Mostrando entradas con la etiqueta Ben Hecht. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ben Hecht. Mostrar todas las entradas

31/5/15

Eternidades


Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.
Borges, Eternidades (La rosa profunda).



Fotograma de El teniente seductor (1931), de Lubitsch.

No sé si Miriam Hopkins significa aún algo para los aficionados al cine. Ya sé, es un asunto menor ante la perspectiva de los soviets en los barrios de Madrid, el advenimiento de la arcadia comunista en Barcelona o la marea roja que se avecina en algunas capitales gallegas, pero es que a mi edad hay ilusiones que ya no puedo contraer, así que me refugio en otras más benignas.


Imagino que Miriam Hopkins significa lo suyo para quienes tienen a Lubitsch en un altar. Como merece. Desde luego es una de las presencias cardinales en el cine de uno de los más grandes artistas del siglo XX.

Fotograma de Un ladrón en la alcoba, con Miriam Hopkins.

Lily, la ladrona de Trouble in Paradise (Un ladrón en la alcoba, 1932), con guión de Samson Raphaelson- basada en una pieza teatral de Laszlo Aladár-, y la Gilda de Design for Living (Una mujer para dos, 1933), con guión de Ben Hecht y Samuel Hoffenstein -basado en una obra de Noël Coward-, son dos de los personajes inolvidables -en dos de las más encantadoras películas- de la filmografía de Lubitsch. Cine eterno, entonces.

Fotograma de Una mujer para dos.

Cabe recordar su breve -pero no menos memorable- presencia en pantalla como la Ivy de Dr. Jeckyll and Mr. Hyde (El hombre y el monstruo, 1932) de Rouben Mamoulian, con guión de Samuel Hoffenstein y Percy Heath basado en el relato de Stevenson. Un papel reducido al mínimo: quedaron muchos metros de película en el suelo de la sala de montaje considerados indecentes (en un ejercicio de autocensura, porque la película es anterior por poco al código Hays, guardián de la moralidad en las producciones de Hollywood por décadas), y aun así Miriam Hopkins deviene una presencia preñada de erotismo.


Para Lubitch, la actriz era la primera opción para el personaje de María Tura en Ser o no ser que acabó encarnando Carole Lombard (y ya no podemos imaginar a nadie más en el papel). Al cineasta, Miriam Hopkins le llenaba el ojo. Algún biógrafo asegura que también en eso Lubitsch era único. Por lo visto -no faltan los testimonios- la actriz era un mal bicho, se peleó con medio Hollywood y cabreó a otro tanto. Según Bette Davies, la Hopkins era una verdadera zorra y trabajar con ella, un infierno.

Fotograma de Una mujer para dos.

Pero quizá esa fama se había propagado, en buena medida, porque nuestra actriz se relacionaba con escritores, músicos o pintores y no con el mundillo de Hollywood. Miriam Hopkins era una mujer culta y una lectora voraz (allí donde vivía acababa rodeada de libros), y manifestaba firmes convicciones políticas: apoyó a Roosevelt, formó parte del Comité por la Primera Enmienda -contra el Comité de Actividades Antiamericanas- y militó en la causa de los derechos civiles; el FBI la vigiló durante quince años. John O'Hara cuenta que si la actriz invitaba a un escritor conocía su obra; si a un músico, había disfrutado de sus piezas; y si a un pintor, apreciaba su pintura y aun había comprado sus cuadros.

Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Un ladrón en la alcoba

No aventuramos demasiado al sospechar que Lubitsch estaba enamorado de Miriam Hopkins. Desde luego era su tipo (también como actriz). Sobra decir que tampoco pecamos de atrevimiento al imaginar que ella usaba sus armas para encandilar y refrenar al cineasta, un juego en el que Lubitsch participaba. Una anécdota célebre resulta ejemplar en ese sentido. La Hopkins se había enredado en una aventura amorosa con King Vidor y estaba convencida de que la mantenía en absoluto secreto. Un día recibe el guión de Una mujer para dos. La actriz le pide a su amante que lo lean juntos y le dé su opinión. Y van pasando las páginas, encantados, disfrutando el guión. Hasta que llegan a la última. A la última línea. Allí, al pie, les esperaba una nota garabateada por Lubitsch:
King: tendré mucho gusto en hacer cualquier pequeño cambio que se te ocurra. Ernst.
 Lubitsch con Miriam Hopkins 
en el rodaje de Una mujer para dos.

Quién sabe si la relación entre el cineasta y Miriam Hopkins desbordó los cauces profesionales. Se sabe que mientras Lubitsch se recuperaba de un ataque al corazón le tomaban el pulso cada poco; pensaron que no sobreviviría, hasta Samson Raphaelson escribió un elogio fúnebre, evocado en ese precioso librito titulado aquí Amistad; pero la única persona que le aceleró las pulsaciones de forma alarmante fue Miriam Hopkins cuando acudió a visitarlo. (Morirá unos años después mientras hacía el amor; ah, no con ella.) Poco antes, Lubitsch declaró en una entrevista que sus actrices favoritas eran Miriam Hopkins y Carole Lombard.

Fotogramas de Un ladrón en la alcoba.

Casi cuarenta años después, Borges confesará en una entrevista:
Estuve un poco enamorado de una actriz que se ha olvidado, Miriam Hokins.
Y en otra:
He estado tan enamorado de ella... Como todos. Era tan linda. ¿Usted no se acuerda de ella?
Fotogramas de Una mujer para dos.

En 1936 comenta una lista de los libros ingleses más vendidos en EEUU, encabezada por La feria de las vanidades:
Sospecho que Tackeray debe su preeminencia a Miriam Hopkins [en 1935 se había estrenado Becky Sharp, una adaptación de la novela dirigida por Rouben Mamoulian].

Pero no queda ahí la cosa. Ese mismo año -1936- Borges publica Historia de la eternidad y ahí podemos leer en unas líneas al hilo de las formas en la filosofía de Platón:
Miriam Hopkins está hecha de Miriam Hopkins, no de los principios nitrogenados o minerales, hidratos de carbono, alcaloides y grasas neutras, que forman la sustancia transitoria de ese fino espectro de plata o esencia inteligible de Hollywood. 
¿Habría imaginado alguna vez Miriam Hopkins perdurar así, como ese fino espectro de plata?


 En fin, benignas ilusiones. Eternidades.

20/8/12

El hombre delgado de la calle Post


Hay libros que amojonan la derrota de una vida con singladuras cardinales. Hay libros que se han fatigado tanto en nuestras manos que ya sólo queda darles asilo antes de que se desencuadernen sin remedio, y sacarlos de los anaqueles sólo de vez en cuando para acariciarlos, como a un viejo amigo con el que hemos compartido tantos momentos felices. Darles una nueva encuadernación sería traicionarlos, un lifting indecente si amamos tanto sus arrugas, descolados y esfoladuras.


A Hammett me lo descubrió Manolo González. Compré ese ejemplar de Cosecha roja el 28 de abril de 1977 en la estación de Valencia, donde hacíamos la mili; hacía un mes que nos conocíamos. La cubierta de Daniel Gil, aunque ninguna de las que compuso para Hammett figuren entre lo mejor de sus diseños. El prólogo de Luis Cernuda -un texto escrito en 1961 cuando el autor de la novela acababa de morir-, donde se refiere a Dashiell Hammett como un escritor para escritores, como un estilista; un prologo que despertaba el apetito por El halcón maltés, La llave de cristal y El hombre delgado, y que -de paso- llamaba la atención en una nota a pie de página sobre Chandler, otro descubrimiento. Cosecha roja fue mi primera novela negra. (Y la primera de Ángeles. Y de nuestro hijo.)  Pronto llegaron las demás.



Veo que compré La llave de cristal en Blanes el 21 de marzo de 1978, hacía diez días que Ángeles y yo nos habíamos casado, justo al acabar la mili; me habían destinado en el colegio público de Balsareny y pasamos esa Semana Santa con una tienda de campaña por la Costa Brava. Y El hombre delgado en la Feria del Libro de Manresa el 22 de abril. Lo dicho, mojones. Y llegaron ejemplares de nuevas ediciones para que descansaran las viejas con lomos cuarteados y hojas descoladas (y evitarnos el trabajo de leerlos con pinzas, para que no se nos caigan las páginas de las manos).


Cosecha roja siempre fue mi Hammett preferido. Por así decir es Hammett en estado puro. La semana pasada Ángeles volvió a leerla y le pedí que me eligiera algunos de esos párrafos que llevan la marca del estilo Hammett (la traducción es de Fernando Calleja):

El Viejo era el director de la sucursal de la Agencia en San Francisco. También lo conocíamos por Poncio Pilatos, pues solía sonreír placenteramente cuando nos mandaba a ser crucificados en una misión suicida: Era hombre suave, cortés, entrado en años, y tan cordial como la soga de un verdugo. Los graciosos de la Agencia decían que era capaz de escupir carámbanos en julio.

Pasé el dedo por la hoja acerada [de un picahielo], de medio pie, que acababa en una punta muy afilada.
-No es malo para dejar a un hombre cosido a su ropa. Así me funciona la cabeza. No puedo ver ni siquiera un encendedor sin pensar en llenarlo de nitroglicerina para que lo use alguna persona que me resulte poco simpática. Ahí, en la calle, delante de tu puerta, hay un trozo de alambre de cobre, delgado, flexible y lo bastante largo para rodearle a uno el cuello y dejar dos cabos para agarrar. Me ha costado mucho trabajo no cogerlo y metérmelo en el bolsillo... por si acaso.

-Hay una chica ahí dentro, Helen Albury, dieciocho años, cinco pies y seis pulgadas, delgaducha, color amarillo, pelo castaño corto y lacio, tiene puesto un vestido gris. Síguela. Si se vuelve contra ti, detenla. Ten cuidado. Está tan loca como una chinche en una cama vacía.

Pero creo que La llave de cristal es su mejor novela. También era la que Hammett prefería. Hay bastante de ella -y de Cosecha roja- en Muerte entre las flores de los Coen, cuyo título original -Miller's Crossing- no puede ser más Hammett (suena, más que a novela, a relato de Black Masck, la mítica revista pulp donde empezó a publicar sus relatos en 1923). Sobre todo en la relación de Tom Reagan (Gabriel Byrne) y Leo (Albert Finney), trasuntos ideales de Ned Beaumont y Paul Madvig de La llave de cristal-, una historia de amor (más que de amistad) que nutre y vertebra la película. Y la novela.


El 31 de octubre de 1990 leímos la reseña de Ángel Fernández-Santos en El País donde se refería a Muerte entre las flores como un filme trazado con tiralíneas por geómetras de la imagen y horadado por incontables arterias subterráneas,  una fascinante noche cinematográfica de exquisitas negruras, y de una absoluta, casi abstracta, precisión, y concluía señalando que lleva dentro un cine imposible de imaginar fuera de otro origen que no sea Estados Unidos, en cuanto territorio universal. Hace poco que volvimos a verla y, aun gustándonos mucho, es de esas películas que nunca alcanzan la plenitud de la memoria de aquella (maravillosa) primera vez: aquel sensual plano del sombrero llevado por el viento, aquellos oníricos travellings por el bosque... Muerte entre las flores era la tercera película de los Coen y la que les deparó el reconocimiento internacional -aunque en su momento fue un fracaso comercial en EEUU-, y el lugar en el planeta cinematográfico que películas como la surreal Barton Fink,  la magistral Fargo o más recientemente True grit confirman qué merecido lo tenían.

    Ethan y Joel Coen durante el rodaje 
de Muerte entre las flores

Cosecha roja fue la primera novela de Hammett que llamó la atención de Selznick y lo llevó a Hollywood como guionista. Y fue la primera en llevarse a la pantalla, re-escrita y re-tramada por Ben Hecht, dirigida por Hobart Henley y re-titulada como Roadhouse Nights en una producción de la Paramount estrenada en 1930 que hasta incluye números musicales para lucimiento de Jimmy Durante. No la vi, o vi apenas una escena en you tube; es de esas películas que merecen el calificativo de rareza, con todas las letras. Kurosawa se inspiró en Cosecha roja para Yojimbo y Leone hizo un (inconfesado) remake de  Yojimbo en Por un puñado de dólares; y Walter Hill se inspiró en ambas para El último hombre. Pero no creo ninguna de las citadas puedan considerarse adaptaciones.


De las demás novelas llevadas al cine, y con no ser una novela negra, casi me quedo con El hombre delgado -que aquí se tituló La cena de los acusados-, una comedia en la que William Powell y Mirna Loy encarnan a Nick y Nora Charles. (Con el tiempo, la prefiero a El halcón maltés, la opera prima de Huston, o a La llave de cristal con Alan Ladd, de 1941 y 1942 respectivamente.) Hubo más películas -hasta seis- con el hombre delgado (con Nick y Nora, y sobre todo con la perra Asta) y hasta seriales radiofónicos -en 1941 y 1946- y una serie de televisión en 1957, y parece que se prepara otro remake con Johnny Deep. Fue lo último que escribió Hammet. Y cuanto escribió le dio de comer  a aquel hombre delgado durante veinte años, hasta que llegó la caza de brujas y le negaron el pan y la sal por rojo, y en 1951 -tenía cincuenta y siete años- pasó seis meses en la cárcel donde los compañeros reclusos contaban entre sus escasos esparcimientos escuchar por la radio Las aventuras de Sam Spade -el personaje de algunos de sus relatos para Black Mask y el protagonista de El halcón maltés- o Las aventuras del hombre delgado, hasta que los seriales fueron suspendidos en plena histeria anti-comunista.

Hammett ante el tribunal de la HUAC 
(Comisión de actividades anti-americanas)

Me faltan las palabras para expresar mi desprecio por este tribunal, le espetó Hammett a sus inquisidores. Errata Naturae ha publicado los Interrogatorios a que fue sometido el escritor traducidos por Sara Álvarez. Aquí van unos fragmentos del correspondiente al 26 de marzo de 1953 -no lo dejaron en paz ni después de haberlo enchironado-, cuando la comisión del Senado investigaba qué libros comunistas se habían infiltrado en ciento cincuenta bibliotecas dependientes del Departamento de Estado en el extranjero (un episodio que parecería sacado de una película de los hermanos Marx si no diera tanta vergüenza); de las tan poco elegantes cursivas, tiene uno la culpa:

Hammett ante la HUAC

"Senador McCarthy: ¿Apoyaría la implantación del comunismo en este país?
Hammett: ¿Quiere decir ahora?
Senador McCarthy: Sí
Hammett: No
McCarthy: ¿No la apoyaría?
Hammett: Por un motivo: me parecería poco viable si la mayoría de las personas no lo quisiesen."

Y más tarde:
"Senador McCarthy: Le haré una pregunta más: señor Hammett, si usted estuviera gastando, como estamos haciendo nosotros, más de cien millones de dólares al año en un Programa de Información con la supuesta finalidad de combatir el comunismo, y si usted estuviera a cargo de ese programa para combatir el comunismo ¿compraría las obras de unos setenta y cinco autores comunistas, las distribuiría por todo el mundo, con nuestro sello oficial de aprobación estampado en esas obras? ¿O prefiere no responder a la pregunta?
Hammett: Bueno, si estuviera combatiendo el comunismo no creo que dejara que la gente leyese libro alguno.
McCarthy: Eso suena raro en boca de un autor. Muchas gracias. Puede retirarse."

Hammett, segundo por la izda., conducido a prisión en 1951 

En las maduras Hammett podía ser un (gran) tipo sin tino. Y lo fue. Se pulió el millón de dólares que le devengaron sus obras en güisqui, champán, limusinas, hoteles caros, chicas, causas nobles o regalando el dinero a quien se lo pedía; y borracho acababa resultando insoportable, pero cuando llegaron las duras no hubo tipo más decente que aquel hombre delgado. Escribió durante diez años su obra entera -treinta y tantos relatos, cinco novelas y una novela corta-, porque la tuberculosis le tenía los días tasados. Vivió casi treinta años más de los que pensaba, pero escribir -más allá de algunos argumentos para películas y seriales de radio de sus obras-, lo que se dice escribir, apenas cincuenta páginas de Tulip, su novela inacabada.


Pero se sentaba a la máquina de escribir. Era un escritor, ¿no? Era su trabajo. Era lo que se esperaba de él. No estoy seguro de lo que esperaba él. Hasta dejó de beber para escribir. Lo intentaba. Pero no podía. ¿Por qué? Quién sabe. En alguna carta contaba que se pasaba el día entero corrigiendo una página. Cortando, más que nada. Puliendo. Si trabajo lo suficiente -escribía-, acabaré condensando la página en una palabra. Quizá fue víctima de sí mismo, del incorregible estilista que llevaba dentro, ése al que ninguna frase le parecía suficientemente buena, o sea, lo bastante breve. Quizá las causas por las que se aprestó a combatir -la República Española, los Derechos Civiles, el anti-fascismo, el comunismo...- le permitían olvidar lo que él mismo se recordaba cada mañana, que no escribía. Como escribió aquellos años el hombre delgado de la calle Post.

Hammett, octubre de 1925

En 1927, Hammett vivía en el 891 de la calle Post de San Francisco. Trabajaba como publicista de la joyería Samuels, escribía relatos para Black Mask, críticas de novelas de detectives para Saturday Review of Literature y de libros sobre publicidad para Western Advertising, y poemas y relatos para otras revistas. Su mujer, Josephine -la llamó siempre Jose- y las dos niñas -Mary y Jo (que en 2001 publicará unas memorias sobre su padre)- viven al otro lado de la bahía, en Fairfax, adonde va a visitarlas en tren una o dos veces por semana y, entre visita y visita, les escribe cartas. A veces sienta a las niñas en sus rodillas y les lee a Dostoievski; son unas crías, es cierto, pero por qué leerles algo inferior; Hammett ni se lo plantea. Como padece tuberculosis desde hace diez años, cree preferible no vivir con ellas, aunque en realidad se siente más a gusto solo; supone que no le queda mucho y que no pasará de 1930. Escribe por la mañana y a última hora de la tarde. Cuando bebe, bebe todo el día (dice que el güisqui le mantiene a raya la tuberculosis). Cuando escribe, no bebe ni gota. Unos años después conoce a Faulkner y lo envidia porque puede escribir aunque beba -que bebe- todos los días.


A Hammett le encanta vestir bien y frecuenta las prostitutas, lo que no excluye -faltaría más- otras relaciones más o menos ocasionales; atractivo y tímido, le encantaba a las mujeres. Le escribe a Jose en una carta: He estado "blackmasqueando" todo el día. Escribir para Black Mask lo consideraba producir chatarra. En el verano de 1927 trabaja por las mañanas las porquerías de Black Mask y por las tardes en una novela titulada Poisonville. Empezó a publicarse por entregas en el número de noviembre de Black Mask y la cuarta en el de febrero de 1928. La primera entrega se titulaba The Cleaning of Poisonville (La limpieza de Poisonville). En febrero remite las cuatro entregas a la editorial de Alfred Knopf. Después de revisar la novela a petición de los editores, reescribiendo algunos episodio y cortando otros, les escribe otra vez en marzo comentando los cambios introducidos en la novela y adjuntando una lista de títulos alternativos a "Poisonville", que le parecía bastante bueno; entre ellos: "El 17º asesinato", "El asunto Wilson", "La ciudad negra" o el de la primera entrega de la novela en Black Mask... en último lugar propone Cosecha roja. Les comunica también que prepara La maldición de los Dain, donde echa mano otra vez del Agente de la Continental; se la envía el 25 de junio, cuando ya anda en tratos con la Fox para vender algún material, pero no avanza gran cosa; en realidad, anda vendiendo sus relatos en Hollywood, como aquél que dice, puerta a puerta. En febrero de 1929 se publica Cosecha roja.


El mundo de Poisonville lo había vivido; bueno, el topónimo del pueblo de la novela es Personville, pero lo llaman Poisonville quienes lo conocen bien. Había respirado aquella atmósfera ponzoñosa cuando era detective de  la Pinkerton y lo enviaron a Butte en Montana para infiltrarse en el sindicato y reventar la huelga de los mineros. Lo que vio en aquellas jornadas y en otras parecidas (por ejemplo, cuando presenció cómo detectives de la agencia secuestraron a un dirigente sindical que apareció torturado y muerto días después) no iba a olvidarlo nunca. En aquel verano de 1927, destiló su experiencia a través del Agente de la Continental en Cosecha roja. Con trazos duros, secos, afilados, negros. Como aquella réplica de Dinah Brand -un estupendo mal bicho- al Agente de la Continental: Así que aún estás vivo. Bueno supongo que no se puede hacer nada al respecto. Pasa. Una (verdadera) novela negra no es otra cosa que una herramienta de precisión para sajar un tumor social. Como Poisonville, por ejemplo. Cuando los inquisidores le pregunten veintipocos años después si en sus relatos escribió sobre algunos temas sociales, Hammett responderá: ¿Sabe usted? Es casi imposible escribir algo sin basarse, de alguna manera, en temas sociales.

El apartamento de Hammett en el 891 de la calle Post. 
Lo ha comprado un admirador (de posibles, imagino) 
y ha encargado a decoradores profesionales 
para que lo dejen como cuando el escritor vivió allí. 
Cosas así sólo pasan en los USA.

Cuando se publica La maldición de los Dain en julio de 1929, Hammett ya había remitido en junio a la editorial el manuscrito de El halcón maltés. Cree que es, con mucho, lo mejor que ha escrito hasta la fecha. Se publica en la primavera de 1930, dedicado a Jose. Ya tenía listo el manuscrito de La llave de cristal. Con El halcón maltés Hammett se convirtió en un escritor famoso.


Ya no necesitaba vender puerta a puerta sus relatos. Llamaban de Hollywood a la suya para comprarlos. Y para comprarlo a él, de paso. Había empezado El hombre delgado, pero lo aparcó. A finales de 1930 llega a Hollywood cabalgando la ola de El halcón maltés. Allí conoce a Lillian Hellman y comienza una relación  que, con altibajos, se prolongará toda su vida, la prórroga que le concede la tuberculosis; una historia de amor que deviene una profunda amistad. Escribe para la Paramount el argumento de Las calles de la ciudad que dirigirá Rouben Mamoulian. De la película -que funcionó muy bien en taquilla- a Hammett sólo le gusta Silvia Sidney.


En el hotel Hollywood Knickerbocker corrige las pruebas de La llave de cristal que se publica en abril de 1931, aunque la edición inglesa ya había aparecido en enero. Entre los críticos hay división de opiniones sobre si es mejor que El halcón maltés. En las ventas no cabe duda: es un éxito. Hammett detesta la cubierta que eligió la editorial.


Dorothy Parker escribe una reseña donde condimenta los elogios con pizcas de ironía -es una novela tan dura que puedes echarla a rodar (...) sin que se rompa-, aunque el Ned Beaumont (de La llave de cristal) no le gustó tanto como el magnífico Sam Spade (de El halcón maltés) quien tras leer la novela la llevó a pasear encandilada a la luz de la luna , tal y como no me ocurría desde que conocí a Sir Lancelot a los nueve años. Y, tras una líneas describiendo a Hammett como un buen escritor, que sabe de lo que escribe y con un excelente oído para el lenguaje de la calle, y autor de libros tan arrebatadores y vibrantes, cuya excitación era difícil de resumir, y concluía: Lo único que puedo decir es que todo aquel que no lo lea se pierde una gran parte de la América moderna.

Dorothy Parker

En uno de esos cócteles o fiestas de Hollywood que Hammett no tardó en frecuentar -y aun organizar- se le presentó Dorothy Parker. El autor era uno de sus héroes literarios y, postrándose de hinojos, le besó la mano. Era una muestra de admiración, pero sobre todo una broma. Hammett no le vio la gracia; tan tímido cuando (aún) no estaba borracho, aquel gesto de Dorothy Parker le resultó embarazoso. Y la cosa ya no tuvo remedio. No la quería ver ni en pintura, y más adelante, aun respetándola -militaron juntos en apoyo de la República y en las causas de la izquierda, y fueron acosados por el FBI-, nunca le cayó bien y procuraba evitarla, y eso que Lillian Hellman y Dorothy Parker se hicieron muy amigas.


En 1932, Hammett ya estaba a dos velas; en un año ya se había fundido cuanto había ganado con sus novelas y de guionista en Hollywood. De vuelta en Nueva York con Lillian Hellman tuvo que dejar el hotel Biltmore porque no podía afrontar los gastos y se trasladó al Pierre, pero tampoco pudo pagar la factura de mil dólares y tuvo que marcharse de tapadillo llevándose la ropa por etapas. Llegado ese punto, un escritor siempre podía encontrar un cuarto en el hotel Sutton Club de la calle 56, regentado por Nathanael West, que al año siguiente publica Miss Lonelyhearts, trabajará como guionista de películas de serie B y acabará contando su experiencia en Hollywood en El día de la langosta. A West le gustaba hospedar a escritores; cuando llegó Hammett, ya residía allí, pongamos por caso Erskine Caldwell, el de El camino del tabaco. Y Hammett se puso a trabajar. Aquel verano de 1932, en un cuarto del hotel Sutton Club, fue la última temporada que recobró el ritmo de escritura. Reescribió material viejo y escribió nuevos relatos y la novela corta Una mujer en la oscuridad. Y retomó El hombre delgado. Desde que lo había conocido, Lillian no lo había visto trabajar con tal dedicación, absteniéndose de todo -compañía, alcohol, fiestas y bares-, salvo de tabaco y de la máquina de escribir: el cuidado por cada vocablo, la necesidad de limpieza en el mecanografiado de cada folio, la negativa durante diez días o dos semanas a salir hasta para dar un paseo, por temor a que algo se perdiese -recordaba la Hellman-. Fue un año estupendo para mí, pude aprender mucho...

Hammett en 1932

Las bromas que se gastan Nick y Nora en El hombre delgado se parecen mucho a las que se gastaban Hammett y Lillian. En mayo de 1933 estaba listo el manuscrito, en diciembre la MGM le pagó 2.500 dólares por los derechos de adaptación y en enero de 1934 se publicó. Se lo dedica a Lillian. En las tres primeras semanas se vendieron veinte mil ejemplares. Por esas fechas le escribe a Jose: Parece que finalmente -y espero que de una vez por todas- nuestros problemas financieros van a solucionarse...

Hammett en 1934.
Foto publicitaria para El hombre delgado

Luego vinieron casi treinta años de silencio literario. Su voz la prestó para cuantas causas justas se la reclamaron. No sé si le quedó pena de no haber escrito más. Se sabe que le quedó pena de no haber venido a combatir con las Brigadas Internacionales en la guerra civil española, pero el Partido Comunista consideraba que era más útil a la causa allí: en aquellos años -de El halcón maltés y El hombre delgado-, en Hollywood y Nueva York, Hammett era el escritor de moda. En cambió, consiguió alistarse en el ejercito americano cuando llegó la segunda guerra mundial, tenía casi cincuenta años y cavernas en los pulmones, pero aquellos días destinado en Alaska fueron de los más felices de su vida. Con una pensión del ejército y la ayuda de Lillian sobrevivió los tiempos de persecución.

Hammett en Adak. Le llamaban El Abuelo.

Si ya no escribió -o sólo unas páginas torturadamente-, ayudó a escribir a otros y parece que disfrutaba leyendo y corrigiendo los textos. Los de Lillian Hellman, en primer lugar; la escritora siempre reconoció cuánto mejoraron sus obras (La loba, entre otras) gracias a las aportaciones de Hammett. En sus últimos años impartía clase de escritura (de novela negra) en la Jefferson School de Nueva York y se las tomaba muy en serio. Según cuenta su hija Jo, era un profesor benigno, y no le gustaba hacer críticas agrias; quizá porque sabía por experiencia propia que los escritores necesitan sobre todo aliento y un oído amable que los escuche.

Patricia Neal en El manantial (1949) de King Vidor

El 8 de agosto de 2010 murió Patricia Neal. Debía haber escrito algo sobre ella. Fue el gran amor de los últimos años de Dashiell Hammett. Ella no estaba enamorada de él, pero lo quiso mucho. La conoció en 1946 cuando fue elegida para el papel de Regina en Another Part of the Forest, la obra de Lillian Hellman. Patricia Neal tenía veinte años.A Hammett le fastidió que se casara con el escritor Roald Dahl, un hombre tonto y anodino. Cuando Hammett ya estaba en las últimas, con un cáncer de pulmón terminal, ingresaron en el mismo hospital al hijo de Patricia Neal con graves lesiones en la cabeza, después de ser atropellado por un taxi cuando la niñera lo llevaba en un cochecito; los médicos temían consecuencias irreversibles. La actriz estaba hecha polvo, pero al enterarse de que Hammett estaba internado lo visitó a menudo. Él ya no podía leer (lo que más le gustaba en los últimos treinta años), ni hablar. Sólo sonreía cuando ella entraba en la habitación. La prórroga se acababa, y contemplar a Patricia Neal fue el último consuelo del hombre delgado de la calle Post. Hammett murió el 10 de enero de 1961. Tenía en la mesilla el manuscrito inacabado de Tulip.Y aunque los inquisidores trataron de evitarlo, fue enterrado en el cementerio de Arlington como veterano de guerra.


7/9/11

Nada menos inocente...

Este verano nos hemos administrado -casi podría decirse que en vena- una o dos comedias por semana. Un ciclo enmarcado con dos películas de 1942: lo abrimos con The Palm Beach Story -aquí Un marido rico- de Preston Sturges, una de las obras con la mirada más ácida sobre el matrimonio que se haya rodado nunca, y lo cerramos con Ser o no ser de Ernst Lubitsch, la primera comedia negra y, sencillamente, la mejor -y más difícil y brillante-comedia de la historia del cine, que traeré por aquí muy pronto. Pero fueron las de Howard Hawks las que amojonaron el verano, desde Twentieth Century (1934) -La comedia de la vida- hasta Monkey Business (1952) -Me siento rejuvenecer-, pasando por La fiera de mi niña, Luna nueva, Bola de fuego y La novia era él,

Cary Grant y Rosalind Russell en His Girl Friday, 
Luna Nueva 

una serie de siete comedias en las que Cary Grant -en cuatro de ellas- se revela como uno de los actores hawkasianos -y luego hitchcokiano- por excelencia; no está de más recordar que fue la obra de ambos cineastas, Hawks y Hitchcock, quienes inspiraron la teoría del autor cinematográfico desarrollada por Rohmer, Truffaut y compañía en los Cahiers a mediados del siglo pasado, y cuyo momento inaugural puede señalarse en un artículo publicado en mayo de 1953 por Rivette, Genio de Howard Hawks; una inspiración que André Bazin valoraba en un artículo de febrero de 1955 en la misma revista, significativamente titulado ¿Cómo se puede ser Hitchco-Hawkasiano?, como una fecunda toma de partido, al reivindicar como autores a cineastas que habían desarrollado su filmografía dentro del sistema de los estudios, donde el director era considerado como un simple eslabón de la cadena de producción de películas, y en tanto que autores, sus películas pasaban a ser consideradas obras de arte.

El cartel de Hatari en un fotograma de 
Le Mépris (1963) de Godard

La primera película de Hawks que vi fue Hatari (1962), hacia finales de los sesenta, en el salón de actos del colegio de los Maristas de Tui donde proyectaron una copia en 16 mm. Y me encantó, pero su cine me enamoró para siempre cuando le puse los ojos encima a Sólo los ángeles tienen alas, la película que me convirtió de por vida a la causa de Hawks. Cómo decirlo, lo diré de la forma más directa: me gusta todo lo que hizo aunque con los años vaya cambiando las películas que me gustan más, excepto Sólo los ángeles tienen alas que siempre fue -y será- la que más me gusta.


Entre sus comedias, hubo un tiempo en que preferí La fiera de mi niña (1938), quizá la más screwball (alocada) de las suyas; habría que darle un premio al que inventó ese título -uno de los mejores que se hayan creado nunca- para Bringing Up Baby, o sea, "Educando a Baby". Recuerdo que a nuestro hijo, cuando tenía diez o doce años, le gustaba mucho pero lo ponía de los nervios y no podía entender que nos descacharráramos al final cuando Susan, una encantadora Katherine Hepburn, echaba a perder el trabajo de tantos años de David, siempre inmenso Cary Grant. En las comedias de Hawks, la locura envuelve siempre una pesadilla, y quizá para nosotros aquélla compensaba ésta, mientras que para nuestro hijo ésta pesaba más que aquélla.


La fiera de mi niña transcurre entre dos citas de Rodin -empieza con El pensador y acaba con El beso- con unos cincuenta primeros minutos espléndidos y destornillantes que te dejan exhausto -de tanto reír-, un bache intermedio de veinte minutos mucho menos inspirados, quizá porque no hay un solo personaje digamos "normal", para remontar el vuelo con la maravillosa escena de la comisaría. 


Siempre me resultó chocante que el guionista de La fiera de mi niña fuera alguien como Dudley Nichols, un colaborador habitual de Ford en los treinta -La diligencia (1939), por ejemplo-, pero cuyo habitat natural no era precisamente la comedia, y sin embargo el guión de La fiera de mi niña, aun con el bache intermedio, debe figurar entre lo mejor de su obra; partía de un relato de Hagar Wide, una escritora que no tenía ninguna experiencia como guionista pero Hawks la convenció para que trabajara con Nichols, y escribiendo juntos se enamoraron; con toda seguridad el guión salió ganando, y Hawks, Hepburn, Grant y nosotros.

Hawks con Cary Grant y Katherine Hepburn 
en el rodaje de La fiera de mi niña

No sería el último trabajo de Hagar Wide como guionista; volverá a colaborar con Hawks en La novia era él (1949), escribiendo el guión con Charles Lederer, un viejo conocido de Hawks, que firmará con I. A. L. Diamond y Ben Hecht, Me siento rejuvenecer, quizá la comedia más perfecta de Hawks, una película que puede verse -y se ve- como una prolongación de La fiera de mi niña -catorce años después-, otra indagación en los conflictos derivados de la tensión entre Naturaleza y Cutura, Primitivismo y Civilización, Infancia y Madurez,  con algunos momentos magníficos como los que tienen las piernas de Marilyn Monroe como detonante cómico.




Charles Lederer había escrito el guión de His Girl Friday (1940), conocida aquí como Luna nueva, una película en la que los periodistas son vistos como verdaderos gánsteres -con visos de los de Scarface (1932)-,  la comedia más corrosiva y salvaje del cineasta, tanto que sería inimaginable -bajo la dictadura de lo políticamente correcto- en el Hollywood de hoy, aunque la verdad es que casi nada apasionante es imaginable allí -o en lo que aquello represente ahora para el cine.


Sé que Ángeles seguramente preferiría que hablara hoy de Bola de fuego (1941), otro cuento -de hadas- sobre la inocencia irrecuperable, una comedia por la que siente debilidad, una debilidad que comparto en la vertiente Barbara Stanwyck -bruja y princesa a la vez-, pero creo que tampoco le disgustará que hoy me quede un rato con Luna nueva.


Luna nueva es una adaptación de The Front Page, o sea, Primera plana -como se titulará aquí la adaptación de Billy Wilder en 1974-, una obra de Ben Hecht y Charles MacArthur que se había estrenado  con gran éxito en Broadway el 14 de agosto de 1928, y con el mismo título ya había sido llevada al cine por Lewis Milestone en 1931.


Cuentan que en una fiesta a finales de los años 30, Hawks se propuso demostrar que The Front Page tenía los mejores diálogos del teatro americano; él leía el papel de Walter Burns y, como ninguno de los hombres presentes se aviniera -o como no hubiera otra presencia masculina que el cineasta (casi me gusta más imaginar esta posibilidad)-, hizo que una chica leyera el papel de Hildy Johnson, el reportero estrella, que, tanto en la obra original como en la película de Milestone o la de Wilder, era un papel masculino. Entonces, Hawks cayó en la cuenta de que el personaje de Hildy Johnson funcionaba mucho mejor si lo interpretaba una mujer, una mujer en un mundo de hombres.


Y claro que funciona de maravilla: gracias al cambio de género se conjugaba la tensión profesional con la sexual, la crítica social con un tratado de las pasiones y la sátira con la guerra de sexos. Pero resulta curioso que la idea se le ocurriera al cineasta que convirtió las historias de amistad y camaradería, pero sobre todo de amor, entre hombres -Sólo los ángeles tienen alas o Río Bravo por citar sólo dos de las más representativas-, en un motivo recurrente de su filmografía.

Ben Hecht y Charles MacArthur 
en el Hotel Room de Manhattan, 
en febrero de 1947 

A Hawks le costó convencer a Harry Cohn, el mandamás de la Columbia, de hacer un remake con una actriz encarnando a Hildy Johnson, pero en cuanto lo consiguió se puso manos a la obra. Habló con Hecht, que no puso ninguna objeción al cambio, incluso -según Hawks- comentó que ojalá se le hubiera ocurrido a él antes, pero en ese momento estaba trabajando en una de las infinitas re-escrituras de Lo que el viento se llevó para Victor Fleming, bueno, en realidad para David O. Selznick. Entonces Hawks contactó con Gene Fowler, un amigo de Hecht, que se ofendió con la sola idea de semejante cambio. Y así llegó hasta Charles Lederer, también amigo de Hecht, y con el que ya había colaborado en Scarface, en la que el guionista había escrito diálogos adicionales. A esas alturas, Hawks estaba rodando, también para la Columbia y Harry Cohn, Sólo los ángeles tienen alas, pero  empezó a trabajar con Lederer en la nueva versión de The Front Page.

Charles Lederer

Aunque más adelante Hecht, otro de los guionistas de Scarface, participó en la escritura del guión, fue idea de Lederer que los protagonistas formaran un matrimonio que acabó en divorcio; así, la película cobraba una trama de segunda oportunidad -o de recasamiento- para la pareja y reforzaba el deseo de Walter Burns de mantener a su lado a Hildy Johnson, ya que no sólo la quiere como periodista sino también como mujer, pero conservar a ambas representa un conflicto peliagudo.


Harry Cohn no tenía dudas sobre los actores que debían encarnar a la pareja protagonista: los mismos de Sólo los ángeles tienen  alas, o sea, Cary Grant y Jean Arthur. A Hawks, Cary Grant le parecía de perlas, es más, siempre tenía en sus películas un papel para Cary Grant aunque no fuera de protagonista -en Río Rojo o Río Bravo, pongamos por caso-; aunque los rechazara, por tentarlo que no quedara. Pero no congeniaba con Jean Arthur, la inolvidable Bonnie Lee de Sólo los ángeles tienen alas, una actriz que se resistía al método de Hawks. Así que le ofrecieron el papel a Ginger Rogers, Claudette Colbert, Carole Lombard, con la que Hawks había trabajado en La comedia de la vida. Y a la que prefería el cineasta, Irene Dunne; desde luego la película hubiera sido distinta con ella pero era una opción maravillosa. El caso es que todas rechazaron el papel, quizá porque todas conocían la obra original y/o la película, y no imaginaban que el papel de Hildy Johson cobrara tanto relieve. Así fue cómo a dos semanas de la fecha de inicio del rodaje el papel llegó a Rosalind Russell, gracias a una gestión de Harry Cohn con la MGM, la productora que tenía bajo contrato a la actriz y donde acaba de rodar Mujeres (1939) de Cukor. La Hildy Johnson de Rosalind Russell en Luna nueva es un personaje memorable; fue el papel de su vida.

 
Pero no nos recreemos en un flashforward; se echaba encima el rodaje de Luna nueva y Rosalind Russell iba a encarnar a Hildy Johnson. A ella le resultó humillante que, después de ofrecerle el papel a tantas -las importantes-, ella fuera algo así como un recurso de última hora. Sólo Cary Grant -se hicieron muy amigos y se lo pasaban de maravilla juntos- le daba la confianza que necesitaba para afrontar el personaje, pero aun así... Hawks era un director de pocas palabras, podía llegar a ser taciturno por momentos, y nunca le decía qué pensaba de su trabajo. Cary Grant la tranquilizó: si a Hawks no le gustaba, se lo diría. Y pronto Rosalind Russell empezó a disfrutar con la libertad que el cineasta le otorgaba para improvisar con Cary Grant, y acabó apreciando el genio y el estilo de Hawks: Era un director magnífico, nos estimulaba y nos dejaba hacer. En pocas palabras, la actriz se adaptó a la perfección al método de Hawks, ese método al que resultaba refractaria Jean Arthur. Y ahora quizá convenga decir unas cuantas (palabras) más a propósito del tal método, sobre todo porque se escuchan -y se leen- tantas tonterías sobre el guión -el famoso "guión de hierro"- y la dirección en el Hollywood clásico que casi resulta imprescindible poner algunos puntos en estas o aquellas íes.

Hawks en el rodaje de Luna nueva

Nos sentamos en un cuarto y escribimos el guión lo mejor que podemos, pero cuando llega el rodaje todo cambia, confesaba Hawks. "Todo cambia" quiere decir que los personajes deben cobrar vida con unos actores concretos, que el guión es letra muerta si no respira en cada escena, si no fluye en cada plano, ante la cámara, y si esto es aplicable a cualquier película, lo es aun más si se trata de una comedia, y no digamos de una comedia loca, donde el álgebra de los movimientos, los gestos y los diálogos -su tono, grano y matices-, coreografiados con la cámara deben transfigurarse en una alquimia donde se conjugan la teoría del caos y la física cuántica, pero suena como una fuga de Bach o una pieza de cámara de Mozart. Algo así. Hawks quería encontrar el latido de lo prístino, por eso necesitaba que los personajes afloraran en los actores y en ese proceso el guión sólo era  un asidero. Preparaba minuciosamente con los guionistas el comienzo de la película, las premisas de la historia; apenas hay cambios entre las primeras escenas de sus películas en relación con sus respectivos guiones. A partir de ahí, y como rodaba la historia en continuidad -por orden cronológico-, iba desarrollando la película con las aportaciones de los actores y daba forma a sus interacciones, moldeando sus personalidades como personajes y viceversa, con vistas a insuflar el decisivo soplo de vida a lo que estaba contando. Por así decir, la película iba creciendo orgánicamente a medida que se rodaba. Hawks animaba a los actores a improvisar, a usar el guión como disparadero de la inspiración, y siempre tenía cerca a los guionistas para reescribir las escenas, como si no existiera algo llamado versión final hasta que se rodaba el último plano de la película. El guión para Hawks era un work in progress y películas como Luna nueva cuajaron su escritura a pie de cámara, hasta el punto de que, tras varios borradores de Charles Lederer, seguía sin convencerle la escena final y contrató a Morrie Ryskind -el guionista, pongamos por caso, de esa maravilla titulada aquí Al servicio de las damas (1936) de La Cava. Parece ser que Ryskind escribió un final que le parecía estupendo (con una re-boda de Walter Burns y Hildy Johnson en la sala de prensa) pero cometió la imprudencia de contarlo en una reunión de guionistas; unos días después un colega le contó que acaban de rodar su final... en otra película. Y tuvo que escribir otra escena que, sobra decir, esta vez sólo se la contó a Hawks. Ryskind, dicen, agradeció el latrocinio que le obligó a escribir un final incluso mejor.


Rosalind Russell, aun divirtiéndose con el método de Hawks, notaba que las mejores réplicas -improvisadas- eras siempre las de Cary Grant, quizá porque el actor tenía más facilidad, pero también porque ya había rodado con el director y estaba familiarizado con su forma de trabajar. La actriz le comentó el problema a su cuñado, director de una empresa de publicidad, que le recomendó a uno de sus redactores. Rosalind Russell pagó doscientos dólares semanales de su bolsillo, sin que nadie lo supiera, al redactor del que nunca reveló el nombre para que le sugiriera ideas y un surtido de réplicas durante el rodaje. Porque a Hawks, si le sonaba bien, si el diálogo improvisado respiraba con el compás de la historia, se olvidaba del guión. Así que, aprovechando el ambiente propicio generado por el director, Rosalind Russell llegaba al rodaje y no le comentaba los cambios a Hawks, simplemente le soltaba sus frases a Cary Grant que se las veía y se las deseaba para mantener el ritmo. Y el director encantado, claro.


Si hay algo que caracteriza a Luna nueva respecto a las demás comedias de Hawks -y casi a cualquier comedia- es el diálogo, que se convierte en el tercer protagonista de la película, ese torrente que se despeña en las escenas más frenéticas a 240 palabras/minuto. Para hacerse una idea de la dificultad que representaba ajustar la velocidad de fraseo, el diálogo cruzado y los matices de la dicción con los  movimientos, gestos y entradas y salidas de personajes en una coreografía precisa y fluida, basta señalar que la escena del restaurante con Cary Grant, Rosalind Russell y Ralph Bellamy necesitó cuatro días de trabajo -Hawks utilizó una sola cámara-, el doble de los previstos en el plan de rodaje.



Una escena que rima con la que se desarrolla en la sala de prensa durante el tramo final de Luna nueva cuando la historia desemboca en un frenesí imparable; una rima que convierte  los cambios de posición de los personajes en el encuadre en elementos reveladores del arco que han recorrido en el curso de la acción dramática.


Quizá escarmentado por La fiera de mi niña, Hawks puso mucho cuidado en Luna nueva para no agotar al espectador con una cascada sin tregua y quebró el ritmo alocado y el crescendo verbal con alguna escena sosegada -y aun recogida-, como la entrevista de Hildy Johnson con el condenado a muerte Earl Williams, o con una escena preñada de silencios como la posterior al despliegue de crueldades de los colegas de Hildy con Molly, la "novia" de Earl, que se acaba tirando por la ventana unas escenas después para protestar por el acoso al que la someten esos gánsteres de la prensa y, de paso, librarse de ellos; y, por otro lado, equilibró la pareja protagonista en clave screwball con otros personajes en clave realista como el novio de Hildy Johnson o los demás periodistas.



Cada vez que veo Luna nueva me maravilla la naturalidad con que aquellos cineastas clásicos -y los operadores de cámara- eran capaces de encuadrar a diez personajes en plano americano u ocho en plano medio, y con un formato más bien cuadrado. Pero lo que me cautiva de la película -y del cine de Hawks-, a veces hasta el arrobo, es la transparencia de la puesta en escena, como si los planos nacieran sin mediación, como si en cada uno de ellos no cuajaran complejas operaciones formales, relativas al encuadre sí, pero también al enhebrado de ese plano en el curso de la escena, y de la escena en el curso de la película, explotando motivos que se han sembrado antes y sembrando otros que serán explotados más adelante, porque el arte de la puesta en escena se conjuga en el curso del tiempo. Una puesta escena que se oculta manifestándose como si de una evidencia se tratara, como si lo que es no pudiera ser de otra manera, como si los espectadores estuvieran a solas con los personajes y no hubiera nadie más en el mundo salvo el mundo que aflora en la pantalla. Sobra decir que semejante enmascaramiento se revela como un síntoma inequívoco de que nos encontramos ante la obra de uno de los más grandes estilistas de la historia del cine, en el mismo sentido en que nos referimos como estilista a un R. L. Stevenson. Y no se nota la puesta en escena de Hawks porque todo es puesta  en escena: los abrigos que Cary Grant no le ayuda a ponerse a Rosalind Russell -y el abrigo que ella no consigue ponerse-; las puertas que no le abre y en las que no le cede el paso o en las que rectifica y sí; el teléfono que se cae casualmente, entre tantos teléfonos que se usan...  



Y los cigarrillos. Los que Cary Grant no le enciende a Rosalind Russell, el que enciende agarrando la mano de ella, los que fuman juntos, el cigarrillo que ella le ofrece al condenado a muerte... Tensión, complicidad, compasión, chantaje, seducción, intimidad... Cuántas cosas puede contar un cigarrillo si lo pone en escena Howard Hawks. Uno se pregunta qué sería de él, de su filmografía, sin los cigarrillos. Alguien dijo una vez que las intenciones ocultas -no verbalizadas, por no dichas (porque no podían decirse)- de Sólo los ángeles tienen alas pueden ser leídas en términos de quién enciende el cigarrillo a quién, cuándo y por qué. Sin llegar a tanto, también se desgranan momentos memorables en Tener y no tener, El sueño eterno o Río Bravo gracias a la elocuencia de los cigarrillos.    

Un fotograma de Tener y no tener

Robin Wood, el autor de uno de los libros de cabecera sobre Hawks, anotaba como la principal deficiencia de Luna nueva que con todos los giros, complicaciones y réplicas vertiginosas entre Cary Grant y Rosalind Russell nunca podemos olvidarnos de que Earl Williams se está ahogando en el buró de la sala de prensa. Pero tiene razón Bénard da Costa cuando señala que justamente esa crítica es el mejor elogio de la película: no podemos olvidarnos por un efecto de la puesta en escena, el cineasta quiere -busca- ese contrapunto siniestro a la guerra de sexos entre Cary Grant y Rosalind Russell. La comedia en Hawks nunca es menos que ácida, y la risa, como en todos los grandes humoristas, apenas una fina piel que envuelve lo trágico.


El gran tema de las comedias de Hawks es la inocencia, el imposible retorno a la infancia, al reino de la irresponsabilidad. Ninguna imagen puede cifrar mejor el tema de nuestra irremediable pérdida -y la añoranza por aquel tiempo en que pudimos hacer el indio- que ese plano de Cary Grant con pinturas de guerra en Me siento rejuvenecer, su última película con Hawks. 


Nada menos ingenuo que el tratado sobre la inocencia perdida que destilan las comedias de Hawks. Y nada menos inocente que su puesta en escena.