Me alegró mucho que en mi pueblo, gracias al Play-Doc, pudieran verse las películas de Artavazd Pelechian. No sólo eso, que pudieran escucharle, sobre todo tratándose de un cineasta que ama los silencios. Y además, por lo que sabemos, en Tui, se mostró especialmente cálido y casi locuaz, para lo que acostumbra en público. No pudimos estar allí esos días de marzo -aquellos días casi no estábamos ni para nosotros-, justo cuando se celebraba una de las ediciones más golosas, de ésas que no sólo justifican sino que convierten a un festival en una cita imprescindible, memorable (y en estos tiempos, cuando la cultura se piensa y se ejecuta como recortable, algo como el Play-Doc resulta casi milagroso). Lástima. Qué digo lástima, alegrémonos de cuantos pudieron disfrutar -y tantos descubrir- la obra de un cineasta como Pelechian, cuya filmografía -poco más de una decena de piezas cortas- se despliega en un metraje de apenas tres horas, una obra tan breve como inmensa. Esencial. Germinal. Cine para siempre. Lástima -ahora sí se justifica la lástima- que en Tui hayan desaparecido todos los cines y ya no se pueda proyectar la obra de Pelechian en 35 mm, como fue filmada.
Un fotograma de El final
Desde aquella entrada lejana que le dediqué a Pelechian -más que nada para compartir la belleza de El final (1992)- estaba convencido de que, a no tardar, alguien se ocuparía de editar sus películas en formato digital. Vana espera, la obra de Pelechian continúa inédita, así que habrá que seguir frecuentando la red para ver, aunque sea en condiciones minusválidas algunas piezas que -aun así- llueven maravillas y lavan y bendicen la mirada de quienes les ponen los ojos encima. Pareciera que el cine de Pelechian viaja hacia nosotros en el tiempo, como en ese tren de El final, pero sin encontrar una estación donde detenerse; una obra nómada, de festival en festival, de cinemateca en cinemateca, cuyo único cobijo tiene las hechuras gozosas de la memoria de las cosas que hemos visto.
Un fotograma de Las estaciones (1972-1975)
No exageramos ni un poquito al escribir -y proclamar- que le debemos el cine de Pelechian a Serge Daney. Todo empezó con un viaje a Armenia. En 1983 Serge Daney va en busca de Artavazd Pelechian. Hace escala en Moscú y toma un tren hacia Erevan. Como en El final. Y se lleva una pequeña decepción, porque el cineasta, que ha filmado todas sus películas en Armenia, vive en Moscú. Pero enseguida se le pasó y, acogido por la pequeña comunidad cinematográfica de la ciudad, pudo ver algunas películas de Pelechian, en particular Las estaciones, esa obra mayor que atesora un inagotable caudal de cine en apenas media hora, donde culminó la colaboración del cineasta con el director de fotografía Mikhail Vartanov. (Podéis ver aquí Las estaciones: parte una, parte dos, parte tres.) Una película inclasificable -tanto como el cine de Pelechian-, de ésas que, a falta de mejor ubicación, echamos al cajón de sastre -y desastre- del documental: ¿cómo hablar de una película donde el mundo referencial deviene una cosmogonía?
A la dcha., Pelechian; en la cámara, Vartanov
Daney volvió a Moscú donde, la víspera de su marcha, al fin pudo encontrarse con Pelechian en un rincón de la gran sala de proyección de los estudios de cine Dom Kino. Y marlboro va marlboro viene -los marlboro de Daney, claro-, hablaron largo y tendido, de Vertov, de Eisenstein, del montaje, del cine, de las películas de Pelechian, que filma como quien captura un electrocardiograma de la emoción destilada en el curso del tiempo que vive, donde vibra una radiación que religa al hombre con el cosmos, apenas un momento en la eternidad; eternidad, pues, el momento mismo.
Serge Daney en Japón,
fotografiado por su amiga (y compañera en Liberation)
Françoise Huguier
El 11 de agosto de 1983, Liberation publica un artículo de Serge Daney que llevaba por título À la recherche d'Arthur Pelechian -cómo iba a titularse si no-, donde podía leerse: En Armenia he descubierto un eslabón perdido de la verdadera historia del cine. Han pasado casi treinta años. El próximo 12 de junio se cumplen veinte de la muerte de Daney. Era de esos críticos que tenían el poder de contagiar con su escritura -también con su voz- una predilección, de garantizar el reconocimiento de una obra cinematográfica y aun de consagrar a un cineasta, por lo menos en su ámbito de influencia, que era París, que todavía pintaba -¿pinta?- lo suyo en el aquel de señalar las tendencias, de llamar la atención, de poner acentos en el mundo del cine. No es que no existan ya críticos así -que tampoco-, es que ya no existe esa atención, o si se quiere, ese respeto por el cine. Ya nadie ve en el cine -como lo veía Daney- una escuela. Como aún fue -es- para nosotros la escuela de los domingos.
Artavazd Pelechian
El caso es que Daney predicó la buena nueva de Pelechian y unos meses después, en enero de 1984, la Cinemateca Francesa proyecta sus películas por primera vez fuera de la URSS. Y en 1988 el festival de Rotterdam descubre al mundo la obra de Pelechian y de Paradjanov. Un año después, Freddy Buache, a la sazón director de la Cinemateca Suiza, proyecta para Godard y Anne-Marie Mièville las películas de Pelechian que les causaron una profunda impresión. En febrero de 1992 Godard y Pelechian se encuentran en Moscú, y comienza una larga conversación cuyo tema primordial es el montaje, porque el cineasta francés encuentra en el armenio el eslabón perdido con las búsquedas de Vertov y compañía que el cine ha olvidado, más empeñado en decir que en mostrar mediante el montaje, como si el cine de Pelechian fabricara reminiscencias de un cine cuyas formas hemos olvidado. Dos meses después, Pelechian viaja a París y prosigue su conversación con Godard, pero esta vez, al menos una de las sesiones, fue registrada por Jean-Michel Frodón y se publicó en Le Monde el 2 de abril de 1992: Un langage d'avant Babel. Un lenguaje antes de Babel. Como ve Godard el cine de Pelechian. O dicho en palabras del cineasta armenio: El hombre es más viejo que las palabras. Y a ese hombre anterior al babel de las palabras remite su cine.
Un fotograma de Las estaciones
Para Godard el descubrimiento de Pelechian representó algo parecido a una epifanía, o por lo menos una afinidad si no inesperada sí bienvenida, porque el encuentro se produce, por así decir, cuando más lo necesitaba, justo cuando se encontraba sumergido en su obra magna Histoire(s) du cinéma.
Si hubiera que pergeñar en un par de trazos la concepción del montaje de Pelechian habría que mencionar la idea de escuchar las imágenes y ver los sonidos, y de encontrar resonancias entre imágenes distantes. Se trata de trabajar sobre el montaje y al tiempo contra el montaje, generando una memoria subterránea de las imágenes que aflore en otras separadas en el tiempo, el tiempo necesario para que germinen en nuestra mirada. En su cine sólo hay lugar para las cosas primordiales, ésas que se resisten a ser aprehendidas si no es por la vía de la emoción que se despierta ante algo visto por primera vez, pero de lo que ya nos estamos despidiendo. Cine del adiós: volvemos pero ya nos estamos yendo. Pero también cine del regreso: nos vamos pero ya estamos volviendo. Somo una mirada en fuga hacia el pasado. Una memoria que llueve el olvido que ya empezamos a ser.
Artavazd Pelechian
Todo alumbramiento es un réquiem. Y viceversa. O un misterio. Como el cine de Pelechian, como su última maravilla, esta Vida (1993) con la que os dejo. Quizá su testamento. Iluminado.