Sometí a estas páginas a un período de reflexión. Me alejé hacia un rincón y vi, desde diferentes perspectivas, como estaba quedando eso. Sabéis esos días en que a uno le da por cambiar los muebles de lugar, para acabar dejándolos como estaban. Justo como si nuestra memoria fuese la exacta que alcanza para olvidar que ya lo habíamos hecho tantas otras veces. Para ver que, igual que en los rincones de los pisos (pero no por caprichos de los constructores), a veces en nuestras vidas hay cables, donde no deben, que te unen a cosas importantes, y esa toma de corriente, la que te sirve para cargar las baterías, muchas veces está escondida en el lugar más inverosímil y cuesta acceder a ella. Y los radiadores radian calor, pero no siempre te apetece estar cerca de ellos.
Ya basta de metáforas dignas de libros de Jane Austen o, peor, de Paulo Coelho.
Ya basta de metáforas dignas de libros de Jane Austen o, peor, de Paulo Coelho.
La cuestión es que no quiero cambiar nada, en la forma y en el fondo, pero esto tampoco puede seguir igual. Me gusta el cuadro de Klee. Recuerdo verlo en circunstancias de absoluta felicidad y relajación, pero seguro que ví otras cosas que no inundaron mi espíritu como ese conjunto de formas y colores. Convivir con los grandes momentos es importante, pero no lo es por sí solo. Me gusta ver mis palabras en la pantalla como si se tratase de algo que puede sobrevivirme, aunque sea en esa realidad virtual. Me gusta ver esa relación de nombres a la derecha, que he tomado prestados, la mayoría, por la escasa renta de alguna palabra de elogio. Otros no han recibido elogios, pero están ahí porque hay que recordar también lo que nos disgusta.
Así que si leéis esto, puede que signifique sólo un post más de esos excesivos 400 (también me planteo eliminar algunos que son indignos, pero no me veo como juez de mi propio escaso talento, prefiero la lenta tortura de esa entrada que nadie ha leído), pero para mí será una inflexión, un extraño punto y coma en el que he parado, apoyado en un muro, para decidir si la carrera seguía o acababa ahí.
La cuestión personal : emulando (patéticamente) a algunos de mis favoritos, he jugado con demasiada frecuencia aquí a proyectar hechos y circunstancias sobre mí que han sido ciertas, en parte o no, y ahora no soy capaz de desprenderme de ese personaje, que ha tomado vida propia. No debo mencionar 2001, una odisea en el espacio, no lo haré por que el Francesc que escribe sea un trasunto de HAL9000, la broma con la película estaba oculta en los post que llamé El círculo vicioso. Sólo digo que, frente a ciertos hechos que aquí se han dado, he dejado de actuar como yo y he actúado como el personaje, un personaje al que he querido despojar de mis defectos, o esconderlos, o magnificar sus virtudes, aunque virtudes no me he atrevido a crearlas, eso ya era una barrera que no quise traspasar. A mi alter ego acaban gustándole más los bajos que apuñalan el estómago de lo que me gustan a mí. Tal vez haya de comprar sales minerales. A mi alter ego puede que le siguieran gustando discos que en el 94 o 96 eran vanguardia total y ahora encuentro insustanciales, inescuchables, insípidos, demasiadas palabras que empiezan por in, cesto donde no encuentro intrigante, ni mucho menos increíble.
Nadie debe olvidar la culpa de Robertson Davies. Por leer La ciudad de los prodigios estoy llegando a una conclusión. La palabra conclusión entraña algo más o menos definitivo y final, en cualquier caso muy difícilmente reversible. Es que jamás escribiré como Robertson Davies. Digo jamás y sé que puedo decirlo. Imposible encontrar entre mi espíritu y mis registros y mi impostada superioridad cultural, suficientes recursos para llegar a la altura de semejante genio. Diría que ha sido la casualidad, con la intervención divina de la programación otoñal de los editores, la que ha designado que lea El mapa y el territorio y luego La ciudad de los prodigios. Dos libros tan diferentes, en vocabulario, en temática, en época en que se sitúan, pero a la vez tan idénticos, en ambición inabarcable de sus escritores, en suntuosidad resplandeciente en su desarrollo y en su concepción. Todo desprende un desagradable tufo a caducado cuando has transitado por esas páginas. Todo se relativiza, y palidece hasta un tono sepia que no puedo aguantar.
Uno ve tanto vacío cuando mira hacia atrás y ve tanto post y tanta reiteración, tantas canciones de Goldfrapp, de Walker, tanto encono en hacer de Bolaño ( y luego de Kapuscinski, de Monzó, de Cercas...) el presidente de la república de Utopía, que acabo con una extraña sensación.
Como llenar de graffitis, cada día, un muro que sabes que acabará siendo derrumbado.