Desde aquí he reverenciado en repetidas ocasiones el toque distintivo de las series británicas. Su hecho diferencial. O, bueno, el de la ficción británica televisiva, la pública y la privada, dados los extraños y maleables formatos en que se encapsula y se nos presenta. He alabado su concisión, su escasa rendición a la frivolidad estética, su indeleble marca de agua (esos grises azulados, la factura técnica sin acudir al despilfarro efectista, esa sobriedad visual, el buen nivel actoral).
Todo cuadraba con Sherlock. Serie de dos temporadas hasta la fecha, con tres extensos capítulos (hora y media cada uno) por temporada. Precedida de elogios, si no tan encendidos, sí unánimes, y en medios a los que acudo habitualmente a tomar referencias. Elogios que remarcaban la efectividad en la transposición de las tramas al momento actual, el encaje de esos personajes ya añejos al hipertecnológico mundo actual.
Entonces algo debe explicar que me durmiera en medio del segundo, y prácticamente al principio del tercer capítulo. Algo extraño sobre lo que hipotetizaré, descartada causa fisiológica de mi naturaleza y responsabilidad. Pues visionadas a las mismas horas, series como The Shadow Line o -horrorízate, 6Q, y otros- la segunda temporada de la inexplicable Alaska y Mario no se han acercado ni de lejos a la modorra experimentada con Sherlock. Insisto, al inicio del tercer capítulo. Así que no es que un capítulo (su duración es prácticamente la de películas de las de Coca Cola de litro y palomitas) se alargue y se complique. A los diez minutos, dormido como un niño, para despertarme sobresaltado en algún momento, y volver a caer luego. Hasta que comprendes que te has perdido algo y lo dejas correr.
Puede que sea que el personaje de Sherlock me parece absurdamente reminiscente del de Sheldon Cooper en The Big bang theory: ambiguo, relamido, con dimensiones fisicas y psíquicas desproporcionadas, pagado de sí mismo . Pero Sheldon estaba primero: por cinco temporadas y unos cien capítulos. E, importante, consciente de que su destino es generar estupefacción y risas. Porque The Big bang theory es una comedia que es banal pero acaba calando, sin que llegues a saber por qué, y Sherlock pretende ser una especie de modernización del mito y acaba siendo un pastiche.
De hecho, cuando me despertaba entre sueños en el segundo capítulo me parecía estar viendo Tintín la de Spielberg, pues si algo no se le puede negar a Sherlock es que su puesta en escena, sus historias autoconclusivas, su música, son casi cinematográficas. Eso es lo que deberían haber hecho, agotado el filón de Harry Potter, a causa de actores que dejan de ser niños. Enfocarla abiertamente al público infantil y hacer de Sherlock una especie de nueva saga: elegir otros actores (el que hace de Dr. Watson, que había aparecido en la edición inglesa de The Office parece irse a dormir en cada escena: plano como el encefalograma de Rodrigo Rato), enredar a algún estudio de las majors, hacer muñequitos para regalar con los Happy meal del McDonalds, encargar un videojuego, juegos de mesa, disfraces para Carnaval, reeditar las obras de Conan Doyle en ediciones completadas con fotogramas de la película, crear una web para que seguidores clásicos y seguidores de nuevo cuño del personaje discutieran en foros sobre las semejanzas y las discrepancias, con un subforo particularmente arisco entre detractores y partidarios de que la ligera escora gay del personaje literario quedara ya prácticamente reducida a una orgullosa proclama, nada más llevar cinco minutos de serie. Todo eso: más repercusión y más dinero. No estas medias tintas que no van a ningún lado.
Lo cual es irrelevante, en el fondo. Si Sherlock defrauda mi expectativa no es porque yo no haya sido un particular seguidor de sus aventuras en libro, ni del género policíaco en general. Quizás es porque ese personaje, como los de algunas películas antiguas, las de John Wayne o James Stewart, está asociado a un tiempo, a un hábitat cultural en el que se movía como pez en el agua. Adaptado a GPS, a smartphones, a bases de datos universales donde uno puede saber en cinco minutos si el fabricante en Pakistán de cierta resina plástica, que compone el forro del traje de cierto sospechoso, atraviesa problemas financieros, y si distribuye sus productos en la comarca del Baix Llobregat, este Sherlock, y quizás todos los Sherlock posibles de este mundo, sólo acaba pareciendo un enteradillo al que le arrearías dos collejas.
Lo cual es irrelevante, en el fondo. Si Sherlock defrauda mi expectativa no es porque yo no haya sido un particular seguidor de sus aventuras en libro, ni del género policíaco en general. Quizás es porque ese personaje, como los de algunas películas antiguas, las de John Wayne o James Stewart, está asociado a un tiempo, a un hábitat cultural en el que se movía como pez en el agua. Adaptado a GPS, a smartphones, a bases de datos universales donde uno puede saber en cinco minutos si el fabricante en Pakistán de cierta resina plástica, que compone el forro del traje de cierto sospechoso, atraviesa problemas financieros, y si distribuye sus productos en la comarca del Baix Llobregat, este Sherlock, y quizás todos los Sherlock posibles de este mundo, sólo acaba pareciendo un enteradillo al que le arrearías dos collejas.