Este verano nos hemos administrado -casi podría decirse que en vena- una o dos comedias por semana. Un ciclo enmarcado con dos películas de 1942: lo abrimos con
The Palm Beach Story -aquí
Un marido rico- de
Preston Sturges, una de las obras con la mirada más ácida sobre el matrimonio que se haya rodado nunca, y lo cerramos con
Ser o no ser de Ernst Lubitsch, la primera comedia negra y, sencillamente, la mejor -y más difícil y brillante-comedia de la historia del cine, que traeré por aquí muy pronto. Pero fueron las de Howard Hawks las que amojonaron el verano, desde
Twentieth Century (1934) -
La comedia de la vida- hasta
Monkey Business (1952) -
Me siento rejuvenecer-, pasando por
La fiera de mi niña,
Luna nueva,
Bola de fuego y
La novia era él,
Cary Grant y Rosalind Russell en His Girl Friday,
Luna Nueva
una serie de siete comedias en las que Cary Grant -en cuatro de ellas- se revela como uno de los actores hawkasianos -y luego hitchcokiano- por excelencia; no está de más recordar que fue la obra de ambos cineastas, Hawks y Hitchcock, quienes inspiraron la teoría del
autor cinematográfico desarrollada por Rohmer, Truffaut y compañía en los
Cahiers a mediados del siglo pasado, y cuyo momento inaugural puede señalarse en un artículo publicado en mayo de 1953 por Rivette,
Genio de Howard Hawks; una inspiración que André Bazin valoraba en un artículo de febrero de 1955 en la misma revista, significativamente titulado
¿Cómo se puede ser Hitchco-Hawkasiano?, como una fecunda toma de partido, al reivindicar como
autores a cineastas que habían desarrollado su filmografía dentro del sistema de los estudios, donde el director era considerado como un simple eslabón de la cadena de producción de películas, y en tanto que
autores, sus películas pasaban a ser consideradas
obras de arte.
El cartel de Hatari en un fotograma de
Le Mépris (1963) de Godard
La primera película de Hawks que vi fue
Hatari (1962), hacia finales de los sesenta, en el salón de actos del colegio de los Maristas de Tui donde proyectaron una copia en 16 mm. Y me encantó, pero su cine me enamoró para siempre cuando le puse los ojos encima a
Sólo los ángeles tienen alas, la película que me convirtió de por vida a la causa de Hawks. Cómo decirlo, lo diré de la forma más directa: me gusta todo lo que hizo aunque con los años vaya cambiando las películas que me gustan más, excepto
Sólo los ángeles tienen alas que siempre fue -y será- la que más me gusta.
Entre sus comedias, hubo un tiempo en que preferí
La fiera de mi niña (1938), quizá la más
screwball (alocada) de las suyas; habría que darle un premio al que inventó ese título -uno de los mejores que se hayan creado nunca- para
Bringing Up Baby, o sea, "Educando a Baby". Recuerdo que a nuestro hijo, cuando tenía diez o doce años, le gustaba mucho pero lo ponía de los nervios y no podía entender que nos descacharráramos al final cuando Susan, una encantadora Katherine Hepburn, echaba a perder el trabajo de tantos años de David, siempre inmenso Cary Grant. En las comedias de Hawks, la locura envuelve siempre una pesadilla, y quizá para nosotros aquélla compensaba ésta, mientras que para nuestro hijo ésta pesaba más que aquélla.
La fiera de mi niña transcurre entre dos citas de Rodin -empieza con El pensador y acaba con El beso- con unos cincuenta primeros minutos espléndidos y destornillantes que te dejan exhausto -de tanto reír-, un bache intermedio de veinte minutos mucho menos inspirados, quizá porque no hay un solo personaje digamos "normal", para remontar el vuelo con la maravillosa escena de la comisaría.
Siempre me resultó chocante que el guionista de
La fiera de mi niña fuera alguien como Dudley Nichols, un colaborador habitual de Ford en los treinta -
La diligencia (1939), por ejemplo-, pero cuyo habitat natural no era precisamente la comedia, y sin embargo el guión de
La fiera de mi niña, aun con el bache intermedio, debe figurar entre lo mejor de su obra; partía de un relato de Hagar Wide, una escritora que no tenía ninguna experiencia como guionista pero Hawks la convenció para que trabajara con Nichols, y escribiendo juntos se enamoraron; con toda seguridad el guión salió ganando, y Hawks, Hepburn, Grant y nosotros.
Hawks con Cary Grant y Katherine Hepburn
en el rodaje de La fiera de mi niña
No sería el último trabajo de Hagar Wide como guionista; volverá a colaborar con Hawks en
La novia era él (1949), escribiendo el guión con Charles Lederer, un viejo conocido de Hawks, que firmará con I. A. L. Diamond y Ben Hecht,
Me siento rejuvenecer, quizá la comedia más perfecta de Hawks, una película que puede verse -y se ve- como una prolongación de
La fiera de mi niña -catorce años después-, otra indagación en los conflictos derivados de la tensión entre Naturaleza y Cutura, Primitivismo y Civilización, Infancia y Madurez, con algunos momentos magníficos como los que tienen las piernas de Marilyn Monroe como detonante cómico.
Charles Lederer había escrito el guión de
His Girl Friday (1940), conocida aquí como
Luna nueva, una película en la que los periodistas son vistos como verdaderos gánsteres -con visos de los de
Scarface (1932)-, la comedia más corrosiva y salvaje del cineasta, tanto que sería inimaginable -bajo la dictadura de lo políticamente correcto- en el Hollywood de hoy, aunque la verdad es que casi nada apasionante es imaginable allí -o en lo que aquello represente ahora para el cine.
Sé que Ángeles seguramente preferiría que hablara hoy de
Bola de fuego (1941), otro cuento -de hadas- sobre la inocencia irrecuperable, una comedia por la que siente debilidad, una debilidad que comparto en la vertiente
Barbara Stanwyck -bruja y princesa a la vez-, pero creo que tampoco le disgustará que hoy me quede un rato con
Luna nueva.
Luna nueva es una adaptación de
The Front Page, o sea,
Primera plana -como se titulará aquí la adaptación de Billy Wilder en 1974-, una obra de Ben Hecht y Charles MacArthur que se había estrenado con gran éxito en Broadway el 14 de agosto de 1928, y con el mismo título ya había sido llevada al cine por Lewis Milestone en 1931.
Cuentan que en una fiesta a finales de los años 30, Hawks se propuso demostrar que
The Front Page tenía los mejores diálogos del teatro americano; él leía el papel de Walter Burns y, como ninguno de los hombres presentes se aviniera -o como no hubiera otra presencia masculina que el cineasta (casi me gusta más imaginar esta posibilidad)-, hizo que una chica leyera el papel de Hildy Johnson, el reportero estrella, que, tanto en la obra original como en la película de Milestone o la de Wilder, era un papel masculino. Entonces, Hawks cayó en la cuenta de que el personaje de Hildy Johnson funcionaba mucho mejor si lo interpretaba una mujer, una mujer en un mundo de hombres.
Y claro que funciona de maravilla: gracias al cambio de género se conjugaba la tensión profesional con la sexual, la crítica social con un tratado de las pasiones y la sátira con la guerra de sexos. Pero resulta curioso que la idea se le ocurriera al cineasta que convirtió las historias de amistad y camaradería, pero sobre todo de amor, entre hombres -
Sólo los ángeles tienen alas o
Río Bravo por citar sólo dos de las más representativas-, en un motivo recurrente de su filmografía.
Ben Hecht y Charles MacArthur
en el Hotel Room de Manhattan,
en febrero de 1947
A Hawks le costó convencer a Harry Cohn, el mandamás de la Columbia, de hacer un
remake con una actriz encarnando a Hildy Johnson, pero en cuanto lo consiguió se puso manos a la obra. Habló con Hecht, que no puso ninguna objeción al cambio, incluso -según Hawks- comentó que ojalá se le hubiera ocurrido a él antes, pero en ese momento estaba trabajando en una de las infinitas re-escrituras de
Lo que el viento se llevó para Victor Fleming, bueno, en realidad para David O. Selznick. Entonces Hawks contactó con Gene Fowler, un amigo de Hecht, que se ofendió con la sola idea de semejante cambio. Y así llegó hasta Charles Lederer, también amigo de Hecht, y con el que ya había colaborado en
Scarface, en la que el guionista había escrito diálogos adicionales. A esas alturas, Hawks estaba rodando, también para la Columbia y Harry Cohn,
Sólo los ángeles tienen alas, pero empezó a trabajar con Lederer en la nueva versión de
The Front Page.
Charles Lederer
Aunque más adelante Hecht, otro de los guionistas de
Scarface, participó en la escritura del guión, fue idea de Lederer que los protagonistas formaran un matrimonio que acabó en divorcio; así, la película cobraba una trama de segunda oportunidad -o de
recasamiento- para la pareja y reforzaba el deseo de Walter Burns de mantener a su lado a Hildy Johnson, ya que no sólo la quiere como periodista sino también como mujer, pero conservar a ambas representa un conflicto peliagudo.
Harry Cohn no tenía dudas sobre los actores que debían encarnar a la pareja protagonista: los mismos de
Sólo los ángeles tienen alas, o sea, Cary Grant y Jean Arthur. A Hawks, Cary Grant le parecía de perlas, es más, siempre tenía en sus películas un papel para Cary Grant aunque no fuera de protagonista -en
Río Rojo o
Río Bravo, pongamos por caso-; aunque los rechazara, por tentarlo que no quedara. Pero no congeniaba con Jean Arthur, la inolvidable Bonnie Lee de
Sólo los ángeles tienen alas, una actriz que se resistía al método de Hawks. Así que le ofrecieron el papel a Ginger Rogers, Claudette Colbert, Carole Lombard, con la que Hawks había trabajado en
La comedia de la vida. Y a la que prefería el cineasta,
Irene Dunne; desde luego la película hubiera sido distinta con ella pero era una opción maravillosa. El caso es que todas rechazaron el papel, quizá porque todas conocían la obra original y/o la película, y no imaginaban que el papel de Hildy Johson cobrara tanto relieve. Así fue cómo a dos semanas de la fecha de inicio del rodaje el papel llegó a Rosalind Russell, gracias a una gestión de Harry Cohn con la MGM, la productora que tenía bajo contrato a la actriz y donde acaba de rodar
Mujeres (1939) de Cukor. La Hildy Johnson de Rosalind Russell en
Luna nueva es un personaje memorable; fue el papel de su vida.
Pero no nos recreemos en un
flashforward; se echaba encima el rodaje de
Luna nueva y Rosalind Russell iba a encarnar a Hildy Johnson. A ella le resultó humillante que, después de ofrecerle el papel a tantas -las importantes-, ella fuera algo así como un recurso de última hora. Sólo Cary Grant -se hicieron muy amigos y se lo pasaban de maravilla juntos- le daba la confianza que necesitaba para afrontar el personaje, pero aun así... Hawks era un director de pocas palabras, podía llegar a ser taciturno por momentos, y nunca le decía qué pensaba de su trabajo. Cary Grant la tranquilizó: si a Hawks no le gustaba, se lo diría. Y pronto Rosalind Russell empezó a disfrutar con la libertad que el cineasta le otorgaba para improvisar con Cary Grant, y acabó apreciando el genio y el estilo de Hawks:
Era un director magnífico, nos estimulaba y nos dejaba hacer. En pocas palabras, la actriz se adaptó a la perfección al método de Hawks, ese método al que resultaba refractaria Jean Arthur. Y ahora quizá convenga decir unas cuantas (palabras) más a propósito del tal método, sobre todo porque se escuchan -y se leen- tantas tonterías sobre el guión -el famoso "guión de hierro"- y la dirección en el Hollywood clásico que casi resulta imprescindible poner algunos puntos en estas o aquellas íes.
Hawks en el rodaje de Luna nueva
Nos sentamos en un cuarto y escribimos el guión lo mejor que podemos, pero cuando llega el rodaje todo cambia, confesaba Hawks. "Todo cambia" quiere decir que los personajes deben cobrar vida con unos actores concretos, que el guión es letra muerta si no respira en cada escena, si no fluye en cada plano, ante la cámara, y si esto es aplicable a cualquier película, lo es aun más si se trata de una comedia, y no digamos de una
comedia loca, donde el álgebra de los movimientos, los gestos y los diálogos -su tono, grano y matices-, coreografiados con la cámara deben transfigurarse en una alquimia donde se conjugan la teoría del caos y la física cuántica, pero suena como una fuga de Bach o una pieza de cámara de Mozart. Algo así. Hawks quería encontrar el latido de lo prístino, por eso necesitaba que los personajes afloraran en los actores y en ese proceso el guión sólo era un asidero. Preparaba minuciosamente con los guionistas el comienzo de la película, las premisas de la historia; apenas hay cambios entre las primeras escenas de sus películas en relación con sus respectivos guiones. A partir de ahí, y como rodaba la historia en continuidad -por orden cronológico-, iba desarrollando la película con las aportaciones de los actores y daba forma a sus interacciones, moldeando sus personalidades como personajes y viceversa, con vistas a insuflar el decisivo soplo de vida a lo que estaba contando. Por así decir, la película iba creciendo orgánicamente a medida que se rodaba. Hawks animaba a los actores a improvisar, a usar el guión como disparadero de la inspiración, y siempre tenía cerca a los guionistas para reescribir las escenas, como si no existiera algo llamado versión final hasta que se rodaba el último plano de la película. El guión para Hawks era un
work in progress y películas como
Luna nueva cuajaron su escritura a pie de cámara, hasta el punto de que, tras varios borradores de Charles Lederer, seguía sin convencerle la escena final y contrató a Morrie Ryskind -el guionista, pongamos por caso, de esa maravilla titulada aquí
Al servicio de las damas (1936) de La Cava. Parece ser que Ryskind escribió un final que le parecía estupendo (con una re-boda de Walter Burns y Hildy Johnson en la sala de prensa) pero cometió la imprudencia de contarlo en una reunión de guionistas; unos días después un colega le contó que acaban de rodar su final... en otra película. Y tuvo que escribir otra escena que, sobra decir, esta vez sólo se la contó a Hawks. Ryskind, dicen, agradeció el latrocinio que le obligó a escribir un final incluso mejor.
Rosalind Russell, aun divirtiéndose con el método de Hawks, notaba que las mejores réplicas -improvisadas- eras siempre las de Cary Grant, quizá porque el actor tenía más facilidad, pero también porque ya había rodado con el director y estaba familiarizado con su forma de trabajar. La actriz le comentó el problema a su cuñado, director de una empresa de publicidad, que le recomendó a uno de sus redactores. Rosalind Russell pagó doscientos dólares semanales de su bolsillo, sin que nadie lo supiera, al redactor del que nunca reveló el nombre para que le sugiriera ideas y un surtido de réplicas durante el rodaje. Porque a Hawks, si le sonaba bien, si el diálogo improvisado respiraba con el compás de la historia, se olvidaba del guión. Así que, aprovechando el ambiente propicio generado por el director, Rosalind Russell llegaba al rodaje y no le comentaba los cambios a Hawks, simplemente le soltaba sus frases a Cary Grant que se las veía y se las deseaba para mantener el ritmo. Y el director encantado, claro.
Si hay algo que caracteriza a
Luna nueva respecto a las demás comedias de Hawks -y casi a cualquier comedia- es el diálogo, que se convierte en el tercer protagonista de la película, ese torrente que se despeña en las escenas más frenéticas a 240 palabras/minuto. Para hacerse una idea de la dificultad que representaba ajustar la velocidad de fraseo, el diálogo cruzado y los matices de la dicción con los movimientos, gestos y entradas y salidas de personajes en una coreografía precisa y fluida, basta señalar que la escena del restaurante con Cary Grant, Rosalind Russell y Ralph Bellamy necesitó cuatro días de trabajo -Hawks utilizó una sola cámara-, el doble de los previstos en el plan de rodaje.
Una escena que rima con la que se desarrolla en la sala de prensa durante el tramo final de
Luna nueva cuando la historia desemboca en un frenesí imparable; una rima que convierte los cambios de posición de los personajes en el encuadre en elementos reveladores del arco que han recorrido en el curso de la acción dramática.
Quizá escarmentado por
La fiera de mi niña, Hawks puso mucho cuidado en
Luna nueva para no agotar al espectador con una cascada sin tregua y quebró el ritmo alocado y el
crescendo verbal con alguna escena sosegada -y aun recogida-, como la entrevista de Hildy Johnson con el condenado a muerte Earl Williams, o con una escena preñada de silencios como la posterior al despliegue de crueldades de los colegas de Hildy con Molly, la "novia" de Earl, que se acaba tirando por la ventana unas escenas después para protestar por el acoso al que la someten esos gánsteres de la prensa y, de paso, librarse de ellos; y, por otro lado, equilibró la pareja protagonista en clave
screwball con otros personajes en clave realista como el novio de Hildy Johnson o los demás periodistas.
Cada vez que veo
Luna nueva me maravilla la naturalidad con que aquellos cineastas clásicos -y los operadores de cámara- eran capaces de encuadrar a diez personajes en plano americano u ocho en plano medio, y con un formato más bien cuadrado. Pero lo que me cautiva de la película -y del cine de Hawks-, a veces hasta el arrobo, es la transparencia de la puesta en escena, como si los planos nacieran sin mediación, como si en cada uno de ellos no cuajaran complejas operaciones formales, relativas al encuadre sí, pero también al enhebrado de ese plano en el curso de la escena, y de la escena en el curso de la película, explotando motivos que se han sembrado antes y sembrando otros que serán explotados más adelante, porque el arte de la puesta en escena se conjuga en el curso del tiempo. Una puesta escena que se oculta manifestándose como si de una evidencia se tratara, como si lo que es no pudiera ser de otra manera, como si los espectadores estuvieran a solas con los personajes y no hubiera nadie más en el mundo salvo el mundo que aflora en la pantalla. Sobra decir que semejante enmascaramiento se revela como un síntoma inequívoco de que nos encontramos ante la obra de uno de los más grandes estilistas de la historia del cine, en el mismo sentido en que nos referimos como estilista a un R. L. Stevenson. Y no se nota la puesta en escena de Hawks porque
todo es puesta en escena: los abrigos que Cary Grant no le ayuda a ponerse a Rosalind Russell -y el abrigo que ella no consigue ponerse-; las puertas que no le abre y en las que no le cede el paso o en las que rectifica y sí; el teléfono que se cae
casualmente, entre tantos teléfonos que se usan...
Y los cigarrillos. Los que Cary Grant no le enciende a Rosalind Russell, el que enciende agarrando la mano de ella, los que fuman juntos, el cigarrillo que ella le ofrece al condenado a muerte... Tensión, complicidad, compasión, chantaje, seducción, intimidad... Cuántas cosas puede contar un cigarrillo si lo pone en escena Howard Hawks. Uno se pregunta qué sería de él, de su filmografía, sin los cigarrillos. Alguien dijo una vez que las intenciones ocultas -no verbalizadas, por no dichas (porque no podían decirse)- de
Sólo los ángeles tienen alas pueden ser
leídas en términos de quién enciende el cigarrillo a quién, cuándo y por qué. Sin llegar a tanto, también se desgranan momentos memorables en
Tener y no tener,
El sueño eterno o
Río Bravo gracias a la elocuencia de los cigarrillos.
Un fotograma de Tener y no tener
Robin Wood, el autor de uno de los libros de cabecera sobre Hawks, anotaba como la principal deficiencia de
Luna nueva que con todos los giros, complicaciones y réplicas vertiginosas entre Cary Grant y Rosalind Russell nunca podemos olvidarnos de que Earl Williams se está ahogando en el buró de la sala de prensa. Pero tiene razón Bénard da Costa cuando señala que justamente esa crítica es el mejor elogio de la película: no podemos olvidarnos por un efecto de la puesta en escena, el cineasta quiere -busca- ese contrapunto siniestro a la guerra de sexos entre Cary Grant y Rosalind Russell. La comedia en Hawks nunca es menos que ácida, y la risa, como en todos los grandes humoristas, apenas una fina piel que envuelve lo trágico.
El gran tema de las comedias de Hawks es la inocencia, el imposible retorno a la infancia, al reino de la irresponsabilidad. Ninguna imagen puede cifrar mejor el tema de nuestra irremediable pérdida -y la añoranza por aquel tiempo en que pudimos hacer el indio- que ese plano de Cary Grant con pinturas de guerra en Me siento rejuvenecer, su última película con Hawks.
Nada menos ingenuo que el tratado sobre la inocencia perdida que destilan las comedias de Hawks. Y nada menos inocente que su puesta en escena.