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10/1/12

La intemperie


Alain Resnais en 2008 
durante el rodaje de Les herbes folles 

Alain Resnais no figura entre mis cineastas preferidos (creo que ya lo comenté alguna vez), pero llegué a soñar con Hiroshima, mon amour (1959) o El año pasado en Marienbad (1961), cuando era un jovencito ¿feliz? (no creo) e indocumentado (desde luego) y supe de ellas por alguna historia del cine.

Delphine Seyrig y Alain Resnais en el rodaje 
de El año pasado en Marienbad

Era lo que hacía con las películas que no podía pero deseaba ver, llevármelas a la cama e imaginarlas a partir de un par de párrafos o un par de fotogramas.

Fotograma de El año pasado en Marienbad

O de un poema que había leído en Último round, cuando Cortázar era, más que un escritor, una seña de identidad para nosotros que lo queríamos tanto y leíamos cada libro suyo con devoción.


Homenaje a Alain Resnais se titula aquel poema de Cortázar: tras un pasillo y una puerta / que se abre a otro pasillo, que / sigue hasta perderse // desde un pasaje que conduce / a la escalera que remonta / a las terrazas // donde la luna multiplica / las rejas y las hojas // hasta una alcoba en la que espera / una mujer de blanco / al término de un largo recorrido // más allá de una puerta y un pasillo / que repite las puertas hasta el límite / que el ojo alcanza en la penumbra // por un zaguán en el que hay una puerta / cerrada, que vigila un hombre // en una operación combinatoria / en la que el muerto boca abajo / es otra indagación que recomienza // ante un espejo que denuncia / o acaso altera las siluetas.

Fotograma de El año pasado en Marienbad

En el verano de 1993 estuvimos en Bretaña y pasamos por Vannes, la pequeña ciudad amurallada donde nació Resnais. El cineasta, de setenta y un años recién cumplidos, iba a estrenar en diciembre de ese año Smoking/No Smoking, basada en una pieza del dramaturgo y director teatral Alan Ayckbourn, y en el escaparate de una pequeña pero golosa librería junto a una de las puertas de la ciudad vi un libro -contundente, andaría por las quinientas páginas- dedicado a la obra de Resnais (a esas alturas, y después de haber pasado por París, ya había finiquitado el presupuesto para libros), que había rodado su primer corto a los catorce años en 8 mm y estrenado en 1955 -el año que nací- la ya mítica Noche y niebla, o sea llevaba medio siglo haciendo películas y aquel libro tenía visos de obra "definitiva" sobre el cineasta. Pero han pasado casi veinte años, Resnais ronda los noventa y sigue rodando; en 2009 estrenó su última película, Les herbes folles, que aún no pude ver.

Alain Resnais con Sabine Azéma 
en el rodaje de Mélo (1986). 
Debajo, Sabine Azéma y Alain Resnais 
en el rodaje de Les herbes folles.


Pero la penúltima, Coeurs (2006), me gustó mucho, también la segunda vez; a Ángeles no tanto, ni la primera ni la segunda, pero le encantó Charlotte, el personaje que encarna Sabine Azéma, la mujer del cineasta desde 1998 y una de las presencias habituales en su filmografía desde principios de los ochenta.


Sabine Azéma nos había cautivado en Fatale beauté el capítulo 2B de Histoire(s) du cinéma de Godard, donde la actriz, más que recitar, dice maravillosamente -con lo difícil que es decir, aunque sea sólo bien- una serie de fragmentos de La muerte de Virgilio de Hermann Broch, que cobran visos de un texto único durante casi seis minutos; os dejo un par de momentos:


...Porque, en la frontera más alejada, la belleza irradia; desde la lejanía más apartada,
irradia sobre el hombre trascendiendo el conocimiento, alejando la pregunta sin esfuerzo, aprehensible sólo por la mirada, unidad del mundo establecida por la belleza...


...La desesperación del arte y su desesperado intento de crear lo imperecedero con cosas perecederas: con las palabras, los sonidos, las piedras,los colores, a fin de que tomada forma el espacio dure a través de las edades.


Encontrar a Sabine Azéma es uno de los placeres del cine de Resnais, aunque a veces sus películas me irriten tanto como me fascinan. No es el caso de Coeurs, que considero una de sus mejores películas, donde cuaja sus formas más acabadas -y depuradas-, que ya es decir para un adicto a las forma como se confiesa Resnais. Aquí se tituló Asuntos privados en lugares públicos, Resnais eligió Coeurs  -"Corazones"- para su estreno, no le convencía cómo sonaba en francés la traducción del título de la obra original, Private Fears in Public Places, o sea, "Miedos privados en lugares públicos".

Alan Ayckbourn en el Stephen Theater de Scarborough

Vuelve a adaptar una obra de Alain Ayckbourne. Supe de este dramaturgo por Raúl Dans, que me recomendó leer Arte y técnica del teatro; en la edición española rotularon el libro como "un manual inspirador y riguroso para dramaturgos, directores y actores de teatro". Uno ya ve este género con mirada aviesa pero ha de reconocer que esta vez no se trata de mercancía averiada. El libro de Ayckbourn, amojonado con 101 reglas obvias se lee con gusto, no da gato por liebre y va al grano; dicho de otra forma, destila lo esencial de toda una vida dedicada al teatro, buena parte de ella en el Stephen Joseph Theatre de Scarborough. Basta un ejemplo. ¿Qué significa dirigir? Ayckbourn echa mano de lo que una vez le dijo su maestro Stephen Joseph: Crear una atmósfera en la que otros también puedan crear. Y de lo que dijo una vez el director Tyrone Guthrie: Dirigir es conseguir que todo el mundo desee volver a la diez de la mañana siguiente. En fin, reglas obvias, es decir, esenciales.

Edificio del Stephen Joseph Theatre de Scarborough: 
¡cuánto me gusta!

Pues bien, Alain Resnais es un incondicional del Stephen Joseph Theatre y (del teatro) de Ayckbourn, que representa allí una pieza al año, y cuenta que, más que un teatro, el de Scarborough es una Casa de la Cultura, con un restaurante, un bar, una librería, dos salas de teatro y una de cine; vamos, qué más se puede pedir, como para no salir de allí. Resnais está muy familiarizado con la obra de Ayckbourn, conoce cuarenta de sus piezas -las que no leyó, las vio representadas (mitad y mitad)-, tan familiarizado que tiene que hacer un esfuerzo para recordar exactamente si la ha leído o la ha visto, porque su lectura provoca la sensación inmediata de que vemos cosas. Aprovechando que Sabine Azéma interpretaba una obra suya en el Stephen Joseph Theatre, a Resnais no le fue difícil conseguir que Ayckbourn le dejara grabar los ensayos en vídeo: Es una buena manera de ver trabajar a un director sin ser un mero espectador pasivo. Y un síntoma inequívoco de la curiosidad que, después de toda una vida ejerciéndolo, el oficio de dirigir sigue despertando en Resnais. Como adicto a la forma, uno de los aspectos que más le gustan de Ayckbourne es que en cada una de sus obras hay una idea particular de forma. El dramaturgo conjuga  en las 54 escenas de  Private Fears in Public Places siete personajes -a uno no lo vemos nunca (o sólo lo vemos con el oído)- cuyos destinos se cruzan aunque no todos lleguen a encontrarse. Resnais vio una forma en ese desglose: Con los actores y técnicos, inventé una metáfora de siete insectos atrapados en una telaraña, una tela que la araña ha abandonado. A menudo, de pequeño, tuve ocasión de ver algo así al ponerse el sol o de madrugada, con el rocío. La araña no está, los insectos se ignoran entre sí, pero cuando uno de ellos se agita, tiembla toda la tela. Bueno, aquí viene a cuento una breve digresión sobre cineastas y entrevistas. Cuesta encontrar hoy día entrevistas con cineastas que valgan la pena, por eso, cuando Jean-Michel Frodon y Cyril Neyrat se encuentran con alguien como Resnais y cuajan una entrevista como la que estoy citando, entonces uno ve y oye al cineasta hablando de su película, o mejor, del oficio de hacer cine, y se perdonan tantas páginas inanes de entrevistas prescindibles por unas cuantas de tan verdadero decir. Cuenta Gonzalo de Lucas que en una entrevista -que no leí (lástima)- Resnais maldecía que no se hubieran publicado treinta libros sobre McCarey: Y para cerrar la digresión, apuntemos que Cantando bajo la lluvia o Melodías de Broadway se encuentran entre las películas más queridas de un cineasta adicto a las formas, y esas formas (musicales) -y la música de las formas- reverberan -¿cómo podrían no hacerlo?- en Coeurs.


Algo que me gusta mucho de la película de Resnais tiene que ver con la forma de la adaptación. Con frecuencia se suele enmascarar el origen teatral de una película aireando la acción, llevándola a exteriores, huyendo de las paredes que puedan encerrarla en un escenario (teatral), como si el confinamiento en interiores dañara lo cinematográfico. Como si Dreyer, Bergman o Cassavettes no hubiesen existido. Cada vez entiendo menos esa pulsión por huir del teatro; en todo caso sería comprensible si un cineasta huyera del teatro malo, pero si se trata de teatro del bueno, si lo filma bien -concentrando (como uno se concentra para ver y oír mejor)-, aunque no tenga talento para más, hará una película todo lo teatral que se quiera, pero eso es preferible a filmar una mala película, como suele ocurrir con quien airea por la estupidez tan extendida de que los exteriores son más cinematográficos. Cuando alguien desenfunda "lo teatral" en el cine con despecho, Ángeles desenvaina Vania en la calle 42.


Resnais filma Coeurs en decorados interiores, algunos con ventanas a través de las cuales vemos nevar en la ciudad, que también es un decorado.  Y a veces la cámara se eleva sobre el decorado de un apartamento que, por si lo habíamos olvidado, muestra a la vista su condición artificial. Pero en ningún momento tenemos la sensación de estar en el teatro, como tampoco la tenemos ante una película musical. Por así decir, las imágenes de Coeurs -digámoslo ya: gracias a la espléndida fotografía de Eric Gautier- devienen pura superficie, una forma que deriva del uso de las focales largas que reducen la profundidad, y decantan la impresión de ver a los personajes como si se movieran en un acuario, seres escurridizos, inaprehensibles, que generan incertidumbre sobre su propia consistencia como personajes, fantasmas de sí mismos. En palabras de Resnais, se nos escapan todo el tiempo. Porque, en realidad, eso es lo que hacen los personajes: huir de sí mismos, ateridos en su soledad.


De eso trata Coeurs, de las oportunidades perdidas, de la memoria inhóspita y de una existencia insoportable. Los miedos privados del título original remiten al espanto de la soledad; no hay amparo posible, como se desprende de esas imágenes que difuminan las lindes entre exteriores e interiores, y  la nieve no cae en el mundo, cae sobre las almas. Como en esa escena bellísima cuando Lionel/Pierre Arditi "se confiesa" en penumbra con Charlotte/ Sabine Azéma y empieza a nevar dentro del salón, en la noche oscura del alma, pero la emoción del encuentro íntimo resulta fugaz porque en cuanto se hace la luz, ya no nieva, y es como si ya estuviéramos en otro mundo, y la gracia se hubiera desvanecido, como entre la danza y la cotidianidad en una película musical. Porque Coeurs es una comedia -musical, aunque no canten ni bailen-, sólo que con un poso amargo -y aun muy amargo-... porque es una comedia, y en las comedias que merecen ese nombre reírse duele.


Rivette señaló a propósito de Muriel (1963) que el cine de Resnais germina en un espejo roto y cobra forma en la tentativa de unir los pedazos de otra manera. Espejos que devienen mosaicos que reflejan identidades fracturadas, heridas, dolientes.


Cyril Neyrat cifra en el mosaico la forma predominante de su cine. Siempre aparecen mosaicos en los filmes de Resnais, una forma que denota lo precario de su unidad. Como los personajes de Coeurs que apenas pueden encontrar un cobijo pasajero, corazones en un perpetuo invierno, condenados a la intemperie.

7/7/11

El Códice Calixtino

Hoy me pasé todo el día con el guión que he empezado a escribir en la cabeza. Mientras comíamos en un restaurante de menú diario que frecuentamos cuando no nos apetece, no podemos o no nos cuadra comer en casa, Ángeles escuchó en un informativo de la televisión que habían robado el Códice Calixtino.


El Codex Calistinus. Un libro miniado del siglo XII. Un documento fundacional de la idea de Europa. La primera guía de peregrinos a Compostela, o sea,  la primera guía de viajes de Occidente. Una joya bibliográfica de valor incalculable. Sólo se me ocurre una imagen comparable: es como si hubieran robado el Pórtico de la Gloria. Pero más portátil, claro. Me parecía imposible. Pasé el resto del día trabajando en el guión y, ahora que he visitado algunas webs de periódicos, además de imposible me parece inverosímil, es decir, perfectamente real y verídico. Dicho de otra forma, increíble. Cómo se puede creer que el Códice Calixtino haya desaparecido el viernes de la cámara donde se custodiaba, sólo se echara en falta el martes por la tarde y no se denunciara hasta esa noche, hace más o menos cuarenta y ocho horas. Que semejante tesoro de la catedral de Santiago no se encuentre asegurado. Que ninguna de las cinco cámaras que vigilaban la estancia que alberga, valga la redundancia, la cámara estuviera enfocada hacia la ídem. Que sólo el deán de la catedral y dos de sus colaboradores tuvieran acceso al Códice Calixtino pero que el control sobre las llaves, que aparecieron en la cerradura de la cámara, tras el robo fuera "bastante laxo". Que el deán no sospeche de nadie, "porque tener malos pensamientos es pecado".    

En la radio hablan del robo del Códice Calixtino como de una historia digna de una novela (quizá piensan en El código Da Vinci) o de un guión para un thriller. Pero nada de eso. Con los mimbres de que disponemos esto da -y no es poco- para una comedia que conjugue costumbrismo, absurdo y esperpento, vamos, un disparate surreal con los pies en la tierra. Algo así como un cóctel de Valle, Ionesco y Blake Edwards (el del inspector Clouzot y la Pantera Rosa, cuyos gags nunca me hicieron reír tanto como cuando me los representaba Raúl Dans mientras escribíamos guiones, quizá no tan desopilantes, aunque a veces sí).

La verdad, nada me parece más apetecible. No me voy a apartar del teléfono por si llama algún productor. O lo que sea.

29/6/11

Salvo el cine


Cuántas películas habré soñado a fuerza de no (poder) verlas. Porque me las perdía, porque me eran esquivas o porque no me encontraban. Mi cinefilia, como la de tantos, se nutrió de sueños de películas más que de las películas mismas, porque muchas se soñaban -tantas veces durante años- antes de poder verlas. Eran películas largamente deseadas y, cuando al fin se desplegaban ante nosotros en una pantalla, la experiencia representaba, más que una visión, una revelación. La última de esas películas soñadas que, al fin, pude ver fue Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju. Y fue toda una experiencia.


De Franju -el fundador de la Cinemateca Francesa con Henri Langlois y uno de mis cineastas esquivos- conocía, gracias a Raúl Dans, La sangre de las bestias (1949), un cortometraje -documental- de 20' rodado en los mataderos parisinos de Vaugiraud y La Villete, un territorio fronterizo en el extrarradio de la ciudad, donde las imágenes de los edificios como fortalezas carcelarias, las torres de vigilancia, los portalones de doble hoja, las chimeneas, las vías del tren y las víctimas sumisas sacrificadas por los matarifes cobran, con el telón de fondo -cercano al estreno del filme- de la 2ª guerra mundial, o por decirlo con las palabras de Adorno, después de Auschwitz, una inusitada potencia metafórica.


Pero la potencia cinematográfica de una película como La sangre de la bestias, un título en el que escuchamos el eco de La sangre de un poeta (1930) de Cocteau, con la fotografía de Marcel Fradetal -ayudante de cámara de Rudolph Maté en Vampyr (1932) de Dreyer-, germina en la mirada impasible -científica, diríamos, de ojos en vela- de Franju capaz de despertar profundas resonancias poéticas enhebrando la cotidianidad de los mataderos con unas monjitas con tocas caminando -cómo no acordarse de Buñuel-, unos niños que juegan a la comba en un descampado, una gabarra con ropa tendida que pasa -cómo no acordarnos de Vigo-, un maniquí abandonado...


O en la imagen de un percherón blanco sacrificado, o mejor, en el tránsito entre la vida y la muerte, allí donde lo real nos sobrecoge con la fuerza impalpable del misterio de ese instante que transfigura lo que es en lo que ha sido.



Lo que acaba de desaparecer ante nuestros ojos. La más radical de las elipsis ha cuajado, en lo real, lo más radicalmente otro, lo desconocido. Sólo en La sangre de las bestias he reconocido la experiencia que viví de niño en el matadero de Tui, donde la visión y el olor de la muerte, de la sangre y de la mierda se conjugaba con la rutina y el espanto.


Franju decía que sólo vemos bien cuando vemos mal, es decir, sólo vemos si el ojo se escandaliza. Como escribió Carlos Muguiro, la historia del ojo nos lleva siempre de regreso a las catacumbas de la visión, hacia lo que no sabemos o no queremos mirar. Y sólo vemos lo que nos mira, que decía Franz Hessel y citaba Walter Benjamin -y que Andrés Trapiello  ha elegido como lema de su blog (como tantas veces hemos apuntado aquí: sólo vemos bien las películas que nos miran). Si un cortometraje de apenas 20' destila tan arrebatado extrañamiento, el adjetivo documental resulta casi irrelevante. Es puro cine que genera el deseo de más cine destilado por los ojos de Franju.

Franju en La Novelle Vague por ella misma (1964) 
de André S. Labarthe y Robert Valey

A Franju le atraía lo insólito de las cosas y cifraba la cualidad de la mirada de un cineasta en el aquel de atravesar las cosas y revelar lo que en ellas hay de insólito. Se podría hablar de la insurrección de lo invisible a propósito del cine de Franju, un cineasta que propicia la emergencia de los objetos del magma indiferenciado del mundo y cosigue que las cosas cobren, a la vez, visibilidad e intensidad. Dicho de otra forma, lo invisible se revela cuando se rebela lo visible gracias a los poderes del ojo armado con una cámara de cine. Pero lo insólito de las cosas no puede inventarse, sólo puede expresarse. Como la poesía, no se busca, se encuentra. En el cine de Franju, lo insólito aflora sin aspavientos, en voz baja, como sin querer. Quizá porque lo aprendió de niño. En una mudanza.

Los niños nunca olvidan las mudanzas, decía Franju. La imagen de un armario con las puertas abiertas aparcado en la acera... Ángeles me contó hace un tiempo la impresión que se llevó aquel día a sus siete años cuando, al llegar de la escuela, encontró el aparador y su cama y la mesa del comedor y... en una camioneta a la puerta de su casa en Guillarei. La familia se mudaba a Tui a vivir en un monasterio abandonado, que había sido instituto durante la 2ª República y luego cuartel durante el franquismo hasta principios de los sesenta. Eran apenas seis kilómetros pero era como si la llevaran a otro planeta, aunque lo más espantoso -por insólito- fue ver su casa en una camioneta. Sigue siendo uno de sus recuerdos más vívidos, quizá porque latía aún en carne viva tanto tiempo después y Franju me lo trajo de vuelta a la memoria.

Recuerdo que un día, siendo pequeño, le contó Franju a Freddy Buache en 1957 con el pretexto, quizá, de cifrar su particular gramática de la fantasía -que decía Rodari-, abrí un armario y en su interior habían crecido champiñones por la humedad. Es evidente que los champiñones no están hechos para crecer en un ropero. Para mí fue una imagen sorprendente que determinó en mí un mecanismo instintivo de lo insólito. También en un armario ropero, extrañado en el garaje de la mansión del doctor Génessier, se esconde en Los ojos sin rostro un pasaje al espanto.


Un médico, el doctor Génessier (Pierre Brasseur) conduce borracho y tiene un accidente en el que el rostro de su querida hija Christiane (Edith Scob) queda desfigurado. A partir de ese momento se entrega a la práctica de sucesivos trasplantes de cara, con la complicidad de su ayudante Louise (Alida Valli), con vistas a remediar los estragos en la belleza de Christiane. Sobra decir que ninguna chica se presta voluntariamente como donante de rostro... Reducida a su story line elemental queda patente el argumento barato de Los ojos sin rostro, una trama de serie B, vamos.  


Por lo visto, la idea de Los ojos sin rostro surge del productor Jules Borkon que veía un negocio en la producción en Francia de películas de terror -baratas- al estilo de la Hammer Films y le encarga el proyecto a Franju. El cineasta aceptó porque le iba a permitir abordar un cine fantástico con formas realistas, aunque esas formas realistas atravesadas por los ojos de Franju devienen formas insólitas del cine de terror.


Franju trabajó en el guión con Jean Redon, el autor de la novela del mismo título -que sirvió de base a la película-, con Pierre Boileau y Thomas Narcejac -a los que habían adaptado Clouzot en Las diabólicas y Hitchcock en Vértigo-, con Claude Sautet, que también ejerció como ayudante de dirección, y Pierre Gascar figura acreditado como dialoguista. Como siempre, Franju se ocupó personalmente de escribir el guión -siempre técnico y minucioso, plano por plano-, siempre a mano, siempre en pliegos de papel cuadriculado, siempre a bolígrafo y, sobre todo, siempre con un tubo de pegamento a mano. Maniático incorregible -y de manías innumerables- escribía con una caligrafía muy cuidada y no se permitía la más mínima tachadura; si se equivocaba o escribía algo que no le gustaba, cortaba  esa palabra -o ese trozo de guión-, escribía otra vez sobre un trozo de papel recortado de tamaño equivalente y lo pegaba en el hueco correspondiente del guión. Sin pegamento era incapaz de escribir.

Un momento del rodaje de Los ojos sin rostro

Para iluminar Los ojos sin rostro, Franju contó con Eugen Schüfftan -acreditado aquí como Eugen Shuftan-, que al año siguiente ganará un óscar a la mejor fotografía por El buscavidas. Y con su musa, Edith Scob, para encarnar a Christiane y animar toda una poética de la máscara.






La había conocido cuando preparaba La cabeza contra la pared (1959); no había papel para ella pero la incluyó en la escena de la iglesia; Franju no solía hacer primeros planos, pero a ella le hizo un gran primer plano, y eso que era una figurante; no sólo eso, rodó sin necesidad varias tomas del mismo plano, sólo por el placer de filmarla, y no dudó en darle el papel de Christiane aunque no era conocida ni tenía experiencia. Sólo porque no podía imaginar otros ojos sin rostro si no eran los de Edith Scob.



Y la película puede verse como el tributo al rostro de una actriz, es la película soñada para contar -y cantar- un rostro, para dar cuenta del amor por un rostro y sus mutaciones.

Franju con Edith Scob en el rodaje de Los ojos sin rostro.

Durante el rodaje de las escenas de trasplantes de la película, Franju tenía siempre al lado a un ayudante de cirujano para garantizar que lo filmado era quirúrgicamente correcto.




Todo el cine es documental, lo que me gusta es que sea terrible, tierno y poético, decía Franju. Y Los ojos sin rostro cumple todos y cada uno de esos requisitos. Como todo cineasta de raza, Franju va más allá de los límites de lo visible descerrajando las puertas de lo que nos ocultamos, allí donde lo real cobra visos insospechados, donde el horror desvela un amor desmedido. Los ojos sin rostro nos abisma en el itinerario monstruoso de un hombre en busca de la redención resucitando la belleza de su hija.


La mirada -documental- sobre el mundo de los ojos de Franju, a fuerza de precisión e intensidad transfigura las cosas; ironiza sobre ellas, se enternece con ellas, las vuelve insólitas.




Un tren que cruza un paso a nivel donde aguarda Louise en el 2 CV, los cielos vacíos, un avión en la noche mientras el doctor da sepultura a una de sus víctimas en el panteón familiar,



el médico trazando con un lápiz el contorno del rostro donde deberá aplicar el bisturí, el travelling por los árboles desnudos, las puertas que se atraviesan una y otra vez y que amojonan los recorridos de los personajes en la mansión del doctor, la llegada del Tiburón al depósito de cadáveres filmado en picado, los perros, las palomas...


         


Lo fantástico asoma en Franju a través de las grietas de lo real, como un destilado de la fidelidad a las apariencias, a las mudas de lo real.

George Franju
No abrazo la vida sino la imagen. Esas imágenes son, como decía Baudelaire, mis flores marchitas. Parece que a Franju todo le resultaba difícil. Salvo el cine. Todo le resultaba hostil. Salvo el cine.

Edith Scob y Alida Valli con Franju 
en el rodaje de Los ojos sin rostro

Huía del mundo real y se refugiaba en el cine. Sólo hablaba de cine. Vivía sólo para el cine. Sólo tenía ojos para el cine. Y el cine le salvó.