Puede que suene pretencioso, claro. Es uno de los riesgos que se toma cuando se escribe para todo el mundo que quiera leerte. En el fondo, es lo mismo de lo que acabaré tratando. En el mundo de hoy, quien publica sus textos sin acuerdos editoriales por medio ha de exponerse a lo que opinen los que le leen. Los que le leen muchas veces son implacables, son máquinas de criticar y despedazar y arruinar vocaciones. Otras son, simplemente, personas que piensan, en el último momento, algo que matiza su opinión negativa (que si todos aquí escribimos gratis, que si el tiempo que empleamos, que si la desnudez de los sentimientos). Pero ay de los que publican a cambio de dinero. No de poco; de los 15 o 20 euros que cuesta una primera edición de la mayoría de libros. Hoy por hoy, todos ellos deben convencernos del motivo por el cual nuestro dinero va a cambiar de bolsillo para quedarnos con sus textos.
Puede que suene pretencioso, claro. Pero a base de leer y leer, me di cuenta de que lo que opinaba de los libros que leía empezaba a tomar un cariz crítico. Agrio cariz, por cierto, con ese matiz enfadado frente al libro que te había hecho perder el tiempo, y al revés. Que ese cariz se solidificaba y tomaba el poder. Jodida, agotadora situación, cuando algunos (no tantos, pero algunos) te jalean las opiniones y otros se enfrentan a ellas. La cosa, pensaba yo, remitiría si esa crítica pasaba a desenvolverse dentro de la responsabilidad de un colectivo. Pero no: como el niño que disfruta con el juego, he sido cada día más incapaz de desembarazarme de mi acritud infantil, de eso tan óptimo que es, dicen, tomar una perspectiva. Imposible leer un libro y no decir lo que pienso. A algunos les habré concedido (concedido, qué palabra más paradigmática de lo pretencioso, pero ahí se queda) la gracia de una segunda lectura. Pero pocas veces eso ha ayudado más que para corroborar una opinión.
¿Y por qué explico esto?
Pues por dos casos opuestos. O no tan opuestos. Protagonizo una ligera polémica (ni agria ni virulenta, todo se está reduciendo a intercambios de opiniones inmutables) en referencia a Chesil Beach, novela de Ian McEwan a la que he propinado rotundos varapalos por doquier; varapalos en los que se amontonan calificativos que, con más o menos exactitud, se agrupan alrededor de conceptos como ligereza, mojigatería o cursilería. Calificativos asestados (preciosa palabra en este contexto) en nombre, básicamente, de la intención que le adivino a su autor, que es ni más o menos la de hacer que una novela sea vendible a la mayor parte de la gente posible. Historia clara y concreta, novela corta pero sin llegar al suspiro, estructura inteligible, conclusión con capacidad de ramificarse (si uno es sesudo) en crítica de una sociedad o hasta de un tiempo. Menudo diseño, Ian, machote. Pues bien: aquí viene Francesc el criticoide resabiado a espoilear. Chesil Beach explica como dos vírgenes llegan al matrimonio y él, porque es más mundano, pero le pesa su educación, está nervioso pero respeta la situación (años 60, Inglaterra), cuando ella, porque es una fina moza cuya sensibilidad ha sido monopolizada por su maestría musical (que la ha recluido en una urna, en vez de integrarla en la sociedad), vive atemorizada ante el momento en que ello se produzca. Y el momento culminante (enciendo aquí alertas de espoileo, de uso de lenguaje procaz, de escatología, todas a la vez) es que ella se siente asqueada porque, en medio del acto primerizo, él eyacula antes de hora. Y a la moza, que ha mojado el fluido de él (sustitúyase por la palabra que cada uno escoja más adecuada (semen, esperma, leche, chorromoco, la que sea), que Ian McEwan define como cucharada manando limpiamente, en el circunloquio más patético concebible en la carrera de un literato (y sólo parcialmente justificable por la remota posibilidad de que el traductor de turno estuviera en uno de esos días creativos), eso la hace salir corriendo, hacia la playa; qué bonito, a la playa de Chesil. Ese es el nudo del libro: el asquito de la recién casada ante la eyaculación precoz del marido y como eso (voy a ponerme poético yo también: si es que este libro es repugnante hasta para eso) arrastra sus vidas por corrientes diferentes. Entonces a mí Chesil Beach, al que he dedicado varias lecturas, me acaba de sacar de mis casillas, y desde aquí aviso a McEwan de que es un timo, de que el lenguaje y la descripción de la época y todo el aderezo es una pura farsa de un escritor con una mano en en teclado y otra en el bolsillo.
Y el lado más alejado de esta polémica es Plaga de palomas de Louise Erdrich. Para quien haya estado atento a mi gadget de lectura en curs es un libro que ha aparecido y desaparecido varias veces. Que es lo que ha pasado: libro denso y difícil de leer, con constantes cambios de narración, con idas y venidas en el tiempo, casi 400 páginas en las que la Erdrich se muestra implacable con el lector, casi a sus espaldas, como diciendo dejadme con lo mío que yo ya sé cómo lo haré. Joder que lo sabe. Colosal trama que parte de un crimen solo sugerido (pero menuda sugerencia) en su primer capítulo, apenas veinte líneas iniciales por las que la mayoría de los escritores venderían a su madre (buen día para decirlo, pardiez), sensacional inicio que es solo una primera rampa en una novela que es una difícil montaña rusa en la que tienen cabida muchas más cosas de las que parece (curiosamente esa novela llega hasta los tiempos en que se sitúa la de McEwan). Habla de la vida en las reservas indias del estado de Dakota. Habla de comunidad invasora e invadida, en como interactúan a finales del siglo XIX y como los hechos inolvidables a veces parecen olvidados. Habla de tradiciones orales y escritas, habla de demonios ocultos en las cosas, habla de tanto, que uno a veces se aturde y deja reposar el libro: justo lo que a mí me ocurría. Habla de venganzas injustas y de perdones injustos. Hay crímenes y hay sangre y hay polvo de todas clases. La Erdrich escribe de maravilla, claro. No digo que McEwan escriba mal. Pero la Erdrich es capaz de seducirnos con algo que, a priori, parece no interesarnos y McEwan nos hace fruncir el ceño, de extrañeza, ante lo que sí.
Lo siento: no sé si soy un crítico chusquero por acumulación de trienios: no sé si leer tantos libros me ha investido de ninguna autoridad en la materia más que la que aquel que afronta una lectura con intenciones sanas. El de McEwan es un libro simple, sencillo y elegante que detesto y el de la Erdrich es un libro complejo, rasposo y arisco que me parece imprescindible en cada una de sus palabras.