conmovedor es la experiencia -sí, educativa, y admirable y valiosa- que ha inspirado David Pérez Iglesias. Porque exige mucha pasión, paciencia y perseverancia. Y mucho, mucho, mucho tiempo, que, obviamente, deja corta la jornada escolar y la dedicación exclusiva docente. Y sí, ya sé, él no me lo perdonaría, no es sólo David, pero yo llevo muchos años en esto, me pasé un cuarto de siglo -que se dice pronto- en las aulas, así que, creedme, sé de lo que hablo, y sin alguien como David, SonCine no sería posible. Es más, estoy seguro que sus alumnos serían los primeros en ratificar lo que os cuento. Y claro, cómo no iba a traer por esta escuela a un tipo como David. Salud, maestro.

19/12/09

Una línea quebrada

Ruth Matilda Anderson (ca. 1925)

Creo que la primera vez que leí sobre la fotógrafa Ruth Matilda Anderson fue en Fronteira, un guión de Miguel Anxo Murado, una comedia de aventuras por la raia do sul de Galicia en los años veinte del siglo pasado. El estupendo guión acabó siendo manoseado, reescrito -es un decir- y perpetrado por Adolfo Aristarain en una película perfectamente olvidable bajo el título de A lei da fronteira (1995), aunque recuerdo como si fuera ayer las estupendas localizaciones -pura raia do sul- y las vacas piscas, rubias y cuernilargas, que aparecían en algunas escenas; localizaciones y piscas que se le deben a Xosé Luis Carneiro. Quizá debiera extenderme algo sobre el asunto para fundamentar los calificativos, pero más vale dejarlo así. Unos meses antes de que yo leyera el guión, Pepe Coira, a la sazón director del CGAI, se encontraba en Madrid con Theodore S. Beardsley Jr., presidente de la Hispanic Society of America con vistas a organizar una exposición da obra fotográfica de Ruth Matilda Anderson realizada en Galicia entre 1924 y 1926, un ensayo visual que finalmente pudo verse aquí por primera vez en 1998 en una exposición que exigió un cuidadoso trabajo de estudio y selección de José Luis Cabo durante cinco años. Desde aquellas fechas, tengo enmarcado el cartel de la exposición y se vino con nostros cuando nos trasladamos aquí:


Levando algas á leira [Carryng seaweeds to the fields]. Muros (A Coruña), 1924. Siempre me ha fascinado ese rostro-máscara de la mujer que lleva el cesto colmado de algas que le rebosan sobre la cabeza y la enmascaran como una representación de Medusa. Claro que luego uno contempla esos pies terrosos y descalzos, casi cerámicos, junto a esas piedras del camino, y el relato mitológico se enraíza en la tierra que pisamos, y entendemos que los mitos son relatos campesinos o marineros, aunque aquí el mar se cultiva también como si de la tierra se tratara: los hombres se las tienen con las tormentas más allá de la línea del horizonte pero se llevan el fango entre los dedos de los pies, y las mujeres rastrillan los arrecifes y la bajamar tal que una huerta.





Ruth Matilde Anderson tenía treinta cuando llegó a Galicia con su padre, también fotógrafo, en agosto de 1924 con un encargo de la Hispanic Society: documentar los trajes y los elementos etnográficos genuinos de la cultura gallega. Las fotografías que realiza Ruth Matilde Anderson en Galicia a lo largo de un año suponen para ella, con el estímulo crítico de su padre, un auténtico aprendizaje, ya que la realidad le imponía problemas constantes -de falta de luz en interiores, de exposición, de inseguridad técnica- que debía superar a medida que revelaba los negativos en un laboratorio de campaña en el cuarto del hotel o de la posada que ocupaba y comprobaba los resultados del trabajo diario. Y buscaba en la poesía de Rosalía de Castro el relámpago que iluminara la negra sombra.

Ruth Matilda Anderson fotografiando
cerca de Vimianzo en 1925



Causaba sensación por estos finisterres -aún más finisterres entonces- una mujer con un equipo fotográfico a cuestas fotografiando mujeres y hombres en sus faenas por los caminos del país. En algunas cartas Ruth Matilda Anderson da cuenta de las reacciones que provocaba:

Estuve hablando con la señora del hotel [en Tui] que me había tirado de la lengua y sabía que tenía treinta años y que no estoy casada. Me mira muy atentamente como si fuese un objeto extraño pero interesante al mismo tiempo... Esta mañana estuvimos fotografiando los aparatos de limpieza, y esto casi provocó un cataclismo en el establecimiento. La señora es un auténtico sargento, todos hacen lo que ella dice. Rosa, la criada, casi perdió el trabajo por interesarse tanto por nosotros. Le riñen cada vez que habla conmigo, porque a mí me encanta hablar con ella, se divierte tanto con nosotros. (25 de agosto de 1924)

Sacando a rede. Ézaro (A Coruña), 1924

Cuando embarcaron hacia Nueva York, padre e hija llevaban casi 5000 fotografías realizadas en el periplo gallego que se había extendido hasta Asturias y León. En diciembre de 1925 Ruth Matilde Anderson volvió a Galicia con Frances Spalding, compañera fotógrafa en la Hispanic Society, recorrió otra vez toda Galicia en un Ford de segunda mano habilitado para transportar con comodidad el equipo fotográfico y regresó a Estados Unidos en mayo de 1926 con 2.300 nuevas fotografías.

Leiteiras volvendo de Muros.
Carnota (A Coruña), 1924




La obra de Ruth Matilda Anderson no se publicaría hasta 1939, editada en forma de libro por la Hispanic Society bajo el título de Gallegan Provinces of Spain: Pontevedra and La Coruña, del que se excluyen las fotografías de Ourense y Lugo que se conservan en el archivo de la Hispanic Society. Después, Ruth Matilda Anderson fue abandonando la fotografía para especializarse en la historia del traje en España. Es una lástima que no se haya publicado aquí su libro, el 70º aniversario hubiera sido una buena excusa. Eso sí, pueden contemplarse 439 de sus fotografías en una exposición que estará abierta en A Coruña hasta el 28 de febrero.

Taberna. Muros (A Coruña), 1924


Casa do pescador Álvaro Martínez.
Fisterra (A Coruña), 1926

Habría que esperar a los años treinta con la obra fotográfica de José Suárez para encontrar y ver, en palabras de José Luis Cabo, propuestas y postulados renovadores en Galicia que trataban de conciliar la cultura tradicional con los lenguajes plásticos contemporáneos que advertimos en las fotografías de Ruth Matilda Anderson. José Suárez, el fotógrafo de Allariz que rueda en 1936 Mariñeiros, pero antes de que pueda estrenar el documental, se entera que los fascistas van a por él y huye a Argentina, vía Lisboa. Tiene que dejar atrás a su mujer cuidando de la madre enferma. Aquella ruptura le pesará en el alma toda la vida. (En adelante, todas las fotografías son de José Suárez, realizadas mientras rodaba Mariñeiros.)



Quedará fascinado con la cultura japonesa mientras fotografía el país para Life, hasta el punto de traducir obras de teatro Nô al castellano, andar por casa en quimono e incluso adaptar los lugares en los que vivirá posteriormente a la manera japonesa. Volvió a Galicia quizá antes de tiempo o quizá no debió volver nunca, porque se sentía para siempre derrotado. Llevaba siempre con él una carta: "A quienes de algún modo alcancen las molestias que ocasione mi muerte: ante todo, perdón por ocasionárselas". Se quitó la vida en el cuarto de un hotel de A Guarda el 4 de enero de 1974, con vistas a la desembocadura del Miño, frente al Atlántico.


Su película Mariñeiros, y mira que la buscó Manolo González en Buenos Aires y Montevideo, no se encontró nunca, hasta el punto de devenir algo así como el Grial del cine gallego.

Ahora que lo pienso, no era mi intención reunir aquí a Ruth Matilda Anderson y a José Suárez, pero quiza este país sólo pueda contarse a través de fugas y contrafugas que componen una línea quebrada y quebradiza, pocas veces continua, de puntos la mayor parte de la historia, de breves iluminaciones y prolongadas derrotas. O quizá, hablando de derrotas y derrotas, podamos prolongar esa línea quebrada hasta ahora mismo. Hasta esos Mariñeiros de omundodecostas: vale la pena verlos, escucharlos, imaginarlos.

8/10/09

Cierra los ojos


Más allá de que el cine representa una vía de conocimiento y una experiencia cargada de sentido, que amplía -in extenso y de profundis- nuestra sensibilidad, cuando vemos -y escuchamos- una película proyectada en una pantalla, más allá de esto, digo, cuantas definiciones -restrictivas- acerca de las esencias del arte cinematográfico se han vertido desde sus orígenes, en lugar de iluminar, han acabado por confundir, peor aún, han devenido un instrumento inútil para entender la experiencia que se vive en el cine. Cuando se dice que el cine es sobre todo un arte de la imagen, olvidamos la función reveladora de la palabra en el cine: ¿qué quedaría de Secretos de un matrimonio, Tras el ensayo o Saraband sin las voces? ¿qué sería de París-Texas sin la escena de Natassja Kinski y Harry Dean Stanton en el peep show? ¿qué sería de Sans soleil sin las palabras?

Natassja Kinski en la escena
del peep show de París-Texas

Desde hace unos diez años reúno -con mi hijo- poemas de cine, o sea, poemas que escuchamos o leemos en películas, y que suelen cumplir una función estructural o reveladora; poemas que, a menudo, cifran en palabras el misterio que encierra la experiencia primordial que representa esa película. Palabras que dicen lo que, invirtiendo el proverbio chino, un millón de imágenes no podrían expresar. El Requiem de Stevenson en They Where Expendable de John Ford, When I have fears that I may cease to be de Keats en Track of the Cat de William A. Wellman, el soneto XXIX de Shakespeare en En un lugar solitario de Nicholas Ray, un fragmento de Sugerencias de inmortalidad en los recuerdos de la niñez de Wordsworth en Esplendor en la hierba de Elia Kazan, un soneto de Vita nuova de Dante en Hannibal de Ridley Scott... Y un poema de Rosalía de Castro en El espíritu de la colmena de Víctor Erice. Llegamos a planear la publicación de una antología de nuestros (36) poemas de cine favoritos con Pepe Coira, pero unas cosas por otras y el proyecto se quedó en el cajón: ¿por qué no empezar a airearlos? Y por dónde vamos a empezar sino por ese hermoso poema que escuchamos en El espíritu de la colmena y, de paso, trazamos una última aproximación a la película de Erice que reclama una inmersión sostenida, cuando disponga de unas cuantas horas por delante. Una última aproximación que se centra en las coordenadas de la película y del poema, y de la inserción de éste en aquélla, tal como habíamos imaginado para enmarcar cada una de las piezas de la antología de poemas de cine.


El espíritu de la colmena (1973) es una película sobre la experiencia del cine en la infancia. La experiencia de Ana (Ana Torrent), la niña protagonista es la de cualquier espectador de cine: un viaje que comienza en una pantalla (exterior) y continúa (y nunca termina) dentro de nosotros, en nuestra pantalla interior. Desde que Ana ve El doctor Frankenstein de James Whale (1931) -cuyo monstruo muy pronto se convierte para ella en el espíritu- empieza un camino amojonado por las cuestiones primordiales de la existencia, y la película enhebra poéticamente (no causalmente, sino con rimas, ritmos y resonancias ) los momentos esenciales, cargados de significado: las piedras miliares -los doce dibujos de los créditos- del camino del espíritu. Un viaje iniciático que la conduce fuera de la colmena, más allá de las fronteras del mundo habitado por seres ensimismados, vencidos, absortos en el tiempo suspendido, modelado (milagrosamente) por la luz amarilla con tonos verdosos del caserón familiar creada por Luis Cuadrado.


El espíritu de la colmena es una película que se nos entrega como un don, no sólo nos invita a proyectar con Ana, a invocar con Ana, a soñar con Ana, sino que se nos ofrenda como espejo, como superficie propicia -nunca mejor dicho- a la especulación; como territorio de incertidumbre, nos regala la posibilidad de viajar con Ana y descubrir quienes somos: permite que nos reflejemos en la película, como Ana en las aguas del río, y, como ella, desdoblarnos, vernos proyectados en la pantalla y habitar la película. El espíritu de la colmena construye una mirada interior (la de Ana) que podemos compartir, más aún, una mirada que nos recuerda nuestra primera mirada sobre el mundo, allí donde el mito se conjuga con la memoria en el territorio de la infancia.

Víctor Erice

El poema de Rosalía de Castro ocupa un lugar central en la película de Erice y cifra un doble vínculo, es decir, se religa con la colmena y con el camino del espíritu que recorre Ana. La escena del poema viene procedida por la escena en que las niñas (Ana y su hermana mayor Isabel) aguardan junto a las vías el paso del tren, el tren que más adelante traerá al espíritu encarnado en un fugitivo, tras la invocación de Ana. Resulta especialmente significativa la mirada fascinada con que Ana espera la llegada del tren, una mirada que lo dota de una significación mítica.



Y tras la escena del poema Ana visita por tercera vez la casa abandonada (que cobijara al espíritu que llega en el tren), su hermana la observa a escondidas, excluida de la ceremonia en la que Ana, digámoslo así, ha bajado al monstruo (invisible para nosotros, para Isabel) de la pantalla para jugar con él alrededor del pozo. Entre ambas escenas, el poema de Rosalía de Castro. ¿Pero como llegó hasta la película? Nos lo cuenta Víctor Erice:
Durante la preparación de El espíritu de la colmena estuve durante unas semanas buscando el lugar donde rodar la mayor parte de los exteriores. Recorrí una serie de pueblos de las provincias más cercanas a Madrid. En uno completamente abandonado de Guadalajara, visitando la escuela, entre los materiales que quedaban desperdigados aquí y allá, encontré un libro escolar: El libro de las niñas, editado el año 1942. Lo hojeé y di con un poema de Rosalía de Castro traducido al castellano. Cuando acabé de leerlo pensé: Este poema lo incluyo en la película. Sentí que el azar había venido en mi ayuda porque el significado del poema tenía que ver directamente con la entraña de El espíritu de la colmena.

Rosalía de Castro

Aquí tenéis la versión del poema (en castellano) que se escucha en la película y la versión original (en gallego) del poema de Rosalía de Castro:

Ya ni rencor ni desprecio,
ya ni temor de mudanza,
tan sólo sed..., una sed
de un no sé qué que me mata.
Ríos de vida, ¿do vais?
¡Aire!, que el aire me falta.

-¿Qué ves en el fondo oscuro?
¿Qué ves que tiemblas y callas?
-¡No veo! Miro cual mira
un ciego al sol cara a cara.
¡Yo voy a caer en donde
nunca el que cae se levanta!

(pags. 90-91 del guión de El espíritu de la colmena)


Xa nin rencor nin desprezo,
Xa nin temor de mudanzas,
Tan só unha sede... unha sede
Dun non sei qué que me mata.
Ríos da vida, ¿onde estades?
¡Aire!, que o aire me falta.

-¿Qué ves nese fondo escuro?
¿Qué ves que tembras e calas?
-¡Non vexo! Miro, cal mira
Un cego a luz do sol crara.
Eu vou caer alí en donde
Nunca o que cai se levanta.

(Follas Novas. Vaguedás. Poema XIII)

El poema de Rosalía de Castro preludia, como hemos señalado, uno de los momentos esenciales de la película, en el camino de invención del espíritu por la mirada anhelante de Ana. Una niña lo lee en la tarima de la escuela, mientras Ana intenta deletrearlo como si quisiera arrancarle el significado, la maestra lo escucha ensimismada (absorta en quién sabe qué pérdida), Isabel parece despistada... Cuando la niña termina de leer el poema, mira a cámara durante unos instantes, o sea, a nosotros, nos interpela directamente a propósito de la sombra que entrañan los versos de Rosalía. Escuchemos otra vez a Erice:
En el rodaje le di ese libro encontrado en una escuela abandonada a una niña de Hoyuelos [el pueblo donde se rodó El espíritu de la colmena] y le hice leer los versos de Rosalía. La obligué a levantar los ojos al final de la lectura y mirar directamente al objetivo de la cámara, es decir, al espectador.
Una quiebra -brechtiana- de la narración clásica que alcanzará su consumación cuando, al final, Ana. investida por los poderes del espíritu se vuelve hacia la cámara y nos mira con el aquel de quien llega (vuelve) de muy lejos.


El poema de Rosalía de Castro conjuga la fatalidad de la colmena con el fantasma que aguarda en el pozo oscuro, la realidad asfixiante de la colmena y la sombra del Otro, ésa que Ana persigue anhelante mientras se aleja de la colmena en el camino del espíritu, un deseo como una sed (la de Ana al final de la película) que casi le cuesta la vida. Pero el poema traduce también la experiencia de una mirada, la de ver "como un ciego a la luz del sol", nuestra experiencia de espectadores deslumbrados por las imágenes que nos devuelven la música de los orígenes, los mitos anegados en el pozo de la memoria: espectadores cegados por el primer encuentro con la luz del mundo. Por eso, en El espíritu de la colmena, como Ana, para ver hay que mirar desde dentro en la negra sombra: cierra los ojos.