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7/2/12

Cuaderno de bitácora con una camarita


Cuando lo conocí, hace veinte años, José Luis Guerín tenía treinta y pocos, había estrenado dos películas, Los motivos de Berta (1983) e Innisfreee (1990), fumaba un ducados tras otro, aún no gastaba la boina que se ha convertido en uno de sus rasgos inconfundibles y ya era un director de culto. Le bastó Innisfree para cautivarnos.


El CGAI había programado sus películas con la proyección de El hombre tranquilo, que Innisfree evoca, rememora y transfigura en un romance para las gentes de Cong, en el condado de Mayo, donde Ford rodó los exteriores en 1951, aquellos días que cobran visos de edad de oro en la memoria de quienes lo vivieron y de aquéllos a quienes se lo contaron. Guerín recobra las huellas del mito de aquella película en los lugares transitados por Ford en la tierra de sus ancestros y filma sus resonancias, como quien revive una canción que nos devuelve lo perdido.


Cómo olvidar aquella letanía en la taberna donde, pinta tras pinta, John Ford empezaba siendo un gran director para convertirse en el más grande director del mundo y The quiet man en la mejor película que se haya rodado nunca; y uno recuerda haber visto a Maureen O'Hara desnuda, y otro haberla sacado a bailar en la fiesta de fin de rodaje, como los momentos cardinales de sus vidas.


Por eso Guerín restaura en su película un lugar llamado Innisfree y no los lugares que vienen en los mapas, porque como sabía muy bien don Antonio Machado también la verdad se inventa, como la inventaba Yeats en su poema: Me levantaré e iré, iré a Innisfree... Y todos nos iremos a Innisfree, con la memoria de El hombre tranquilo en la retina por los caminos de Guerín a los lugares transfigurados por la mirada de John Ford. Como un ensayo magníficamente informal -sobra decir que no informe- definió Innisfree, el gran crítico ya desaparecido José Luis Guarner. Y Ángel Fernández-Santos -tan grande y tan desaparecido también- escribió: el canto de Guerín al hogar de Ford es más que cine sobre cine, es un desvelamiento de lo que hay bajo las sombras del paso del tiempo, y así El hombre tranquilo, aparece como un filme eterno que sigue haciéndose ante nuestros ojos en Innisfree.


La EIS aprovechó la programación del CGAI y el viaje de Guerín, y durante unos días tuvimos al cineasta con los alumnos. Sin guión. Les hablaba de lo que quería -se le pasara por la cabeza o le pidiera el cuerpo-, sólo orientaba sus charlas en función de la especialidad -sonido, cámara, montaje (no hubo la de realización hasta el año siguiente)-; llegaba a las nueve de la mañana con una cartera llena de cintas de vídeo y les iba mostrando fragmentos -de Renoir, de Chaplin, de Ozu, de Godard, de Pialat, de Ford... también de Innisfree- que le daban a pie a comentar unas nubes en Pasión de los fuertes, un plano-secuencia de À nous amours, un corte seco de À bout de souffle, un montaje de sonido en Innisfree o un efecto de luz en Un día de campo. Cada día lo iba a buscar al hotel para llevarlo a la escuela y pasé con él bastantes horas; lo cosí a preguntas y nunca se quejó, le encanta hablar de cine, porque no lo entiende como un oficio -o no sólo- sino como una forma de ver el mundo y aprehender la vida, como una forma de vivir, por eso un día de sus años juveniles, para comprobar si aquella chica que tanto le gustaba podía ser su chica, la llevó a ver La maman et la putain (1973) de Jean Eustache, porque no podía haber mejor señal (del destino) que le gustara tanto como le gustaba a él.


Y la última noche que pasó en Coruña se fue de copas con un grupo de alumnos, que ya lo veían como un maestro y con los que había hecho mejores migas, a quemar las horas y a calentarles la cabeza para que hicieran buenas películas; y algunos las hicieron, basta ver Yuravliov (1993) de Cheché Carmona. (Bueno, ahora no es tan fácil ponerle los ojos encima a Yuravliov, desde que el gobierno de Feijoo cerró la web Flocos -una de las felices iniciativas de Manolo González y Xurxo González -su único parentesco es la cinefilia- en la ya extinta también Axencia Audiovisual Galega-, una herramienta -no sólo utilísima sino imprescindible- que permitía ver buena parte de la producción gallega -invisible-, como las películas de los alumnos de la EIS en los noventa.) Cerrado queda el paréntesis.

Guerín, cuando ya usaba gorra, retratado por Erice

Volví a encontrarme con Guerín dos años después, en el curso que impartió Víctor Erice -El cine como experiencia de la realidad- durante las jornadas de Cero en conducta que organizaba el CGAI en colaboración con la EIS, un curso que propició el encuentro entre ambos cineastas, tenían ganas de conocerse, se admiraban, pero aún no se habían visto. Y fue el comienzo de una hermosa amistad, que decía el otro. Guerín ya había dejado de fumar, había engordado, tenía menos pelo pero aún no se había cubierto con la gorra. Fue en aquel curso cuando germinó su nueva película; durante aquellos días con Erice -entre el 11 y el 15 de julio de 1994- tomó las primeras notas para Tren de sombras (1997). No volvimos a vernos, sólo nos mandamos recuerdos por amigos o conocidos comunes durante un tiempo. Él siguió haciendo películas y uno las ve, y lo ve a él en ellas, que es donde mejor puede verse a un cineasta.



Un día más voy a diferir el momento de escribir la entrada que merece Tren de sombras, una película sobre el cine y sus relatos, el cine y sus promesas, el cine y sus fantasmas; el cine como aprehensión y artesanía de la imagen, y como dispositivo, narración y experimento de la mirada. Quizá retraso la ocasión porque cuando la veo sólo puedo articular tres palabras: ¡qué bella es! Y con cifrar esas tres palabras la experiencia de contemplar Tren de sombras, quizá esta escuela reclame cierta facundia. Tampoco hablaré de En construcción (2001), sin duda su película más popular. Ni de la que generó más desacuerdos entre los críticos, que hasta entonces se habían mostrado casi unánimes en el reconocimiento del cineasta, hablo -que no hablaré- de En la ciudad de Sylvia (2007). Pero tengo que resistir la tentación de hablar de Unas fotos en la ciudad de Syvia (2007), sólo diré unas palabras: dura 67 minutos y se compone de imágenes fijas en blanco y negro -a partir de las capturas de Guerín en sus viajes mientras preparaba En la ciudad de Sylvia-, instantes "en fuga" que se reinventan con resonancias desconocidas al quedar fijados, detenidos, congelados; y de intertítulos, a modo de impresiones a vuelapluma en el curso del tiempo; el resto es silencio. Mientras recordamos La jetée de Chris Marker.


Unas fotos... se ve como un cuaderno de notas de un filme por venir que se transfigura por efecto del montaje -espléndido trabajo de Núria Esquerra- en un filme tan bello como íntimo, de una simplicidad desarmante -nada más lejos de la simpleza-, sobre todo en la vertiente de exploración de la potencia poética y narrativa -y cinematográfica- de las imágenes fijas y silentes, las que existían justo antes de que los Lumière filmaran las primeras imágenes en movimiento; en definitiva una reinvención de lo fílmico que debería mostrarse en todas las escuelas de cine, como ejemplo de las posibilidades del (cine) digital cuando se sabe ver -o se aprende (porque quizá es imposible enseñar)- antes de hacer ver. Creo que volveré sobre Unas fotos..., pero hoy quiero hablar de la última película de Guerín, Guest (2010); podría decir, como el poeta, que porque quiero y me da la gana, que también, pero sobre todo porque el domingo, sin esperarlo, la pasaron en un canal y a la sorpresa -y al deseo de verla- se unió la felicidad de una película que pareciera celebrar aquel aforismo de Thoreau que unas horas antes había traído aquí: La sencillez es exuberante.


Más de una vez -pero desde luego esta vez- he hablado de las formas menguantes, olvidadas y/o invisibles del cine: poemas, ensayos, memorias, diarios, viajes... filmados. Pues bien, Guest -como Unas fotos en la ciudad de Sylvia- puede verse bajo cualquiera de esas (pequeñas) formas. Una película pequeña, como la cámara con que Guerín filmó las imágenes  -se refiere a ella como mi camarita- y la producción reducida al mínimo que lo acompañó, pero con mucho cine en la dos horas de metraje en blanco y negro. Entre septiembre de 2008, cuando estrena En la ciudad de Sylvia en Venecia, y septiembre de 2009, cuando vuelve como jurado de una de las secciones del festival, Guerín acude a cuantos festivales, coloquios y conferencias es invitado (de ahí el título, del guest que figura en la acreditación de los eventos: Nueva York, Santiago de Chile, Bogotá, Macao, La Habana, Sao Paulo, Hong Kong, Cali, Jerusalén, Lima... No cito por el orden de la película, sino de memoria. Guest, invitado.


Pero hay una palabra castellana que define a la perfección al autor y la película: huésped; en su doble acepción, el que acoge y el que es acogido. Porque Guerín es acogido por aquéllos con los que se encuentra en su odisea (en busca de un camino de vuelta al cine de los orígenes) y él -su camarita- acoge a los que se prestan a ser retratados. El cineasta pertenece a esa estirpe de seductores -como Flaherty, van der Keuken o Joris Ivens- con una facilidad natural para estar con la gente y entre la gente, y aprehender la inmediatez del encuentro, escribiendo con la cámara en presente, al hilo de la fugacidad, tal como cifra Guerín la esencia del cine directo que, justo ahora, cuando los medios lo facilitan como nunca, es tan difícil topárselo en las pantallas. Fotógrafos, pintores callejeros, profetas del Apocalipsis, cuentacuentos, poetas de los caminos, cineastas como Jonas Mekas -a quien filma despidiéndose de nosotros dándole las gracias a Santa Teresa de Ávila- y Chantal Akerman -tan importante en la memoria cinéfila (y en la formación) de Guerín-, y a los desheredados del mundo. Y a las mujeres.


O mejor, la belleza femenina, como en Unas fotos... o en esa exposición suya Las mujeres que no conocemos. Esas bellas desconocidas que acoge su camarita.


Pero en Guest podemos conocer a algunas, como a esa joven de La Habana vieja que se aburre tanto o a Sandra, esa mujer de Cali que no puede aburrirse aunque quisiera y le pregunta -y repregunta- a Guerín qué diferencia hay entre un documental y una película, una distinción que se vuelve un irónico hilván en el tejido (de correspondencias) de la película. A Guerín suelen preguntarle en los coloquios cuánto hay de documental en una ficción y cuánta ficción en un documental, pero que se lo pregunte alguien muy alejado del mundo de los cinéfilos tiene un valor añadido y un ángulo nuevo -un latido verdadero-, cuando él le cuenta que quiere hacerle un retrato, una pequeña película de Sandra y sus amigas, y vemos el desconcierto de la mujer de Cali -qué papel harían- y Guerín le explica que ella haría el papel de Sandra, y las amigas, de sus amigas, o sea, que ellas harían de ellas mismas y que él iría adonde ellas le llevaran. Y eso vemos en Guest, cómo el cineasta sale al encuentro del mundo con su camarita y con ella va componiendo -escribiendo, pintando- bocetos de los seres y de los lugares adonde estos le invitan, a medida que esos mismos encuentros en el curso del tiempo le van dictando la película en el aquel de hacerse. Por eso Guest resulta una suerte de esbozo de la mirada de un vagamundo -y aun vagamundos- del cine, como eran aquellos primeros operadores de los Lumiêre que llevaban la cámara a la espalda como los pintores impresionistas el caballete, le cuenta Guerín a un pintor callejero en Santiago de Chile.

Guerín con su camarita en Venecia. 
Presentación de Guest
(Fotografía de Xavier Torres-Bacchetta)

Las habitaciones de los hoteles, las imágenes de Jennie de William Dieterle de noche en un televisor, un filme sobre un pintor y el fantasma de una mujer por modelo al que Guerín rinde un bello homenaje; más que una cita, una invocación de los poderes del cine y de la pintura para su película. Una película de películas -ensoñadas, vislumbradas, bosquejadas-, de motivos pespuntados, de rimas y ritmos...  Sombras, ventanas, el viento, la lluvia, tormentas, rayos... La luz. El cine... Guest, apuntes de una mirada -en construcción- en un cuaderno de bitácora con una camarita.

15/12/11

Una Fedra llamada Emma



La última vez que nos vimos, Cheché Carmona recordó, acerca de Fedra (1956) de Manuel Mur Oti, algo que uno había escrito aquí hace dos años y medio. En síntesis: en el cine español no hay términos medios y sólo lo raro deviene memorable, sólo perduran películas y cineastas fuera de serie -en sentido literal y metafórico-, y a la hora de evocar el cine español que nos importa, pasamos las cuentas de un rosario de excepciones. Entre esas películas únicas citaba Cielo negro (1951) de Mur Oti: quién puede olvidar ese travelling final con Emilia (una soberbia Susana Canales) bajo una lluvia digna de Kurosawa.

Rodaje del travelling bajo la lluvia de Cielo negro

Pero también podría haber mencionado Fedra, que he vuelto a ver recientemente; aunque parezca mentira, por razones laborales.


Manuel Mur Oti y Antonio Vich escriben el guión a partir de la versión de Séneca de un mito al que Eurípides había dado forma dramática, por primera vez -que sepamos-, en una de sus tragedias. Decía Lévi-Strauss que los mitos son aquello que no se pierde en la traducción; para Baudelaire debían verse como las ramas de un árbol que crece por todas partes, en todo clima, bajo todo sol, espontáneamente y sin injertos; entonces, concluye Roberto Calasso, esas historias han sido la más segura y acaso la única lengua franca usada desde los orígenes, con eficacia y sin interrupción. Y es justamente esa vertiente mítica la que se cultiva en la Fedra de Mur Oti y sobre las primeras imágenes, por así decir, es el mito mismo quien nos habla a través de la voz en off : "Esta tragedia es tan vieja como el mar latino. (...) Los hombres y las cosas han cambiado pero el amor, el deseo, el pecado y la muerte siguen teniendo el prestigio dramático y bello de los siglos de Ulises. Como el mar y el viento, como el sol y el cielo, como lo eterno".


Desde ese prólogo, la película se proclama hija del mito y Mur Oti pone en escena la tragedia como si las imágenes cristalizaran aquella lengua franca de los orígenes o materializaran los demonios del inconsciente que se cobijan en el dédalo de las pasiones. Como el amor arrebatado de Estrella (Emma Penella) por Fernando (Vicente Parra), el hijo de su marido Juan (Enrique Diosdado).

Estrella y Juan (Fedra y Teseo)

Fernando y Estrella (Hipólito y Fedra)

Y así, las formas se convierten en enunciación de las fuerzas en conflicto: el mar (Estrella) y la tierra (Fernando), la fortaleza abandonada (Fernando) y la playa (Estrella), el círculo de las hogueras (Estrella) y el patio circular de la doma (Fernando)...


Y la pasión desatada de Estrella sólo se somete -y a la vez se despliega- en las formas de la composición cuyas lineas de fuerza embridan el rigor del encuadre y la precisión de los movimientos de cámara.




Lo desaforado de la historia se denota justamente al encauzarse en el territorio acotado del plano y, si nos da la impresión de que todo va a estallar, es porque la pasión fatal se represa con toda su incandescencia en un marco preciso.



Las formas en Fedra caligrafían la fatalidad del amor trágico de Estrella por Hipólito y representan la apoteosis de lo telúrico -y de lo erótico- en el cine de Mur Oti.


Vista hoy resulta casi inverosímil que pasara intacta la censura (más allá del cuidado que ya se ponía desde el guión para pasarla). Paco Ignacio Taibo I imagina que los censores fueron condescendientes porque unos diálogos pretenciosos y las complejas posiciones de cámara ocultaron lo que pudiera quedar, en el argumento, de la pasión clásica. Semejantes conjeturas sólo se explican si no se vio la película. Empezando por la última, las posiciones de cámara de Mur Oti nunca fueron complejas y mucho menos rebuscadas; pudieron ser de compleja realización pero resultan funcionales para la puesta en escena y transparentes para el espectador. Y a propósito de los diálogos -pretenciosos- y de la pasión -atenuada- basta recordar, como prueba de descargo irrefutable, la escena del establo, cuando Estrella va en busca de Fernando, cierra la puerta y trata de impedir que se marche.


-Llévame. Llévame con la manada.


-Llévame a tu lado, corriendo como un perro. Átame a tu caballo. Pero llévame.

Fernando la trata de loca.

-No. Ahora no estoy loca. Lo estuve cuando te conocí, lo estuve cuando no fui capaz de ahogarme antes de quererte. Lo estuve cuando me casé con tu padre sin quererle, por despecho, casi odiándole.

Fernando la manda callar.


-Tienes que saberlo todo. Tienes que saber que no es a él a quien quiero sino a ti.

Fernando quiere que se calle.

-No. No me callo, no. Te quiero a tí.

Fernando le cruza la cara con un latigazo:


-Debería matarte.




-Aunque me pegues. Aunque me mates, seguiré queriéndote.

-Me das asco.


-Corre tú mismo a decírselo a tu padre para que sepa...


-...A qué víbora dio su nombre.


-Insúltame. Ya sé que nadie me podría perdonar.


-Mátame, porque no hay en la tierra mayor pecado que el mío...


-...Ni en el cielo bastante castigo para mí.

Estrella cae de rodillas:

-Pero te quiero.

Ni así se apiada Fernando:

-Debería arrancarte la piel a tiras.


-No me importa. Sigue. A pesar de lo horrendo de mi pecado...


-...A pesar de no querer querer quererte...


-Te quiero sólo a ti.


Fernando empieza a descargar latigazos para que que calle.


Pero Estrella continúa:

-A ti... A ti... A ti...


Hasta que, para callarse, se tapa la boca.


Pero ni cuando Fernando se va, ella se resigna.


Como puede comprobarse, ningún ángulo de cámara insólito enturbia la transparencia de la pasión que destila una escena que arde en cada fotograma con el desgarro de una espléndida Emma Penella, esa Estrella al que un personaje define como un pecado viviente. En comparación con semejante fiebre amorosa, cualquier melodrama parece tibio. Lástima que por aquellos años acostumbraran a doblar la ronca voz rota de Emma Penella, y es la voz de Elsa Fábregas la que escuchamos, sin duda una buena voz (de doblaje), pero nos roba el placer de una voz única que, además, le venía de perlas a esa Estrella/Fedra, una mujer que viene del fondo del mar, como la voz de Emma Penella. Y basta una síntesis del clímax de la película de Mur Oti, con las ménades acosando a esa mujer devorada por una pasión fatal, para apreciar el sentido trágico decantado por la puesta en escena de Mur Oti, que se desgrana en la imágenes de Manuel Berenguer.











Fedra es otra de esas excepciones de un cine español que ve amojonada su historia por rarezas inolvidables, una historia cuya única regla es la excepción. Una película tan bella como excéntrica. Singular. Irrepetible. Obra de un cineasta con todas las letras, de ésos que no se la coge con papel de fumar (como para teñir de rubio a Vicente Parra). Inclasificable. Fuera de serie. Y con una gran actriz encarnando un personaje memorable, como esa Estrella: una Fedra llamada Emma.