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dilluns, 21 de gener del 2013

Quentin Tarantino: DJANGO UNCHAINED - ESCLAVOS DEL TALENTO

Vayamos con los defectos: hay tres claves en Django Unchained que emparentan la película con otras de la filmografía de Tarantino. La interpretación de Christoph Waltz, otra vez aquí un culto políglota de deliciosos modales que bordean la auto-parodia. Parece que Tarantino haya escrito ese papel a la medida, hasta del gesto en que, igual que hacía con el vaso de leche en Inglourious basterds, abra los ojos cuando se bebe la jarra de cerveza auto-escanciada. La cena en Candyland, con esas manos sobre la mesa, con ese trasiego de puertas que se abren y se cierran y esa sensación agobiante y casi certera de que la verdad está a punto de aflorar y todo puede saltar por los aires, no deja de ser fuertemente evocadora de la escena, también de Inglourious basterds, de la taberna que es un sótano. Que no dejaba de recordar, por lo menos a mí, la escena inicial de la primera película de la saga Indiana Jones. La tercera, la matanza en la casa de Candyland, con el desfile de enemigos, evoca la del restaurante asiático en Kill Bill 1, ejecutadas ambas de una manera cruel y coreográfica, trufadas ambas de una irrealidad rayana con lo descabellado, pero necesarias en el contexto no sólo de la película sino incluso de esa liturgia propia de las películas de Tarantino, que es la sutil pero constante licencia que se toma para recordarnos que su cine es entretenimiento por encima de todo, que trasfondo, coherencia, mensaje moral, mensaje social, otros aditivos que pueden encontrarse, son adicionales, son casi opcionales.
Ahora bien: resulta que esas tres cuestiones son hasta discutibles como defectos. Cuando aquel original con el que se las compara es del elevadísimo nivel, qué podemos objetar. Pues, sólo aclararé este punto para no alargarme, la composición de de Waltz, ahora como el también alemán Dr. Schultz, dentista itinerante pero caza-recompensas de fácil verbo y curioso sentido ético, es una absoluta delicia de mezcla entre sarcasmo culto y violencia elegante. 
Django Unchained podría, si Kill Bill 1 y Kill Bill 2 fueran una sola película, cerrar una trilogía por la que Tarantino rindiese tributo a tres géneros (artes marciales, segunda guerra mundial, spaghetti western) con el nudo argumental de la persecución y la venganza. Esto es una teoría mía, fácilmente descalificable por la realidad: cualquier película de Tarantino es disfrutable de modo independiente y cuenta, cada una, con sus propios ganchos y sus propias justificaciones más que sobradas. También podríamos decir que Django unchained emparenta con Jackie Brown en cierta reivindicación del black power, eso sí, a la Tarantino: con toda su carga de mala leche y con toda su denuncia de hipocresía. Spike Lee se ha cabreado con esta película por su tratamiento del tema de la esclavitud: cómo si series añejas como Roots o el desapercibido experimento de Spielberg en Amistad lo hicieran con mayor sutileza y eso sea lo adecuado. No. La crueldad aquí, por descarnada que sea (incluso cuando proviene del igual, genial guiño en un Samuel L. Jackson que guarda ciertas reminiscencias con los guardianes judíos empleados en los campos de concentración nazis), es, me temo, fiel reflejo de la que fue en realidad. Sí, mundo occidental, dejemos de una vez de mirar al ombligo de nuestras tradiciones milenarias y de los avances tecnológicos que hemos puesto en el mundo (y, cosa más significativa, en los mercados y en las cabezas de la gente), y pensemos en cuantas facturas pendientes de pago acumulamos ya: el genocidio americano tras el descubrimiento, la esclavitud, las colonizaciones en Asia, el expolio de recursos en todos esos sitios, las ocupaciones de tierras que no eran las nuestras, la imposición de lo malo y lo bueno de nuestro modo de vida. Mirémonos en el espejo y reconozcamos todas las putadas que hemos andado haciendo como para echarnos las manos a la cabeza cuando una bomba estalla. Django unchained, que, insisto, es sólo (aunque mirad dónde me ha llevado su lógica de incrustación en los recuerdos) una soberbia película de entretenimiento cuyos 165 minutos pasan en un suspiro, nos deja esas imágenes: más crudas o más subliminales, más directas o más sibilinas. Pero las deja bien estampadas.
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