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divendres, 9 de setembre del 2011

LA DECADA DECAIDA

Para que recordemos que pertenecemos a una especie animal instalada en este bonito planeta, ciertos hitos globales, o locales con la suficiente importancia, quedan grabados en nuestra memoria para siempre. Que ni por un momento olvidemos, creamos en lo que creamos, que compartimos un destino común (aunque no me gusta llamarlo así, debería llamarle camino, pues diremos dónde vamos, claro que lo diremos). Somos la humanidad, qué palabra tan mal empleada en muchas ocasiones, y en nombre de la cual se han hecho muchas barbaridades. 
En cualquier caso, ese colectivo estuvo bajo shock el 11 de septiembre del 2001, y el domingo hará diez años, y no sé el plan que llevo, pues estoy intermitente y cambio el ritmo y he dejado de marcar un paso marcial para (cosas del verano) abrazar una constante discontinuidad (aunque sea un oxímoron). Resumiendo, no sé si el domingo toca publicar, pero sería imperdonable olvidar. Mi hijo apenas tenía tres meses y el verano había sido complicado, pues los recién nacidos tienen esas cosas. Apurando el verano hasta el extremo, decidimos mi recién ampliada familia y yo irnos unos días a la Vall de Boí-Taüll. Tres días antes había sido atracado a punta de pistola en un despacho al que iba a controlar las finanzas. Fue la primera shocking experience  de esos días, y retrasé mi viaje pues me robaron toda mi documentación. Debía irme el 10 de septiembre y hube de emplear ese día en obtener duplicados de mi DNI y mi carnet de conducir. Jamás hasta ese día, y nunca más desde entonces, hube de cambiar las fechas de un viaje programado. Así que el 11 de septiembre de 2001 partimos a media mañana hacia nuestro hotel. Comimos en un restaurante en un pueblo cuyo nombre no recuerdo, dentro de la provincia de Huesca. No pongo la radio cuando conduzco por carreteras de montaña. Ese es el momento para poner el primer disco de Goldfrapp, entre otros. Volvimos a entrar en Catalunya, siguiendo viaje, de manera que llegábamos al hotel a eso de las 15:00 h del mediodía, justo cuando el primer avión había impactado una de las torres. Subimos a la habitación. Comimos precipitadamente, casi solos en el comedor pues en esas fechas el hotel se estaba vaciando. Bajamos a un pequeño parque con esos enormes hinchables, que por ese motivo estaba también siendo desmantelado. Alguien nos dijo que en Estados Unidos se había montado una gorda. Debían ser pasadas las seis, hora que en septiembre y en el Pirineo ya empieza a ser fresquita. Volvimos a la habitación, puse la TV, y en los cuatro o cinco días que seguimos allí, prácticamente no la apagué, con esa mezcla de fascinación, terror, estupefacción, miedo, morbo... todo lo que nos pasaba por la cabeza a los que vivíamos convencidos que aquello, que parecía pasar tan lejos, estaba prácticamente a nuestro lado. Recuerdo que me sentía extrañamente a salvo en aquel hotel casi vacío en aquel valle semi-desierto. A medida que ví lo que pasaba, y en los días siguientes empecé a especular con sus repercusiones, comprendí que nada iba a ser igual a partir de ese momento. Ver multitudes con sus turbantes, en ciertos países, jalear y alegrarse y mostrar júbilo por eso; te das cuenta de el enorme hachazo que los frentes religiosos infligen a nuestra ingenua pretensión de hermanamiento. Hay mucho mal que ya está hecho, y es irreversible. Pienso que diez años más tarde aún no nos hemos repuesto. Afganistán, Irak. Vemos los conflictos en Egipto, Túnez, Siria, Libia, y en todos los casos estamos atentos a quien se aproxima al poder. Porque nos dan miedo desde hace diez años pero no queremos que ese miedo se refleje en nuestra mirada.


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