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dissabte, 28 d’abril del 2012

CARTA DE AMOR # 23

Este tipo es Kiko Amat. Pero su imagen normalmente no es esta, con barba y tatuajes y mojito delante, brazos sobre el borde de la piscina (pileta, no?). Tiene otras fotos promocionales. Delante de una estantería repleta de discos. Con un traje a lo Reservoir Dogs (incluyendo corbata estrechita). Con polos Fred Perry. Con camisetas. Sin barba, con el pelo más corto. Sonriendo, casi siempre, tímidamente.
Conseguí Mil violines tras una espera en la biblioteca; alguien lo estaba leyendo. Ahora que lo tengo, ya he recibido el oportuno mensaje para que lo devuelva en su fecha. Otro alguien espera para leerlo.
Un ensayo sobre la música pop. Más concretamente, sobre canciones y discos favoritos. Nick Hornby hizo un experimento parecido en 31 songs. Pero resultó fallido. Un libro flojo de Hornby, falto de sustancia. Amat ha respondido varias veces sobre la similitud del planteamiento en este libro. Pero es que resulta que Amat sale triunfador. Por mucho.
Consciente de que era un ensayo, y que el argumento se basaba en la mención constante de discos y canciones, sometí el libro a un primer hojeo exhaustivo. De esos que damos a ese tipo de libros, a la búsqueda de las partes concretas donde se concentran las referencias: esas referencias que buscamos los maníacos para ver si conocemos o no, y en este caso, ir tras ellas a toda castaña. Hecha esa comprobación, pensé que acabar con el libro sería un mero rato adicional para verificar que todo el texto que acompañaba esa mención de discos y artistas no desentonaba. Qué error de principiante.
Porque resulta que es en el texto que acompaña a las referencias donde se esconde lo que hace de este libro una magnífica lectura. Amena, divertida, profunda, repleta de anécdotas autobiográficas contadas con un estilo ágil y directo. Pero intencionado, brillante. Lo único que había leído de Amat eran sus numerosas colaboraciones en medios musicales y culturales y una novela, Cosas que hacen bum, que me pareció algo ingenua e inacabada, precipitada. Pero esa sensación desaparece ante la espléndida autobiografía soterrada (parafraseo a Pitol) que es este libro. Que sí, es posible que sea mejor apreciado si compartes con Amat esa especie de monomanía por la música, sobre todo por la música pop en todas sus variantes posibles: en como entra sin llamar en nuestras vidas y como pasa a dominarlas de la manera más sibilina. Pero no hay que ser tan reduccionista. Amat escribe como si estuviera hablando con una cerveza en la mano en la barra de un bar. Desinhibido y con confianza. Consciente de que quien abre su libro, con las advertencias iniciales que lo ribetean, ya es un cómplice: que tiene la mitad del camino recorrido. Dosificando el equilibrio entre lo minoritario y lo que no lo es tanto. Sin miedo a expresar su escepticismo hacia artistas consagrados, más, si hace falta, cometiendo auténticos sacrilegios ante los cuales uno, en vez de sentirse incómodo, por lo que decíamos de la complicidad, sonríe. Y después de sonreír, sigue leyendo. Porque las casi 300 páginas, que incluyen prólogo y útiles apéndices (la locura: listas comentadas) pasan volando y te dejan con un agradable y fresco regusto (como el mojito que le espera en la piscina), y con ganas de que te sirvan otro. 


dimecres, 8 de febrer del 2012

EL SEPTIMO SENTIDO

Los círculos se cierran a veces de las maneras más desconcertantes: hace poco hablo del sentido crítico, hoy Monzó se muestra admirado por una crítica particularmente encarnizada (la de un comentarista estadounidense sobre el restaurante de los padres de Lady Gaga), por su valiente y áspero pronunciamiento donde el periodista, un crítico gastronómico, actúa con vehemencia, no se corta un pelo, dice las cosas por su nombre, por ese nombre o ese adjetivo al que tanto miedo se le tiene. Clava el cuchillo, le da vueltas, se ensaña.

Cómo me gustaría que el mismo crítico hubiese pillado en su momento a Sabina.
Aunque aclararé que Sabina no tiene por qué cocinar, también, horrorosa y pretenciosamente.

Cómo me gustaría, también, tener un comportamiento parecido, dándome igual emplear palabras hirientes si éstas son justo las que definen mi parecer. Sin miedo a las repercusiones viscerales, sin miedo a recibir una réplica pareja en crueldad. El puesto ya está ocupado en este país, por lo menos en el imaginario popular, Risto Mejide es el clásico hijoputa que destripa sin contemplaciones ni ápice de empatía alguna las ilusiones de los pobres desgraciados que acuden incautos a demostrar pretendidos talentos. El tipo los tira al suelo, les da revolcones y les sacude patadas alternas en hígado y riñones. Luego escupe sobre sus cadáveres, porque lo de miccionar ya lo hacen los soldados USA y él no va a copiar a nadie. Lástima que se hayan encargado de situarle dos polis buenos al lado, fundamentalmente, para evitar que se dispare preocupantemente la tasa de suicidios. O para evitar que sea él mismo el que dé el tiro de gracia a tanto payaso con pretensiones de popularidad. Son justo esos cinco minutos en los que el tipo chupa cámara y tira de prosa afilada, no lo he visto tanto rato, no creáis, pero me encantaría constatar que su único juicio cercena carreras e inunda patanes en lágrimas de desesperación y golpes en el pecho clamando por la injusticia. Si el tío nos hubiese librado de todas las cucarachas que han poblado OT (o sea, todo el mundo). Si lo hubiera hecho.

Ser crítico exige, pues, ser experto en cierta especie de perfeccionismo conceptual. El que desprecia la mediocridad o, rara vez, atisba algún potencial en medio de ella, y levanta el pulgar, levemente. Levemente, y provisionalmente. De poco sirve lo que hayas hecho antes, siempre, o casi, te juzgará como a un tembloroso principiante. Los críticos y el síndrome del segundo disco, cuánta tinta podría emplearse ahí.

En dos semanas tendré en mis manos el número de la revista literaria Orsai. Lo tendré por el curioso procedimiento de distribución de que disponen. Un tipo me llamará y me dirá donde me parece bién que me la entregue. En un lugar público a plena luz del día o en un café vacío a medianoche. Entonces descubriré si ha merecido la pena o no los dos meses que llevo asomándome a la web de Orsai, (aunque sí lo ha merecido por los lectores que progresivamente obtengo gracias a mis links), si he de ser coherente y sincero hasta que duela, igual que el crítico de New York con el restaurante de los padres de la pájara esa, debo decir que dos meses ya son demasiado tiempo para tanta endogamia auto-referencial. Para tanto untarse mantequilla entre lectores y redactores. Que no creo que Casciari sea un tipo de los que le hace gracia tanto endiosamiento. Que los lectores de una revista quieren historias o ensayos con valor literario, y que Casciari está en su derecho de redactar un post cada semana cronificando el devenir de los hechos, puede, si quiere, elevar un post a la categoría de spin-off y decir que el tío de la imprenta le explicó la historia de su familia y como dirigía una gran editorial y ahí le tienes imprimiendo revistas a miles, cuando imprimía libros a millones. Casciari es el puto amo, que dice Guardiola, y es su blog, aunque le llama bitácora, que es más latino y más comprensible, porque es su diario de a bordo de la nave que dirige. Pero yo quiero chicha, y la quiero ya.

El público obtiene justo lo que el público quiere.



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