Algo había de pasar. Con las series consumiendo sin complejos recursos del cine, sean actores en pos de un renacimiento de su carrera, guionistas con ínfulas literarias, técnicos necesitados de facturación, secundarios hambrientos por extender sus quince minutos de gloria a treinta o cuarenta, el cine debía apuntar alguna especie de reacción. Cuando se ha constatado el espectacular fracaso del 3D (en cine y en TV, un trastazo muy considerable), limitado a los blockbusters, cuando actores y directores, con escasas excepciones, han dejado de ser reclamo suficiente para generar colas kilométricas, parece que el renacimiento del cine quiera que uno de sus puntos de apoyo sean los documentales. Pocas pretensiones, bajo coste, ausencia de divismo, prestigio cultural. Sí: algunas de las mejores veces que me he sentado, en los últimos años, delante de una pantalla por más de una hora (o sea, el lapso que excede a la duración stándard de un capítulo de mis series totémicas) ha sido por documentales. 30th century man, La pesadilla de Darwin. Y ahora le ha tocado a Man on Wire, que Mr. Blue recomendó encarecidamente aquí, que yo no soy de plagiar ni de dejar de reconocer méritos a los demás.
Pues tenía razón el muy bellaco: Man on Wire es emocionante, fascinante, casi policíaco en esa mezcla bien tramada de grabaciones antiguas y sentido de la dramatización. Es una epopeya personal, casi una quijotada de un tipo hace un montón de años, de un chalado al que pocos prestaríamos atención alguna de no ser por este portentoso documental. Es un canto a la locura absurda (aunque todo el rato me tiene pensando en que esa locura necesita una vía de financiación, pero no voy a quitarle la mística), y es un documental que tiene como una especie de reflejo lejano, de daño colateral, que creo que es como el silencio entre notas musicales: más intenso. Sin nombrarse ni un solo instante los hechos, las dos protagonistas de esta inmensa obra visual son las torres del World Trade Center. El 11-S. Es una sombra esquiva que se desplaza y que, como el funambulista explica en una escena, se esconde tras la columna dando la vuelta a nuestro ritmo para que no podamos verla. Esa es, además, la lectura entre líneas. Como un escritor o un pintor que fallece, la obra completa de arte que es ese tipo jugándose el pellejo a 400 metros de altura ya no es reproducible. Los dos aviones de las nueve de la mañana, otra vez. Están ahí, vuelan sobre esas imágenes, y ello las hace aún mejores.