Mostrando entradas con la etiqueta Jean-Michel Frodon. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Jean-Michel Frodon. Mostrar todas las entradas

14/5/12

El cine antes de Babel


Me alegró mucho que en  mi pueblo, gracias al Play-Doc, pudieran verse las películas de Artavazd Pelechian. No sólo eso, que pudieran escucharle, sobre todo tratándose de un cineasta que ama los silencios. Y además, por lo que sabemos, en Tui, se mostró especialmente cálido y casi locuaz, para lo que acostumbra en público. No pudimos estar allí esos días de marzo -aquellos días casi no estábamos ni para nosotros-, justo cuando se celebraba una de las ediciones más golosas, de ésas que no sólo justifican sino que convierten a un festival en una cita imprescindible, memorable (y en estos tiempos, cuando la cultura se piensa y se ejecuta como recortable, algo como el Play-Doc resulta casi milagroso). Lástima. Qué digo lástima, alegrémonos de cuantos pudieron disfrutar -y tantos descubrir- la obra de un cineasta como Pelechian, cuya filmografía -poco más de una decena de piezas cortas- se despliega en un metraje de apenas tres horas, una obra tan breve como inmensa. Esencial. Germinal. Cine para siempre. Lástima  -ahora sí se justifica la lástima- que en Tui hayan desaparecido todos los cines y ya no se pueda proyectar la obra de Pelechian en 35 mm, como fue filmada.

Un fotograma de El final

Desde aquella entrada lejana que le dediqué a Pelechian -más que nada para compartir la belleza de El final (1992)- estaba convencido de que, a no tardar, alguien se ocuparía de editar sus películas en formato digital. Vana espera, la obra de Pelechian continúa inédita, así que habrá que seguir frecuentando la red para ver, aunque sea en condiciones minusválidas algunas piezas que -aun así- llueven maravillas y lavan y bendicen la mirada de quienes les ponen los ojos encima. Pareciera que el cine de Pelechian viaja hacia nosotros en el tiempo, como en ese tren de El final, pero sin encontrar una estación donde detenerse; una obra nómada, de festival en festival, de cinemateca en cinemateca, cuyo único cobijo tiene las hechuras gozosas de la memoria de las cosas que hemos visto.

Un fotograma de Las estaciones (1972-1975)

No exageramos ni un poquito al escribir -y proclamar- que le debemos el cine de Pelechian a Serge Daney. Todo empezó con un viaje a Armenia.  En 1983 Serge Daney va en busca de Artavazd Pelechian. Hace escala en Moscú y toma un tren hacia Erevan. Como en El final. Y se lleva una pequeña decepción, porque  el cineasta, que ha filmado todas sus películas en Armenia, vive en Moscú. Pero enseguida se le pasó y, acogido por la pequeña comunidad cinematográfica de la ciudad, pudo ver algunas películas de Pelechian, en particular Las estaciones, esa obra mayor que atesora un inagotable caudal de cine en apenas media hora, donde culminó la colaboración del cineasta con el director de fotografía Mikhail Vartanov. (Podéis ver aquí Las estaciones: parte una, parte dos, parte tres.) Una película inclasificable -tanto como el cine de Pelechian-, de ésas que, a falta de mejor ubicación, echamos al cajón de sastre -y desastre- del documental: ¿cómo hablar de una película donde el mundo referencial deviene una cosmogonía?

A la dcha., Pelechian; en la cámara, Vartanov

Daney volvió a Moscú donde, la víspera de su marcha, al fin pudo encontrarse con Pelechian en un rincón de la gran sala de proyección de los estudios de cine Dom Kino. Y marlboro va marlboro viene -los marlboro de Daney, claro-, hablaron largo y tendido, de Vertov, de Eisenstein, del montaje, del cine, de las películas de Pelechian, que filma como quien captura un electrocardiograma de la emoción destilada en el curso del tiempo que vive, donde vibra una radiación que religa al hombre con el cosmos, apenas un momento en la eternidad; eternidad, pues, el momento mismo.

Serge Daney en Japón, 
fotografiado por su amiga (y compañera en Liberation
Françoise Huguier

El 11 de agosto de 1983, Liberation publica un artículo de Serge Daney que llevaba por título À la recherche d'Arthur Pelechian -cómo iba a titularse si no-, donde podía leerse: En Armenia he descubierto un eslabón perdido de la verdadera historia del cine. Han pasado casi treinta años. El próximo 12 de junio se cumplen veinte de la muerte de Daney. Era de esos críticos que tenían el poder de contagiar con su escritura -también con su voz- una predilección, de garantizar el reconocimiento de una obra cinematográfica y aun de consagrar a un cineasta, por lo menos en su ámbito de influencia, que era París, que todavía pintaba -¿pinta?- lo suyo en el aquel de señalar las tendencias, de llamar la atención, de poner acentos en el mundo del cine. No es que no existan ya críticos así -que tampoco-, es que ya no existe esa atención, o si se quiere, ese respeto por el cine. Ya nadie ve en el cine -como lo veía Daney- una escuela. Como aún fue -es- para nosotros la escuela de los domingos.

Artavazd Pelechian

El caso es que Daney predicó la buena nueva de Pelechian y unos meses después, en enero de 1984, la Cinemateca Francesa proyecta sus películas por primera vez fuera de la URSS. Y en 1988 el festival de Rotterdam descubre al mundo la obra de Pelechian y de Paradjanov. Un año después, Freddy Buache, a la sazón director de la Cinemateca Suiza, proyecta para Godard y Anne-Marie Mièville las películas de Pelechian que les causaron una profunda impresión. En febrero de 1992 Godard y Pelechian se encuentran en Moscú, y comienza una larga conversación cuyo tema primordial es el montaje, porque el cineasta francés encuentra en el armenio el eslabón perdido con las búsquedas de Vertov y compañía que el cine ha olvidado, más empeñado en decir que en mostrar mediante el montaje, como si el cine de Pelechian fabricara reminiscencias de un cine cuyas formas hemos olvidado. Dos meses después, Pelechian viaja a París y prosigue su conversación con Godard, pero esta vez, al menos una de las sesiones, fue registrada por Jean-Michel Frodón y se publicó en Le Monde el 2 de abril de 1992: Un langage d'avant Babel. Un lenguaje antes de Babel. Como ve Godard el cine de Pelechian. O dicho en palabras del cineasta armenio: El hombre es más viejo que las palabras. Y a ese hombre anterior al babel de las palabras remite su cine.

Un fotograma de Las estaciones

Para Godard el descubrimiento de Pelechian representó algo parecido a una epifanía, o por lo menos una afinidad si no inesperada sí bienvenida, porque el encuentro se produce, por así decir, cuando más lo necesitaba, justo cuando se encontraba sumergido en su obra magna Histoire(s) du cinéma.



Si hubiera que pergeñar en un par de trazos la concepción del montaje de Pelechian habría que mencionar la idea de escuchar las imágenes y ver los sonidos, y de encontrar resonancias entre imágenes distantes. Se trata de trabajar sobre el montaje y al tiempo contra el montaje, generando una memoria subterránea de las imágenes que aflore en otras separadas en el tiempo, el tiempo necesario para que germinen en nuestra mirada. En su cine sólo hay lugar para las cosas primordiales, ésas que se resisten a ser aprehendidas si no es por la vía de la emoción que se despierta ante algo visto por primera vez, pero de lo que ya nos estamos despidiendo. Cine del adiós: volvemos pero ya nos estamos yendo. Pero también cine del regreso: nos vamos pero ya estamos volviendo. Somo una mirada en fuga hacia el pasado. Una memoria que llueve el olvido que ya empezamos a ser.  

Artavazd Pelechian

Todo alumbramiento es un réquiem. Y viceversa. O un misterio. Como el cine de Pelechian, como su última maravilla, esta Vida (1993) con la que os dejo. Quizá su testamento. Iluminado.





10/1/12

La intemperie


Alain Resnais en 2008 
durante el rodaje de Les herbes folles 

Alain Resnais no figura entre mis cineastas preferidos (creo que ya lo comenté alguna vez), pero llegué a soñar con Hiroshima, mon amour (1959) o El año pasado en Marienbad (1961), cuando era un jovencito ¿feliz? (no creo) e indocumentado (desde luego) y supe de ellas por alguna historia del cine.

Delphine Seyrig y Alain Resnais en el rodaje 
de El año pasado en Marienbad

Era lo que hacía con las películas que no podía pero deseaba ver, llevármelas a la cama e imaginarlas a partir de un par de párrafos o un par de fotogramas.

Fotograma de El año pasado en Marienbad

O de un poema que había leído en Último round, cuando Cortázar era, más que un escritor, una seña de identidad para nosotros que lo queríamos tanto y leíamos cada libro suyo con devoción.


Homenaje a Alain Resnais se titula aquel poema de Cortázar: tras un pasillo y una puerta / que se abre a otro pasillo, que / sigue hasta perderse // desde un pasaje que conduce / a la escalera que remonta / a las terrazas // donde la luna multiplica / las rejas y las hojas // hasta una alcoba en la que espera / una mujer de blanco / al término de un largo recorrido // más allá de una puerta y un pasillo / que repite las puertas hasta el límite / que el ojo alcanza en la penumbra // por un zaguán en el que hay una puerta / cerrada, que vigila un hombre // en una operación combinatoria / en la que el muerto boca abajo / es otra indagación que recomienza // ante un espejo que denuncia / o acaso altera las siluetas.

Fotograma de El año pasado en Marienbad

En el verano de 1993 estuvimos en Bretaña y pasamos por Vannes, la pequeña ciudad amurallada donde nació Resnais. El cineasta, de setenta y un años recién cumplidos, iba a estrenar en diciembre de ese año Smoking/No Smoking, basada en una pieza del dramaturgo y director teatral Alan Ayckbourn, y en el escaparate de una pequeña pero golosa librería junto a una de las puertas de la ciudad vi un libro -contundente, andaría por las quinientas páginas- dedicado a la obra de Resnais (a esas alturas, y después de haber pasado por París, ya había finiquitado el presupuesto para libros), que había rodado su primer corto a los catorce años en 8 mm y estrenado en 1955 -el año que nací- la ya mítica Noche y niebla, o sea llevaba medio siglo haciendo películas y aquel libro tenía visos de obra "definitiva" sobre el cineasta. Pero han pasado casi veinte años, Resnais ronda los noventa y sigue rodando; en 2009 estrenó su última película, Les herbes folles, que aún no pude ver.

Alain Resnais con Sabine Azéma 
en el rodaje de Mélo (1986). 
Debajo, Sabine Azéma y Alain Resnais 
en el rodaje de Les herbes folles.


Pero la penúltima, Coeurs (2006), me gustó mucho, también la segunda vez; a Ángeles no tanto, ni la primera ni la segunda, pero le encantó Charlotte, el personaje que encarna Sabine Azéma, la mujer del cineasta desde 1998 y una de las presencias habituales en su filmografía desde principios de los ochenta.


Sabine Azéma nos había cautivado en Fatale beauté el capítulo 2B de Histoire(s) du cinéma de Godard, donde la actriz, más que recitar, dice maravillosamente -con lo difícil que es decir, aunque sea sólo bien- una serie de fragmentos de La muerte de Virgilio de Hermann Broch, que cobran visos de un texto único durante casi seis minutos; os dejo un par de momentos:


...Porque, en la frontera más alejada, la belleza irradia; desde la lejanía más apartada,
irradia sobre el hombre trascendiendo el conocimiento, alejando la pregunta sin esfuerzo, aprehensible sólo por la mirada, unidad del mundo establecida por la belleza...


...La desesperación del arte y su desesperado intento de crear lo imperecedero con cosas perecederas: con las palabras, los sonidos, las piedras,los colores, a fin de que tomada forma el espacio dure a través de las edades.


Encontrar a Sabine Azéma es uno de los placeres del cine de Resnais, aunque a veces sus películas me irriten tanto como me fascinan. No es el caso de Coeurs, que considero una de sus mejores películas, donde cuaja sus formas más acabadas -y depuradas-, que ya es decir para un adicto a las forma como se confiesa Resnais. Aquí se tituló Asuntos privados en lugares públicos, Resnais eligió Coeurs  -"Corazones"- para su estreno, no le convencía cómo sonaba en francés la traducción del título de la obra original, Private Fears in Public Places, o sea, "Miedos privados en lugares públicos".

Alan Ayckbourn en el Stephen Theater de Scarborough

Vuelve a adaptar una obra de Alain Ayckbourne. Supe de este dramaturgo por Raúl Dans, que me recomendó leer Arte y técnica del teatro; en la edición española rotularon el libro como "un manual inspirador y riguroso para dramaturgos, directores y actores de teatro". Uno ya ve este género con mirada aviesa pero ha de reconocer que esta vez no se trata de mercancía averiada. El libro de Ayckbourn, amojonado con 101 reglas obvias se lee con gusto, no da gato por liebre y va al grano; dicho de otra forma, destila lo esencial de toda una vida dedicada al teatro, buena parte de ella en el Stephen Joseph Theatre de Scarborough. Basta un ejemplo. ¿Qué significa dirigir? Ayckbourn echa mano de lo que una vez le dijo su maestro Stephen Joseph: Crear una atmósfera en la que otros también puedan crear. Y de lo que dijo una vez el director Tyrone Guthrie: Dirigir es conseguir que todo el mundo desee volver a la diez de la mañana siguiente. En fin, reglas obvias, es decir, esenciales.

Edificio del Stephen Joseph Theatre de Scarborough: 
¡cuánto me gusta!

Pues bien, Alain Resnais es un incondicional del Stephen Joseph Theatre y (del teatro) de Ayckbourn, que representa allí una pieza al año, y cuenta que, más que un teatro, el de Scarborough es una Casa de la Cultura, con un restaurante, un bar, una librería, dos salas de teatro y una de cine; vamos, qué más se puede pedir, como para no salir de allí. Resnais está muy familiarizado con la obra de Ayckbourn, conoce cuarenta de sus piezas -las que no leyó, las vio representadas (mitad y mitad)-, tan familiarizado que tiene que hacer un esfuerzo para recordar exactamente si la ha leído o la ha visto, porque su lectura provoca la sensación inmediata de que vemos cosas. Aprovechando que Sabine Azéma interpretaba una obra suya en el Stephen Joseph Theatre, a Resnais no le fue difícil conseguir que Ayckbourn le dejara grabar los ensayos en vídeo: Es una buena manera de ver trabajar a un director sin ser un mero espectador pasivo. Y un síntoma inequívoco de la curiosidad que, después de toda una vida ejerciéndolo, el oficio de dirigir sigue despertando en Resnais. Como adicto a la forma, uno de los aspectos que más le gustan de Ayckbourne es que en cada una de sus obras hay una idea particular de forma. El dramaturgo conjuga  en las 54 escenas de  Private Fears in Public Places siete personajes -a uno no lo vemos nunca (o sólo lo vemos con el oído)- cuyos destinos se cruzan aunque no todos lleguen a encontrarse. Resnais vio una forma en ese desglose: Con los actores y técnicos, inventé una metáfora de siete insectos atrapados en una telaraña, una tela que la araña ha abandonado. A menudo, de pequeño, tuve ocasión de ver algo así al ponerse el sol o de madrugada, con el rocío. La araña no está, los insectos se ignoran entre sí, pero cuando uno de ellos se agita, tiembla toda la tela. Bueno, aquí viene a cuento una breve digresión sobre cineastas y entrevistas. Cuesta encontrar hoy día entrevistas con cineastas que valgan la pena, por eso, cuando Jean-Michel Frodon y Cyril Neyrat se encuentran con alguien como Resnais y cuajan una entrevista como la que estoy citando, entonces uno ve y oye al cineasta hablando de su película, o mejor, del oficio de hacer cine, y se perdonan tantas páginas inanes de entrevistas prescindibles por unas cuantas de tan verdadero decir. Cuenta Gonzalo de Lucas que en una entrevista -que no leí (lástima)- Resnais maldecía que no se hubieran publicado treinta libros sobre McCarey: Y para cerrar la digresión, apuntemos que Cantando bajo la lluvia o Melodías de Broadway se encuentran entre las películas más queridas de un cineasta adicto a las formas, y esas formas (musicales) -y la música de las formas- reverberan -¿cómo podrían no hacerlo?- en Coeurs.


Algo que me gusta mucho de la película de Resnais tiene que ver con la forma de la adaptación. Con frecuencia se suele enmascarar el origen teatral de una película aireando la acción, llevándola a exteriores, huyendo de las paredes que puedan encerrarla en un escenario (teatral), como si el confinamiento en interiores dañara lo cinematográfico. Como si Dreyer, Bergman o Cassavettes no hubiesen existido. Cada vez entiendo menos esa pulsión por huir del teatro; en todo caso sería comprensible si un cineasta huyera del teatro malo, pero si se trata de teatro del bueno, si lo filma bien -concentrando (como uno se concentra para ver y oír mejor)-, aunque no tenga talento para más, hará una película todo lo teatral que se quiera, pero eso es preferible a filmar una mala película, como suele ocurrir con quien airea por la estupidez tan extendida de que los exteriores son más cinematográficos. Cuando alguien desenfunda "lo teatral" en el cine con despecho, Ángeles desenvaina Vania en la calle 42.


Resnais filma Coeurs en decorados interiores, algunos con ventanas a través de las cuales vemos nevar en la ciudad, que también es un decorado.  Y a veces la cámara se eleva sobre el decorado de un apartamento que, por si lo habíamos olvidado, muestra a la vista su condición artificial. Pero en ningún momento tenemos la sensación de estar en el teatro, como tampoco la tenemos ante una película musical. Por así decir, las imágenes de Coeurs -digámoslo ya: gracias a la espléndida fotografía de Eric Gautier- devienen pura superficie, una forma que deriva del uso de las focales largas que reducen la profundidad, y decantan la impresión de ver a los personajes como si se movieran en un acuario, seres escurridizos, inaprehensibles, que generan incertidumbre sobre su propia consistencia como personajes, fantasmas de sí mismos. En palabras de Resnais, se nos escapan todo el tiempo. Porque, en realidad, eso es lo que hacen los personajes: huir de sí mismos, ateridos en su soledad.


De eso trata Coeurs, de las oportunidades perdidas, de la memoria inhóspita y de una existencia insoportable. Los miedos privados del título original remiten al espanto de la soledad; no hay amparo posible, como se desprende de esas imágenes que difuminan las lindes entre exteriores e interiores, y  la nieve no cae en el mundo, cae sobre las almas. Como en esa escena bellísima cuando Lionel/Pierre Arditi "se confiesa" en penumbra con Charlotte/ Sabine Azéma y empieza a nevar dentro del salón, en la noche oscura del alma, pero la emoción del encuentro íntimo resulta fugaz porque en cuanto se hace la luz, ya no nieva, y es como si ya estuviéramos en otro mundo, y la gracia se hubiera desvanecido, como entre la danza y la cotidianidad en una película musical. Porque Coeurs es una comedia -musical, aunque no canten ni bailen-, sólo que con un poso amargo -y aun muy amargo-... porque es una comedia, y en las comedias que merecen ese nombre reírse duele.


Rivette señaló a propósito de Muriel (1963) que el cine de Resnais germina en un espejo roto y cobra forma en la tentativa de unir los pedazos de otra manera. Espejos que devienen mosaicos que reflejan identidades fracturadas, heridas, dolientes.


Cyril Neyrat cifra en el mosaico la forma predominante de su cine. Siempre aparecen mosaicos en los filmes de Resnais, una forma que denota lo precario de su unidad. Como los personajes de Coeurs que apenas pueden encontrar un cobijo pasajero, corazones en un perpetuo invierno, condenados a la intemperie.