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19/4/10

Fugas y desvíos

Estreno de Psicosis en el De Mille Theatre,
Nueva York, 16 de junio de 1960

La semana pasada, mientras volvía del trabajo, escuché en la radio, en días distintos y en más de una emisora, comentarios a propósito de Psicosis, la película de Hitchcock de la que se cumplen cincuenta años. A qué negarlo, me irritaron. Me irrita la irresistible pendiente que conduce hacia la banalización de lo popular. Como si de nada hubiera servido todo lo que Gramsci, pongamos por caso, escribió a propósito de lo popular. Aún recuerdo aquella programación de Radio 3 de los primeros ochenta del siglo pasado, a las tres de la tarde empezaba Diálogos 3 y Ramón Trecet leía fragmentos de los Despachos de guerra de Michael Herr y ponía la música que escuchaban los soldados americanos, digamos en Da Nang. Echo de menos aquella radio. ¿Acaso no era popular? No tengo nada en contra de la divulgación, todo lo contrario, pero divulgar supone trazar e iluminar caminos para adentrarse en lo complejo, por así decir, significa una invitación alegre y apasionada a explorar un territorio inagotable. O sea, divulgar es lo contrario de trivializar. Debe tener razón el maestro y me puede la melancolía. El caso es que hablaban de Psicosis. Y mientras locutores y locutoras e invitados e invitadas decían sus cosas, mis neuronas iban a lo suyo, estableciendo conexiones y abriendo pasajes entre Psicosis y tantas otras películas. Al final agradecí las banalidades porque me señalaron líneas de fuga del cada vez más penoso trabajo que representó cada jornada laboral esta semana. Y qué mejor huida que transitar los desvíos del cine de finales de los cincuenta y primeros sesenta, enlazando unas películas con otras, como quien teje una red para atrapar sentidos sin pretender agotar el misterio.


¿Por qué se sigue insistiendo en la escena de la ducha? O mejor, ¿por qué se reduce Psicosis a la escena de la ducha? O mejor aún, ¿por qué, ya instalados en la escena de la ducha, no se extraen las fugas de sentidos o los desvíos de la trama que representa, más allá de que contemplemos un asesinato? En definitiva, ¿por qué cincuenta años después enterramos el cómo con el qué? ¿No bastan cincuenta años para desviarse de la redundancia del qué y fugarse hacia la riqueza de sugerencias del cómo? ¿Tendrán que pasar otros cincuenta años para caer en la cuenta de que el cine de Hitchcock es puro cómo, que el qué apenas si era un pretexto para cuajar algunas imágenes como quien pinta bodegones -con una escalera, una llave, una botella, una taza o un cuchillo- y construir una experiencia mediante la articulación de un punto de vista? ¿Hasta cuándo el cine será considerado un mero contenedor de historias? ¿Por qué cuesta tanto entender que Hitchcock era sobre todo un creador de formas, como Cézanne, pongamos por caso? ¿Y, ya puestos, qué cuesta entender también que Psicosis representa un artefacto para compartir y explorar la experiencia del mal en el corazón mismo de la sociedad americana, un mal que para Hitchcock tenía su origen en la represión sexual?


En Psicosis se conjuga el peso del pasado en el presente. Es una película atravesada por referencias a padres e hijos. Psicosis es un filme poseído por una madre. La madre de Norman Bates. El cine de Hitchcok gira en torno a las madres que devoran (emocionalmente) a los hijos. Psicosis es la guinda del pastel. Y, para introducirnos en un asunto tan -nunca mejor dicho- pantanoso, Hitchcock -astuto publicista- echaba mano de los géneros populares, y pocos géneros más populares que los casos criminales, e incluso invitaba a una lectura freudiana -y frívola-, aunque irónica, de los trastornos de sus personajes. Es decir, Hitchcock usaba el espectáculo a fondo para manipular nuestra curiosidad, hacernos compartir la experiencia de sus protagonistas y llevarnos hasta las puertas de una emoción oscura, en las fronteras de lo inteligible, allí donde la razón pierde pie.


En la estrategia fílmica de Hitchcock, resulta esencial que el espectador comparta la experiencia angustiosa de Marion Crane, el personaje interpretado por Janet Leigh en Psicosis, y dispone la puesta en escena para que nos identifiquemos con ella. Desde la primera secuencia Hitchcock nos entrega a la protagonista con fruición fetichista. Al cineasta le llevaba su tiempo decidir el tipo de ropa interior y no digamos el color. Prolongaba el disfrute del aquel de dirigir en el vestuario y los complementos que devienen en sus películas elementos tanto o más significativos que la motivación o la caracterización psicológicas. Creaba una máscara y provocaba que el espectador la llenara de significado a través de la construcción de un punto de vista al conjugar la posición de la cámara y del montaje, obviamente un punto de vista en el que el espectador se identificara con el personaje y compartiera su angustia y/o su culpa.


Resulta ejemplar la escena en la que descubrimos que Marion no ha llevado el dinero al banco, que lo va a robar y se dispone a huir. El dinero está sobre la cama, Marion aparece ahora en ropa interior negra (en la primera escena era blanca) y está haciendo la maleta. La línea imaginaria que une el dinero y la maleta constituye el eje dramático de la escena y las posiciones de cámara se articulan en torno a ella, como si se tratara del hilo del destino que atrapa a Marion irremediablemente. Y como el dinero y la maleta están sobre la cama, y la protagonista se mueve junto a ella, como se movía en la primera escena de la película en torno a la cama del motel en el encuentro con su amante, lo casual -que estén sobre la cama- se convierte en causal -que aquí el sexo es la clave- por efecto de la puesta en escena. Y comprendemos sus motivaciones, porque el dinero pertenece a un tipo que merece que se lo roben y porque desde el primer momento hemos decidido que ella merece una oportunidad. Y la empujamos a fugarse, a tomar un desvío en su existencia.


Pero creo, sin temor a equivocarme, que una de las escenas claves de Psicosis es la que precede a la de la ducha, esa cena frugal que Norman Bates le sirve a Marion y en el transcurso de la cual se establece la conexión entre ambos. De alguna manera, podría considerarse el centro de gravedad de la película. Y una de las mejores escenas rodadas por Hitchcock, que ya es decir. Representa la encrucijada de la culpa de Marion y la psicosis de Norman. Y será la comprensión del problema que atenaza a Norman la que le permitirá a Marion iluminar su propia situación, como si la contemplara en un espejo, y decidir que va a devolver el dinero a la mañana siguiente. El clásico plano/contraplano entre Marion y Norman establece un flujo mental entre ambos donde afloran correspondencias y sintonías, por eso no nos extraña que, cuando ella quiere irse a la cama, él le pida que se quede charlando un rato más. Y mucho menos aún que la réplica de Norman sobre la trampa en la que todos nos vemos atrapados resulte tan esclarecedora para Marion. O cuando a propósito de su madre él asegura que todos nos volvemos un poco locos algunas veces. Cómo no va a comprenderlo ella, si acaba de pasar por eso, si ya la culpa le ha amargado la huida. Un plano/contraplano que Hitchcock quiebra en el momento preciso en que Norman sale en defensa de su madre cuando Marion sugiere que quizá estaría mejor "en otro lugar". Entonces el director varía la angulación frontal de la cámara, que había regulado la conversación hasta ese momento, con un contrapicado que nos permite seguir el resto de la escena con uno de los pájaros disecados que los rodean sobre Norman, atrapado en la mirada ciega del ave muerta (como su madre). Resulta materialmente imposible poner en palabras todas las sugerencias del encuentro entre Norman y Marion a través de las miradas donde pesa el pasado entero de unos seres atrapados en la misma trampa, sólo que en horas diferentes del reloj de la existencia.


Y, si hasta ese momento compartimos la mirada de Marion, ahora Hitchcock empieza a romper amarras (emocionales) con la protagonista y nos "obliga" a compartir la mirada de Norman a través de un agujero practicado en la pared tras una reproducción de la obra de Rembrandt Susana y los viejos. Cuando llega la escena de la ducha, que deviene una amplificación sigificativa de la angustia que Marion sentía conduciendo bajo la lluvia y que la lleva a detenerse en el motel Bates, la película alcanza una perfecta interacción entre acción, imagen, sentido y efecto: el montaje despedaza a Marion en setenta planos diseñados por Saul Bass -el autor de los créditos- para que experimentemos una impresión de violencia brutal pero, y esto es lo importante, evitando la repulsión física, de tal forma que la abstracción del horror -la elección del blanco y negro adquiere así todo su sentido, al igual que sustituir las cuchilladas por cuerdas de violín (de Bernard Herrmann)- pueda digerirse en una experiencia emocional que se prolonga una vez que el remolino del agua de la ducha mezclado con la sangre se va por el desagüe, encadenamos con un primer plano del ojo derecho -ya ciego- de Marion y un brillante -y complicado- movimiento de cámara nos lleva de vuelta al dinero sobre la mesilla de noche. Lo que presenciamos fue una violación simbólica -un cuchillo conjugado con formas cóncavas y redondas-, no era una cuestión de billetes. Sobra decir que Hitchcock, al confinarnos en la ducha justifica el troceado de la escena y, no menos importante, facilita el encubrimiento del asesino, o mejor, apuntala nuestro error de percepción.

Story-board de Saul Bass
para la escena de la ducha

Ahora que caigo, no era mi intención entrar con tanto detalle en Psicosis, pero... Cabría añadir, si cabe, que las dos escenas que siguen a la escena de la ducha están entre mis favoritas. Hay que ver como Norman limpia obsesivamente la sangre del cuarto de baño, creo que nunca se ha limpiado algo en la pantalla con tal maestría, está lavando la culpa de la madre (al final lo leeremos de otra manera), pero es un detonante metafórico en la medida en que sentimos que todo lo está haciendo para salvar a su madre de la cárcel, es decir, Hitchcock acaba de privarnos de la protagonista pero ya nos ha puesto en las pantuflas del siguiente, y ya estamos viéndolo todo a través de su mirada, tanto que cuando sepulta el coche con el cadáver y el dinero en el pantano nos angustiamos por él cuando por un momento pensamos -y tememos- que no se va a hundir del todo. Dos escenas en las que se cristaliza el arte de Hitchcock.


Hitchcock dirige a Janet Leigh

No sería justo dejar de compartir con vosotros que el resto de la película me interesa menos. Y estoy convencido de que a Hitchcock, salvo en lo que se refiere a Norman (Anthony Perkins) Bates, también. Cómo no iba a disfrutar llevándonos de la mano a compartir, pobres de nosotros inocentes, la mirada -y la experiencia- de un psicópata. Convendría señalar que, cuando vi Sed de mal (1958) de Orson Welles, creía encontrar en las escenas también protagonizadas por Janet Leigh en el motel Mirador y en el personaje del recepcionista, interpretado por Dennis Weaver, una inspiración de Psicosis. Cada vez que veo Sed de mal más me convenzo. No tengo ninguna duda de que Hitchcock eligió a Janet Leigh para Marion Crane por la película de Welles.




Psicosis representó una ruptura narrativa en el cine americano, una protagonista no desaparece impunemente de la película. Pero esa ruptura ya había germinado en Vértigo (1958), aunque de otra forma. Y, desde luego, casi nadie se acuerda de que el mismo año que Psicosis se estrenó en Cannes con gran escándalo -por otra radical desaparición- L'avventura de Antonioni. Pues bien, de esa tríada de filmes proviene buena parte de las más estimulantes aventuras del cine contemporáneo. Pero ésa es una historia que tendrá que esperar. Por lo menos hasta mañana. A otras fugas y desvíos, que buena falta hacen.