Pues Horacio me propina una muy oportuna patada. Ya no en la inspiración, pues sería pretencioso decir que la tengo (aunque no es menos pretencioso negarlo), sino en cierto sentido del amor propio que me acosa si contemplo en perspectiva el pírrico balance de las últimas semanas de este rincón escrito del universo. Trufadas de politiqueo, de las erráticas andanzas de Jesús, del vergonzante episodio en el que la invitada se presenta con una botella de buen vino cuando el anfitrión no ha empezado a hacer la cena, y de las puntuales presentaciones de música. Espejo de lo que soy, ja, pues llevo días en los que escribo y leo mal: o sea, no escribo con decencia y no asimilo bien lo que leo, por lo que salto de libro cual de flor en flor (a lo mejor, digo, debería pasar por la tienda y hacer la apuesta en firme que Las leyes de la frontera, nueva novela de Javier Cercas, tiene toda la pinta de ser), y esa vaguedad la compenso o la apuntalo oyendo mucha música, chafardeando mucho Twitter y, claro, asistiendo a esta especie de borrador de historia universal que es el proceso por el cual Catalunya tiene que acabar siendo una nación. Ni que decir lo excitante de esto último, excitante de una manera avasalladora. Y en un rincón de un comentario Horacio menciona a Trueba, estrábico de pro en el que nos hemos parado (curioso, no nos paramos en Kirchner, pero sí en Trueba) y sobre el compendio de jazz latino que es su película Calle 54. Y ese es el chispazo: me pregunto mientras vacío el lavavajillas, una de esas tareas domésticas que uno puede hacer con el cerebro completamente conectado a otra cosa, por qué no acaba de gustarme el jazz latino. Mientras los platos aún calientes pasan por mis manos elucubro sobre el tema y rápidamente pergeño una teoría: lo encuentro demasiado frívolo y demasiado sensual; como una música excesivamente orientada al baile y al apareamiento, como si estuviese diseñada para encajar con cierto esquema acercamiento-tanteo-cópula que me resulta toscamente simple. Horacio se encargará de dinamitar mi teoría simplista, pronto, espero: y mira que se tarda poco, cuando uno tiene energía, ganas, y los platos queman, en vaciar un lavavajillas.
Entonces paso a preguntarme por qué me recreo en músicas más retorcidas (en catalán decimos recargoladas: cargol significa caracol), en músicas más oscuras que no apelan tanto al lado sexual. Me pregunto si es que me he hecho mayor para mal. Porque uno de los discos que más oigo últimamente es An awesome wave de los Alt-J, y empezaría diciendo que jamás hubiera oído el disco de un grupo que se autodenomina como el atasco de teclado que se usa para introducir el símbolo de la letra Delta. Pero Sigma los colgó en su página de Facebook. Pero, en algún artículo que no logro encontrar, se les mencionó como un grupo influido puntual y levemente por la parquedad (la austeridad o la avaricia) de sonido de los XX. Lo cual es una sutil pero acertada comparación, pondré el ejemplo más estúpido del planeta, pero los auténticos yonkies de la música deberían comprenderme: los silencios de los Alt-J se parecen mucho a los de los XX. Son silencios que son preludios de estruendos o de lamentos o de llantos, son silencios significativos en las canciones en las que están insertados. Los Alt-J, leo, porque hay que documentarse un poco, no porque haya retomado cierta insana onda mitómana, son cuatro chicos blancos de Cambridge, estudiantes de artes, los cuatro con pintas de ser daltónicos, de dejar que sus madres les tejan los jerseys, de acumular lustros de virginidad contumaz, de ser capaces de recitar veinte pintores del expresivismo ruso del período entre guerras. Que supongo que un día, en una de esas cortas pero interminables tardes en las que cuatro nerds sin nada qué hacer se juntarían para comentar sus cosas, decidieron formar un grupo. Un grupo al frente del cual han puesto a un vocalista cuya voz será a la vez su marca y su escollo: extraña, nasal, un pelo irritante. Falsete extraño, que me trae a la memoria cosas tan distanciadas como a Ian Anderson de los Jethro Tull o el tipo que cantaba en esa especie de one hit wonder que fueron los Fine Young Cannibals. Los temas de su disco son auténticos caos hasta en su concepción y distribución: un tema a-cappella, uno sólo con guitarra o con piano. Para anotarse un guiño más a quien los compara con los XX, un primer tema llamado Intro donde amagan toda la paleta de sonidos: intensidad, distorsión, la voz.
Luego empieza ya una amalgama de influencias de todo pelaje: intensidad sónica enmarañada donde caben ritmos de piano como los que inician algunas canciones de los Coldplay, pero también influencias folkies, dubstep, canciones de acampada, bandas indie de todo pelaje como los Foals o los Atlas: bandas que son lo que parecen. Grupos de oyentes stajanovistas de discos que transparentan desvergonzadamente influencias tan dispares que acaban siendo mezclas originales. Como niños jugando a mezclar los restos de las bebidas mientras los adultos nos entregamos a la sobremesa.
Algo ha visto la industria en ellos que no ha visto en otros: su disco suena firmemente como candidato a un no por decadente menos significativo Mercury Prize: premio de la industria británica del disco que no siempre se ha decantado por apuestas comerciales y acomodaticias. Sus vídeos (incluso justo ése que alguno criticará que yo inserte aquí) no son los de cuatro aficionados con dos cámaras y el Filmmaker Pro pirateado de un amiguete.