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9/10/14

Las calles oscuras de la memoria (de Modiano)


Me gusta mucho Modiano. Dora Bruder, En el café de la juventud perdida, Reducción de condena, Un pedigrí, Calle de las tiendas oscuras... Cito sus libros por el orden que los leí, desde hace unos cuatro o cinco años. Digamos que fue un descubrimiento tardío. Pero feliz. El Nobel no lo hace más grande, quizá así le encuentren nuevos lectores (estupendo), pero como el año pasado con Alice Munro nos alegra que premien a uno de los nuestros.

Patrick Modiano, en un retrato de  Daniel Mordzinski.

Modiano escribe con pluma porque...
El hecho de escribir es ya algo tan abstracto que tengo la necesidad de un objeto sólido que me ancle a la materia, si no todo es muy virtual.
Y escribe como un detective -o como un arqueólogo en las ruinas- de la memoria:
[Mi obra] son trocitos. Como en la memoria, las cosas vienen a golpes, de repente, desordenadamente. 
Cada novela deviene una tentativa de encontrar -y rescatar- hebras del pasado, apenas unos hilvanes con las que tejer un texto en el telar -tan frágil, tan incierto- de la memoria. En Calle de las tiendas oscuras leemos:
Estaba obsesionado con el hecho de que a menudo, de nuestras vidas, sólo quedan algunas briznas: unas pocas fotos, alguna agenda, los testigos desaparecen, y los que quedan dan falsas indicaciones, sus recuerdos no son exactos.
Y en Dora Bruder:
Es terrible ver cómo todo se pierde.
Pero quizá sea la naturaleza efímera, borrosa, de la memoria el estímulo que necesita Modiano para lanzarse a la ventura:
Para que me vengan las ganas de escribir algo, tengo la necesidad de que las cosas resulten enigmáticas.
En esa frontera entre la memoria y el sueño aflora el señuelo de una búsqueda, el aguijón de la pesquisa, al fin y al cabo...
La novela negra es onírica.
Lo onírico y lo memorioso en la obra de Modiano representan un logro de la claridad a través de la economía expresiva:
Una frase corta, algo lineal, es el único modo, para mí, de captar lo onírico, porque para dar esa impresión de un sueño interrumpido, en el que entra alguien por sorpresa, necesito frases muy concretas, al igual que en algunos cuadros surrealistas, como los de Magritte, todo es muy preciso pero la impresión global es de sueño. Eso son mis frases cortas...
Modiano se adentra en las calles oscuras de la memoria como un detective, por eso sus novelas tienen un aire de novela negra, de polar francés. Un detective -un arqueólogo- con las horas contadas, en guerra contra la devastación del tiempo:
El paso del tiempo es una masacre, como un bombardeo. Desaparecen cafés y librerías, todo se convierte en tiendas de ropa de marca.
Desaparecen los cines. Modiano también escribe de vez cuando guiones, pongamos por caso el de Lacombe, Lucien (1974) con Louis Malle. Hace unos años encontré en youtube esta pieza de 1990:



Modiano recorre un supermercado donde antes había un cine, intentando rescatar entre sus anaqueles de mercancías los restos de su memoria cinéfila: Creo que aquí estaba la pantalla... Evocando las películas que lo conmovieron en aquel cine, Los cuatrocientos golpes de Truffaut...
Cuando veía los primeros filmes de Godard, tenía la impresión de que los veía ya en el pasado...
En las ruinas del tiempo.  

23/3/14

El ángel del silencio



...separado de los lugares que atravesaba por toda una vida diferente, 
no había entre ellos y yo ninguna contigüidad en la que nace, 
incluso antes de darnos cuenta, 
la inmediata, deliciosa y total deflagración del recuerdo
(Proust, El tiempo recobrado.)


Lo confieso: soy el librero de mi mujer. Desde hace cuarenta años o así. (Y su programador -de cine-, y cuánto me hubiera gustado ser su proyeccionista.) Apenas puedo imaginar ocupaciones más felices. (Verla disfrutar unas semanas atrás con Relámpagos, Correr o 14 de Jean Echenoz, por ejemplo, un autor que no habíamos leído.) El caso es que un día de estos descuidé mis obligaciones -de librero- y sólo se me ocurría darle algo que releer. (Los cuentos de Alice Munro o Katherine Mansfield, que tanto le gustan y casi se sabe de memoria.) Entonces ella, con un aquel de severa amonestación -que sólo era leve reproche-, me reconvino muy seria: Tanto hablarme de Proust y nunca me pusiste en la manos el Tiempo perdido. En realidad, lo de tanto hablarle de Proust venía de que entonces andaba uno encandilado por las memorias de Céleste Albaret, el ama de llaves -aunque sería más justo hablar de mujer para (casi) todo: criada, cocinera, asistente, enfermera, secretaria, recadera, confidente, cómplice...- del escritor y, a menudo, le leía párrafos enteros, hasta una vez con lágrimas en los ojos -tengo mi día confesional (debe ser este catarro del que no consigo librarme)-, pongamos por caso cuando Céleste evoca el antojo de Proust por las patatas fritas alguna que otra madrugada...

Ahora creo que aquellos antojos repentinos de monsieur Proust correspondían a unos momentos en que corría tras un tiempo que había perdido, pero perdido en el sentido en que se pierde un paraíso.

Mi querida Céleste...

Céleste Albaret empezó a trabajar para Proust cuando él acababa de publicar Por la parte de Swann el primer volumen de En busca del tiempo perdido, lo acompañó mientras escribía los seis restantes y, como quien dice, le cerró los ojos.

Diez años no es mucho tiempo. Pero se trataba de monsieur Proust, y estos diez años en su casa, a su lado, constituyen toda una vida para mí, y agradezco al destino que me la concediera, porque no hubiera podido soñar una vida más hermosa.

Y esperó cincuenta años para destilar los trabajos y los días de aquel Tiempo perdido. (Como le gusta citar a Godard, la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados.)

Ahora comprendo que toda la búsqueda de monsieur Proust, el gran sacrificio que hizo por su obra, consistió en situarse fuera del tiempo para poder reencontrarlo. Cuando ya no hay tiempo impera el silencio. Y él necesitaba ese silencio para oír sólo las voces que quería oír, las que están en sus libros. En aquel entonces yo no era consciente de ello. Pero ahora, algunas noches, cuando estoy sola y no puedo dormir y reflexiono, creo verle tal como era seguramente, en su habitación, cuando yo me había retirado: solo también pero en su propia noche, mientras en el exterior ya reina desde hace mucho el día, monsieur Proust trabaja en sus cuadernos. E imagino que yo estoy allí, sin sospechar hasta el final, o casi, que él buscó esa soledad y ese silencio aun sabiendo que acabarían con su vida...


Una maravilla, Monsieur Proust de Céleste Albaret. El caso es que Ángeles ya tiene en las manos Por la parte de Swann y, a veces, nada más despertarse me cuenta de las páginas que leyó de madrugada, y rememora para mí las flores de un tiempo perdido que ahora también es el suyo. El nuestro. A la sombra de un ángel del silencio.


(La fotografía del umbral se debe a Jeanloup Sieff.)

24/1/14

Cuánto cuento cuanto somos


Ayer vimos Stories We Tell (2012) de Sarah Polley. Las historias que contamos. La tenía pendiente desde hace unos meses, pero entonces vimos Lejos de ella (2006), su primer largometraje como directora, sobre un relato de Alice Munro, y nos decepcionó: hay una historia pero falta mirada, o sea, cine (o no cuaja), y acaba por malbaratar un estupendo material de partida, The Bear Came over the Mountain, que aquí se tradujo como Ver las orejas al lobo, el cuento que cierra Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, uno de los libros de relatos de la aún reciente Nobel de literatura; en fin. que se nos enfriaron las ganas de ver Stories We Tell. Pero el miércoles la película se coló en una sobremesa con Pepe Coira y nos la recomendó muy vivamente.


Y sí, hay cine -y cine del bueno- en Las historias que contamos, una película que hilvana con maestría materiales diversos -entrevistas, la grabación de una larga carta, imágenes de archivo, falsas imágenes de archivo, películas caseras, falsas películas caseras...- en torno a la memoria familiar de la cineasta -esta vez merece tal calificativo con todas las letras-, que gira en torno a un centro de gravedad -la madre muerta- y se despliega con la indagación alrededor del misterio de una paternidad; una estructura tan tramada -intriga, sorpresas, giros, revelaciones...- que resulta estéril hablar de un documental: la verdad no aflora en la veracidad de los materiales sino en la mirada (la escritura fílmica) que los inviste de sentido, o sea, en la ficción que los ordena.


No quiero entrar en detalles para no estragar los placeres que depara una película aun caliente, sólo añadiré que Stories We Tell explora el trabajo de la memoria, es decir, cómo nos cuenta la memoria las historias que contamos (y no desdeña la discusión a propósito de cómo contar que la memoria cuenta); en ese sentido, no resultan en absoluto gratuitas esas falsas películas caseras o esas falsas imágenes de archivo, que tampoco pretenden engañar (cualquier espectador atento puede detectar la ficción de esas escenas), sólo quieren denotar la memoria -y las memorias- como género narrativo: la memoria fabula sin tregua y porfía por dotar de sentido cuanto registra, o lo que es lo mismo, inventa (nuestra identidad, pongamos por caso). Stories We Tell deviene así un artefacto narrativo que funciona como una memoria en construcción; en otras palabras, el cómo es el qué (y viceversa). En fin, una película con visos de memoria.


La memoria no es un arca del tiempo perdido. Ni un cajón de sastre de los recuerdos. Ni un registro de las emociones. Ni un archivo de las imágenes del pasado. La memoria es un cuento. O mejor, la memoria es un cuentacuentos. Claro que qué otra cosa puede hacer. No es una caja (inerte) donde guardar las hojas impresas arrancadas del calendario. La memoria está viva y hace cosas con las impresiones. Tiene tiempo y con el tiempo los recuerdos fermentan, o sea, experimentan una metamorfosis. Digámoslo como lo dijeron Marsé o Lobo Antunes: la imaginación no es otra cosa que memoria fermentada. O dicho de otra forma: la memoria, con el tiempo, imagina. Cuenta historias, pone en escena el pasado, se monta películas. Como Stories We Tell sin ir más lejos. La memoria, cuánto cuento cuanto somos. Las historias que contamos.

3/8/13

Cosecha de aluvión



La belleza, noble señor, no es tanto una cualidad del objeto observado cuanto un efecto sobre el observador. (Spinoza, Carta a Hugo Boxel.)

Sólo donde hay tumbas hay resurrecciones. (Nietzsche)

Las películas que hemos querido ver, sin conseguirlo, son como vidas que hemos podido vivir y se nos escaparon. (Ramón Gómez de la Serna)

El futuro del cine es su pasado. (Serge Daney)

El que escriba puede ser malo, pero el que corrija debe ser muy bueno. (Leila Guerriero)

La roca del mundo está sólidamente asentada sobre las alas de un hada. (Scott Fitzgerald, El gran Gatsby.)

La vida de la gente es suficientemente interesante si consigues captarla tal cual es: monótona, sencilla, increíble, insondable. (Alice Munro)

Hay cosas en el fondo de nuestras almas que nos harían pedazos si las conociéramos. (Van Gogh)

Por encima de todo, un libro debe constituir un peligro. (Cioran)

Con pequeños malentendidos con la realidad construimos las creencias y las esperanzas, y vivimos de las cortezas a las que llamamos panes, como los niños pobres que juegan a ser felices. (Pessoa, Libro del desasosiego.)

Así en cada época es preciso intentar arrancar de nuevo la tradición al conformismo que siempre se halla a punto de avasallarla. (Walter Benjamin)

Allí donde está el peligro, allí crece también lo que salva. (Hölderlin)

Lo que yo quiero es lo definitivo por azar. (Godard)

25/5/13

La caída


No sé si Mad Men se ve como una gran novela americana de los sesenta o una gran novela americana a secas. Desde luego puede verse como gran cine americano de este siglo. (Ahora que lo pienso habría que incluir Breaking Bad. Y de The Wire creo que ya conté cuanto tenía que decir. )


Viendo Mad Men, he recordado con frecuencia, desde luego, a Cheever. No creo que existiera la serie de Matthew Weiner sin el autor de novelas como Bullet Park o de cuentos como El nadador o El ladrón de Shady Hill. (Para más señas, Don Draper, el protagonista de la serie, tiene su domicilio las primeras temporadas en Ossining, donde vivió Cheever, y más concretamente en el nº 42 de Bullet Park Road.) Pero ya con la cuarta y quinta temporadas, y ahora con la sexta, me vino a la cabeza a menudo Juego de niños, ese cuento extraordinario de Alice Munro, incluido en Demasiada felicidad (de ésos que Ángeles me pone en las manos nada más leerlos), sobre dos mujeres que comparten un recuerdo lacerante (e inconfesable) de la infancia: 

Cuando eres pequeño te transformas en una persona distinta todos los años. Suele ser en otoño, cuando vuelves al colegio, ocupas tu sitio en un curso superior y dejas atrás el letargo y el desorden de las vacaciones de verano. Es entonces cuando aprecias el cambio con más nitidez. Después no estás seguro del mes ni del año, pero los cambios continúan siempre igual. Durante mucho tiempo te desprendes del pasado con facilidad y de una forma que parece automática y adecuada. Las escenas del pasado, más que desvanecerse, dejan de tener importancia. Y entonces se produce una brusca vuelta atrás, lo que ha acabado y bien acabado resurge de repente, requiere tu atención, incluso que hagas algo al respecto, aunque salte a la vista que no se puede hacer nada.

Las escenas de la infancia (pongamos por caso de Don Draper) siguen latiendo bajo máscaras de tiempo y capas de olvido, y mantienen vivo el miedo primordial de aquellos días. Y esperan. Esperan. Y vuelven. Como una memoria de fantasmas, a enredarse en las cuentas del presente. A recordarnos el niño terrible y desvalido que aún somos. Aunque ya nada pueda remediarse. Y así seguimos, a tumbos, que decía Scott Fitzgerald -otro que afluye en Mad Men- en la última línea de El gran Gatsby, barcas contracorriente, devueltos sin tregua hacia el pasado.


Una derrota que ya no podemos experimentar como viaje o experiencia cardinal, malos tiempos para odiseas: la vivimos como una caída.

8/12/10

Las heridas


El viernes pasado fuimos de esos cientos de miles que se quedaron sin volar. Mientras aguardábamos a embarcar, empecé a leer Sunset Park, la última novela de Paul Auster. Continué leyéndola en el avión mientras esperábamos el momento de despegar. Quizá esas cien primeras páginas me ayudaron a sobrellevar con resignación la cancelación del vuelo y del viaje a Madrid y de los planes para el fin de semana -las exposiciones, las películas, las horas con los amigos que no vemos hace meses-. Esa noche del viernes, mientras cenábamos aquí al lado una lubina a la espalda, convinimos que no estaba tan mal un fin de semana casero, pasado por agua y viento, de lectura y películas. De hecho, estaba deseando continuar Sunset Park.


Sunset Park en Brooklyn

Hace unas semanas vimos la novela en la mesa de novedades de una librería, pero las últimas de Auster -después de El libro de las ilusiones que nos gustó tanto- nos decepcionaron, así que decidimos esperar a la edición de bolsillo. La semana pasada Madison le preguntó aquí a Ángeles -la lectora de novelas por excelencia de esta familia- si la había leído y comentó cuánto le había gustado. Entonces nos decidimos a leerla. Bueno, iba a leerla primero Ángeles pero, como tenía entre manos los cuentos de Alice Munro -Demasiada felicidad-, fui yo quien empecé Sunset Park la tarde del viernes en las horas previas al colapso aéreo. La acabé el sábado por la noche y ella el lunes por la mañana. La verdad es que estaba deseando que la leyera para comentarla y, antes de que Ángeles empezara Sunset Park, el domingo vimos Los mejores años de nuestra vida (1946), la película dirigida por William Wyler que cumple su función -central, en el plano temático- dentro de la novela.

Teresa Wright y Dana Andrews 
en Los mejores años de nuestra vida

Y también es casualidad, porque la semana pasada estuvimos hablando de Teresa Wright, una actriz que nos gusta mucho, la protagonista de La sombra de una duda de Alfred Hitchcok, una de las películas favoritas de nuestro hijo, cuando tenía diez o once años -se la sabía de memoria-, y del propio cineasta. Digamos que fue unos de esos azares de las novelas de Auster que en Sunset Park se valore especialmente el trabajo de Teresa Wright encarnando a la Peggy de Los mejores años de nuestra vida, una mujer tan maravillosa que el personaje al que da vida Dana Andrews comenta que la debían producir en serie. Las líneas de la novela que recogen los comentarios de Alice Bergstrom, el personaje que escribe una tesis sobre la película de Wyler, a propósito de Teresa Wright las suscribo palabra por palabra.


Aunque Sunset Park despliega una historia con cierto grado de coralidad, es la odisea de Miles Heller la que vertebra la novela. Ya sabes: joven confuso se larga a recorrer mundo, lucha con sus demonios en tierra de nadie, se hace más fuerte, mejor persona, y vuelve. Pero han sido siete años, Miles, la cuarta parte de tu vida. Ya ves la locura que ha sido todo esto, ¿no? Apenas cuatro líneas de la página 240 -la novela tiene 278- sintetizan en boca de la actriz Mary-Lee Swann, la odisea de su hijo Miles Heller, el story-line del pasado que lleva a cuestas. Sobre ese pasado emerge Sunset Park, una historia de culpa y expiación, de padres e hijos, entretejida con la crisis económica y las guerras del presente y con algunos retratos de mujeres inolvidables, como las ya citadas -incluida Peggy, de Los mejores años...-, pero también Ellen Brice y Pilar Sánchez.


Sunset Park no es una gran novela ni supone el regreso del mejor Paul Auster, pero es una buena novela que no quieres dejar de leer y algunas páginas me conmovieron hasta las mismas lágrimas. Y aunque el arte, novelas, películas y Días felices de Beckett tengan una función significativa en Sunset Park, no representan motivos para el juego literario o metalingüístico, sino huellas de una experiencia, vías de conocimiento, azares que devienen carne viva de unos seres a los que el destino reúne en una encrucijada de sus vidas. Auster despliega -y rentabiliza- la encrucijada en la estructura que sostiene Sunset Park, donde lo que sabe el personaje -que vertebra cada capítulo- y lo que nosotros sabemos se conjuga impulsando el relato a través del suspense y la urgencia, a medida que profundizamos en las fracturas íntimas y reveladoras, e iluminando desde otro ángulo los demás personajes y sus relaciones.


Pero si desde el lunes, cuando Ángeles terminó la novela, hasta hoy mismo, mientras paseábamos por la playa de Cabío, hemos vuelto a menudo sobre Sunset Park (por eso tenía tantas ganas de que la leyera), se lo debemos a la prosa cautivadora de Paul Auster, como la caricia que recorre los costurones de la vida, de una mano -esa memoria ardiente, decía Forugh Farrokhzad- que cobija  las heridas del tiempo, los rastros de un aprendizaje que quizá no sirva para otra cosa como no sea reconocernos en un espejo. Ese espejo sobre nuestro tiempo que aún sostiene con pulso firme Paul Auster.

Gracias, Madison.

21/11/10

La maestra

En el altar mayor de la lectora de novelas que es Ángeles, reina una sagrada trinidad: toda Jane Austen, todo DickensGuerra y paz de Tolstoi. Pero también tiene su sitio toda Willa Cather. Y toda Alice Munro.


Con  la Munro, como con la Cather -por limitarnos a los descubrimientos de este siglo-, bastó el primer libro para que Ángeles se convirtiera en rendida devota e hiciera de mí un obediente prosélito. Pero Alice Munro escribe, sobre todo, cuentos. Y Ángeles no siente predilección por los cuentos sino por las novelas. Ella es una lectora de largo aliento.  ¿Qué pasa entonces con Alice Munro? Pues que sus cuentos le producen los mismos efectos que le provocan las mejores novelas. Dicho de otra forma, en un cuento de Alice Munro habría material suficiente para una novela, y a menudo para más de una.

Ya conté en otra entrada cuánto disfruto cuando Ángeles me cuenta las novelas que lee. Hace unos años, mientras estaba en obras la carretera que unía estos finisterres con el resto del país para construir la autovía, cada vez que salíamos de aquí, aunque sólo fuera para ir a Santiago, teníamos que dar una vuelta que nos demoraba el trayecto, como mínimo, media hora. Recuerdo aquellos itinerarios por una carretera secundaria como una bendición porque Ángeles los entretenía contándome la novela que estaba leyendo y para la que, normalmente, necesitaba varias entregas, pongamos por caso Casa desolada de Dickens o Tess, la de los d'Urberville de Thomas Hardy. Y algunos cuentos de Alice Munro.

Si no recuerdo mal, descubrimos a Alice Munro hace ocho años con los cuentos de El amor de una mujer generosa. Luego llegaron los de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, y más tarde los de Escapada. Y así sucesivamente. Cada libro, de los ocho que se han traducido hasta ahora, contiene entre ocho y once cuentos, y los cuentos tienen entre treinta y cuarenta páginas. El próximo año, Alice Munro cumplirá ochenta. Nació en Ontario y ha publicado once libros de cuentos y dos novelas.

El pasado martes encontré en una librería su libro de cuentos más reciente, Demasiada felicidad, data de 2009 y se acaba de publicar aquí. Ángeles leyó los dos primeros cuentos el viernes por la noche y ayer me los contó mientras viajábamos a Tui para asistir a un homenaje que le rendía al maestro la Comisión cidadá pola verdade do 36 do Baixo Miño en el seno de las VI Xornadas sobre a Memoria Histórica, un homenaje en el que Xosé M. Beiras nos emocionó a todos mientras evocaba al artista y amigo fraterno.

Camino de Tui, decía, Ángeles me contó los cuentos de Alice Munro que había leído la noche anterior, los dos primeros de Demasiada felicidad. Yo leí durante estos años la mitad de los cuentos que se han publicado y de forma aleatoria, Ángeles los lee por orden, del primero al último, libro a libro, a medida que los van editando. El primer cuento de Demasiada felicidad se titula Dimensiones. Mientras me lo contaba, uno podía entrever los efectos que el relato le había causado apenas doce horas antes: la urgencia, el temor, la angustia, la desesperación y  la epifanía. Y poco faltó para que ella misma  se dejara arrastrar, como la noche anterior, por la corriente emocional que a mí me conmovía con las manos en el volante.

Hoy por la mañana leí el cuento de Alice Munro. Como en tantos cuentos suyos, en Dimensiones asombra la capacidad de la escritora para destilar semejante tragedia en treinta páginas de una prosa tersa y medida, y generar sucesivos estados de ánimo que, no sólo no se atropellan, sino que enriquecen nuestra experiencia al tiempo que crece la intensidad de las emociones página a página. Y lo que aún es más difícil,  alumbrar con convicción un atisbo de esperanza entre tanta desolación. No es fácil describir el dispositivo del relato para producir determinados efectos en los lectores, pero Alice Munro es una auténtica virtuosa a la hora de manejar los tiempos del relato, de conjugar las sístoles y las diástoles en la progresión de la trama, y de revelar lo justo y necesario de sus personajes para que nuestra imaginación adivine y presienta lo no dicho a propósito de las mujeres de la Munro.

No pocos de sus relatos se despliegan en torno a dos o tres momentos de toda una vida y obligan a saltos sin red en el tiempo, rupturas que podrían echar a perder la unidad de los cuentos, pero el arte de Alice Munro le permite sujetar con mano firme el hilo invisible que los instantes reveladores en torno a un centro de gravedad primordial, como esas horas sobre las que gravita la vida entera de Meriel en Lo que se recuerda, el antepenúltimo cuento de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio.

Comento con Ángeles los detalles de la trama de Dimensiones, que -seré bueno- no os voy a revelar, y los recursos que emplea Alice Munro para producir el latido preciso en el lector a medida que el relato fluye inexorable. Y Ángeles me mira con un punto de ironía: "Yo la leo y tú le estudias la cocina". Me la quedo mirando, adivino un asomo de burla. Entonces me consuela: "Haces bien. Alice Munro es una maestra".

Y me pregunto qué quiere decir exactamente.

Y me lo sigo preguntando.

7/12/09

Huellas

A mediodía nos hemos regalado un largo y ventoso paseo por el camino de las dunas de Corrubedo. El cielo nos ofrenda una gramática de grises y un aluvión de residuos se ha depositado en los arenales tras los temporales de estas semanas. Respiramos aromas húmedos de anises y caminamos sobre el musgo que tapiza la formación dunar con verdes cuajados, plenos y aterciopelados, y que le debemos a las lluvias recientes y tenaces.



Ángeles me cuenta lo mucho que le gusta Ángulo de reposo, la novela de Wallace Stegner -700 pags.- que lee estos días aprovechando el puente y del que ya había leído En lugar seguro. Wallace Stegner (1903-1993) puso en marcha el taller de escritura creativa de Stanford por donde pasaron Raymond Carver o Tobias Wolff, y combinó la docencia con la actividad literaria y la defensa de la naturaleza. Ángeles no sólo me cuenta cuánto le gusta Ángulo de reposo sino que me la cuenta. Cuántas novelas (y cuentos de Alice Munro) me habrá contado en todos estos años y las cuenta tan bien que, paradójicamente, acabo por leer algunas de ésas, de entre las muchas que trasiega al cabo del año. Bueno, llegado el caso, me pone tareas. Ahora insiste en que lea Lucy Gayheart de Willa Cather.


También evocamos episodios memorables de In Treatment, la serie de la HBO que nos bajó nuestro hijo con todas sus bendiciones. Ayer acabamos de ver la 2º temporada. Por definirla en pocas palabras diré que es digna de Bergman. O, dicho de otro modo, es una serie que me recordó a una versión extendida, por ejemplo, de Saraband. Y diré más, hacía tiempo que no veía a unas actrices jóvenes -Mia Wasikowska (Sophie) y Alison Pill (April)- que me recordaron las primeras películas de una Harriet Andersson o una Bibi Andersson, pero también Melissa George (Laura) y Hope Davis (Mia), y la gran Dianne Wiest (Gina). Y claro, Gabriel Byrne (Paul) en el papel de su vida. Y estoy siendo injusto con cada uno de los actores que no menciono, porque lo merecen, y con letras mayúsculas. Porque In Treatment resulta en sus episodios -23' cada uno, 45 en la 1ª temporada y 35 en la 2ª- una serie modélica gracias a sus actores, es decir, gracias también a sus magistrales guiones y a una dirección medida y exquisita, elegante y sutil, cálida y plena de detalles.

Mia Wasikowska (Sophie) en In Treatment

Una serie que, de paso, reinventa la poética perdida del plano-contraplano. Pero, además, tiene un formato televisivo perfecto: Paul es un terapeuta y asistimos a una de las sesiones de cada día de la semana, excepto el viernes cuando él mismo acude a terapia con Gina, a la que conoce desde sus tiempos de estudiante, una estrategia que nos permite conocerlo en profundidad y, por tanto, valorar su silencio y contención el resto de las jornadas. Cada sesión representa una cara del poliedro de la experiencia humana, pongamos por caso la 2ª temporada: el lunes, Mia, una abogada que conjuga una vida profesional exitosa y un vacío existencial; el martes, April, una chica brillante e inteligente a la que acaban de diagnosticar un linfoma; el miércoles, Oliver, un niño con sobrepeso que se siente culpable de la separación de sus padres, Luke y Bess, que también acuden a las sesiones, a veces juntos, a veces por separado; y el jueves, Walter, un viejo ejecutivo de una corporación al que la prensa culpa de una intoxicación alimentaria que ha causado la muerte a varios niños.

Rodrigo García

Por lo visto, In Treatment parte de un formato creado por Hagai Levi para la televisión israelí y que Rodrigo García desarrolló (y escribió y dirigió bastantes episodios de la 1ª temporada) para la HBO. Sobra decir que cada episodio se desarrolla en la consulta del terapeuta, de la que salimos en contadas ocasiones, eso sí, por muy fundadas razones. Cuando habíamos visto los episodios de las dos primeras semanas, comentamos que era el formato perfecto para que desarrollara aquí una televisión pública. La semana pasada me enteré de que alguien se lo propuso a tve, y declinaron la idea. La verdad, no me extraña. Pero volvamos a In Treatment y al, digamos, estilo HBO. Cabe resaltar que no eluden la complejidad de las relaciones humanas, la devastación que llevan aparejadas y la erosión abrasiva que causan; y que rehúyen las soluciones fáciles y el impudor. Resulta admirable el grado de intimidad que llegamos a compartir los espectadores con cada uno de los personajes, pero sin renunciar a la distancia que nos permite comprender y anticipar, y que deriva de un montaje preciso del primer plano y el plano de conjunto, del plano inmóvil y de los travellings casi invisibles. Todo un ejercicio de caligrafía de las emociones que deja un poso de tristeza, de una mirada compasiva sobre la condición humana, sobre nuestro irremediable desvalimiento. Huellas.

18/10/09

El grano de la voz

Cuando nos quedamos en casa los domingos por la mañana, nos repartimos el periódico y el suplemento. Y escuchamos música. Mozart, Cristina Branco, Bach, Celeste Mendoza, Van Morrison, Haydn, Fausto, The Waterboys, José Afonso... Y Tom Waits. Los domingos por la mañana nunca probamos nada nuevo. Variamos poco. Y desde hace dos o tres años las canciones de Orphans de Tom Waits nos hace compañía a menudo mientras leemos los periódicos, hasta que llega la hora de comer.

Tom Waits

Pero si la meláncolía empaña el ánimo porque hemos visto una película bella y triste la noche anterior, Yi yi de Edward Yang, por ejemplo; o un cuento de Alice Munro como Los muebles de la familia me da vueltas en la cabeza (Cada vez que volvía al territorio hogareño me acechaba un peligro. Era el peligro de ver mi vida a través de otros ojos. De verla como un creciente rollo de palabras como alambre de púas, intrincado, pasmoso, inquietante...); o leo el hermoso texto del maestro que acompaña al catálogo de pinturas y grabados de Enrique Ortiz Unha aciñeira para soñar,


con paisajes que ya he vivido (como me sucedió hace nada en Londres ante esa pintura de Constable donde un niño bebe amorrado en una poza), o que me han vivido, porque como señala el maestro condensando a Faulkner, la memoria conoce y la mirada recuerda, mientras el río se pregunta si quedará alguien capaz de amar y llorar en sus riberas; si por cualquier razón, digo, la mañana de domingo desprende aromas de un bagazo triste, entonces nos envolvemos en las canciones de Bawlers (del Orphans) de Tom Waits,

Tom Waits

ese crooner que a veces parece como si cantara enroscado en el suelo tras noches sin dormir y haberse fumado todos los cigarrillos del mundo y tuviera un teléfono en vez de un micrófono, como me describió Cheché uno de sus discos, si no recuerdo mal.


Bawlers es el más melancólico de sus Orphans y destila belleza turbia, trenes nocturnos y umbríos paisajes del alma. You Can Never Hold Back Spring, Long Way Home (un tema perfecto para conducir de noche o para cerrar los ojos e imaginar que vamos por una carretera con muchos quilómetros a nuestras espaldas y los faros apenas si desvelan el borde de una profunda oscuridad), Widow's Grove, Shiny Things, World Keeps Turning, Tell It To Me, Little Man, If I Have To Go, Down There By The Train... Corazones rotos (un corazón es siempre tan poquita cosa... ¿no?), bares de mala muerte, seres errantes, negra sombra, himnos de derrota, pérdida y desolación. Como aquella que quizá sea mi favorita (y que me pone un nudo en la garganta) aunque no esté en este disco, Innocent When You Dream (en la versión Barroom que aparece en el disco Frank's Wild Years de 1987). Canciones tristes y hermosas como una infancia perdida y los paisajes de la memoria. Una voz que te lleva de viaje a veces, te acuna en los brazos otras, y te traduce siempre el silencio del corazón con el grano de la voz.