Dado el prolongado tiempo que llevaba sin continuar con mi exitosa serie de posts con títulos pentavocálicos, son tres las posibilidades que andaba contemplando a la hora de recuperar el contacto.
Las dos primeras las desestimé para no cansar a la gente con mi insistencia sobre cuestiones musicales.
En una iba a reiterar mi rendida admiración hacia Frank Ocean, una vez he sometido Blond a intensivas escuchas y sigo pensando que es un disco extraordinario, justo porque Frank se ha mostrado insultantemente libre incluso a la hora de entregar una obra extraña y poco asequible.
En la otra posibilidad iba a hablar de Skeleton tree, triste y sepulcral nuevo disco de Nick Cave, que no he oído tantas veces pero al que empiezo a reconocer algo más que spoken poetry en sus primeras cuatro canciones. Iba a mencionar en algún momento que Nick Cave empieza a parecerme el Leonard Cohen para las personas que no se ponen nunca corbata. Pero lo desestimé: necesito oír más veces el disco y convencerme de que mi opinión no va a cambiar de forma tajante.
Por tanto he decidido acercarme un poco a cuestiones poco habituales aquí. Mientras espero avistar a Horacio saliendo a respirar de esa dura pero gratificante experiencia que son las novelas
hardcore de David Foster Wallace. Echad un vistazo a las dos imágenes que publico a continuación.
La de la derecha era Hande Kader, transexual turca que abanderó manifestaciones en su país a favor de las opciones sexuales diferentes de la heterosexualidad (eso tan indescifrable que es el colectivo LGTB), y que hace unas semanas fue asesinada, al parecer, por una multitud, supongo que integrada mayoritariamente por varones, asesinato que, perdonad una truculencia que no me es muy dada, incluyó mutilación y cremación. Su cadáver apareció en una calle de Istanbul.
La foto de la derecha corresponde a Qandeel Baloch, joven pakistaní cuya cuenta en la Red (no recuerdo si en Instagram o en Facebook) dedicaba, a través de videos e imágenes sugerentes, a estimular cierto grado de liberación sexual en las mujeres de su país. Qandeel fue estrangulada por su hermano en un acto de lo que, de forma abyecta, viene a definirse dentro de la sociedad islamizada de Pakistán como un crimen de honor. El repugnante asesino defendía a su familia que, al parecer, sentía vergüenza por la actividad en internet de la joven. Queda claro que nada hay que mejor vaya contra la vergüenza que cometer un asesinato.
Me han impactado estos dos crímenes porque las víctimas lo único que habían hecho era ser diferentes, valientes dentro de sociedades marcadas por las mayorías religiosas, hacer bandera de ello de forma pública, y porque sus actos, con independencia de la celebridad a nivel personal que pudieran otorgarles, tenían como finalidad ayudar a sectores que, en sus respectivos países, son objeto de opresión. Así es como las gastan en Turquía (eterno aspirante a la integración en ese engendro llamado Comunidad Europea que, en decisiones tiznadas de hipocresía, retrasan sine die su incorporación, y brindan alegres por los pretextos que les aportan situaciones esperpénticas como el reciente auto-golpe de estado) y en Pakistán (potencia en una zona conflictiva que los americanos toleran con tal de no perder presencia y ceder en lo que parece un mal menor frente a los talibanes, Al Qaeda e ISIS).
Voy a tener que salvar una lanza en favor de este estado ingobernado en el que, por cuestiones administrativas, se afirma que vivo. Afortunadamente la mayoría de los que os encontramos aquí vivimos en sociedades en que estas situaciones pueden suscitar reticencias, pero no representan un riesgo físico vital. Aquí si una joven decide dar consejos subidos de tono seguramente se la confine a un programa de madrugada en cualquier canal local o se le proponga intervenir puntualmente en tertulias subidas de tono. La comunidad transexual sigue sin contar con una situación sencilla: no hay manera de evitar que la prostitución siga siendo la opción más común para ganarse la vida, y cierta generación aún está afectada por esa sensación que se nos introdujo como sacrílega, la que no entiende que alguien pueda sentirse tan a disgusto en su propio cuerpo que, en la manipulación para acabar con esa situación, llegue al extremo más incomprendido: renunciar al género y a los órganos que desempeñan una de las funciones sacrosantas que justifican nuestra existencia: la perpetuación de la especie. Ese es un aspecto proclive a la incomprensión, a la incomodidad de la curiosidad que muta en morbo, y a que, aunque sea por omisión, evitemos su trato con normalidad.
Dos crímenes repugnantes porque son perpetrados por cobardes amparados en motivos de cobardes: la multitud desbocada y el hermano aprovechándose de la cercanía y la confianza que otorga la relación familiar. No puedo comprender sociedad alguna que cobije esos comportamientos o los justifique de modo alguno. Detrás, ya sabemos, la creencia religiosa y cierta creencia religiosa. Y claro, la maldita actitud occidental de mirar hacia otro lado.