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11/10/20

Rohmer homérico


Decía Rohmer que el cine no tiene la misión de inventar la belleza, sino de descubrir y aprehender aquella que engalana el mundo. 

Fotograma de 4 aventures de Reinette et Mirabelle (1987).

El mundo como clima, luz, atmósfera, geografía humanizada, naturaleza cultivada (o sea, cuidada) por la actividad humana. 

Fotograma de Le rayon vert (1986).

Por eso su cine destila el deseo de filmar los fenómenos naturales (aun aquellos difíciles de capturar como el rayo verde o la hora azul).

Fotograma de 4 aventures de Reinette et Mirabelle.

Un rasgo cardinal de su filmografía: la fidelidad meteorológica. 

Fotograma de L'ami de mon amie (1987).

Rohmer respeta escrupulosamente -con un aquel insobornable, diríamos- el mundo que captura con la cámara. 

Fotograma de Conte d'automne (1998).

Suscribía con fervor aquellas líneas de Bazin:

Sólo la cámara posee el sésamo de este universo en que la belleza suprema se identifica al mismo tiempo con la naturaleza y el azar; es decir, todo lo que cierta estética tradicional considera como lo contrario del arte. 

Fotograma de 4 aventures de Reinette et Mirabelle.

Sophie Maintigneux, la directora de fotografía de Le rayon vert y 4 aventures de Reinette et Mirabelle, contó que el cineasta se empeñó en rodar la hora azul de esta última exactamente entre las cuatro y las cinco de la madrugada, sabiendo que debían afrontar importantes problemas de luz para conseguir impresionar el celuloide en ese oscuro pero justo momento del día en que reina semejante silencio. 


Claro, no se trata sólo de meteorología: una película de Rohmer deviene con frecuencia un climograma de las emociones de los personajes.
 
Fotograma de Conte d'été (1996).

Las emociones en Rohmer, entonces, una cuestión meteorológica. 

Fotograma de Le rayon vert.

Sobra decir que la localización, la estación del año, la hora del día, la luz... resultan asuntos primordiales en su cine, tan atento a la íntima palpitación de la naturaleza en cada escena, en cada plano. 

Fotograma de La genou de Claire (1970).

Ya cité aquí la función esencial del servicio meteorológico en cada uno de sus filmes:

Mis películas están hechas sobre la meteorología [casi mejor debería haber dicho con la meteorología]. Si todos los días no telefoneara al servicio de meteorología, no podría hacer mis películas, porque están rodadas en función del tiempo que hace fuera. Mis filmes son esclavos del tiempo en la medida en que no utilizo trucos.

(De vivir hoy, Lilian le habría recomendado un servicio de google que ahora Ángeles consulta cada día por los menesteres agrícolas.) 

A propósito de la meteorología, Néstor Almendros cuenta en Días de una cámara lo acontecido durante el rodaje de Ma nuit chez Maud (1969):

Hay quienes piensan que Rohmer tiene un pacto con el diablo. La fecha de rodaje de la escena en que nieva estaba fijada hacía meses en el plan de trabajo; ese mismo día, puntualmente, nevó y no sólo unos minutos sino toda la jornada; la escena consiguió una perfecta continuidad, y con nieve de verdad, que es cosa dificilísima de obtener, más perfecta que la nieve artificial de Adèle H [L'histoire d'Adèle H. (1975), de François Truffaut]. Pero no se trata de una simple cuestión de suerte; la clave está en la preparación minuciosa llevada a cabo por el propio Rohmer a veces dos años antes del rodaje, en la que intervienen numerosas previsiones y cálculos de probabilidades.

Vale, Néstor. Todos los cálculos y previsiones que quieras, pero también una suerte mayúscula. Las cosas como son. Hasta suena verosímil un pacto con el diablo.

Fotogramas de Le beau mariage (1982).

El respeto de Rohmer por el mundo que filma tiene un antes, que ya apuntamos, y un después igual de importante:

...no me gusta el cine vándalo. El cine es a menudo vándalo, destruye aquello por donde pasa, mientras que, precisamente, yo tiendo a no dejar ninguna huella. (...) El respeto es uno de mis principios de rodaje.

Fotograma de L'arbre, le maire et la médiathèque (1993).

Anteayer me llegó un libro al que le tengo muchas ganas: Contes des mille et un Rohmer, de Françoise Etchegaray, su íntima colaboradora.

El equipo de Le rayon vert: detrás, Rosette 
y Françoise Etchegaray. Delante, Éric Rohmer, 
Marie Rivière, Claudine Nougaret y Sophie Maintigneux. 

Cuenta en el prólogo que Antoine de Baecque y Noël Herpe le habían agradecido los mil y un Rohmer que les había contado y anidaban en el corazón de la biografía del cineasta que habían escrito. Y añade Françoise Etchegaray:

Mil y un Rohmer, la fórmula me pareció tan bella que me inspiró este diario deshilvanado en forma de ejercicio de admiración para aquel con quien, durante veintisiete años, hice trece largometrajes y una decena de cortometrajes -como productora, directora de producción, intendente, operadora de cámara (Les amours d'Astrée et de Céladon), ingeniera de sonido (prólogo de Conte d'hiver), actriz (el papel de la mujer de Fabrice Luchini en L'arbre, le maire et la médiathèque), cocinera, psicóloga y, last but not least, "modelo", ya que un día me confesó que, a partir de Le rayon vert, se había inspirado en mi vida para escribir sus filmes. 

Fotogramas de  L'arbre, le maire et la médiathèque 
con Frabrice Luchini y Françoise Etchegaray.

Leo algunos párrafos al azar mientras lo hojeo y ojeo nada más llegar a mis manos. 

Por ejemplo unas líneas de la página 116: Françoise Etchegaray escribe que fue durante Conte d'été cuando Rohmer se volvió señor de los vientos, las mareas y de las corrientes de aire; consultaba a cada rato el anuario de las mareas y hacía circular el aire en la casa, donde se alojaba con el equipo, después de cada comida. 

Un ceremonial estrafalario donde había que cerrar puertas, abrir ventanas, reabrir puertas y cerrar otras para airear.

Algo casi tan grandioso como ser Zeus, el aparejador de nubes, dice Françoise Etchegaray. Vamos, un Rohmer homérico. 


7/6/20

Huesos y lodo


Pialat filmó cada película como si fuera la última. Pero también como si fuera la primera, como si las anteriores no contaran. Siempre al borde del abismo. A tumba abierta. Cada película le costaba más que la anterior. La última aun más que la primera. Antes de saltar, se aseguraba de haber quitado la red. Ese era el paso decisivo a la hora de afrontar cada proyecto. Como en La gueule ouverte (1974), una de sus obras más extremas y radicales.


Cada película realizada devenía una dificultad añadida a la hora de filmar la siguiente: costaba más desprenderse del oficio adquirido, renunciar a los trucos aprendidos, olvidar lo sabido, desnudarse, arriesgarse a la intemperie. Pialat gastaba un temperamento kamikaze; elegía el sesgo más difícil, el lugar más expuesto, para capturar aquello que sólo puede ser don del accidente: un destello tembloroso, volátil y fugitivo de súbita verdad  en carne viva en el curso del caos que propiciaba durante el rodaje, algo que ni siquiera podía conjeturar.


Néstor Almendros trabajó con el cineasta francés iluminando -y encuadrando- La gueule ouverte. En las páginas que le dedica a la película en Días de una cámara cuenta que Pialat puede rodar treinta o cuarenta tomas de un plano (en sus ochenta minutos La gueule ouverte tiene menos de cien planos; el director dice que ochenta)...
hasta que salte la chispa de vida deseada, quizá distinta de la que habían previsto el actor o el propio director. Estas y otras razones hacen que trabajar con Pialat sea agotador. Pero hay una recompensa, la certeza de saber que se ha colaborado con un artista cuya independencia y sinceridad rayan en la locura, un artista de una pureza absolutamente excepcional.

Si las películas de Pialat nos duelen -y siempre duelen-, a él no le dolían menos. Quizá ninguna más dolorosa que La gueule ouverte. La boca abierta. Es verla y -como con todas las suyas- tienes la certeza de que sólo Pialat podía filmar una película así. Quizá como ninguna de las suyas puede resumirse en tan pocas palabras: Monique/Monique Mélinaud tiene los días contados, apenas unos meses; su marido, Roger 'Le Garçu'/Hubert Deschamps, su hijo Philippe/Philippe Léotard y la mujer de éste, la nuera, Nathalie/Nathalie Baye, la acompañan hasta que muere. En menos palabras aún: La gueule ouverte acompaña la agonía de Monique. Cuenta una agonía y esa agonía es lo que cuenta.


Decía Cocteau que el cine muestra la muerte trabajando, pues bien, La gueule ouverte muestra -literalmente- el trabajo de la muerte en Monique, la que se va, y, más importante si cabe, cómo la muerte trabaja sobre Roger, Philippe y Nathalie, los que se quedan, como nos trabaja a los que quedamos, a los testigos, porque como tales nos unge -así nos quiere- Pialat a los espectadores.


Sobra decir que no es una película fácil de ver. Pero no hay muchas películas tan necesarias, que merezcan tanto el adjetivo; casi mejor, el sustantivo: ver La gueule ouverte, si no es debería ser, una necesidad. Por decir algo, a modo de tentativa de aproximación: se despliega en torno al mismo centro de gravedad que Gritos y susurros, de Bergman, estrenada dos años antes, pero no pueden ser más distintas; son películas de latitudes distantes, y hasta en las antípodas, una el reverso de la otra. Podrían componer una sesión continua sobre la agonía, pero quizá -o sin quizá- demasiado dura de soportar.


En Días de una cámara, el gran Néstor Almendros escribe a propósito del autor de La gueule ouverte:
De todos los directores con los que he trabajado, Maurice Pialat es seguramente el que más respeta la realidad de las cosas. Es también uno de los grandes directores franceses actuales [Días de una cámara se publicó en septiembre de 1982; Pialat murió el 11 de enero de 2003]. Por desgracia su cine es raramente comercial. Sus exigencias con sus colaboradores y consigo mismo son tales que cada día le resulta más difícil llevar a cabo una obra con continuidad.

Pialat había montado una productora aprovechando el éxito -tan raro- de  una película tan desgarradora como Nous ne vieillirons pas ensemble (Nosotros no envejeceremos juntos, 1972). Y produjo Le gueule ouverte. Se empeñó hasta las cejas. Casi nadie fue a verla. Una ruina. Tardó cinco años en levantar cabeza. En palabras de Néstor Almendros:
El tema no podía tener menos atractivo para el público cinematográfico, que generalmente sólo busca distracción: la enfermedad, la vejez, la muerte. Durante dos horas largas Pialat mostraba, paso a paso, la destrucción progresiva, física y psicológica, de una persona, de la madre del protagonista, víctima de un cáncer. [En realidad, como señalamos, la película sólo dura 80 minutos; a Néstor Almendros le engaña la memoria o vio un montaje previo. Nunca se menciona el cáncer.] La gueule ouverte se mantuvo en cartel unos días. Fue vista por un escasísimo número de espectadores.

Aunque los rodajes con Pialat eran de todo menos fáciles y por así decir se cargaban con la tensión de (sus) mil demonios, Néstor Almendros guardaba un grato recuerdo de la colaboración en La gueule ouverte (la única película que rodaron juntos):
En lo que respecta al encuadre y la iluminación, nuestro encuentro fue afortunado. Cada vez que filmaba una escena sin artificio alguno, aprovechando las luces existentes -la luz "clínica" del hospital, la luz fluorescente de la mercería, la luz de la ventana en el piso superior-, Pialat se mostraba sumamente feliz. No se empleó maquillaje, por supuesto, y la película fue rodada casi enteramente en decorados naturales, voluntariamente antiestéticos, exentos además del pintoresquismo posible en un pueblo francés de la Auvernia. 

Las formas del cine de Pialat cuajan en el curso de una escritura, o mejor, de un proceso de re-escritura que comienza a pie de obra en el aquel de preparar, fraguar una situación de rodaje, montar una escena. Y tratándose de Pialat, montar una escena debe entenderse en todos los sentidos, también -y sobre todo- como provocar el desconcierto, desestabilizar, sacar de quicio a los actores... con vistas a propiciar la sorpresa, el accidente, la emergencia de lo imprevisible, la incierta revelación, la descarga fugitiva.


En La gueule ouverte sólo los actores mencionados que encarnaban los personajes principales (la madre, el padre, el hijo y la nuera) eran profesionales, los demás (parientes y vecinos) no eran actores, y no olvidemos la casa familiar (con la mercería del padre en el bajo), que deviene un actor primordial.


Cada toma de Pialat procura arrancarle un bloque de tiempo a lo inesperado que más tarde se hilvanará en el mesa de montaje para configurar -en la secuencia de situaciones- una constelación de incandescencias.


Ese pálpito de lo irremediable que destila la primera secuencia entre madre e hijo, donde -sin saberlo aún con certeza- la vivimos en verdad como su última conversación, como una silenciosa despedida cuando el hijo pone el disco y escuchan/escuchamos Così fan tutte, de Mozart, la única música de la película.


Esa fugitiva emergencia de un destello de complicidad entre suegro y nuera en la cocina, que el cineasta consigue capturar en su milagroso e intacto esplendor de lo repentino y definitivo por azar (que decía Godard, a quien tanto detestaba Pialat).


Esa escena de Nathalie y Philippe tras hacer el amor junto a unas viñas cerca de la carretera: el sexo y la carne para huir de la muerte, de la agonía de la carne, en la tierra que abrigará los restos de Monique.


Ese desamparo que destila el abrazo desencajado de padre e hijo, como uncidos a la caja con la madre muerta, cuando los empleados de la funeraria proceden a cubrirla y atornillar la tapa.


Ese alivio en la banalidad que encuentran en la conversación sobre geranios, begonias y petunias o en la (buñueliana) caminata carretera adelante tras el entierro, las pequeñas cosas que vuelven soportable la desgracia.


Ese travelling (con un tiro de cámara a través de la ventanilla trasera del coche en el que viajan Nathalie y Philippe) dejando atrás al padre, alejándonos del pueblo. Porfiando por la vida en otra parte, en la urgencia de esa fuga. Lejos del hospedaje de la agonía y la muerte.


Durante el rodaje de La gueule ouverte, Pialat decidió exhumar los restos de su madre muerta catorce años antes, en 1959. Quiere ver/saber lo que queda. Un equipo reducido con Néstor Almendros y Philippe Léotard viajan al cementerio de Tours-sur-Meymont (Puy-de-Dôme). Los sepultureros cavan y sacan el ataúd. En el fondo de la caja se mezclan huesos y lodo. Se rueda el plano. Nunca se montará. Por así decir, Pialat drenaba en la película el lodo de la propia experiencia durante la agonía de su madre.


También llegaron a rodar una escena en la que padre e hijo tratan de cerrar la boca abierta de la madre muerta sin conseguirlo, una escena que se eliminó del montaje definitivo. En realidad, La gueule ouverte/La boca abierta tiene más que ver con las palabras que llevamos a cuestas, con lo no dicho y con lo dicho de más, con lo indecible, con el silencio y con el grito.


La gueule ouverte nos confina con la muerte, en la espera de la muerte, y justo ahí anida, despierta, aviva la pulsión de vivir, a pesar de todo. El reverso de aquellos huesos y lodo, que Pialat captura y cobija con amor airado y ardiente lucidez en su rabiosa, sucia, candente, absurda y descarada humanidad: el desvalimiento, la cobardía, el amparo, la mezquindad, la devastación, la ternura, la crueldad, la decepción, la impotencia, la angustia, el desconsuelo, la piedad, el daño... y una desesperada vitalidad, pasoliniana digamos.

13/9/13

No me extraña que le gustara tanto a Rohmer


Kafka releía una y otra vez los relatos de Kleist. En Kleist vislumbraba Rohmer los orígenes de Flaubert, Dostoievski y Kafka, de una manera de contar donde se conjugan extrañamente la agudeza de la mirada y el vértigo del sueño. A Rohmer le fascinaban esos modelos y esa forma de contar donde se conciliaban simplicidad, precisión y claridad, donde la penetración de la mirada devenía un efecto de la distancia que mantiene el narrador respecto a sus personajes; un narrador que -como señala Rohmer en sus anotaciones sobre la puesta en escena de La marquesa de O (1976)- se prohíbe toda mención de los sentimientos íntimos de los héroes, un narrador que lo contempla todo desde el exterior, tan impasible como el objetivo de una cámara, así que las motivaciones de los personajes sólo podemos adivinarlas a través de la pintura de su comportamiento.


Rohmer habla de su visión del relato de Kleist, pero podría estar hablando de su cine; digamos que en La marquesa de O encuentra un relato que puede llevar al cine tal cual; dicho de otra forma, no necesita adaptar las páginas de Kleist -son un material que puede filmar-, ni siquiera necesitaría escribir un guión; sí, escribió un guión, pero -son sus palabras- por razones de orden diplomático, o sea, para buscar financiación y como orientación para el equipo técnico, un guión que llevaba pegada frente a cada hoja la página correspondiente del relato: lo único que me sirvió. En pocas palabras, para Rohmer, La marquesa de O era ya un guión avant la lettre... de Kleist.


No puede extrañarnos entonces que, para el cineasta, seguir al pie de la letra el texto se convirtiera en principio rector de la puesta en escena, a la hora de documentar la sensibilidad de aquel tiempo y pintar aquel mundo con el mismo detalle que el presente en sus "Cuentos morales". No está prohibido pensar que, en ciertos casos, la puesta en escena cinematográfica -escribió Rohmer- puede limpiar la obra clásica del barniz con la que el tiempo la ha recubierto y que esta limpieza conseguirá, como en los cuadros de los museos, devolverle sus colores originales.


Además del texto de Kleist, la pintura -Fussli, David o Delacroix- deviene una inspiración, por así decir, documental; en el relato, apuntaba el cineasta, hasta los menores gestos aparecen indicados como en un cuadro de Greuze. Y basta leer -o releer- La marquesa de O después de ver la película para comprobar hasta qué punto no lo adapta sino que lo filma; hasta qué punto, en fin, Rohmer es fiel a Kleist. Resulta paradójico -y muy significativo- que rara vez se mencione La marquesa de O como una obra modélica a propósito del tránsito entre la literatura y el cine.


En todo caso, cabe recordar que el tránsito feliz de la obra de Kleist a la de Rohmer debe mucho al maravilloso trabajo con la luz de Néstor Almendros, que consideraba esta película como su obra mejor acabada y culminaba su colaboración con el cineasta. No diré que La marquesa de O figura entre nuestros rohmer preferidos pero qué hermosa es, qué bien caen las telas de los vestidos (un trabajo espléndido de Moidele Bickel), qué delicia tal simplicidad, elegancia, precisión y armonía en la composición -y coreografía de los movimientos dentro del encuadre-, y la gracia de desprenden sus imágenes, y el humor que destila la mirada de Rohmer, pespuntando la puesta en escena con momentos estupendos de gozosa comicidad.


Hace casi un año leí en una cartas de Coetzee a Paul Auster un elogio a La marquesa de O -la de Kleist y la de Rohmer- que vale por cuanto pudiera añadir aquí. Auster le había comentado a su amigo en una carta anterior que ha estado leyendo a Kleist, en particular sus cuentos y su correspondencia, ya lo había leído a los veintipocos años pero ahora me deja abrumado. Sus frases son extraordinarias: pensamientos como hachazos, una implacable rapidez narrativa, un sentido de lo inevitable que te deja hecho polvo. No me extraña que le gustara tanto a Kafka... Unos días después le escribe Coetzee, está completamente de acuerdo en cuanto a Kleist; hace poco volvió a ver La marquesa de O de Rohmer: Esta película me parece un tributo por parte de la civilización -Rohmer tenía una sensibilidad tan civilizada que me sorprende que pudiera progresar en el mundo del cine- al misterio de la genialidad. 


Amén.