Como tengo trabajo, con plazos estrictos de entrega, no puedo abandonarme en lecturas de largo aliento ni abordar entradas de largo recorrido. Y me gusta este nuevo régimen de lectura y escritura. Se siente uno como un caminante que recogiera flores silvestres, pocas, a la orilla de un río, y, de vuelta en casa, las dejara en un cuenco con agua fresca de una fontana fría para lavarse los ojos a la mañana siguiente. Cuando venimos a pasar unos días en Tui, como es el caso, cada vez que hago un alto en la redacción de una minibiblia –un documento de seis páginas que contiene los ingredientes básicos de una serie (son sólo seis páginas, pero me costaría bastante menos escribir sesenta de cualquier otra cosa)-, me doy una vuelta por el pasillo para estirar la espalda y aprovecho para hojear los libros de cine –qué subrayados están algunos, El lenguaje del cine de Marcel Martin, Cinematismo de Sergei Einsestein, El Cine-Ojo de Dziga Vertov-, o por la habitación de nuestro hijo con parte de sus libros, o por la sala donde han quedado los libros que no tenemos con nosotros más que cuando venimos aquí. Esta casa se ha convertido en los últimos veinte años en un asilo de libros, aquí se han quedado los que se caen a cachos –como los de bolsillo de la colección Libro Amigo de Bruguera o de la vieja Alianza-, los que ya no volveremos a leer, los que quizá volvamos a leer pero pueden esperar y aquéllos de los que uno debe separarse porque donde vivimos desde hace diez años ya no hay sitio para más, aunque los eche de menos. Dos o tres veces al año, hay trasiegos de libros entre una y otra casa, y algunos de los que vienen acaban volviendo. Debe tener razón Adelita y esto de los libros es una enfermedad. Cuántas veces me he dicho que los libros de aquí necesitarían una purga definitiva y que algún librero de viejo nos liberara de ellos definitivamente. Vaya palabra, definitivamente. Pues eso, que hago un descanso en la dichosa minibiblia (es broma, no me quejo) y recorro los anaqueles. Y encuentro los libros -de novela negra- con el canto quebrado de tantas lecturas y de tantas manos, los de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, David Goodis, Chester Himes, Ross Macdonald, Lawrence Block, Jim Thompson, Horace McCoy… Y recuerdo incluso cuándo y dónde los leímos, sobre todo aquéllos que quedaron unidos a una montaña, a un bosque, a un río, a una playa, a una sombra… En verano. En Tarifa, en Locmariaquer, en O Courel, en Oggebbio, en el valle del Cabuérniga… Siempre con tienda de campaña, aunque yo suspirara cada vez que pasábamos delante de un hotel, Ángeles y nuestro hijo se derretían por esas noches estrelladas contempladas, ya acostados boca arriba, antes de cerrar la tienda. Y me alegro de haberme resignado porque ahora la memoria de aquellas noches nos acompañan a todos. Recuerdo a nuestro hijo echado boca abajo junto a la corriente del río Mao en el Xurés leyendo Cien años de soledad o unos años antes junto al río Ser en Os Ancares, El señor de Ballantree… A Ángeles leyendo Mar de fondo de la Highsmith en la playa de Mareta junto a la Punta de Sagres… Y recuerdo como si fuera hoy la lectura de los cuentos de Cortázar aquel verano del 79, cuando en Galicia apenas había campings y se podía acampar en cualquier sitio desde Corrubedo hasta Ribadeo, y recorrimos las rías altas y las del norte de playa desierta en playa desierta como aquel que dice. Y los vecinos de las aldeas adonde íbamos a parar incluso no ofrecían los eidos para montar la tienda e insistían en que cogiéramos agua del pozo y se preocupaban por si teníamos suficiente comida… Cuando recorro con la mirada los cantos de los libros aquí en Tui, es como si hojeara un manual de geografía íntima, algo parecido a recorrer con el dedo el mapa de una memoria feliz. Como leer un libro con los pies en el agua de un regato, algo parecido a lo que hace Sócrates con Fedro en el diálogo de Platón; interrumpí a Ángeles, que anda embebecida -por segunda vez- en Casa desolada de Dickens, para leerle ese fragmento del Fedro y, tras escucharlo, le puso por título “El pediluvio”:
SOCRATES.- ¡Por Hera! Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y elevado. Y no puede ser más agradable la altura y la sombra de este sauzgatillo, que, además, está en plena flor, seguro que es de él el perfume que inunda el ambiente. Bajo el plátano mana también una fuente deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies. Por las estatuas y figuras, parece ser un santuario de ninfas o de Aqueloo. Y si es esto lo que buscas, no puede ser más suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, además, este sonoro coro de cigarras. Con todo, lo más delicioso es este césped que, en suave pendiente, parece destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placenteramente reclinada. ¡En qué buen guía te has convertido, querido Fedro!
FEDRO.- ¡Asombroso, Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente un forastero que se deja llevar, y no uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas.
SÓCRATES.- No lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que tú sí pareces haber encontrado un señuelo para que salga. Porque, así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer, por toda Ática, o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles con esos discursos escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me voy a tumbar. Tú que eres el que va a leer, escoge la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.
Sobra decir que también nosotros nos preguntamos por el sauzgatillo. Según el diccionario de la RAE se trata de un arbusto de la familia de las Verbenáceas, que crece en los sotos frescos y a orillas de los ríos hasta tres o cuatro metros de altura, con ramas abundantes, mimbreñas, cuadrangulares y de corteza blanquecina, hojas digitadas con pecíolo muy largo y cinco o siete hojuelas lanceoladas, flores pequeñas y azules en racimos terminales, y fruto redondo, pequeño y negro.
El traductor Emilio Lledó apunta en una de sus notas al texto que el gran filólogo Ulric von Wilamowitz-Moellendorf, en su obra a propósito de Platón, tituló el capítulo sobre el Fedro: “Un feliz día de verano”.